Me encanta la idea de que exista una película como El futuro que viene, la primera de Constanza Novick, escrita y dirigida por ella. Novick viene de trabajar en televisión, como guionista de Son amores (2002), El sodero de mi vida (2001) y Soy tu fan (2006) entre otras tiras. En este caso encara la amistad entre mujeres en tono de comedia dramática a través de la historia de Romina (Dolores Fonzi) y Flor (Pilar Gamboa), que se cuenta en tres momentos: primero son dos nenas, ya casi preadolescentes, que comparten el colegio privado y pasan juntas todo el tiempo que pueden mientras a su alrededor lxs adultxs estallan en conflictos (separaciones, divorcios) y el fin de la amistad exclusiva entre las dos se vislumbra en la cara del primer chico que les gusta. Entre vestuarios de los ochenta y cassettes de Parchís, la película parece tomar sus modelos de la comedia norteamericana independiente (o incluso de series como Togetherness, de los hermanos Duplass), y lo hace con gracia en un principio, si bien se la percibe extremadamente prolija y cuidadosa, como alguien que recién aprendiera a patinar sobre hielo. Hay un problema con eso, porque la comedia tiene que fluir y El futuro que viene por momentos se estanca, busca sus chistes con esfuerzo y parece depender, para ser divertida, más de la chispa de sus actores y actrices, que por suerte es mucha, que de escenas graciosas de por sí. Sobre todo en la segunda parte, cuando Flor y Romina son treintañeras en ese momento de la vida en el que ciertas cosas empiezan a definirse. Romina vive en una casita del conurbano con su marido (Esteban Bigliardi) y una beba de seis meses; hasta ahí llega Flor para buscar refugio después de una pelea de pareja. Se supone que toda la situación de huésped desconsiderado que viene a ocuparte el sillón y se apodera de la casa más puérpera irritada por la falta de sueño y absorbida por la maternidad es divertida, aunque nada de lo que hace Flor parece ser tan invasivo como para justificar el conflicto de “personalidades que chocan” con que la película pretende caracterizar la amistad entre las chicas. Lo más interesante de esta secuencia es lo que tiene que ver con la maternidad de Romina, porque una Dolores Fonzi sobrepasada y poco comprendida por lxs que la rodean dice las únicas líneas en toda la película que se salen de lo mil veces escuchado y visto (“Si alguien me hubiera dicho cómo iba a ser, no la tenía”, le dice a Flor mientras se toman una cerveza y el bebé duerme en el cochecito). Todo lo demás está bien hecho pero da la sensación de ser igual a otras mil películas. Previsiblemente, Flor y Romina discuten y se vuelven a encontrar después de varios años. La vida cambió, pero las amigas siguen siendo una gran pasión, la única para la otra. No se termina de ver dónde está todo esto en la película -más que, por supuesto, en la idílica y ochentosa infancia-. Es cierto que Flor y Romina compartieron alguna risa, celebraron algún chiste con el que se divertían como nenas, pero como adultas no se las ve del todo disponibles para la otra, más bien lo contrario. Por otra parte, lo que atraviesa toda la película es cierta sensación de que las escenas están allí para ilustrar una serie de temas: la amistad, la maternidad, la adultez, el amor después del divorcio. Una detrás de otra, prolijamente van hilando una historia, pero no brillan por sí mismas. Los que sí brillan son Dolores Fonzi y Pilar Gamboa, lo mismo que Esteban Bigliardi y luego Federico León en el papel del nuevo novio de Romina, que dotan a la película de un encanto que la vuelve hasta querible. En cuanto al cine, hay algo en El futuro que viene que Ana Katz hizo mejor en Mi amiga del parque, algo de la comedia sin esfuerzo y cuyos chistes no dependan exclusivamente de cualquier situación que por haberla visto demasiadas veces genere una respuesta automática.
Empieza con una pareja, hombre y mujer, cabalgando con los cabellos al viento en una playa, como la presentación de telenovela venezolana de los ochenta más típica. Los dos están bronceados, son jóvenes y tradicionalmente bellos (cosa que parece una condición para formar parte de esta historia). Pero en la escena siguiente, dos nenas están mirando la tele y una de ellas, en una especie de juego, empieza a cabalgar un almohadón hasta que sin saberlo acaba. Desearás al hombre de tu hermana, la película de Diego Kaplan basada en una novela de Erika Halvorsen, se define un poco desde esos primeros minutos: todo el exceso engolado y artificial del melodrama televisivo está ahí (a pesar de que se la comparó con Almodóvar, la película trabaja con personajes y cuerpos estereotipados que proceden más de la televisión), pero hay algo que viene a romper esa línea sutil que el género siempre se impuso y casi siempre respetó, y es el hecho de mostrar el sexo, de decirlo. La historia es la de dos hermanas, Ofelia (Pampita Ardohain) y Lucía (Mónica Antonópulos), que forman un triángulo de atracción y repulsión con una madre (Andrea Frigerio) bastante especial: cuando las chicas eran adolescentes les presentó “la píldora del amor”, anticonceptivos para que gozaran sin tener que preocuparse, y también les consiguió a dos chongos negros para que debutaran. “Bombones de chocolate” los llamó ella, y la frase la pinta entera. La iniciación sexual de las hermanas está contada a través de unas grabaciones que Ofelia fue haciendo a medida que experimentaban. Pero hay un conflicto fundamental que separa a las hermanas: Lucía siempre se sintió menos, se convenció de que la hermana cogía mejor, y como para sellar su inferioridad para siempre se flageló la vulva con una brasa ardiente. La película las encuentra después de varios años de separación, cuando Ofelia llega a la fiesta de casamiento de Lucía y lo primero que hace es presentarse semidesnuda frente a Juan (Juan Sorini), el flamante marido de su hermana. Claro que todo lo que viene después tiende a concretar ese mandato del título, casi una condena bíblica, por el cual Ofelia atrae irresistiblemente y sin que pueda impedirlo a su cuñado; la película es una especie de danza de seducción entre cuatro, las dos hijas con cuerpos de modelo y los maridos musculosos que se pasean todo lo que pueden en diminutos trajes de baño, y esa danza, aunque grotesca –ilustrada con la leche del desa- yuno cayendo por los labios de Pampita o por su cuñado chupando una naranja como si fuera la concha de ella– funciona. Todo lo demás, sin ánimo de exagerar, es un desastre, pedazos de cosas imposibles de ensamblar. En primer lugar, el cruce de melodrama con comedia que Diego Kaplan, voluntariamente o no, intenta ejecutar: cuando Pampita narra la muerte del padre, desnudo en una pileta junto a su mamá, el marido brasilero la interrumpe: “¿Estaban fifando?”. Todo lo que hay de tragedia en Desearás al hombre de tu hermana es ridículo, incluso inexplicable, quizá por una mala adaptación de la novela. Especialmente, y dado que es central en la historia, la discontinuidad entre las hermanas como adolescentes y como adultas: en la juventud vemos al personaje que después interpretará Pampita como una chica llevada por el deseo, intrépida, y la adultez la encuentra convertida en una frágil heroína de telenovela más bien pasiva. Quizá Mónica Antonópulos, que es deslumbrante en la pantalla de cine, habría sido una mejor opción para interpretar ese papel, que parece fundarse más en la fama de sexy de Pampita que en su desempeño en la película. En todo caso, Desearás al hombre de tu hermana es una rareza, una buena idea que quizá funcionaría mejor si optara por el tono ligero y por contar la felicidad del sexo antes que buscar esforzadamente presentarlo como tortura.
Llegó Zama. Después de diez años de expectativas y una curiosidad desmesurada por ver qué había hecho Lucrecia Martel con la novela de Antonio Di Benedetto de 1956 que, ahora venimos a descubrir porque lo dijo J.M. Coetzee que tiene un Nobel, es la gran novela americana, resulta que Martel leyó otra cosa. Lejos de la lectura existencialista, del “tema de la espera” o de cualquier tema en general, lo de Martel es una especie de comedia deshilachada y magnética donde el mundo material es -y ese constituye uno de los ejes, sino el eje de esta versión de Zama- casi o más importante que el personaje. Diego de Zama ya no es el nombre de la voz narrativa, como en la novela de Di Benedetto, sino el de un deslucido funcionario de la corona española que espera, sí, su traslado a otra ciudad, más cerca de la civilización y de su familia, pero no con la suficiente intensidad como para que en la película esto constituya un drama. Es más, el Zama de Martel (interpretado por un siempre desconcertado Diego Giménez Cacho) se caracteriza por su torpeza y por ser, de todos los que lo rodean, el que menos parece haberse adaptado al ambiente no del todo real, inverosímil, de una modesta y terrosa Asunción del Paraguay como territorio híbrido, absurdo incluso. ¿Cuál es el estatuto de este lugar que habita -aunque a duras penas se puede decir que lo habite- Diego de Zama? Se trata de un mundo a medio hacer, o a medio deshacer, depende cómo se lo mire. La película comienza con el encuentro de Zama y unas mulatas que se embarran el cuerpo con cierta voluptuosidad en el borde del río. Zama tropieza con ellas, a una la golpea, casi como un gesto de defensa contra esos cuerpos demasiado contundentes que podrían inflamar el deseo. De ahí en más, la insistencia sutil de cada escena es en lo que se desmorona, lo desarmado: quizá las pelucas europeas que se sacan y ponen los funcionarios españoles y doña Luciana (la dama interpretada por Lola Dueñas, que mantiene cierta absurda etiqueta cortesana mientras se abanica el calor y su peinado se derrumba a más no poder) sean algunos de los objetos más llamativos y contundentes para expresar esta materialidad duramente sostenida, este remedo de un mundo lejano en tiempo y distancia física (y quizás olvidado, o inexistente) en el que los mejor adaptados son los que se dedican a las cosas básicas: coger, comer. Por eso, por supuesto, los indígenas que viven de acuerdo a la tierra se mueven con la naturalidad de peces en el agua, y los pregones de los vendedores de pesca de río suenan acá y allá -la comida y sus nombres, cargados de localidad- mientras Diego de Zama, casi como en un videojuego (de hecho en la página oficial de la película existió por un día el juego de Zama en 16 bits, para entretener la espera del estreno), recorre las escenas sin orden ni concierto, ve cómo su casa es destripada para una mudanza y el mobiliario español queda a la intemperie, si es que no lo estaba ya, o es testigo de cómo todos cogen menos él (en una escena digna de comedia de enredos, de hecho, Zama llega a una casa de la que un hombre a medio vestir se está escapando y le pregunta a la mujer que estuvo con él, ¿te hizo daño?, porque no puede ver lo que tiene frente a los ojos, eso que Martel no deja de poner al fondo del plano en un juego de equívocos interminable). Este es el mundo de la mescolanza, del calor y la calentura, y en estas casas que no llegan a serlo, de puertas y ventanas abiertas, de inmediatez con el exterior, casi no hay paredes que abriguen de la presencia de la naturaleza en la que Zama, por fin, se recuesta cuando ya no le queda otra opción, en una horizontalidad que es tanto derrota como abrigo. Haber logrado que la contundencia de ese mundo material lunático, con música de boleros, se viva como una especie de alucinación en la sala oscura, y que el cine sea una experiencia ligera y física ante todo, no es poca cosa.
No hay nada más natural que hacer películas con juguetes porque básicamente es lo que lxs niñxs hacen todo el tiempo: Toy Story lo supo capitalizar mejor que nadie pero desde un punto de vista más comercial, desde que por primera vez en los ochentas se inventó un dibujito como He-Man específicamente para promocionar una línea de muñecos, la circularidad entre juguetes y películas no para de entregar más y más productos. De hecho es difícil encontrar una juguetería donde la mayor parte de la mercadería en exhibición no sea, además, merchandising de algo, y en ese sentido la idea de películas de Lego podía parecer el colmo de la megapublicidad disfrazada -pero no demasiado- de cine. Sin embargo The Lego movie (2014), la primera de las tres películas que la marca de ladrillos lleva estrenadas, sorprendió con una historia sólida que aprovechaba de manera inteligente los distintos universos Lego: en una ciudad donde todos eran trabajadores organizados y mecánicamente dóciles con el poder, el hombre más común y corriente (más aburrido y crédulo también) se enteraba de que era el elegido para impedir que el malvado Presidente de Negocios cumpliera su propósito de inmovilizar a todos usando un espantoso pegamento de secado rápido que había inventado. El tipo común se enteraba, de paso, de que había muchos otros mundos además de su pequeña ciudad ordenada y siempre igual. El argumento era demasiado sofisticado, claro, para lxs más chiquitxs, pero la idea de mezclar distintos universos era palpable y reflejaba, después de todo, lo que ellxs hacen todos los días al jugar. El ritmo vertiginoso de The Lego movie (no recomendable para bebés e infantes) y un tipo de humor irónico, lleno de autoconsciencia y de guiños para padres y madres familiarizados con el cine de superhéroes se repitieron en The Lego Batman movie (2017), estrenada a principios de este año. El eje de esta bromantic comedy (la versión de comedias románticas entre varones) era la relación de amor-odio entre Batman y el Guasón, que estaba dispuesto a perseguir hasta el fin del mundo al enmascarado con tal de que le declarara su odio. Una segunda línea temática tenía que ver con la forma en que Batman se iba convirtiendo, casi sin quererlo, en una especie de padre para Robin; de esa manera, el Batman ideado por Lego reunió en una misma figura esa triple fantasía de ser Batman, ser amigo de Batman y que Batman sea tu papá, y acercó a lxs más pequeñxs un personaje que, cada vez más, el cine se tomó muy seriamente en una serie de películas oscuras destinadas solo al público adulto. La novedad de Lego es una versión extendida de Ninjago, la serie sobre una banda de ninjas adolescentes que puede verse en Netflix. Aunque Ninjago Lego tiene poco de película de ninjas y más del tipo de robots gigantes que vienen del animé, a lxs niñxs les importará muy poco. El protagonista es Lloyd, un chico tímido del que todos se burlan. La gran espina de Lloyd es que su padre es el brutal Garmadon, villano que asola la ciudad. Muy desentendido de cualquier deber paternal, Garmadon abandonó a Lloyd y a su mamá cuando él era bebé. Una misión une al padre y al hijo en un viaje en el que, como es de esperarse, se irán acercando hasta que el villano descubra por primera vez la satisfacción de enseñar algo. Debe haber pocas películas que idealicen menos la paternidad, y muestren padre más cargados de defectos, que estas Legos; en Ninjago, además, el protagonista es después de todo un hijo de padres separados y el final feliz no es precisamente la familia unida. Enmarcada en un segmento de acción en vivo donde un nene visita un negocio de antigüedades atendido por Jackie Chan (que, sí, está ahí solo porque es asiático, pero qué adorable), Ninjago Lego hace que cobren vida esos juguetes rotos o gastados por el uso y además tiene, en un gato de tamaño natural, al mejor villano involuntario que se vio en mucho tiempo.
Hay que decirlo: estamos en el mes del estreno de Alanís de Anahí Berneri, Zama de Lucrecia Martel y La novia del desierto de Cecilia Atán y Valeria Pivato; en los primeros dos casos, autoras con una serie de películas que las destacan como creadoras dentro del cine argentino, en el segundo dos amigas que presentan su opera prima, después de años de trabajar con directores como Babenco, Trapero, Campanella y Agresti. Mujeres directoras que tienen mucho para decir y dar a ver sobre el cine y el mundo, y en el caso de Berneri, Atán y Pivato, que trabajan directamente sobre figuras cristalizadas en el repertorio de lo femenino para desarmarlas, ya sea delicadamente o a golpes de imagen, de piel y cuerpos reales que toman la pantalla. Como Berneri había hecho en Encarnación con una Silvia Pérez que, ya pasada la juventud, procesaba el hecho de ser una mujer sin pareja y sin hijxs para la cual los brillos estaban en el pasado, la protagonista de La novia del desierto viene de otro mundo -el del trabajo doméstico- pero también se encuentra, a los 54 años, frente a cosas que terminan. Y un gran vacío enfrente que toma la forma del desierto de San Juan, tan soleado y de un cielo tan azul que hiere. Ella se llama Teresa, es chilena y pasó más de treinta años como empleada con cama adentro de una familia acomodada. La película la encuentra en el momento en que llega a San Juan para colocarse en una nueva casa, y va mostrando en flashbacks luminosos esa vida que al terminarse (porque los patrones deciden poner en venta la casa) arrastra mucho más que un simple cambio laboral. Lo que sigue es casi una historia a mitad de camino entre la comedia romántica y la de enredos, pero en el tono despojado y tremendamente contenido que impone el personaje: Teresa pierde un bolso donde lleva todas sus cosas y cree que se lo olvidó en la casa rodante del Gringo, un vendedor de ropa interpretado por Claudio Rissi. El resto de la película es la búsqueda del bolso pero sobre todo la proximidad entre un hombre y una mujer que, aunque lxs espectadorxs quieran entregarse a especular sobre hacia dónde lleva, crece despacio y de pronto deslumbra a tal punto que lo importante es asistir a ese momento. La novia del desierto se juega a unos pocos elementos y los convierte en su fortaleza, en primer lugar porque Teresa es interpretada por la actriz chilena Paulina García. Hay que hablar de Paulina García: en Gloria (2013), que le valió el Oso de Plata a la mejor actuación femenina en Berlín, era una mujer de 58 años que iba a fiestas y deseaba el romance como modo, quizás, de no asomarse a eso que llaman “el resto de su vida”; en La cordillera (2017) de Santiago Mitre fue nada menos que la presidenta de Chile y se visitó de dignidad protocolar para recibir al presidente argentino interpretado por Ricardo Darín. En La novia del desierto, con algo de la serenidad de movimientos de Isabelle Huppert en El porvenir (2016), le pone el cuerpo a un personaje introvertido, engañosamente desamparado, que tiene un aire de vulnerabilidad quizás por todo lo que la mirada de lxs otrxs pone en una mujer que no tiene ni casa ni familia. El prejuicio empieza a pisar fuerte en las expectativas que produce el personaje, en la posibilidad -deseable, como un cuento con final feliz- de que por fin arme una vida al lado de un hombre. De que “dos soledades se encuentren”, como suele decirse, entendiendo la soledad como la forma de incompletitud más triste. Así se la ve a Teresa, pequeña en medio de un paisaje inmenso y ambiguo donde lo rocoso y lo árido quizás contrastan, o quizás conviven de otro modo más extraño, según se lo mire, con la lisura del cielo. La novia del desierto es amable y directa más que compleja pero aún así, disfrutable de principio a fin en su manera de mezclar aventura y romance sobre el fondo de un paisaje que imanta los ojos.
Charlize Theron, rubia platinada en Atómica (Atomic Blonde en el original, título más sincero al llamar la atención sobre su pelo que es tan importante en la película), interpreta a una espía británica que va a Berlín para buscar una lista de nombres de espías reclamada por el gobierno. Y es pertinente empezar la nota diciendo “Charlize Theron” porque Atómica está construida a tal punto para el lucimiento de la actriz, sus piernas larguísimas enfundadas en botas interminables que usa para patear, su silueta envuelta en pilotos, ese pelo rubio con ondas o lacio, que es muy probable que lxs expectadorxs se consuelen durante buena parte de la película pensando “por lo menos está Charlize Theron”. Basada en una novela gráfica, The Coldest City, escrita por Antony Johnston e ilustrada por Sam Hart, la historia transcurre entre Berlín y un interrogatorio que tiene lugar en las oficinas del MI6, el Servicio de inteligencia secreto británico al que la agente Lorraine Broughton debe explicarle por qué fracasó en su misión de rescatar la deseada lista. Por este vaivén entre Berlín y Londres, entre el presente del interrogatorio y los numerosos y extensos flashbacks que muestran el desarrollo intrincado, laberíntico y casi imposible de entender de la misión en una Berlín que está viviendo la caída del Muro, la película es por momentos tremendamente estática, sostenida débilmente por los gestos estereotipados de Theron y sus superiores (John Goodman y Toby Jones) que están sentados en una habitación oscura intercambiando líneas de diálogo pobres y trilladas. Mucho mejor, por supuesto, es todo lo que pasa en Berlín, aunque no todo el tiempo. Ahí Lorraine se encontrará con otro agente interpretado por James McAvoy que se viste como un vagabundo chic y es más peligroso de lo que parece: McAvoy, niño británico de ojos celestes, lucha para darle un aire reo y peligroso a su personaje y lo consigue bastante poco. Más interesante es la presencia de Sofia Boutella, una agente francesa que persigue a la rubia protagonista hasta que se encuentran en un bar, y la promesa de un levante entre chicas enciende una pantalla que está todo el tiempo a punto de apagarse. Boutella, bailarina en la vida real, apenas se las arregla como actriz, pero en ese tour de force construido a la medida de Charlize Theron -que también es productora-, parece casi como si la protagonista buscara empujar su propio límite y entonces regala una escena de sexo que no muestra demasiado pero muestra mucho más que el promedio. Quizá si el resto de Atómica fuera tan desatada como ese encuentro de dos chicas sobre un colchón, la película podría haber sido algo que saliera de la chatura del cine reciclado más reciente. Pero todo el tiempo lo que se percibe es la coreografía, a Theron prendiendo un cigarrillo de cierto modo para parecerse a una espía, o taconeando una Berlín ruinosa como una modelo letal, a Theron llegando a un bar y sentándose en la pose perfecta para tomar un trago mientras vigila todo (hay un exceso realmente de planos de tres cuartos perfil donde se la ve congelada y perfecta), a Theron esperando un segundo y preparando la pose para que se acerquen dos matones de atrás y les pueda encajar esa patada que tanto ensayó. La búsqueda de lo cool -las poses de la rubia, el arte callejero en las paredes de Berlín, los punks con sus crestas, la chica que se baña con hielo- es un enorme lastre en una película donde el diseño de producción, que recrea como no podía ser de otra manera el ambiente ochentoso de rigor, se pone por encima de todo lo demás. Y donde lo peor, indudablemente y desde la primera escena, es el derroche descerebrado de canciones que ilustran la acción de modo literal y casi como chiste malo: cuando se habla de volver a Londres suena “London Calling”, una persecución en auto se remarca con “I Ran de A Flock of Seagulls”, y así sucesivamente hasta conformar la banda de sonido más machacona y desperdiciada de la historia.
Excéntrica desde donde se la mire (como un elogio, y también de modo literal), Hoy partido a las tres es una película que simula estar ambientada en un pueblito de Corrientes pero fue filmada en el Chaco, y que además acompaña a lo largo de un día las peripecias de un equipo de fútbol formado por mujeres (¿existe el fútbol femenino?). La primera película de Clarisa Navas, una directora joven nacida en Corrientes que jugó al fútbol desde chica, tiene como centro a Las indomables, un equipo que al principio de la película se muestra en plena acción, jugando un partido nocturno. La pelota empieza a rodar y enseguida salen a la superficie los conflictos propios de cualquier equipo (quejas de unas compañeras hacia otras, resentimiento, críticas) y al mismo tiempo, significativamente, las chicas deben aguantar la cancha frente a un grupo de varones que, en lugar de esperar su turno, quiere ocuparla antes de tiempo. Allí ya se plantea el espíritu de Hoy partido a las tres, que pretende mostrar un mundo en buena medida oculto sin idealizarlo y en el mismo movimiento, constituirlo en un espacio de resistencia que las mujeres que gustan del fútbol pueden ocupar por y para ellas mismas (aunque estén bajo la mirada de un director técnico varón que, como se verá a lo largo de la película, no tiene la última palabra). Después empieza el largo día de espera en que transcurre la mayor parte de la historia: Las indomables están por participar en un campeonato regional de fútbol femenino muy mal organizado por la intendencia, con interés demagógico pero no lo suficiente como para supervisar que todo se lleve a cabo como corresponde, y mientras tanto se realiza un acto de campaña en el mismo lugar. Navas, de modo bastante explícito, contrapone a la política partidaria -representada por un animador altisonante que habla para nadie la mitad del tiempo- otra práctica que, por supuesto, también puede leerse de modo político, aunque muchxs todavía no lo entiendan así, y es la de esta reunión espontánea de mujeres que encuentran en el fútbol la oportunidad para tejer otras relaciones y alianzas al margen de la vida laboral, familiar, institucional, es decir, de lo impuesto. La tarde que transcurre morosamente mientras las chicas esperan y una tormenta amenaza con convertir la cancha en un barrial es la ocasión para mostrar, en conversaciones casuales que se tejen y destejen, desplazamientos de los personajes en apartes casi teatrales, idas y venidas o miradas intercambiadas con disimulo que conducen a levantes, ciertos modos de vivir el cuerpo, las relaciones con lxs otrxs y la sexualidad que tienen quizás sus puntos culminantes en dos hechos distintos pero relacionados: en primer lugar, a varias de las chicas les gustan las mujeres y es de lo que se habla (y lo que se ve) a lo largo de toda la película, con picardía y sensualidad. Incluso conversan, en un momento y con el entusiasmo de quien sabe y gusta del tema, sobre lo distinto que es estar con una mujer, en un pasaje que parece destinado a ese público “otrx” (quizás los varones, quizás los heterosexuales en general) al que la película, evidentemente, quiere interpelar. En otro momento, unos tipos que están mirando a las chicas jugar empiezan a gritarles insinuaciones sexuales mientras festejan entre ellos y las chicas, literalmente, los re cagan a piñas. Por todo eso Hay partido a las tres tiene un aire de manifiesto, de proclama, pero no es un problema porque al mismo tiempo es una buena historia bien contada. Y otra manera de acercarse al mundo del deporte que, no solo no estaba retratada en el cine argentino, sino que lo aborda desde un relato bien distinto a los caminos de héroes o el régimen éxito/fracaso al que estamos acostumbradxs.
La cordillera es la tercera película de Santiago Mitre y se podría decir, después de El estudiante (2011) y La patota (2015), que hay una progresión en el nivel de ambición de cada una de estas películas, los universos elegidos para representar y el nivel de intensidad y trascendencia de sus conflictos: en la primera, Esteban Lamothe interpretaba a un estudiante de la UBA que empezaba a ascender en la política universitaria y se veía ante el dilema de “hacer las cosas bien” o traicionarse a sí mismo para seguir escalando posiciones. En La patota, Dolores Fonzi era la hija de un juez que enseñaba como voluntaria en una escuela del norte del país y a la que una banda de chicos violaba; ella por supuesto tenía la posibilidad de denunciarlos y hasta de obtener justicia (al menos en el sentido legal del término) dados los privilegios que le ponía al alcance de la mano la posición del padre, pero elegía no hacerlo y llevar adelante el embarazo que era producto de esa violación. En La cordillera, Ricardo Darín interpreta al mismísimo Presidente de la Nación Argentina, en este caso un ficcional Hernán Blanco que se presenta desde el comienzo como un tipo neutro, sencillo, desprovisto de rasgos salientes. Y eso, que por un momento podría asociarse con el bien, se va volviendo más rico y complejo a lo largo de la película para construir un tipo novedoso de villano. Quizás ese sea el punto más interesante de La cordillera, que despliega alrededor de su protagonista un mundo deslumbrante, una especie de gran fresco lleno de personajes secundarios potentes, de drama que se intensifica para nunca estallar y de escenarios imponentes que necesitan, y usan inmejorablemente, la pantalla del cine para existir en toda su dimensión: desde la Casa Rosada a la que accedemos casi como intrusos al comienzo de la película, para encontrarnos de pronto en la oficina donde Mariano Castex (Gerardo Romano), Luisa Cordero (Erica Rivas) y otros asesores presidenciales deciden el destino de la vida pública en los próximos días, hasta el gran hotel emplazado en las montañas nevadas que con su estilo de hace unas décadas le da un aire levemente fuera del tiempo a todo lo que pasa en su interior (se sabe que a Mitre y a Mariano Llinás, su coguionista, les interesa más poner en escena conflictos de carácter universal antes que situaciones ligadas a la particularidad de un momento histórico), la película se percibe y se disfruta tanto en su grandiosidad como en la idea de interrumpir la vida protocolar de su protagonista con la presencia de una mujer perturbada que es su propia hija. Así entra en escena Dolores Fonzi, que se luce como Marina Blanco. Marina se está separando de un hombre conflictivo, que puede manchar la reputación de su padre, y es necesario mantenerla a raya. Además, tuvo problemas psiquiátricos en la adolescencia y ahora parece que está volviendo a perder la cordura, por lo que el padre accede a una sesión de hipnosis para traerla de vuelta. Todas las escenas en que interviene la hija de Blanco son quizá lo mejor de La cordillera, que a través de ella quiere abrir una fisura en la imagen -impoluta, y también hay humor al respecto- de un tipo que no por nada se llama Blanco. La escena de hipnosis de Marina es brillante, quizá la más libre en una película que el resto del tiempo parece esforzarse por ser intensa y guardar una compostura presidencial, hasta rígida. Y cuando Marina y el padre manejan por la ruta y cantan aparece, por fin, un hombre de carne y hueso, un papá, en ese personaje que el resto del tiempo actúa sobriamente su papel de político. Más importante todavía: ahí Blanco, que además es Darín (la mejor carta que tiene el cine argentino), se vuelve querible. Pero, oh paradoja, pronto se sabrá que Hernán Blanco de blanco no tiene nada y que el mal está en él -un mal que recibe el mismísimo nombre de Diablo-. Hay algo infantil en todo esto, una cierta ingenuidad de blanco sobre negro que quizá no es cuestionable de por sí pero no cuadra con un cine ambicioso que, una y otra vez, vuelve como un adolescente impresionado sobre una idea básica de poder como sinónimo del mal.
Pedro se aburre. Si no mira fútbol, se aburre, y para no aburrirse necesita mirar todos los partidos del mundo. En el trabajo, en la casa, durante la cena, en el velorio de la abuela de su esposa: no hay momento ni lugar en el que no haya un partido a mano y Pedro los mira a todos como un poseso, se enciende cuando tiene fútbol frente a los ojos, se llena de energía. El resto del tiempo es pura espera, tiempo vacío, rutina que carece totalmente de interés. La nueva película de Marcos Carnevale (escrita por Carnevale y Adrián Suar) está estructurada como una comedia romántica y se vende como tal, pero hay más cosas dando vueltas en la historia, menos románticas y decididamente menos cómicas. No es que no aparezcan, uno por uno, todos los elementos que hacen al género: el arco que describe la relación entre Pedro (Adrián Suar) y Verónica (Julieta Díaz), casados hace varios años y padres de dos hijas adolescentes, es el que va del estallido del conflicto a la reconciliación, y la película lo recorre puntual y esquemáticamente. Los personajes se presentan a partir de sus rasgos más característicos: Pedro mira fútbol y lo comparte con amigos (Peto Menahem y Federico D’Elía, apenas bosquejados como cómplices que funcionan en bloque), Verónica se queja y lo señala. Después, todo se va al demonio tanto como es posible, en primer lugar porque a Pedro lo echan del trabajo después de descubrirlo, en las cámaras de vigilancia, mirando partidos en horario laboral en demasiadas ocasiones. Hay un ultimátum que da nombre a la película (“El fútbol o yo”, le dice, literalmente, la señora), hay un grupo de autoayuda para rehabilitarse y una especie de padrino interpretado por Alfredo Casero que busca ser cómico a fuerza de miradas amenazantes y puteadas gritadas a los cuatro vientos. Pero en el medio, lo que se abre como una revelación espantosa es la profunda insatisfacción de esta pareja de casi cuarenta que, según parece, hizo todo bien: tienen la casa, el auto, los trabajos, las hijas. Y al mismo tiempo no saben qué hacer con ellos mismos. Es cierto que la película se centra en el personaje de Suar, el aburrido por excelencia, que parece gritar goles para no gritar de angustia. En ese sentido, el de Julieta Díaz queda más desdibujado y se reduce a una sola característica: en el partido que Pedro cree estar jugando, Verónica es el árbitro. Ella no juega, marca las faltas. Señala. Vigila. Cumple con esa versión estereotipada de la esposa que ordena, contiene, mantiene a raya la más desbordante, y dada a los excesos o desvíos, energía masculina. Y también se perdió en el camino, no cumplió con los proyectos que tenía y en algún momento -siempre según Pedro- cambió los jeans ajustados por la joggineta. La comedia romántica que hay en El fútbol o yo los hace reencontrarse, no sin enredos de por medio (Pedro cree que ella lo va a engañar con un vecino cool interpretado por Rafael Spregelburd y trata de impedirlo, mientras es seducido a su vez por una bomba rubia a la que le encanta el fútbol). Pero la otra película, mucho más amarga, ofrece una imagen del matrimonio como fuente de toda amargura, especialmente por algo que Verónica le dice a Pedro y que es terrible: “yo debería ser tu pasión”. No se ve bien por dónde ella, que va al cine con su abuelita y reniega mientras pone la comida en la mesa para reunir a la familia, podría apasionar a alguien, pero en todo caso la imagen que da El fútbol o yo del matrimonio como simbiosis entre infelices está repartida entre los dos integrantes de la pareja, es bastante más interesante que la historia del tipo al que le gustaba demasiado el fútbol y deja picando una cuestión mucho más álgida, la de lo profunda y desesperadamente aburrida que es la vida familiar y adulta, y la de cuánto entretenimiento se necesita para soportarla.
El auto más lindo del mundo está arruinado: si las dos primeras entregas de Cars (2006 y 2011) mostraron a Rayo McQueen como el nuevo campeón de las carreras, joven y arrogante, que a lo sumo tenía que aprender a trabajar en grupo y asimilar que algunas cosas eran más importantes que pararse triunfal frente a los flashes al final de una carrera y deslumbrar a todos, toda la historia de Cars 3 se funda, como también lo hizo Toy Story 3, en el paso del tiempo. Pixar sabe que puede hacer películas con juguetes y al mismo tiempo pulsar la cuerda más sensible que esos juguetes también representan, es decir, el hecho de que la infancia y la juventud algún día terminan. A diferencia de otras sagas como Mi villano favorito, que en su tercera entrega apuesta solo a la renovación plástica de su villano, a agregar algún personaje nuevo y hacer cantar a unos Minions ya totalmente desligados de la historia, Cars parece haberse reencontrado consigo misma después de una segunda entrega bastante fallida donde la lógica era más y más de todo: más autos, más locaciones, más brillo. Cars 3 vuelve a los fondos apastelados de esa primera película que hizo lo imposible: hacer que un montón de autitos parlantes fueran personajes sensibles y con espesor en una historia que implicaba correr a toda velocidad hacia adelante pero, también, tomarse un respiro para recordar el pasado, a los que estuvieron antes y al mundo como fue. Todo lo mejor de esa primera película está en Cars 3, que por momentos incluso replica ciertas secuencias memorables sin que la repetición moleste para nada, como el comienzo de un viaje por rutas y autopistas a bordo del camión Mack, que siempre contiene aventuras. Y esta vez el desafío es acuciante: mientras todavía está en la cima de su carrera, o al menos eso cree él, Rayo McQueen empieza a ser superado por un nuevo tipo de auto, Jackston Storm, negro y reluciente como una versión futurista de El auto fantástico. Ganarle es casi imposible porque no solo Storm es un buen corredor, sino que también trabaja con una tecnología de la que Rayo carece. Y por primera vez, con el corazón en la mano, lo vemos quedarse atrás y sentir que toda la fuerza de su motor no es suficiente. No es raro que lxs adultxs lloremos con las películas de Pixar en la oscuridad del cine mientras los y las niñas mastican pochoclo, y en este caso no será diferente, porque Cars 3 contiene en su corazón una sorpresa rarísima de encontrar en una película destinada en principio a lxs más chicxs, y es que a veces simplemente no se puede (pero se pueden otras cosas). Lejos de cualquier triunfalismo de fórmula, Rayo McQueen se tiene que poner a trabajar como loco para volver al ruedo y superar a Jackson Storm. En el camino conoce a Cruz Ramírez, una entrenadora enérgica y optimista que de a poco irá revelando la carrera frustrada que lleva a cuestas. Las distintas rutinas de entrenamiento los llevan, a puros pasos de comedia, a la playa, a una carrera de autos locos en el barro y finalmente al pueblo donde vivió Doc Hudson. Y a propósito de Cruz, una digresión sobre los personajes femeninos de Pixar, como Sally o la pequeñita Bonnie de la última parte de Toy Story: si encajan en el universo de los juguetes con tanta naturalidad es porque en ningún momento se plantea que sean completamente otras, como esa incrustación vestida de rosa que es la perrita Sky de Paw Patrol, puesta al lado de los varones para representar lo femenino como minoría incluida. Las chicas de Pixar están ahí porque el mundo les pertenece tanto como a los varones, y Cruz no es la excepción. Por eso la historia no se trata de “correr con una chica” sino de un secreto magnífico que descubre Rayo con respecto a su maestro, Doc Hudson. Y a lxs maestrxs en general, y también a lxs padres, o a la clase de felicidad que se puede sentir cuando la vida deja de girar alrededor de unx mismx y algo de todo lo recibido se derrama, con generosidad y con pasión, hacia lxs otrxs.