Podría ser el motivo para una comedia plagada de obviedades, pero es algo mucho más sutil: la nueva película de Baltazar Tokman se asienta en una idea simple y efectiva, la de entrar desde la intimidad en el mundo de una funeraria, Casa Coraggio, situada en el pueblo de Los Toldos. Por eso el protagonismo es tanto de la familia Coraggio como de Sofía (interpretada por Sofía Urosevich), la hija que vuelve desde la ciudad. La película es estrictamente una ficción en la que la familia Coraggio se interpreta a sí misma y actúa su cotidianeidad a pedido del director, tal como se anuncia al comienzo. Sobre la base de esta existencia tan peculiar -al menos si se la mira desde afuera, ya que a ellos su profesión no parece resultarles distinta que cualquier otro trabajo-, Tokman construye en tono bajo y valiéndose de actores profesionales una historia conocida, la del que debe replantearse la vida a la luz del pasado y la situación familiar, que cobra una fuerza particular por estar, de alguna manera inevitable pero suave a la vez, impregnada por la muerte. Los Coraggio parecen una familia animada, que suele hacer grandes reuniones alrededor de la mesa familiar y ostenta con orgullo una historia de más de cien años en el negocio fúnebre. La convivencia con la muerte no parece tocarlos a nivel emocional pero sí los pone, como es de esperarse, en un lugar donde la lucidez y la ceguera se combinan de formas extrañas; así, de boca de la abuela surge la anécdota de la parienta que al mirar los nuevos coches fúnebres que la familia había adquirido se preguntó “¿Quién los estrenará?”, sin saber que la afortunada iba a ser, poco tiempo después, ella misma. Por lo demás, cuando enumeran la cantidad anual de muertos en la que se sustenta su negocio o muestran distintas opciones de ataúdes a la familia de algún cliente, los Coraggio no parecen otra cosa que una versión realista y local de la familia de Six feet under. Pero hay un acontecimiento en puerta, el cumpleaños de quince de la hija menor de Coraggio, que permite desplegar el tiempo como paso vital entre generaciones, casi el opuesto de ese otro backstage que parecen representar las imágenes del padre y sus empleados levantando cadáveres con fuerza para meterlos en el ataúd y revestirlos de fundas con puntillas, una puesta en escena final que es, velorio mediante, el reverso de la fiesta. En la misma línea Sofía, que oscila y trata de mediar entre una madre y un padre separados, acompaña al papá a una consulta con un médico que tiene que operarle la aorta -una bomba de tiempo- y establece lentamente una situación de seducción con el nuevo empleado de la funeraria cuya primera manifestación visible es un coqueteo en el cementerio, frente a los féretros donde descansa la familia Coraggio. Lo más interesante de Casa Coraggio, cuya historia es simple y se va desplegando lentamente en diálogos para nada enfáticos, es el modo en que esos dos tonos aparentemente opuestos se mezclan para dar como resultado una composición enrarecida de principio a fin: hay muerte en lugares inesperados, como en una escena en que Sofía y su novio salen a bailar a un boliche y después se bañan en una laguna en completo silencio. Y hay paralelismos inevitables que dicen todo lo que nunca dice nadie, como el arreglo de los cuerpos que hacen el padre de Sofía, el modo en que les pone entre las manos con delicadeza una cadenita, y esa escena en que la hermana menor se maquilla para su fiesta y las mujeres de la familia la supervisan, le acomodan el vestido. Por eso cuando aparece la vitalidad, condensada por ejemplo en esa quinceañera que baila bajo los reflectores en su cumpleaños, es tanto más conmovedora porque esos cadáveres mostrados de soslayo en la funeraria siguen ahí, irradiando algo que tiene que ver con la tristeza pero también con la piedad.
Creció en un mundo de puras mujeres y nunca vio el cuerpo de un varón, ni por supuesto un pito. En el momento crucial de por fin encontrarse con un ejemplar de ese universo tan distinto, que además está desnudo, le pregunta con el candor de una niña qué es eso que tiene ahí. Él balbucea una respuesta, nervioso, y ella dirige enseguida la atención al reloj del muchacho, para el caso tan nuevo como un pene: “¿Y dejás que esa cosa tan pequeña te diga qué hacer?”. Ella es la Mujer Maravilla, aunque todavía nadie la llama por ese nombre sino por el de Diana Prince, una guerrera que en la misma película coge y pelea. Y el estreno de esta Mujer Maravilla es todo un acontecimiento porque es la primera vez que el personaje da el salto desde los comics y la serie de televisión que popularizó Lynda Carter, allá por los setentas, a la pantalla del cine, o al menos de lo que entendemos por cine ahora: superproducciones digitales y trepidantes, incoherentes y sobrecargadas, llenas de trucos y regalos para lxs espectadores a lxs que se agita desde mucho tiempo antes del estreno. No es que no salga nada bueno de ahí, pero lo cierto es que esta Mujer Maravilla, dirigida además por una mujer llamada Patty Jenkis (que se ganó un nombre dirigiendo a Charlize Theron en Monster, en el 2003), responde punto por punto a las exigencias del momento: es larguísima, contiene de todo en su interior, atraviesa distintos escenarios y épocas, deriva en una acumulación de secuencias culminantes que resulta tremendamente estática, y ralenta las escenas de lucha al punto de dar la sensación de estar viendo un álbum, una sucesión de afiches de blockbusters más que una película. Ahora, lo que se ve en esos afiches, por más que pertenezca y no pertenezca del todo al mundo del cine, brilla por sí mismo, por obra y gracia de Gal Gadot. Incluso cuando parezca tratarse de imágenes que flotan suspendidas en la nada misma, o en esos fondos de fuego y destrucción un poco abstractos que invaden la pantalla hacia el final de la película, para que ella se luzca en el centro. El argumento es simple y ridículo: en algún momento de la historia el dios Zeus creó a las amazonas para que preservaran el planeta de las guerras constantes -causadas por Ares, el dios de la guerra- en que lxs humanxs no podían dejar de enredarse. Esas amazonas habitan una isla paradisíaca, fuera del tiempo y nunca visitada por humanxs, donde se entrenan como guerreras con fervor espartano. Pero un día, un soldado norteamericano de la Primera Guerra (Chris Pine) se estrella cerca de la isla con su avión, y Diana (Gal Gadot) lo rescata. Así se entera de que más allá de su isla hay una guerra terrible, y decide fugarse para detenerla, convencida de que es el mismo Ares el que la provoca. La primera parte de la película transcurre en la isla y es un imán para los ojos, porque ese mundo de mujeres fuertes, con cascos y espadas, comandado por la reina Hipólita (Connie Nielsen) y su hermana Antiope (Robin Wright), es glorioso y merecía su propia película. Sin embargo, igual que Moana, Diana lo abandona agitada por la curiosidad de ver qué hay más allá, y porque sin saberlo tiene una misión en este mundo, que es detener la guerra con las armas de la guerra. Además de los momentos de risa o de seducción ingenua entre Diana y el soldado, que tienen el encanto de una primera vez, toda esta Mujer Maravilla está marcada por esta figura atlética, furiosa, que ruge cuando pega o se llena de bronca asesina, de una Gal Gadot que se pone físicamente a la altura de esta heroína que es puro músculo, rugido y fuerza. Por eso mismo es insólito que en el momento más álgido se la haga gritar, del modo más incoherente posible y después de despachar a varios soldados alemanas con su espada, “¡Yo sí creo en el amor!”, frase que si fuera pronunciada por Batman, digamos, en la batalla final de una película, la destruiría por completo. Y acá el efecto no es tan distinto, además de que nos devuelve de un latigazo a ese mundo de los sentimientos que no dejan de señalarnos como el único legítimo.
Dejando de lado al terror como género, no hay muchas películas que se tomen en serio el “I see dead people”, que construyan dramas o historias conmovedoras alrededor de la existencia del más allá y la posibilidad de los vivos de comunicarse con ese otro mundo, como lo hizo Más allá de la vida (2010) de Clint Eastwood. Eso es lo primero que hace de Personal shopper de Olivier Assayas una rareza: protagonizada por Kristen Stewart -la segunda rareza, pero ya hablaré de eso-, una chica que soporta un trabajo que no le interesa comprando ropa de lujo para una ricachona con tal de pagarse un alquiler en París, la película toma al personaje en pleno duelo. El hermano gemelo de Maureen acaba de morir de un infarto y, como los hermanos se habían prometido mutuamente enviarse señales desde el otro lado si alguno de los dos moría, Maureen pasa noches enteras en la casa que fuera de él, ahora desocupada, con las luces apagadas y a la espera de algún tipo de contacto. Pero Personal shopper no es una película de terror, ni se pliega a algún género en especial. En las idas y vueltas de Maureen entre París y Londres, entre su departamento pequeño y desordenado y el lujoso de la mujer que contrata sus servicios, en los trayectos en moto entre Cartier, Chanel y otras tiendas donde Maureen paga por un cinturón más de lo que gana en un mes, la película se mueve entre un género y otro y construye el perfil de una chica que no se puede quedar quieta ni pasar varias horas en el mismo lugar, aunque comunicarse con el hermano no parezca agotar el motivo de todo ese movimiento, desesperado y a la vez contenido. Hay algo extraño en la juventud de Maureen, acosada por la muerte temprana y por fantasmas reales (que son, por otra parte, tan hermosos como aterradores), tremendamente sola en ese espacio que media entre ella y la pantalla de su celular, casi el segundo personaje de la historia y el interlocutor privilegiado de la protagonista. Y esa extrañeza, sin dudas, es tanto mérito de la presencia de Kristen Stewart como de lo que Olivier Assayas supo ver en ella, quizás desde que la tuvo como protagonista de Clouds of Sils Maria (2015) junto a Juliette Binoche. El personaje de Personal shopper tiene mucho en común con el de aquella película: en las dos, Stewart es una especie de asistente de otra mujer que la supera en edad, ingresos, fama, un tipo de diva más tradicional, y desde ese segundo plano en el que parece sentirse más cómoda, vive situaciones que son intensas porque no tienen nada que ver con ser mirada sino con la soledad, quizás incluso con cierta sabiduría. En las dos películas, pero más en Personal shopper, Assayas parece haber construido esos personajes a la medida de la actriz, porque son chicas que están más a gusto en buzo con capucha que vestidas “de mujer”, o que pueden pasar del glamour a los jeans con zapatillas sin esfuerzo, casi con indiferencia. Hay algo en el desdén que manifiesta Maureen hacia el mundo de su jefa y en la facilidad con que puede, al mismo tiempo, caminar sobre tacos altísimos o lucir un vestido compuesto por un arnés y una funda de organza cuando decide probarse esa ropa prohibida, que parece representar el nuevo tipo de diva que es Kristen Stewart, una que además es queer. Porque aparte de la salida del closet que hizo la actriz este verano ante los medios, el cuerpo mismo de ella parece estar lleno de señales fascinantes y contradictorias, desde la cadera sin curvas hasta los hombros algo encorvados de adolescente, las orejas de nene y los ojos de diva hollywoodense de antaño, la voz torta y profunda, las tetas diminutas y blanquísimas que no parecen estar hechas para la mirada masculina sino representar un nuevo tipo de mujer del futuro que ya está entre nosotrxs.
“Mi nombre es Anina Yatay Salas, tengo 10 años y estoy metida en un lío de novela”: así comienza una de las películas de animación más encantadoras que se pueden ver por estos días en Netflix, y por una coincidencia feliz, también en el cine Gaumont. Dirigida por el uruguayo Alfredo Soderguit y basada en la novela Anina Yatay Salas, del también uruguayo Sergio López Suárez, Anina tiene la particularidad de ser la primera película de animación producida en ese país, y después de los casi diez años de trabajo a pulmón que llevó terminarla tuvo un recorrido brillante: se estrenó en el Festival de Berlín en 2013, pasó por otros festivales como el Bafici, donde participó de la Competencia Internacional en el 2013 (una rareza para una película de animación, que normalmente hubiera sido programada en el Baficito), y recién este año tuvo su estreno comercial en Argentina. Ahora Netflix pone al alcance de muchxs la historia de Anina, la niña capicúa a la que no le gusta su nombre y vive en un barrio de casas bajas y almacén que fía, al que muchxs espectadores de ambos lados del Río de la Plata podrán reconocer como el propio. Anina va a la escuela pública y lo hace en colectivo; como sus padres son fanáticos de todo lo capicúa, no solo le pusieron ese nombre que puede leerse en ambos sentidos sino que también la incitan a coleccionar boletos, frases y todo lo que se pueda poner del revés. Pero a Anina no parece haberle traído mucha suerte esa costumbre, y un día en el recreo, sin querer, se lleva puesta a una compañera que se llama Yisel, una nena grandota a la que apodan “la elefanta”. Las nenas se empiezan a pelear y terminan en la dirección, donde se les impone un castigo misterioso: cada una deberá llevarse a la casa un sobre negro cerrado con lacre y no abrirlo por nada del mundo durante una semana. Así comienza la aventura de Anina, que es la de imaginarse qué hay adentro de ese sobre y producirlo, una y otra vez, en pequeñas secuencias animadas que van cambiando el estilo de dibujo para proyectar en la pantalla lo que la nena fantasea. Con la sensación de estar pasando las páginas de un libro, la película va desplegando al mismo tiempo el mundo imaginario de Anina y el mundo familiar y barrial en el que se mueve, cada uno de ellos abundante y querible, sobre todo por el tiempo que se les dedica: hay, por ejemplo, tiempo para detenerse en las tortas fritas que la mamá prepara en una sartén, y en los segundos que lleva esperar que se doren un poco más, mientras Anina, preocupada por los retos de la directora del colegio, se imagina a sí misma teniendo que saltar en una sartén gigante. Hay tiempo para construir un mundo donde están, sí, la mamá y el papá de Anina, comprensivos y divertidos, y esa compañerita-enemiga a la que vale la pena mirar un poco más de cerca, pero también las viejas chusmas del barrio que parecen estar de acuerdo con la maestra más mala de la escuela en un punto que a Anina le suena fatal: el de que “la letra con sangre entra”. El de Anina es un mundo en el que lxs adultxs no son iguales ni están todxs de acuerdo, y los más satirizados entre ellos son los que hablan a lxs niñxs con ese repertorio viejo y oxidado que tiene como base la desconfianza, la idea primordial de que unxs y otrxs no pueden entenderse más que a través de la autoridad, del que salen frases tan gastadas como “En mi época esto no pasaba”. La película transforma esas ideas en una especie de país de las maravillas suavemente siniestro, y como contrapartida se llena de luz y de canciones para contar el amor, el de los padres de Anina, el de Anina por un compañerito del colegio o el de Anina, la película misma por lxs chicxs que viven en un barrio, hacen mandados, comen milanesas caseras y todavía juegan a la mancha en el recreo.
El porvenir, de la directora francesa Mia Hansen Love, es una película sobre una mujer. Pero la primera vez que vemos a esa mujer es como parte de un grupo, más específicamente de una familia, y una familia tipo para ser todavía más precisa: en un ferry que está llegando a una playa de Bretaña, los cuatro miran hacia esa costa antigua en la que van a visitar la tumba de Chateaubriand. Esas imágenes están ahí, al comienzo de El porvenir, y funcionan a modo de prólogo que distorsiona el tiempo, porque en realidad lo que va a contar la película es lo nuevo que le pasa a la madre y esposa de esa familia muchos años después, cuando ya no forme parte de ese núcleo de cuatro. Y en ese sentido lo que podría parecer como un pasado idílico que se perdió funciona apenas como un episodio en una vida que se abre, se transforma y sigue. Esa mujer, además, es un personaje interpretado por Isabelle Huppert, y en ella Mia Hansen Love cuenta con su recurso más potente, porque ninguna película protagonizada por Isabelle Huppert es siquiera imaginable sin la presencia formidable de esa actriz, que parecería guardar en su cuerpo un repertorio de versiones infinitas de la palabra “fuerza”. Casi al mismo tiempo que El porvenir vio la luz Elle, de Paul Verhoeven, otra película impresionante donde Huppert encarna a una empresaria que sufre un intento de violación y se dedica a preparar, lenta y calculadora, una venganza. Nathalie Chazeaux, la profesara de filosofía que protagoniza El porvenir, no podría ser más distinta y difícilmente podría encajar en esa noción de “mujer fuerte” que ahora nos gusta celebrar y muchas veces no es otra cosa que una heroína inventada por un hombre o calcada sobre un modelo masculino, pero también es una caja de sorpresas: cuando el marido le anuncia que tiene una relación con otra mujer, y así realiza el corte que va a dar lugar a ese tiempo de incertidumbres del que trata la película, Nathalie le contesta irritada, “¿Y no te podías guardar el secreto?”. Pero él se quiere ir a vivir con otra y la separación no tarda en concretarse. No es que se rompa alguna idea idílica de familia o pareja ni que Nathalie se enfrente en adelante con algún tipo de”nido vacío” frente al alejamiento del marido y los hijos ya adultos (ese modelo que pone a la etapa del núcleo familiar en el centro de la vida de una mujer y hace del resto pura decadencia, supervivencia esforzada o en todo caso, vacío que llenar). Por el contrario, Nathalie tiene una profesión que la apasiona y convicciones fuertes para encarar el reordenamiento de su vida, y son muchas las cosas con las que no está dispuesta a negociar: cuando el ex le ofrece seguir pasando las vacaciones en la casa de su familia como lo hizo en los últimos años ella se niega rotundamente, y lo mismo hace cuando la editorial que le publica una colección de libros de filosofía le expone la necesidad de aggiornarse, cambiar el diseño y volverlo más atractivo para las nuevas generaciones. Nathalie es una mujer de más de 50 y sabe que vive en un mundo donde las mujeres a esa edad parecen volverse descartables, pero también sabe que esa es una información que le viene de afuera más que una creencia propia. Mia Hansen Love -que antes se ocupó de otro tiempo puntual como es el de las fiestas de la juventud en Eden (2014) o de los amores de adolescencia en Primer amor (2011)- hace de Nathalie, de esta mujer de más de 50, un personaje memorable al que acompañar y observar, contradictoria, plena de matices, parecida a una bruja cuando anda de acá para allá llevando en una canasta al gato negro que le heredó su madre (una gata que se llama elocuentemente Pandora y que parece condensar esa cualidad tormentosa y explosiva de esta mujer y de este momento de su vida) y sorprendente cuando parece celebrar el hecho de que al fin quedó en libertad porque la abandonó el marido, los hijos se fueron de casa, se murió la madre, y poco después se deshace en llanto por el mismo motivo.
En un aula universitaria de Barcelona, un profesor de unos sesenta años, pelado y panzón, con anteojos y barbita, expone delante de un alumnado compuesto mayormente por mujeres una serie de conceptos relacionados con la poesía de Dante Alighieri, la idea de belleza y el papel de la musa en el arte. Las alumnas escuchan atentas, levantan la mano y comentan, critican, discuten con Dante y con el profesor, pero la relación es desigual y así se plantea desde un principio en La academia de las musas (2015), de José Luis Guerín, sin comentarlo: ¿qué otra cosa es la musa más que una figura femenina inventada por un hombre? ¿Y qué pasa con estas alumnas que rodean al profesor, ya sea para consultarlo o discutirlo acaloradamente, pero siempre zumbando alrededor de las ideas, el programa, las lecturas elegidas por él? Fascinado por la figura de Raffaele Pinto, el filólogo en cuestión, a quien Guerín conoció cuando estaba filmando En la ciudad de Sylvia (2007), el director puso una cámara en el aula donde Pinto dictaba clases sobre La divina comedia y en el transcurso del experimento descubrió que una película estaba tomando forma ante sus ojos. Esta ficción, surgida del registro documental y protagonizada por actores no profesionales, fue finalmente La academia de las musas, a la que Guerín presenta al comienzo de la película como “Una experiencia pedagógica del profesor Raffaele Pinto filmada por José Luis Guerín”. Pero nada es tan simple, y hay una pizca de humor y hasta de maldad en esa idea de pedagogía porque al ver La academia de las musas, una no deja de preguntarse todo el tiempo quién es el que aprende. En principio, por una circunstancia que conforma un extraño anacronismo: a pesar de que las clases versan sobre ideas gestadas desde la antiguedad griega hasta el renacimiento italiano, las alumnas y el profesor no dejan de comentar el sistema de creencias de Dante trasladándolo a la actualidad casi sin contemplaciones. Pero ellas, al mismo tiempo, tienen esa consciencia sobre la desigualdad de género que las lleva a preguntarse por el rol pasivo de las mujeres en esa tradición poética. Y por otra parte, en tensión con esa actitud, no dejan de constituir al profesor en una figura autorizada para todo tipo de consultas sobre situaciones amorosas, calidad de los textos creativos que producen, inquietudes académicas y demás. Entre el psicoanalista y el padre confesor, el varón funciona como el centro alrededor del cual ellas organizan sus experiencias, su escritura y aprendizaje. La película es compleja porque todo está ahí, desplegado y nunca vuelto a reunir en algún tipo de conclusión o toma de partido, dispuesto en imágenes que casi siempre son primeros planos y muchas veces muestran a los personajes detrás de vidrios, ventanas o parabrisas de autos en los que a las caras se superponen otras imágenes, fantasmas, reflejos. Guerín parece entender el material con el que trabaja y el público al que se dirige, por eso en lugar de reflexiones abstractas sobre arte, poesía, musas y sentimientos, lo que ofrece es una ficción en la que un protagonista, casado con una mujer de su misma edad que ya tiene el pelo blanco, se rodea de mujeres más jóvenes y bellas con las que esa esposa establece una amarga competencia. La cuestión, entonces, es cómo circulan ahí, entre esos cuerpos concretos que tienen cierta edad y cierto peso específico según su posición y género, ciertas ideas sobre el amor y la creación que se plantean como universales y se alimentan del prestigio de la tradición, pero también, según adónde caiga el reflejo, pueden dar forma a la vieja y conocida comedia sexual del hombre maduro que se acuesta con chicas más jóvenes mientras conforma a su esposa con la idea de que le dedicará muchos versos.
Silence, la nueva de Scorsese, es uno de esos raros fenómenos de grandes producciones que son a la vez personalísimas, íntimas casi, como El árbol de la vida (2011) de Terrence Malick o Aguirre, la ira de Dios (1972) de Werner Herzog. Silence presenta las preocupaciones católicas de Scorsese en torno a la fe, la traición y la conversión bajo la forma de la persecución religiosa que tuvo lugar en el Japón del siglo XVII. Hasta ese territorio lejano, separado del mundo que conocen, llegan dos sacerdotes portugueses, Rodrigues (Andrew Garfield) y Garupe (Adam Driver), con una misión que incluye tanto buscar a Ferreira (Liam Neeson), un misionero del que no se tuvieron más noticias aunque los rumores dicen que apostató, y apuntalar la fe de una población rural pobre y aislada, que profesa una fe moldeada a fuerza de malentendidos, sobre todo lingüísticos. Bien al comienzo de la película, de una belleza que no da respiro, los dos sacerdotes jóvenes acceden a ese Japón histórico y legendario a la vez después de atravesar una muralla de niebla que parece la condensación física del silencio, en planos de una artificialidad marcada que muestran la llegada en bote a esas nuevas costas como si se tratara del ingreso en un bosque fantástico, algo que parece salido más de Los cuentos de la luna pálida (1953) de Mizoguchi que del repertorio de Scorsese. Lo que pasa es que el mundo conocido, donde la fe está ordenada y reglamentada por una institución que ya tiene varios siglos, queda atrás para estos dos religiosos cuya juventud, inexperiencia e incluso debilidad no dejan de contrastar con la crudeza del escenario que los recibe, donde las cruces precarias se tallan en palos y las personas mueren crucificadas o quemadas como los primeros mártires del cristianismo. En estas nuevas condiciones, el desafío para la fe de los padres será el de permitir que los fieles se entreguen a la muerte como ovejas al matadero o cuestionarse lo suficiente como para empezar a concebir formas alternativas de la creencia, como la de esa especie de Judas payasesco que representa Kichijiro (Yozuke Kubozuka), un bufón que apostata cuantas veces sea necesario para salvar el pellejo, que profesa una fe sin heroísmo. La película está basada en una novela homónima de Shuzaku Endo, de 1966, que Scorsese descubrió en la década del 80 y a la que eligió darle forma visual teniendo en cuenta el cine japonés que le fascinó, desde Mizoguchi hasta Kurosawa. Es ese cruce de culturas, ese traslado a otra época y lugar, lo que vuelve posible a Silence y permite darle cierto tono épico al viaje de estos hombres a un territorio hostil donde la fe católica, como la de esos primeros cristianos doblemente perseguidos por romanos y judíos, adopta un perfil de resistencia y de libertad individual frente al poder del Inquisidor y permite soslayar el hecho de que la misma iglesia estaba llevando a cabo una inquisición más sangrienta en Occidente. Lejos de esa iglesia asesina y torturadora y de la actual iglesia pedófila y policial, la fe de los sacerdotes aparece como un objeto valioso y frágil en Silence, que debería hacerlos trascender este mundo de carne y debilidad -ese mundo de cuerpos que el catolicismo siempre despreció- pero en cambio los vuelve más humanos frente al silencio de ese dios que parece dejarlos tan solos. De todas formas, lo más interesante de Silence quizás no sea ese problema central que se despliega en la biografía de cada uno de sus protagonistas sino el choque de culturas que Scorsese elige destacar en un diálogo brillante donde Ferreira le expone a Rodrigues las diferencias ideológicas que hacen de un catolicismo literal algo imposible para la mentalidad japonesa, en el que es quizás el único aspecto de la película que dialoga con este presente de fundamentalismos del que la iglesia católica misma es una parte encarnizada.
En una Texas dorada por el sol y fotografiada hasta su máximo de belleza, dos hermanos se dedican a robar bancos. Son robos pequeños, algo torpes incluso, que se concentran solo en el cambio y dejan los billetes grandes. Hay algo de euforia y de locura en la forma en que los dos festejan al final de un golpe, algo de esa alegría del robo como justicia contra los poderosos que construyó el cine, pero los golpes de los hermanos contra distintas sucursales del mismo banco son menos espontáneos de lo que parece: se trata del mismo banco que está por ejecutar la granja que heredaron de su madre, endeudada hasta el día de su muerte, pero que a pesar de todo les dejó esa tierra donde se acaba de encontrar petróleo. Sin nada que perder (2016), que tiene algo de noir y otro tanto de western -o más bien coquetea con el género desde lo visual y desde ciertas referencias explícitas, de cierta autoconsciencia que no deja de ser irritante- está escrita y dirigida por un escocés, David Mackenzie, cuya película más conocida quizás sea Perfect sense (2011), una insoportablemente solemne historia de ciencia ficción en la que una epidemia asolaba al planeta Tierra y privaba a las personas de sus sentidos, uno por uno. En ese contexto dramático Ewan McGregor y Eva Green se enamoraban al ritmo del relato en off de la actriz, poético y sentencioso. Quizás algo de esa manera de procesar el cine de género con cierta pretensión, como dotándolo de belleza desde el exterior más que confiando en su propia potencia, está presente en Sin nada que perder, que deslumbra por sus planos infinitamente pensados y posados pero puede generar el deseo de que esos golpes de belleza se apaguen para dar lugar a una narración más fluida, más preocupada por desplegar a sus personajes que por hacerlos posar contra los fondos de pantalla de la historia del cine. La película parece embelesada con su propia creación, una Texas decadente sembrada acá y allá de carteles que ofrecen soluciones a los ciudadanos endeudados, granjas semi abandonadas y las bombas que extraen el petróleo como única promesa de dar el batacazo y salir de pobres-en ese sentido, el casino cumple un papel tan importante como la tierra-. Por eso toda la aventura de los hermanos adopta matices dramáticos y urgentes: uno de ellos, Tanner Howard (Ben Foster, cargado de mohínes hasta el punto de que por momentos se tiene la impresión de estar viendo a Zack Galifianakis), está en libertad condicional y está jugado; el otro, Toby (Chris Pine), solo quiere velar por una ex esposa y dos hijos casi adolescentes que apenas lo toman en cuenta, para evitarles el destino de penurias al que parecen condenados. Obviamente la película logra que nos pongamos del lado de los hermanos y su causa, pero un sheriff interpretado por Jeff Bridges se va a interponer en el camino de los dos hasta llevarlos a un desenlace que recuerda (incluso demasiado) al de Humphrey Bogart en High Sierra (1941), de Raoul Walsh. Sin nada que perder es mejor que la mayoría de las películas, casi deslumbrante y algo caricaturesca al representar un territorio de justicia por mano propia donde todos están armados, al punto de que en uno de los golpes de los hermanos Howard, un montón de ciudadanos en camionetas persigue a los tiros a los ladrones incluso antes de que llegue la policía, y Tanner tiene que dispersarlos a fuerza de disparos de ametralladora. Entre tantas virtudes, quizás la mejor manera de explicar su costado irritante sea observar que tiene música de Nick Cave, lo que da cuenta de un modo de aproximarse a los géneros mediado por una mirada más intelectual y refinada que busca y resalta en ellos, sobre todo y antes que el sentido, la poesía.
Es temporada de Oscars y como todos estos últimos años la diversidad cultural aparece en las nominaciones, a veces con esa leve sospecha de compromiso como sucedió con películas como Preciosa (2009), y otras para premiar ese tipo de dramas como 12 años de esclavitud (2013) que proclaman su importancia en cada escena, cada imagen. Moonlight está nominada a varios Oscar (Mejor película, Mejor director, Mejor actriz y actor secundarios y Mejor fotografía, entre otros) y si disuena en esta pequeña lista improvisada de películas protagonizadas por negrxs y que retratan experiencias específicas de esa comunidad, es porque se desvía una por una de las expectativas que la historia y sus temas podrían plantear. Protagonizada exclusivamente por negrxs y ambientada en Miami, la película retrata tres momentos en el crecimiento de un chico llamado Chiron -que desde muy temprano se pregunta si es gay-, pero apenas se ocupa de pensar la negritud y la homosexualidad. Y cuando lo hace es con un poco de poesía y otro poco de máxima simpleza: “Somos millones de negros, y nosotros estuvimos antes en el mundo”, le dirá al protagonista un personaje que funciona a modo de padre. Y también le dirá, cuando el nene le pregunte “¿Soy un marica?”, que en todo caso puede ser gay pero marica es la palabra que inventaron para hacer sentir mal a la gente que es gay. Eso es todo. Y lo demás en Moonlight es puro cine, un lenta construcción a través de imágenes y miradas que tiene como centro a Chiron y su incómodo estar en el mundo. Moonlight está dividida en tres partes que se corresponden más o menos con la preadolescencia, la adolescencia y la adultez de Chiron. Cada una de las partes, a su vez, recibe el nombre de los nombres sucesivos con que se va nombrando el chico: Little, Chiron y Black. Tironeado entre los compañeros de la escuela que lo persiguen y la convivencia extraña con una madre adicta que solo de vez en cuando saca la cabeza del agua para hacer de madre, Chiron encuentra sus momentos de reposo en jugar a la pelota con sus pares o en pasar tiempo con Juan, un dealer al que conoce por casualidad y pronto se convierte en una especie de padre por elección, un remanso de comprensión y tranquilidad que es casi extraterrestre. Más que narrarlas, Moonlight muestra con belleza esas relaciones de Chiron, cuando flota en el mar junto al cuerpo fuerte y firme de Juan, cuando se trenza en un abrazo-pelea con un amigo, que lo deja satisfecho y asombrado, o cuando participa con los compañeros del colegio en una ronda de mostrarse los pitos, siempre registrando con cierta distancia y como al pasar esos instantes de verdad que no ocupan el centro de la escena. La película incluso logra sortear con bastante dignidad sus momentos más efectistas, donde el drama de Chiron maltratado por la madre se trata de enfatizar con ralentis y una música cargada de solemnidad. Y a su manera extraña, indirecta, se convierte en una película romántica sin romance, erótica (casi) sin sexo, intensa sin que una pueda poner el dedo y decir exactamente en qué momento se produjo la alquimia que convirtió a Chiron en el centro de un mundo rudo que sin embargo tiembla de fragilidad. Porque al Chiron adulto -que se parece en todo a Juan, el hombre que le acompañó el crecimiento, salvo por una expresión en la cara que parece esconder detrás de mucha timidez una desesperación profunda y antigua- no le pasaron cosas tan grandes ni tan dramáticas salvo quizás lo peor que puede pasarle a cualquiera de nosotrxs, que es no encontrar cómo ser. Algo que Moonlight pone de manifiesto en una secuencia final hermosísima y sutil, cargada de romance mudo y también de algo tan básico y puro como ese poco de bondad -la de alguien que pueda verlo bajo otra luz, como sugiera el título- que Chiron siempre parece haber, más que buscado, recibido desde chico como algo rarísimo, lunar. Como una joya.
En el 2014, Damien Chazelle atrajo todas las miradas como director de una película tan forzadamente intensa que se ubicaba todo el tiempo al borde del ridículo: en Whiplash, Milles Teller era un aspirante a baterista de jazz y alumno de un conservatorio prestigioso de Nueva York que se cruzaba en el camino del profesor más tiránico y arbitrario del mundo (J.K. Simmons). Convencido de que a los alumnos había que vapulearlos para llevarlos a la excelencia, el profesor revoleaba sillas y hacía llorar a su alumno prodigio, que encontraba escollos tan insólitos en el camino a la grandeza como olvidarse las partituras para un concierto o, después, olvidarse las baquetas. A pesar de su idea de arte relacionada con el sufrimiento y una relación maestro-alumno que parecía una parodia de Karate Kid, Whiplash deslumbró lo suficiente como para conseguir varias nominaciones al Oscar, entre las que suele haber un lugarcito destinado a esas películas que hablan del oficio del espectáculo para darle una impronta épica. La La Land es la nueva producción de Chazelle y aunque algunas ideas con respecto a la pureza del arte y del verdadero jazz, que está agonizando pero al que el protagonista jura que no dejará morir, se repiten puerilmente, toda la película se salva desde la primera escena porque a diferencia de Whiplash está construida íntegramente desde y para el placer. En una Los Angeles anacrónica hecha toda de sets, como una versión pasada por Instagram de los fondos artificiales y estáticos del musical clásico, Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz que fracasa en todos los castings, y Sebastian (Ryan Gosling), pianista de jazz que quiere abrir su propio club pero apenas alcanza a ganarse unos pesos en changas, no dejan de encontrarse por casualidad. Mientras paga tributo al musical con algunas escenas donde el diseño es un poco excesivo y el movimiento rebuscado de las cámaras llega a ponerse por encima de lo que se está mostrando, La La Land juega a un tipo de comedia romántica más contemporánea, sobre todo por el registro que maneja Emma Stone, y se guarda el verdadero estallido de belleza para la unión entre esos dos soñadores que, como en el musical clásico, se enamoran bailando. Así como está presente el homenaje artificial y casi grotesco en la cara de Ingrid Bergman, gigante, que decora toda la pared de la habitación de Mia y busca la conexión con el cine de otra época a través de esas referencias agigantadas, expandidas, también están el encanto y la naturalidad del baile con que Gene Kelly, Leslie Caron o Debbie Reynolds supieron seducirse y construir una versión del amor signada por la alegría, por la posibilidad de hacerse ligeros y –como literaliza una escena preciosa de La La Land que hay que hacerse el regalo de ver en el cine– de subir hasta las estrellas juntos y bailar entre ellas. Todo lo que tiene que ver con la historia de amor entre Mia y Sebastian funciona mucho mejor en la película que el discurso sobre el arte, los locos y los soñadores, o la “denuncia” de una Los Angeles que todo lo venera pero nada valora, como dice Sebastian: quejas de viejo amargado, emitidas siempre sobre el fondo idealizado de otra época. Pero entre hermosos anacronismos y canciones inolvidables, La La Land ancla su historia en el presente al plantear de modo muy contemporáneo la verdad sobre la relación entre sus protagonistas, y también ofrece una versión del amor romántico que incluso puede resultar secundaria con respecto a otro tipo de sueños individuales. Ahí es donde cobra su sentido pleno el diálogo con Casablanca o con Los paraguas de Cherburgo y en general, el uso del cine clásico y el musical para homenajear la belleza de esos grandes amores que importan aunque no caigan dentro del “felices para siempre”.