Un taco aguja altísimo camina sobre un piso de tierra y cascotes, haciendo equilibrio para no clavarse en una piedra. El ejercicio parece arriesgado, pero también inconsciente: no hay nada en ese cuerpo que no esté acostumbrado a pisar las calles de la Villa 31, donde viven todas las dueñas de esas piernas que la agencia Guido Models, a cargo de su propietario Guido Fuentes, estiliza para que sean un poco más largas, para que las chicas estén un poco más arriba. Son poco más de diez centímetros entre ellas y el piso de tierra, pero para Guido Fuentes es un salto soñado. El documental de Julieta Sans que registra la vida de Guido y sus alumnas-modelos se presentó en el Bafici del 2015 y ahora tiene su estreno comercial en las salas de Buenos Aires Mon Amour: allí se verá a Guido, Delia, Sonia y el resto de las chicas durante algo más de una hora desandar el camino que trajo a Guido Fuentes desde Bolivia con la ambición de poner una agencia de modelos en la que todas las alumnas lucen los vestidos que él imagina, diseña y confecciona. Guido models es una película más difícil de lo que parece: la naturalidad con que fluyen las imágenes de las chicas desfilando por la villa bajo la mirada atenta y exigente de Guido, o preparado milanesas como para un batallón, apenas permite adivinar la serie de decisiones que habrán llevado a Sans a esquivar cuidadosamente la fascinación de brillantina que pone la mirada kitsch sobre las cosas, tan de moda hoy, o cualquier tipo de énfasis, ya sea paternalista o irónico, en la desproporción entre el tamaño de las aspiraciones de Guido models y la modestia de sus resultados, al menos hasta el momento. Como Copacabana de Martín Rejtman (2006), que retrataba a la comunidad boliviana en Buenos Aires en preparación para la fiesta de la Virgen de Copacabana, Sans elige ponerlo todo en la capacidad de las imágenes para dibujar las tensiones de un mundo, sin comentarlo. Pero si estas tensiones están en ebullición en Guido models no es solo porque el proyecto de la agencia de modelos en la villa implica hacer pie en un mundo blanco y rubio que tiene la mirada puesta en París, Nueva York y otras ciudades igualmente prestigiosas y cosmopolitas, sino porque el modelaje mismo y la producción en serie de cuerpos uniformados que supone cobran un sentido totalmente distinto en el suelo que pisan Guido Fuentes y sus chicas. En primer lugar, porque distorsiona el espectro de ocupaciones que para un inmigrante boliviano parecen casi un destino: cuando Guido viaja con las modelos de su agencia a Cochabamba para armar un desfile en la calle y presentarse en televisión, lo que lleva es el orgullo de volver a casa después de “triunfar en Argentina”, como dice una presentadora del programa al que lo invitan, y un siglo y medio de sueños de inmigrantes del que casi todos somos parte y producto se hace presente como un fantasma melancólico. Y también porque, si para cualquier chica de clase media o alta formada con la máxima aspiración de ser bella y princesa el modelaje parece como el modo máximo, más literal y más extremo de cumplir con un mandato, la aparición de las chicas de la Villa 31 con su belleza latina y el pelo larguísimo al viento que ningún estilista de los barrios blancos de la ciudad cortó jamás agita otro tipo de espectros. Parece saberlo la cámara que hace foco en sus tacos, detrás de una cortina cuando esperan para salir a desfilar: los zapatos circulan a través de la película, casi más importantes que los vestidos, quizás por la capacidad que tienen para elevar, separar de esa tierra sin asfalto en la que tanto le cuesta a Guido hacer girar las ruedas de su valija, que traquetea peligrosamente. A fuerza de silencio, Julieta Sans hace de su película una pintura de inmigrantes a principios de un siglo nuevo, de ida vuelta entre Bolivia y una Buenos Aires que parece dorada para el que regresa en tren, incluso si ese tren tiene parada en la villa.
Era el año 1997 en Charlotte, Carolina del Norte, USA, y a una pandilla de pillos mediocres de pueblo les pareció que robarse un banco no debía ser una cosa tan difícil. Tenían un elemento invaluable en David Ghantt, empleado de Loomis Fargo, el banco en cuestión, y encargado de la caja fuerte. El golpe fue tan simple como entrar David a la bóveda donde se guardaban los billetes y cargar con ellos una camioneta, mientras una cámara de seguridad filmaba toda la operación del principio al final. Después, como el autor material estaba escrachado, lo mandaron a Méjico y su socio Steve Chambers se dedicó a gastar la plata como un bacán: se compró, por ejemplo, una mansión que pagó en efectivo. Y para rellenar esa mansión, una estatua de un perro, una cama solar, un baño decorado con tapas de Playboy. Fueron 17.000.000 de dólares, y uno de los robos de efectivo más grandes de la historia. Pero básicamente no había plan para después del golpe, y uno por uno, todos los involucrados fueron cayendo y terminaron presos (Steve Chambers ni siquiera tomó el recaudo de ir a gastarse la plata a otro estado, como si nunca hubiese visto una película). Locos dementes (Masterminds, 2016) recrea la historia y no necesita demasiado para convertirse en una comedia porque no hay otro género posible para el robo de Loomis Fargo, que el director Jared Hess (Napoleon Dynamite, Nacho libre) interpreta como lo que verdaderamente fue, un acto de heroísmo idiota que generó entusiasmo en gran parte del público. Claro que la parte de “idiota” está subrayada y amplificada por la presencia, en primer lugar, de Zach Galifianakis en el papel de David Ghantt, un actor que parecía haber gastado sus muecas y en Locos dementes se aparece con un peinado –mezcla de Farrah Fawcett, Colón y un monje medieval– que lo pone de nuevo en el podio de esos comediantes que pueden inventarse un personaje nuevo cada vez. En la película, Ghantt es el empleado bobo y responsable vaya a saber por qué, sometido a una novia cruel (Kate McKinnon, la chica de SNL que este año está prendida fuego, desde Cazafantasmas hasta su imitación de Hillary Clinton tocando Hallelujah de Leonard Cohen en el piano, sin broma de por medio) que lo considera su “peor es nada”. Pero los ojos celestes de Kelly Campbell (Kristen Wiig) y su dulzura aunque sea fingida son kriptonita para David, y cuando Kelly le propone dar un golpe en el banco orquestado por Steve Chambers (Owen Wilson), Ghantt no puede decir que no, movido más por la posibilidad de ganarse el corazón de la chica que por los millones verdes. La película brilla en la presentación de los personajes –una primera media hora gloriosa en la que parecen sacarse chispas en el intento de ser más ridículos– y cae en la segunda mitad, cuando Ghantt está en Méjico y Steve Chambers manda a un asesino a sueldo (Jason Sudeikis) para liquidarlo. Pero a pesar de la inconsistencia en todo lo que tenga que ver con la resolución del robo y la persecución, hay algo particularmente feliz en la versión que Jared Hess ofrece de la historia, con un protagonista iluminado por una bondad inexplicable –que puede ser simple estupidez, es cierto, pero, ¿quién sabe?–, tan ingenuo como para haberse creído la versión express del mito del self-made man por el cual la riqueza está literalmente al alcance de la mano. Riqueza para nada, ni para salvarse ni para acceder a todo tipo de cosas de las que normalmente se vería privado, sino apenas para convertirse en la clase de tipo con el que Kelly Campbell podría querer compartir un viaje a Río donde se frotaran el uno al otro con aceite de coco y comieran mermelada, como le promete ella. Casi como si no se tratara de convertirse en ricos y acumular millones y millones, sino apenas de saber que podían hacerlo.
Hace tiempo se instaló en la comedia contemporánea ese esquema que un refrán popular hace rimar con embudo: “la más linda con el más boludo”. En películas hechas invariablemente por varones, con protagonistas tímidos, torpes, poco agraciados o directamente losers, el final feliz tiene que ver con el acceso a esa chica de los sueños, siempre hermosa según los cánones de belleza actuales, que se fija en el chico porque además de ser linda es inteligente y sensible como para apreciar la belleza interna de su candidato (de lo contrario, ella sería una frívola). Catherine Heigl y Seth Rogen en Ligeramente embarazada (2007) de Judd Apatow, Kristen Stewart y Jesse Eisenberg en Adventurland (2009) de Greg Mottola, o más recientemente Gillian Jacobs y Paul Rust en la serie Love (2016), también de Apatow y Rust, son algunos ejemplos de ese modelo. El cine argentino adoptó la formula y la repite con entusiasmo: Diego Peretti y Carolina Peleritti o Valeria Bertucelli y Adrián Suar en las comedias de Juan Taratuto, Lali Espósito y Martín Piroyansky en Permitidos de Ariel Winograd. Mujeres que se casan con boludos –no lo digo yo, lo dice el título de la comedia más exitosa del año– pero se enamoran de ellos porque la ternura las atrae (no hace falta decir, porque la fantasía y la mirada masculinas son unilaterales, que no existe la historia del tipo inteligente que se casa con una boluda, o del Adonis que se casa con una fea). Miss, la primera película de Robert Bonomo, representa algo así como el colmo de esta idea porque la depuración de sus elementos hace que el tema de la linda y el boludo esté puesto absolutamente en primer plano, al punto que no hay otra cosa en la película. Me explico: Robert es un chico tímido, mitad chino mitad japonés, flaquísimo y con los dientes torcidos, que trabaja cuidando casas. Pero también tiene la fantasía de hacer películas y escribe sus propios guiones. En uno de ellos, al comienzo de Miss, a Robert se lo ve tironeado literalmente entre una rubia y una morocha, que se pelean por estar con él. Estar con una chica linda es prioritario para Robert, tanto que el tema atraviesa toda la película y la define. Porque no solo la “Miss” del título es la dueña de la casa que cuida Robert, donde hay una habitación dedicada a preservar reliquias del pasado como la tiara del concurso de belleza que la mujer ganó hace décadas, o los vestidos que usó, sino que además Robert mira embelesado los videos de ese concurso en blanco y negro donde las chicas desfilaban en trajes de baño, y se enamora de una chica, Laura (Malena Villa) que vino de San Clemente para estudiar en una escuela de modelos. Laura es linda y flaquísima, y como le da miedo ir sola a hacerse unas fotos para un book, le pide a Robert que la acompañe. Pero no hay mucho más que eso: el personaje se define por ser linda y es lo que se repite durante toda la película, cuando Robert le dice “sos muy linda”, “sos la más linda del mundo”, etc. Pero Laura no está enamorada de Robert, y de hecho, lo rechaza con vehemencia. El mayor logro de Miss, que no es una comedia romántica y en este punto se pone aparte de toda esta serie de películas que nombré, es el modo en que intensifica el estereotipo del chico loser con la modelo y, mientras parece respetarlo a rajatabla, lo pone de cabeza: todo lo que hay en la “realidad” de la película es un chico pretencioso persiguiendo a una chica que lo atrae porque es hermosa, y todo lo que implica algún tipo de correspondencia de las chicas hacia Robert está puesto en la fantasía, en la ficción de un protagonista que interesa porque es contradictorio, aparentemente humilde y soberbio, y que escribe sus propias películas mentales donde las chicas, siempre lindas, siempre se enamoran de él.
Hay algo muy hermoso en el origen de El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares, el best-seller del escritor estadounidense Ransom Riggs que ahora estrena su versión cinematográfica a cargo de Tim Burton: para contar la historia de un chico que accede a un mundo maravilloso procedente del pasado de su abuelo, y a través de los relatos que el viejo le contó como ficciones durante su infancia, Riggs se inspiró en algunas fotos viejas de su propia familia, y otras compradas a un coleccionista en un mercado de pulgas. De modo que lo fantástico en el libro -sobre un grupo de chicos con rasgos especiales como tener abejas adentro del cuerpo o la capacidad de prender fuego con las manos- funciona más bien como despliegue imaginativo de lo levemente extraño en esas fotos que como la construcción desde cero de un mundo distinto. Me encanta el dato como modo de entrada a la novela porque todxs sentimos alguna vez, mirando fotos viejas, la nostalgia de un mundo perdido para siempre, o la curiosidad imposible de saciar por algún detalle (el principio de una historia) que la foto parecía estar a punto de revelarnos, solo que nunca lo hacía. Bueno, nada de todo esto queda en la película de Burton más que como alusión. Convertida en una franquicia que reconoce la existencia de ese origen coleccionista en algunas fotos que aparecen durante los créditos, pero casi desprovistas de sentido, El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares se parece demasiado a otras películas recientes como para dejar la huella de alguna, si me permiten, peculiaridad, que a una le haga sentir que está frente a algo diferente y no ante una nueva X-Men vintage, o un spin-off de Harry Potter. La historia tal como la cuenta la película es más o menos así: Jake (Asa Butterfield, el ahora larguísimo protagonista de la preciosa Hugo) vive en Florida con sus padres, trabaja en un supermercado y no encaja ni en un colegio donde los compañeros le hacen bullying, ni en un hogar donde sus padres resultan demasiado realistas y mediocres. El abuelo (Terence Stamp) es en cambio ese personaje maravilloso que desde chiquito le abrió las puertas a un mundo menos estrecho, y cuando muere en circunstancias por lo menos misteriosas, Jake descubre que todas las historias del abuelo eran verdaderas y encuentra la manera de viajar al lugar donde el viejo se crió, el hogar de Miss Peregrine en una isla de Gales donde se daba amparo a chicos que, por haber nacido con ciertas rarezas, no podían vivir con el resto de la sociedad. El chico llega al lugar, pero lo encuentra totalmente abandonado y se entera de que fue destruido junto con sus habitantes en 1943. A partir de ahí, una serie de saltos en el tiempo le permiten a Jake acceder a esa temporalidad distinta hecha de “loops” en la que Miss Peregrine y sus chicos extraños siguen vivos. El despliegue de personajes que posibilita semejante historia es prometedor, pero después de exhibidas las rarezas (porque es justamente eso, un desfile de modas antes que algo que determine el mundo en el que viven los niños, o sus sensibilidades) una descubre que no hay mucha más poesía en los niños peculiares, sino simplemente una de esas aventuras de luchas contra monstruos llena de explicaciones tediosas y desprovistas de emoción a las que el cine más reciente nos tiene acostumbradxs. Esta no es, por supuesto, una obra de ese Tim Burton autor que muchos aprendimos a amar en películas como Beetlejuice (1988) y El joven manos de tijera (1990), que daban una sensación de novedad exultante. En el medio pasaron más de veinte años, lo freak tomó el cine y la televisión por asalto y Burton mismo no tuvo reparos poner su firma en películas como esa versión Alicia en el País de las Maravillas (2010) que se parece a la épica grandilocuente y ruidosa de Hollywood tanto como El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares. Que no es precisamente una película mala, pero suena a todo lo ya visto.
Se sabe que el terror como género tiende al castigo moral: al que miente, roba, coge o al menos mira con deseo lo mata un asesino serial, un vampiro lo acosa para tansformarlo o el mismísimo Diablo se siente habilitado para entrarle en el cuerpo (aunque el guiño del cine tenga que ver con darle al espectador todo lo que quita a sus víctimas). Pero si por lo general ese tipo de escarmientos reafirman un orden establecido, ya sea social o religioso, en El muerto cuenta su historia lo que se castiga, a mordiscones de vampiras vengadoras, es el machismo. La última película de Fabián Forte se suma a El eslabón podrido de Valentín Javier Diment para conformar una pequeña línea de cine argentino que apostó este año a transformar en relatos de terror ese estado de consciencia sobre desigualdades de género que nos ocupa a todxs. Muy al estilo de esas películas gore con ejércitos de muertos que resucitan para cobrarse antiguas venganzas como en la saga Evil Dead de Sam Raimi, El muerto cuenta su historia elige un tono de comedia para representar al tipo canchero y explotador de mujeres en la figura de un directivo publicitario llamado Ángel. Ángel (Diego Gentile) está casado con Lucila (Moro Anghileri) y es el padre cariñoso de una nena pero eso no le impide cultivar una adicción al sexo que tiene en su trabajo la mejor proveeduría: rubias, morochas, pelirrojas y cuanto tipo de aspirante a modelo se pueda imaginar desfilan por la empresa con el sueño de verse retratadas en la pantalla, y a veces dispuestas a hacer algún favor al jefe, que las califica del uno al diez según lo gordas o arruinadas que están. Lo que no sabe es que una tribu de diosas celtas planea dominar el mundo de la mano de la líder Macha, y para despertar a la antigua deidad necesitan ofrecerle la sangre de varones. Tres vampiras sedientas (Emilia Attias, Viviana Saccone y Julieta Vallina) no tardan en ajusticiar a Ángel, que estará muerto durante la mayor parte de la película, muy a tono con el humor negro de La muerte le sienta bien (1992) y tratando de averiguar si hay alguna salvación posible. Fabián Forte construye un relato nocturno, lleno de sombras y pesadillas que son divertidas para todos menos para Ángel, donde las víctimas son varones que terminan grotescamente reunidos alrededor de una mesa para compartir un asado muy particular mientras hablan de fúbol: es ese estereotipo -en el que ni siquiera todos ellos se ubican con comodidad- y su contraparte de hipocresía, de marido que no puede no coger a mansalva porque el cuerpo se lo pide y está tranquilo mientras sepa que la mujer lo espera en casa, lo que la película toma como objeto de risa para contraponerle el poder de las mujeres unidas en la venganza, es cierto que con explicaciones al respecto más explícitas que sutiles. Quizás esa voluntad de exponer discursivamente lo que está más que claro sea el mayor lastre que tiene que soportar El muerto cuenta su historia, en la que por otra parte todo lo que es comedia está más que bien y funciona gracias a los actores (Gentile, Anghileri y Damián Dreizik en el papel del amigo muerto están perfectos pero hay sorpresas como la de Elvira Onetto, que es puro cine), que sostienen el relato escena a escena a pesar de que el conjunto resulta algo desparejo y confuso. Quizás lo más decepcionante de una película que se juega por cierta radicalidad en la elección del género, de una historia de mujeres vengadoras y varones que son invariablemente ridiculizados, sea un pequeño gran volantazo final que asimila todo el relato a la visión del feminismo como dominación de una raza nueva y resentida, la de las mujeres, sobre varones a los que someterán replicando por la inversa a la cultura machista, con su subsecuente llamado implícito a la cordura y el equilibro. Como opinión es pueril, y como broche de una película que merecía un epílogo mejor, resta intensidad al coronar con una pobre moraleja todo lo divertido del festín sangriento.
Uf, Woody Allen. O mejor dicho, uf, Woody Allen a los ochenta años, niño mimado de New York a pesar de la vejez, con carta blanca en el cine para filmar lo que se le venga en gana. Generalmente, caprichos. De vez en cuando una película buena, pero cuya “bondad” reside más bien en apelar al encanto del pasado. Como Medianoche en París (2011) y Magia a la luz de la luna (2014), la última película de Woody Allen elige una época lejana -en este caso los años 30-para inocular en ella el tipo de humor judío-nihilista-burgués que el director desarrolló en los setenta y explotó sin variaciones por cuarenta años. Para lxs que disfruten de comentarios del tipo “La vida es una comedia escrita por un comediante sádico” como remate de una pequeña historia, Café society (2016) puede resultar una gran película. No es que Woody Allen tenga mucho para decir, pero tiene a su favor la capacidad para incorporar en su mundo actores mucho más jóvenes y de generaciones y estilos de actuación distintos: Emma Stone, Owen Wilson y en este caso, Jesse Eisenberg y Kristen Stewart, se integran espléndidamente en las películas en las que Allen los dirige. Algunos, como Jesse Eisenberg en este caso, logran incluso armar un personaje que sea, claro, el sempiterno y mutante alter ego del director pero a la vez otra cosa. Café society es la historia de los desencuentros de una pareja, o más bien un triángulo: Bobby (Eisenberg) llega a Los Angeles desde Nueva York con la esperanza de que los contactos de un tío productor de cine le consigan un trabajo en el que hacer carrera. Ese tío (Steve Carrell) tiene una secretaria, Voonie (Kristen Stewart) que a Bobby lo captura desde la primera vez que ve sus ojos verdes. No es difícil entender por qué: como Olivier Assayas, Woody Allen cayó bajo los encantos de esa chica varonera, de dientes de conejo, voz grave y ojos alucinantes que cultiva un perfil de controvertida-rebelde-no me importa nada-intelectual-me gustan más las chicas. Kristen Stewart encarna aquí uno de esos personajes femeninos fuertes en los que el cine de Woody Allen abunda: mujeres algo varoniles, como Diane Keaton en Annie Hall (1977), con mucha iniciativa, frente a las cuales el protagonista-Woody Allen-de-turno apenas puede balbucear, empequeñecido. El problema es que el tío de Bobby también la ama y por ella quiere dejar a su mujer, pero le da mucha culpa. Así dirán algunxs críticos que esta es la más autobiográfica de las películas del director, una especie de explicación tardía y no solicitada de sus sentimientos al dejar a Mia Farrow por una chica más joven, él que también se salió con la suya al poder continuar una carrera sin que las acusaciones de abuso sexual le hicieran mella (¿hará una película al respecto?). Es cierto que no se puede confundir el arte con la vida, pero en todo caso es notorio cómo ese pequeño universo neurótico y burgués que recorta el cine de Woody Allen, con sus pequeños complejos y culpas, siempre bonachón, se complementa en alguna dimensión no ficcional con una zona mucho más oscura, de secretos sórdidos y complicidades que protegerán hasta el fin la sacrosanta figura del “genio” en la que el director está instalado, pedófilo y todo. Parecería ser que cuanto más acuciante se volvió el presente para el director, con una hija ya convertida en mujer que se animó a revelar abusos que por años se habían silenciado, el cine de Woody Allen no dejó de fugarse a un pasado siempre ideal, con brillos casi ingenuos. Así es Café society y en ella hay de todo: humor bastante burdo y reiterativo, buenos chistes, lindas escenas de amor, chicas hermosas con vestuarios en los que regodearse, problemitas de consciencia que para algunos tendrán cierto interés, y pese a todo, un destello genuino y memorable de melancolía por amores perdidos, en las miradas de Stewart y de Eisenberg, más verdadero que toda la cháchara de la que el director hizo su marca personal.
Se sabe: la comedia está ahí para que podamos reírnos de lo más espantoso. En este mundo donde se da por sentado que todas las personas normales nos consideramos feas y ante la imposibilidad de coger con estrellas inalcanzables y modélicas, lo hacemos con personas reales como nosotras (es decir feas, o con suerte medianamente lindas), el planteo de Permitidos no disuena: ¿con qué famoso cogerías si pudieras tomarte una licencia de la monogámica fidelidad? Una pareja compuesta por Mateo (Martín Piroyansky) y Camila (Lali Espósito) es la encargada de demostrar el problema, lo destructivo que sería si esa barrera entre mortales y famosos se adelgazara hasta permitir que un chico como Mateo -aquí poniéndole el cuerpo a la idea de incogible al que solo la novia, obnubilada por el amor, se llevaría a la cama- sedujera a una modelo como Zoe del Río (Liz Solari), dueña del raro y preciado atributo que constituye en nuestra cultura el hecho de no tener “un gramo de grasa”. Como lo hizo en Mi primera boda con las comedias de fiestas de casamiento, en Permitidos el director Ariel Winograd (Cara de queso, Vino para robar) sigue a rajatabla el modelo de la comedia norteamericana del tipo Pase libre (2011), aquella película donde Owen Wilson y Jason Sudeikis conseguían que sus esposas les dieran una semana de libertad para tener sexo con quien quisieran sin consecuencias. Pero acá, todo surge de una especie de malentendido: cuando Camila dijo que no le importaba si su novio llegaba a tener relaciones con Zoe del Río, lo hizo solo basada en la certeza de que tal cosa era imposible. La película se apura a explicar la situación en dos o tres escenas iniciales torpes, más interesadas en plantear el juego (algo así como una invitación a salir del cine discutiendo con amigos, “¿Y cuál es tu permitido?”) que en construir un mundo en el que puedan moverse sus personajes. Chistes hay muchos, y algunos son mejores que otros: Lali Espósito es una buena comediante como lo demostró en Esperanza mía, y su escena de gritos frente a una cartel publicitario es realmente buena; Martín Piroyansky tiene un papel más sobrio pero su presencia siempre es efectiva. Liz Solari como la modelo a la que todos quieren coger pero nadie lo hace y Benjamín Vicuña como el permitido de Camila, un actor zen y preocupado por el medio ambiente que recuerda al Hansel de Zoolander, aportan un toque grotesco a ese mundo que para los comunes mortales de la película -es decir aquellos que no salen en la tele- está lleno de brillo pero solo hasta que lo miran más de cerca. Otras subtramas, como la traición de Mateo a su mejor amigo, parecen algo arbitrarias y algunas, como la de la presidenta del club de fans de Joaquín Campos interpretada por Maruja Bustamante que es un punto de delirio más que bienvenido, están directamente desperdiciadas. Es lógico que el cine argentino procese la tradición de la comedia estadounidense porque es lo que más se consume en la actualidad, pero hay modos más originales de hacerlo y ahí están comedias como Voley de Martín Piroyansky o todas las películas de Ana Katz para demostrarlo.
El cine no inventó el recurso de que el cuerpo de las mujeres –sobre todo cuando es joven o está desnudo– represente algo. Chicas de carnes abundantes, vírgenes que ofrecen el pecho a un bebé, majas desnudas y lánguidamente tendidas como esperando una mirada, simbolizando el deseo masculino o el deseo a secas. O mejor dicho, el deseo y el punto de vista masculinos disfrazados siempre como deseo y mirada, puros, sin adjetivos. La nueva película de Marco Bellocchio, el director italiano que está en la cumbre de su carrera después de cincuenta años de hacer películas gracias a obras como Vincere (2009) o Bella Addormentata (2012) donde las mujeres tienen un lugar central, tematiza el deseo en Sangue del mio sangue desde una historia que ocupa la primera parte de la película y es un tópico del cine y la literatura filmado divinamente: en el siglo XVII, un soldado (Pier Giorgio Bellocchio) llega a un convento en el pueblito de Bobbio para averiguar sobre la muerte de su hermano, un sacerdote que aparentemente se suicidó después de ser seducido por una monja llamada Benedetta (Lidiya Liberman). La primera parte de la película es un cuento de calentura entre un hombre y una mujer acusada de brujería. Mientras las autoridades del convento tratan de averiguar si el amorío de ella con el monje suicida fue simple debilidad humana o producto de un pacto con el demonio, el suspenso gira en torno a la posibilidad de que Federico, el hermano del difunto, caiga en la misma tentación. Los ritos brutales de los que también fue víctima Juana de Arco en la película de Carl Dreyer (1928) se suceden uno a uno: el corte del pelo, la amenaza del fuego, o en este caso también la prueba de arrojar a la mujer al agua con pesadas cadenas para ver si su amante, el Diablo, decide salvarla. Benedetta soporta impasible todos los tormentos, el personaje es casi mudo y además de que parecería seducir solo para zafar de una muerte segura, está ahí para dar ocasión al conflicto del protagonista entre su moral y su deseo. Bellocchio filma toda la situación del modo más bello, aunque sin originalidad, y la sostiene en lo no dicho, en la intensidad de las miradas. Pero esa es solo la mitad de Sangue del mio sangue: de repente y con un cambio de tono algo abrupto se da paso al presente, a un Bobbio algo degradado y con un toque fantástico habitado por locos o tarados, vivos que se hacen pasar por muertos, ciegos que en realidad ven. En este escenario, un millonario ruso y chanta trata de comprar el convento, ahora convertido en cárcel, donde tuvieron lugar los sucesos de la primera parte. Pero el lugar está habitado por un viejo vampiro sin sexo, un personaje maravilloso que también pone en escena el deseo, como el soldado del siglo XVII, pero con la nota melancólica de una vejez en la que comer sangre ya no le produce ningún efecto. Sin embargo persigue, con la mirada vidriosa, a una chica hermosa y joven (Elena Bellocchio), casi hasta el momento en que ella va a coger con otro. Casi como si el conflicto no pasara tanto por la moral versus la carne sino por esa brecha, imposible de salvar según parece decir Bellocchio, entre los cuerpos y la fantasía que generan. Quizás por eso las mujeres de Sangue del mio sangue son puramente carnales y siempre están en fuga, o permanecen inalcanzables. Bellocchio pone en escena esa distancia de maneras obvias, valiéndose de paredes y corredores que solo la mirada puede atravesar, pero nunca las manos. Esto no es lo único que hay en la película, pero es lo más interesante: hay ambigüedad en lo que Bellocchio tiene para decir sobre el misterio y el cine, algo que se condensa en una imagen final cuya potencia parecería residir en sustraer el cuerpo, pero termina haciendo el movimiento contrario al presentar, es cierto que con un lugar común enorme, la simpleza abrumadora de la carne en plena luz del día.
Otra de Meryl Streep. Está bien, estrictamente Florence es una película de Stephen Frears –director de películas generalmente sólidas y a veces buenísimas como Relaciones peligrosas (1988), Alta Fidelidad (2000) o Mary Reilly (1996)–, pero la verdad es que cada vez que Meryl aparece en un afiche, ir al cine se trata de ver qué hizo esta vez esa reina de la actuación que en los últimos años raramente aparece sin disfraz o peluca. Sin dudas es una especie de superhéroe de la reinvención y alguna vez dije que me encantaría que fuera mi mamá (porque puede divertirse al borde del ridículo o emocionar con recursos cuidados como nadie), pero como todas las mamás, esta vez se despachó con uno de esos personajes que a lxs hijxs lxs hacen mirar para abajo, taparse los ojos o directamente agarrarse la cabeza. No es solo ella, sino toda la película. Con ese tono de comedia tan caricaturesco como británico que desde Monthy Python hasta Topsy-Turvy (1999), a veces da creaciones inolvidables –digamos, Jim Broadbent en Moulin Rouge (2001)– y otras veces insufribles –Jim Broadbent en tantas películas más–, Florence ofrece una galería de personajes festivamente grotescos que no dejan de retorcerse y gesticular como marionetas para hacernos reír. Bocas que se abren para mostrar los dientes a más no poder, cejas que se levantan hasta el punto máximo de la sorpresa, o la misma Meryl que da saltitos y mueve el cuello como un pájaro mientras canta: hay que reírse, sí o sí. Nada permitirá que se nos pase un chiste, cuando están señalados como con carteles luminosos y estirados al punto de su máxima evidencia. Se comprende, de acuerdo, que la historia se presta para eso. Muchos estamos familiarizados con Florence Foster Jenkins desde el estreno de Marguerite (2015), que encaraba con más sobriedad y trasladándola a Francia la historia de la que fue posiblemente la peor soprano de la historia. Foster Jenkins tenía una voz limitadísima, no podía afinar ni tampoco era capaz de mantener el ritmo, pero eso no le impidió empezar a los sesenta años una carrera como cantante lírica que tuvo su punto máximo en una presentación en el Carnegie Hall cuando tenía setenta y seis. Es fascinante pensar qué clase de blindaje habrá tenido la cantante para interpretar las risas del público como picardías aisladas, pero también lo es el fervor que despertó en lxs que compraron sus discos y colmaron butacas en cada una de sus presentaciones, enamoradxs de lo malo. De todo ese espectro posible de cuestiones, Stephen Frears elige ilustrar con aires de vaudeville lo pésima que era Florence y presentarla como una anciana infantilizada a la que un marido amante y comprensivo (Hugh Grant), que también carga una carrera de actor frustrada a cuestas, le crea un cerco protector para que nunca sepa lo que el mundo piensa de ella. La acompaña en el piano Cosme McMoon, interpretado por Simon Helberg, ese dibujo animado con cara de ardilla que es el amigo judío de la banda de The Big Bang Theory. Los tres abundan en morisquetas a más no poder, pero Frears, quizás temiendo que eso no fuera suficiente para sostener una película, agrega una lección conmovedora sobre lo importante que es disfrutar y ser felices, incluso cuando lo que hacemos es muy malo. Quizás una posible piedra de toque para medir lo bajo que cae una comedia sea el hecho de que se incluyan, acá y allá, personajes que se rían –y en Florence se ríen muchísimo– de bromas de las que los espectadores deberíamos reírnos. Así pasa en la película de Frears con Simon Helberg en el ascensor, explotando forzadamente de risa después de la esperada escena que revela lo perfectamente mal que puede cantar Meryl, o con la rubia vulgar que durante un concierto se cae al piso de la risa y abandona la sala en cuatro patas, a carcajada limpia. De más está decirlo, no hacía falta arrastrarse tan literalmente.
No debe ser nada fácil crear por encima de las expectativas, ni ser Almodóvar y tener casi cuarenta años de cine sobre las espaldas, con películas que construyeron un estilo verborrágico y chillón del que Almodóvar no tardó en correrse para convertirse, sin pudores, en un cineasta maduro. Cuando salí del cine después de ver Julieta alguien sentenció como en broma: “Película para viejos”, y a mí, que abandonaba una sala donde el promedio de edad era de setenta años, me pareció una maravilla. No hay muchas películas para viejos y cuando las hay, los subestiman. En ese sentido, Almodóvar está donde tiene que estar, no se tienta ni por un segundo con acudir a viejos trucos para complacer a los espectadores y está haciendo películas en las que la juventud (la de los personajes, la del cine, la de él mismo) no es un valor, sino todo lo contrario. Quizás por eso demuestra una soberbia merecida. Cuando empieza Julieta, la pantalla se llena de rojo, se satura hasta los bordes de los pliegues rojos de una tela que parece formar, con un poco de imaginación, la forma de una concha textil, elegantísima. Sobre esa textura sensual se dibujan unas letras blancas que dicen “Un film de Almodóvar”, así, sin el “Pedro”, como si no se tratara de un nombre propio sino de una marca. Toda Julieta, desde el principio hasta el final, es una delicia para los sentidos que se podría disfrutar incluso si no se tratara de nada porque es deslumbrante: los cuerpos, la luz sobre los cuerpos, las poses, los sentimientos filmados como si fueran tramos de una historia policial, la música que recuerda a Hitchcock para desnaturalizar el melodrama y volverlo algo más parecido a un thriller donde la incógnita profunda, casi irresoluble, no tiene que ver con la identidad de un criminal o la locación exacta de un objeto robado sino con ese misterio, ese abismo que son las razones detrás de la conducta de los otros. Julieta (Emma Suárez,y Adriana Ugarte en la juventud) es una mujer madura que está en pareja con Lorenzo (Darío Grandinetti), y se están por mudar juntos a Portugal. Lorenzo nunca se lo dijo, pero sabe que en su pareja hay un silencio, algo guardado, que a él le pone un límite. Pronto se sabrá que ese secreto tiene que ver con una hija (Blanca Parés) de la que Julieta nunca habla, y a la que no ve hace doce años. Podría ser bastante simple contar una vida, pero lo que Almodóvar cuenta de la vida de Julieta es la culpa, las recurrencias, simetrías, las causas puramente subjetivas que determinan elecciones inexplicables si se las mira desde afuera. En definitiva, todo aquello que puede hacer de la vida de una mujer un melodrama lleno de intrigas antes que un relato lineal, simple como lo suelen ser las biografías. Lejos de eso, Julieta está en el centro de un rompecabezas que la película recorre circulando el tiempo, y retratándola no solo como mujer, sino desde el lugar que ocupa entre generaciones de mujeres: de un lado su madre, y lo que el padre hace con la vida compartida entre los dos; del otro su hija, y su posibilidad cada vez más escasa de ocupar ese lugar de hija. Además, Julieta es profesora de Literatura Clásica y la película no se priva de construirse sutilmente como una fábula mitológica en la que el mar tiene un papel tan importante como esa bruja, esa Parca o Erinia interpretada acá por Rossy de Palma y el primer plano de sus ojos desviados, que casi parecen estar dando una advertencia en su imposibilidad para enfocarse en una misma dirección. La película es fluida y perfecta cuando construye el relato de la vida de Julieta y la intriga en torno a la relación con su hija; quizás su punto más vulnerable –y esto genera una serie de revelaciones novelescas llegando al final– sea el personaje de la hija, forzadamente enigmático, cuyo silencio parece por momentos el McGuffin imprescindible para que el drama exista.