En 2003 un caso emblemático demostró en Chile hasta dónde llegaba el respeto hacia los derechos de las personas gays o, para decirlo con más franqueza, hasta dónde llegaba la discriminación que se amparaba bajo la ley. La jueza Karen Atala, madre de tres hijas y conviviendo por entonces en pareja con otra mujer, fue demandada por su ex marido, quien reclamaba la tenencia de las hijas. Atala habló públicamente de su sexualidad con la esperanza de que esa elección no vulnerara sus derechos, pero la Corte Suprema de Chile le otorgó la tenencia al ex marido con el argumento de que la convivencia con una pareja de lesbianas podía afectar el desarrollo psíquico y emocional de las hijas, además de confundirlas en cuanto a los roles sexuales y exponerlas a la discriminación por parte de su entorno. Karen Atala no bajó los brazos y denunció al Estado chileno por discriminación ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que recién en el 2012 se expidió al respecto para exigir a Chile que reparara el daño producido al violar el derecho de Karen Atala a la igualdad y la no discriminación. El caso sentó un precedente importante en un país que recién el año pasado aprobó la Unión Civil entre parejas del mismo sexo, y en el que la Iglesia Católica pisa fuerte. Este es el hecho real detrás del “basada en hechos reales” de Rara (2015), la primera película de la directora chilena Pepa San Martín que se ocupa del caso desde la ficción, y sobre todo con un cambio rotundo y oportuno: en Rara, la que se siente rara no es la madre lesbiana de una familia ensamblada formada por puras mujeres y amenazada por el ex marido con quitarle a las hijas, sino su hija casi adolescente. De hecho una podría mirar toda la película sin conocer el caso Atala y ver otra cosa porque en la ficción de Pepa San Martín, es solamente sobre el final que los detalles de la separación entre la madre y las hijas cobran relevancia. Con inteligencia, la directora quiso exceder cualquier tipo de ficción ilustrativa o de denuncia y eligió para su película el punto de vista de Sara (Julia HYPERLINK “http://www.imdb.com/name/nm7146920/?ref_=tt_cl_t4”Lübbert ), una de las dos hijas de Paula (Mariana Loyola), que vive en pareja con Lía (la argentina Agustina Muñoz). Sara está a punto de cumplir trece, se lleva bien con la nueva pareja de su mamá y también con su hermanita de nueve, Cata (Emilia Ossandon). Es decir, tan bien como suelen llevarse las personas, que a veces se pelean y después terminan compartiendo la cama. A las nenas se las ve acostumbradas a la rutina de pasar de la casa de la madre a la del padre, y la vida cotidiana de la familia es algo que Rara construye con mucha belleza, mucha calidez. Lo que lo enrarece todo es algo que llega como un eco: una vez, desde la escuela mandan a llamar a Paula, extrañados porque al pedirle a Cata que dibuje a su familia aparecieron ahí, casi como surgidas de una mente infantil y fabuladora, las dos madres. La película recoge esas pequeñas disonancias en medio de una vida feliz y mientras hace foco en el ingreso de Sara en la adolescencia, la relación con su mejor amiga, sus primeros intereses por los chicos y el dilema de festejar los trece en la casa del padre o de la madre, deja que se amase otro drama en el fondo, secretamente, casi sin que las nenas se den cuenta o enterándose como se enteran los chicos: por rumores, de oídas, o después de preguntar “¿Y a mamá qué le pasa?”. No hay villanos en Rara, ni siquiera el padre que unx podría sentirse tentado a poner ese papel al leer el caso en los diarios; lo que hay es amistad, conversaciones sinceras de chicas que prefieren ver a los padres felices sin importarles sus elecciones de vida, y la construcción siempre trabajosa de la familia como una materia frágil, amenazada por un cambio violento que así, mirado desde el mundo de dos nenas criadas con amor, resulta dolorosamente inexplicable.
El terror nunca está lejos de la realidad, en todo caso es su parte menos visible y como si Javier Diment lo supiera, desde el principio sus películas fueron alternando los relatos de género con el documental y la ficcionalización de lo más espantoso: en El propietario (2008), un telefilme que codirigió con Luis Ziembrowski por encargo de Canal 7 y finamente no se proyectó por considerárselo demasiado explícito, algunos hombres violan sistemáticamente a una mujer después de drogarla, y el embarazo en que resultan esos abusos es un episodio más en el manejo del cuerpo de ella como una cosa que les pertenece. En el documental Parapolicial negro: Apuntes para una historia de la triple A (2012) se repone desde los testimonios el origen de la Alianza Anticomunista Argentina, la organización parapolicial de extrema derecha que fue pionera en lo que luego se masificaría como represión clandestina del Estado. La memoria del muerto (2011), por su parte, se entregó más libremente a ser un cuento de terror en el que una viuda convocaba a varios amigos de su difunto esposo para lo que parecía ser una reunión social, pero desembocaba en un ritual terrible que trataba de revivir al marido a través de una serie de sacrificios humanos. El eslabón podrido (2015), que se proyectó en el último Bafici, se ubica también en el terreno de la ficción, y continúa con mucha coherencia una obra asentada en el cine de género porque se trata de un cuento macabro ambientado en un pueblito que parece revelar su vínculo secreto con la realidad de lxs espectadores a través de su nombre: El escondido. Todo lo que en nuestra sociedad está más o menos oculto salvo que algún caso policial, algún delito descubierto atraiga la atención de los medios y lo revele, en El escondido, cuya ubicación geográfica parece ser algún lugar de la provincia de Buenos Aires tanto como el cine mismo, está casi a la vista. Sobre todo el régimen de explotación sexual en que se basa la existencia más o menos pacífica del pueblo, donde dos prostitutas regenteadas por una madama satisfacen a todos por igual. El eslabón podrido en cierta forma es la historia de lo que pasa cuando ese sistema se quiebra porque una de las chicas se rebela y decide no acostarse con uno de los habitantes del pueblo. Ella se llama Roberta (Paula Brasca), vive con su madre Ercilia, la curandera local (Marilú Marini) y su hermano Raúl (Luis Ziembrowski), leñador que a todos lleva el material necesario para calentarse, en una ocupación que forma un extraño reflejo con la de su hermana. Roberta parece ser la favorita de todos, desde el cura (Javier Diment) hasta un matrimonio de viejitos que se hacen atender oralmente y juntos, como si el negocio estuviera institucionalizado y universalizado a tal punto que ya nadie queda afuera de él en El escondido. La razón que tiene para negarse por primera vez a un cliente es que la mamá le juró que se moriría en el momento de tener sexo con el último de los habitantes del pueblo, casi como una versión literal de tantos cautionary tales transmitidos a las chicas. Por supuesto que, como ya es puta (y con la misma lógica imperante entre nosotrxs, de este lado de la pantalla), nadie le reconocerá a Roberta el derecho de elegir con quién se acuesta y con quién no. Y esa pequeña rebeldía, como la grieta en la pared de la casa Usher, desencadena una serie de crímenes que amenazan con hundir al pueblo. Filmada y musicalizada con belleza, El eslabón podrido es sin embargo una película incómoda, quizás porque los vínculos que atan la ficción con nuestra realidad son demasiado apremiantes y porque si en el cine mainstream de terror, el terror mismo viene a desgarrar el velo de una fachada bella y feliz, de un mundo que aunque sea en su superficie es bueno, en las películas de Diment todo es horrible todo el tiempo, como si estuvieran filmadas desde adentro de la pesadilla, donde no hay despertar, no hay afuera.
Es tan estrella de Hollywood como Julia Roberts o Angelina Jolie, pero además tiene otra cosa. Es británica, más bien baja y redonda para los estándares huesudos imperantes, y puede ser que ninguna actriz tan famosa como ella haya cogido tanto en cámara ni se haya mostrado tan desnuda, lo cual es desesperante porque por alguna razón, Kate Winslet es profundamente real. Empezó su carrera como una de las dos chicas fascinantes y malditas de Criaturas celestiales (1994), tan distintas de cualquier Lolita; después, casi como un cliché, fue Marianne Dashwood en la muy británica Sensatez y sentimientos (1995), y enseguida se estaba sacando la ropa frente a los ojos de Leonardo Di Caprio y los de todxs, mientras posaba para un cuadro en una habitación lujosa del Titanic (1997). ¿Quién se pudo olvidar del abandono de Maja desnuda que mostró recostada en un sillón, mientras a Di Caprio le temblaban las manos para dibujarla? Kate Winslet parece una madre y una mujer deseante y una chica que coge de verdad, todo a la vez, en un cóctel explosivo. Con la misma ternura con que le acarició la cabeza a Di Caprio en Titanic, desarmado de calentura como un adolescente, como si le estuviera diciendo “No tengas miedo, no te vas a morir si cogés conmigo” (pero se murió), le generó también una mezcla rara de deseo y exasperación a un duro como Harvey Keitel en Humo sagrado (1999). Primero le pintó los labios, le puso un vestido rojo, le dijo “Estás adorable” y lo llevó a la cama; más tarde se le paró enfrente y se levantó la pollera para enseñarle cómo chupar una concha: “No no no, besá, todo alrededor, gentilmente”. Con ese mismo algo de diosa de la fertilidad y mantis religiosa, le mostró el sexo a un adolescente rendido en The reader (2008) o se desquitó con Patrick Wilson en Little children (2006), donde era una madre y esposa aburrida a la que la vida en el suburbio no la satisfacía para nada. Tiene mucho deseo encima, y es eso lo que trae en el equipaje -junto con una máquina de coser, punzante y fálica- cuando metida en la piel de Tilly Dunnage se baja del tren en Dungatar, el pueblito de Australia donde transcurre la extraña ficción de El poder de la moda (The dressmaker, 2015), de la también australiana Jocelyn Moorehouse. Podría ser un figurín de Dior en esos trajes de la década del 50 que le envuelven el cuerpo y se lo aprietan puntualmente para hacer puro pecho, cintura, cadera sinuosa, pero es casi una exiliada a la que alguna vez forzaron a abandonar el pueblo, acusada de matar a un nene cuando era muy chica, y que ahora vuelve para que se sepa la verdad y si es preciso, vengarse. Es atractivo el contraste que El poder de la moda propone entre el pueblo polvoriento en el que solo parecen existir distintos tonos de marrón, y los colores rabiosos de las telas que trae Tilly Dunnage, así como también entre los códigos represivos del pueblo -donde las más oprimidas son las mujeres por sus esposos y hasta el policía local oculta su preferencia por los hombres aunque se muera de ganas de cambiar el uniforme por un vestido- y la energía casi masculina de Winslet, además de una sensualidad toda visible, que desborda el escote de sus vestidos. Esa energía la va a poner, primero, en recuperar cierta relación con una madre ya ida (Judy Davis), y luego en desenterrar secretos que un vecino más poderoso quiso mantener tapados. En el medio está el galán Teddy McSwiney (Liam Hemsworth), y unas cuantas mujeres del pueblo a las que las artes de Tilly le cambiarán la vida. No tanto por los vestidos que les hace, como parece indicar el título de una película que es, hay que decirlo, muy despareja, sino porque lo que trae Kate a ese pueblito medio muerto es el sexo, el que sabe lo que quiere y se levanta para buscarlo antes que esperar lánguidamente que lo asistan. No le cuesta nada, lo lleva con ella desde el principio.
La era de la boludez Me casé con un boludo o esa nueva tendencia del cine nacional de mirar con lupa las grietas del matrimonio heterosexual y monógamo. Es una rara coincidencia el estreno, con pocas semanas de diferencia, de dos comedias románticas argentinas que tienen al matrimonio como centro: Una noche de amor, de Hernán Gerschuny, fue la primera, y apostó a la identificación fuerte con la comedia norteamericana para contar los encuentros y desencuentros de dos (Carla Peterson y Sebastián Wainraich) a los que la rutina familiar y laboral tiene un poco alejados, enamorados sin romanticismo. Me casé con un boludo es por su parte la séptima película de Juan Taratuto, un director que representa un fenómeno extraño dentro del cine argentino porque apostó desde su primera película al cine industrial y a trabajar con una serie de actores que mayormente venían de la tele (Diego Peretti, Pablo Rago, Pablo Echarri), y tratando de capitalizar esa popularidad para ofrecer productos atractivos al gran público. La pareja de Valeria Bertucelli y Adrián Suar en Un novio para mi mujer (2008) fue el gran hit de Taratuto, sobre todo por ese personaje memorable de La Tana con el que Bertucelli se instaló como una actriz de comedia conocida. Y son varios los rasgos que estaban presentes en esa película –como el costumbrismo en el personaje del Puma Goity, chanta, un galán de barrio, o la italianidad calentona de Bertucelli- los que aparecen también en Me casé con un boludo y revelan un vínculo con una tradición muy diferente a la de Gerschuny, la de la comedia argentina de los ochenta y hasta programas como Matrimonios y algo más, que desde los sesenta hasta fines del menemismo exprimieron la risa con imágenes de las personas casadas que eran más propias de otra época. Una de esas uniones estereotípicas, la del salame con la mujer más avivada, está en la base de Me casé con un boludo y es con toda probabilidad la responsable de su centro profundamente anacrónico, que intenta mezclarse con una versión más contemporánea del amor de pareja pero al mismo tiempo la repele y excluye. Acá, Fabián Brando (Adrián Suar) es un actor conocido, tiene una modernísima casa vidriada con pileta y un antiquísimo representante (Norman Brisky) que viste pantalón con tiradores, piloto y sombrero, como una especie de parodia local de un agente del cine clásico de Hollywood. Brando es egocéntrico, se desvive por figurar, se palpa los músculos para comprobar que la flacidez no le está ganando una batalla que él vive como una épica, pero cuando conoce a Flor (Valeria Bertucelli) en un rodaje, algo cambia. Ese personaje de Suar al comienzo de la película es lo mejor de Me casé con un boludo: un boludo real y caricaturesco, pero que no sobrevive más de media hora antes de que Suar lo abandone casi por completo y empiece a actuar de lo que siempre supo hacer: de Suar. Sucede que al poco tiempo de casarse Flor, horrorizada al descubrir que le pasó lo que anuncia el título, les cuenta a lxs amigxs que está desesperada por el error que cometió, y Fabián la escucha. A partir de ahí todo es comedia de enredos, con pedido de ayuda por parte de él a un guionista para que le pase letra, y otros intentos absurdos por armar un personaje que pueda enamorar a su mujer basados, todos ellos, en cierta idea del matrimonio como puesta en escena, como arte de fingir ante el otro: Fabián hace de cuenta que no es un idiota, esconde la Playstation, regala joyas, hace terapia, y Flor sonríe con muecas de felicidad impostada. Esa noción anticuada y el repertorio de engaños y malentendidos que convoca (algunos muy buenos, pero que la película va dejando atrás casi como si los olvidara, lo mismo que a sus personajes como el guionista o el falso psicólogo) se combina sin embargo con un giro hacia la idea de pareja más moderna fundada en la comunicación y la confianza mutuas, que se consigue al precio de una inconsistencia feroz, y deja la impresión de haber visto no una sino varios retazos de películas.