Tomás (Tomás Del Porto), un adolescente de 17 años, de pronto debe lidiar con que su novia está embarazada. Luego de tantear la posibilidad de recurrir a un aborto, deciden tenerlo, pero él no está seguro. Es incapaz de contarle todo a su madre (Vera Fogwil), no confía en su padrastro, y tampoco recurre a sus amigos. Entonces se escapa de la casa y va a San José, pueblo que podría conectarlo con su padre, a quien jamás conoció. Allí conoce a Camilo (Alberto Ajaka), un carpintero naval, que vive con María (Malena Sánchez), su esposa, y Mateo, el hijo pequeño de ambos. Tomás le pide trabajo, y ambos comienzan una relación de jefe y empleado, de mentor y maestro, que en realidad esconde sentimientos más íntimos y difíciles (y dolorosos) de expresar. Filmada en la provincia de Santa Fe, El Silencio (2016) es la ópera prima del venezolano Arturo Castro Godoy. A la manera de los hermanos Dardenne en películas como El Hijo (Le Fils, 2002), Godoy planeta un drama centrado en lo que nunca se dice en voz alta, pero que está ahí, cerca de la superficie. Un factor clave es el trabajo del joven Tomás Del Porto, quien actúa hablando poco y usando mayormente la mirada. Igual de destacable es el desempeño del siempre fascinante Alberto Ajaka. La química entre ambos termina siendo otro factor determinante para que la película funcione. El Silencio propone una historia dura, con dilemas personales, pero nunca deja de transmitir esperanza, redención, amor.
Hugo Santiago siempre es recordado por haber dirigido Invasión, mítico film nacional de 1969 con guión de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En 2014, Santiago dejó por un tiempo su vivienda en París y regresó a Buenos Aires, para encarar su primera película en estas tierras luego de décadas de exilio: El Cielo del Centauro, producido por El Pampero Cine, de Mariano Llinás. Ignacio Masllorens y Estanislao Buisel Quintana sumergen al público en lo que fue la producción de esta película, desde las charlas iniciales (vía mail) y la lenta escritura del guión, hasta la postproducción, pasando por un rodaje atípico para los cánones de El Pampero, paradigma del cine independiente argentino. Santiago es captado en acción, y queda claro que es un cineasta como pocos, entregado a su trabajo, capaz de escribir con precisión cómo serán los complicados travellings que filmará. En paralelo, muestra cómo Llinás y su equipo debieron amoldarse, con gusto, a la metodología de un artista tan preocupado por la rigurosidad de la puesta en escena, la ubicación de la cámara y la dirección de actores. Lejos de quedarse en un simple backstage, El Teorema de Santiago indaga en un proceso creativo cinematográfico, que hasta puede ser comprendido por quienes todavía tengan pendiente descubrir la obra de Hugo Santiago.
La figura del poeta chileno Pablo Neruda nunca le fue ajena al cine. Antonio Skármeta estuvo involucrado en dos exponentes: Ardiente Paciencia (1983), película que él mismo adaptó como novela corta en 1985, y que a su vez dio pie a El Cartero de Neruda (Il Postino, 1994), con Phillip Noiret. La obra de Skármeta muestra a Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (tal es su nombre verdadero) exiliado en Italia por cuestiones políticas, pero el enfoque va por el lado del romanticismo. En Neruda (2016), Pablo Larraín profundiza en las cuestiones más ásperas en la vida del autor, y valiéndose de un tono que va de lo policial y pronto deriva en un relato distinto, arriesgado. Estamos en 1948, Pablo Neruda (Luis Gnecco) es una figura de reconocida en Chile y en el mundo: autor de conmovedores poemas, senador y comunista asumido, detalle que comienza a acarrearle inconvenientes con los altos mandos de su país. Ante el encarcelamiento de varios de sus compañeros, las amenazas de secuestro y asesinato se vuelven palpables. Ahí entra en escena Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), un agente contratado para cazar a Neruda. El acecho es cada vez más intenso, de manera que el escritor, junto a su esposa, la pintora Delia del Carril (Mercedes Moran), emprenderá una huida a través de territorio chileno, con vistas a cruzar la frontera.La figura del poeta chileno Pablo Neruda nunca le fue ajena al cine. Antonio Skármeta estuvo involucrado en dos exponentes: Ardiente Paciencia (1983), película que él mismo adaptó como novela corta en 1985, y que a su vez dio pie a El Cartero de Neruda (Il Postino, 1994), con Phillip Noiret. La obra de Skármeta muestra a Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (tal es su nombre verdadero) exiliado en Italia por cuestiones políticas, pero el enfoque va por el lado del romanticismo. En Neruda (2016), Pablo Larraín profundiza en las cuestiones más ásperas en la vida del autor, y valiéndose de un tono que va de lo policial y pronto deriva en un relato distinto, arriesgado. Larraín fue haciéndose de un nombre gracias a films como Fuga (2005), Tony Manero (2008), Post Mortem (2010), No(2012), por la que su país consiguió la primera nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera, y El Club (2015). EnNeruda también hay un personaje que debe tomar decisiones extremas en medio de una situación límite (por lo general, de corte político, o al menos en un contexto social turbulento), llevándolo a la obsesión. En Neruda toma una premisa clásica -individuo huyendo de un perseguidor incansable-, y más allá de vestirse de thriller, pronto revela varios niveles de profundidad. Para empezar, el narrador es Óscar, un representante de la ley de carácter romántico (cree ser hijo ilegítimo de una autoridad policial de antaño), que no tarda en obsesionarse con su presa. En el transcurso de su misión irá descubriendo pistas del fugitivo y también de sí mismo. El hecho de que vaya encontrando libros de la colección El Séptimo Círculo funciona como un vínculo fuerte con el espíritu de esas novelas y de la obra de sus compiladores: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. El metalenguaje conseguido por Larraín va por ese camino. Por su parte, Neruda no vive escondido en una cueva: sigue saliendo a clubes nocturnos, recitando versos y coqueteando, a propósito, con quienes lo quieren muerto; como una necesidad de sentir adrenalina, como queriendo generar intriga en una trama que está construyendo sobre sí mismo. Allí reside otra diferencia con el Neruda visto en films anteriores: lejos de la idealización, se lo muestra como a un ser humano, con un amplio abanico de grises. Luis Gnecco hace una soberbia interpretación del autor, mientras que Gael García Bernal está exacto a la hora de componer a un personaje más enigmático de lo que parece al comienzo. Ambos actores ya habían trabajado a las órdenes de Larraín en No. De por sí, Neruda hubiera sido estupenda si sólo se conformaba con ser un policial y un fresco sobre la persecución política, pero la audacia de Pablo Larraín para indagar en la psicología de los personajes y en el metalenguaje literario la catapultan como una producción de rica complejidad.
La amistad, la amistad contra todo y contra todos. Un valor que cada vez se vuelve más difícil, más lejano. Pero no es así para los tres protagonistas de Yo sé lo que Envenena, la ópera prima de Federico Sosa. Iván (Federico Liss) trabaja en un taller mecánico, pero toca en una banda -cuando quiere o puede- y sueña con ser telonero de su ídolo absoluto y referente de vida: Ricardo Iorio, vocalista y principal ideólogo de la legendaria banda de heavy metal Almafuerte. Chacho (Gustavo Pardi) va de casting en casting; sueña con ser un gran actor como su adorado Marlon Brando. Rama (Sergio Podeley) se la rebusca como repartidor, pero su atención está puesta en Lucy (Valeria Correa), la empleada de una veterinaria, y para conquistarla, se zambullirá en el mundo de los peces. Tres amigos, tres sueños, tres luchas por ser felices. Y, sobre todo, el metal como filosofía de vida. Se trata de una comedia sobre la actual generación de treintañeros; una etapa en la ya no se es tan joven, y conseguir los objetivos anhelados parece cada vez más difícil… pero no imposible. Si bien cada uno de los protagonistas tiene un carácter diferente, los tres despiertan ternura y empatía, y resulta imposible no acompañarlos durante sus peripecias. Sosa (quien, junto a su equipo, filmó en el conurbano de manera independiente) maneja con soltura los momentos desopilantes, y sabe ponerse serio cuando corresponde, y más teniendo en cuenta que el trasfondo real de la historia no deja de ser dramático y real. El director viene de desempeñar la misma tarea en dos capítulos de la serie Germán, Últimas Viñetas, de Flavio Nardini y Cristian Bernard, quienes, a su vez, supieron hacer otra emblemática película sobre tres amigos y sus avatares: 76 89 03. La película no sería lo que es sin el trío principal. Porque la química entre Sergio Podeley, Gustavo Pardi y Federico Liss hace creíble y genuina la relación entre estos antihéroes cotidianos. Cada uno complementa al otro, y el espectador podrá identificarse con al menos uno de ellos. Además de Valeria Correa, los acompañan Florencia Otero, Ezequiel Tronconi, Marta Haller, Claudio Rissi y Ariadna Asturzzi. Yo sé lo que Envenena saca una buena cantidad de carcajadas y también recuerda que, sin importar los contratiempos, sin importar el qué dirán, vale la pena dar pelea por lo que uno ama.
En 2002, luego del éxito de Rápido y Furioso (The Fast and the the Furious, 2001), el director Rob Cohen, el productor Neal H. Moritz y la incipiente estrella Vin Diesel se juntaron para una nueva película de acción, ahora en clave de espionaje: Triple X (xXx). Diesel componía a Xander Cage, un rebelde especialista en deportes extremos que es reclutado por una agencia gubernamental de los Estados Unidos para infiltrarse en una organización terrorista. A fuerza de persecuciones, disparos, explosiones, acrobacias imposibles y el carisma de Vin, el film resultó un nuevo éxito, que además contó con Asia Argento y Samuel L. Jackson. Además, fue la ocasión perfecta para presentar a un agente secreto del siglo XXI, más recio y fresco, alejado de los estereotipos de un James Bond (igual, Cage viaja por el mundo y se relaciona con bellas señoritas). Sin embargo, el pelado de voz gutural no volvió para xXx 2: Estado de Emergencia (xXx: State of the Union, 2005) y fue reemplazado por Ice Cube en el rol de Darius Stone, lo que daba a entender que el agente triple X podría ser más de un personaje. En estos años, Diesel cambió de idea en cuanto a las secuelas y regresa como Xander en xXx: Reactivado (xXx: The Return of Xander Cage, 2017). En esta oportunidad, un grupo de agentes renegados está provocando la caída de satélites en lugares estratégicos del mundo. La clave está en La Caja de Pandora, un delicado artefacto que le es robado al gobierno estadounidense. Xander, autoexiliado en República Dominicana, vuelve a ser reclutado, esta vez por (Toni Collete). Cage acepta, pero con la condición de contar con su propio equipo de trabajo, no menos arriesgado y estrambótico que él. Pronto descubrirán que la cuestión de los satélites es apenas la punta de un iceberg sumergido en aguas pantanosas. Pero como de costumbre, Xander Cage y los suyos están listos para afrontar toda clase de retos. A Diesel se lo nota muy a gusto con el personaje, que ahora recuerda mucho más a Dominic Toretto, su ya icónico rol en la saga de Rápido y Furioso. De hecho, es muy evidente la intención de que la franquicia de xXx derive en algo similar a aquélla: la película presenta un grupo de antihéroes similar a la Familia, repitiendo las características de algunos de ellos (la actitud, la diversidad de etnias, el sentido del humor, la camaradería). Este detalle no perjudica a la nueva xXx sino todo lo contrario, ya que hay un estupendo material como para ir creando una mitología propia y definitiva. Desde el vamos, Roby Rose, la ascendente heroína de acción, nada tiene que envidarle a Michelle Rodríguez, y los aportes de Donnie Yen, Nina Dobrev y Tony Jaa no se quedan atrás. Tampoco vale olvidarse de Samuel L. Jackson como Gibbons, quien ahora cobra una importancia decisiva. Por supuesto, la espectacularidad acapara toda la atención, y ahí es donde se nota la pericia de D.J. Caruso y su equipo para plasmar secuencias con buenas dosis de adrenalina, y en parajes diferentes entre sí como ciudades y junglas. El estilo de Caruso se acerca más al de Cohen en la primera parte que al de Lee Tamahori en la segunda, reforzando la idea de volver a las fuentes. xXx: Reactivado justamente reactiva una saga que parecía en el olvido, y tiene con qué para seguir dando películas divertidas, vertiginosas y excitantes.
Los films musicales del siglo XXI pueden dividirse en dos grupos: las adaptaciones de éxitos de Broadway o del East End, como Chicago (2002), Mamma Mia! (2008) y Los Miserables (Les Misérables, 2012), y las producciones originales que beben de hits de artistas de la talla de Los Beatles –A Través del Universo (Across the Universe, 2007)- y de musicales de antaño, empezando por Moulin Rouge (2001). Dejando de lado las películas animadas, no proliferaron las propuestas novedosas; faltan nuevas composiciones, nuevos íconos. La La Land (2016) llega para cubrir ese espacio, y logra mucho más. Mia (Emma Stone) quiere ser actriz. Sebastian (Ryan Gosling) piensa abrir su propio club de jazz. Los caminos de estos jóvenes coinciden en Los Angeles, donde ambos sobreviven como pueden, sin perder de vista sus objetivos. Pronto surge un amor puro, un amor maravilloso, que será puesto a prueba por cuestiones profesionales y de la vida misma. La La Land es una película romántica, no sólo por cuestiones sentimentales sino en el sentido más alemán del término. Mia y Sebastian son artistas, dan todo por consagrarse, por vivir de lo que los apasiona; se sienten ajenos a los convencionalismos y abrazan su verdadera condición, aun con los obstáculos lógicos que deben atravesar todos los aspirantes a la gloria: rechazos, frustraciones, inseguridades. Porque no todo aquí es idilio y brillantina: la realidad, con toda su dureza, nunca deja de estar presente. Pero el esfuerzo y la esperanza siempre son más poderosos. Emma Stone y Ryan Gosling son la encarnación perfecta de estos seres inspirados e inspiradores. La química entre ambas había quedado patente en Loco y Estúpido Amor (Crazy Stupid Love, 2011) y Fuerza Antigángster (Gangster Squad, 2013), pero aquí, y de la mano de grandes canciones y de coreografías inolvidables, logran explotar como nunca antes. Emma Stone, ya por sí sola, es la representación perfecta del espíritu del film: pura gracia a la hora de moverse, y con una rica gama de emociones durante las escenas intimistas. El principal romántico de esta ecuación es Damién Chazelle. Su pasión por el cine y la música (se formó como baterista antes de concentrarse en las cámaras) ya se ven reflejadas y conjugadas en su ópera prima, Guy and Maddeline on a Park Bench (2009). Filmada en blanco y negro, y de manera independiente, presenta una historia de amor con artistas en un contexto de jazz, dentro de un estilo que remite a Shadows (1959), de John Cassavetes. El director siguió explorando temas como el talento, los sueños y el sacrificio, ahora desde un costado más oscuro -pero no menos fascinante-, en su guión de Grand Piano (2013) y en Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014). La La Land le permite retomar ideas de Guy and Maddeline…, y las maximiza en grandes dosis de encanto, de color, de virtuosismo, de placer, sin esquivar los momentos de amargura y desolación. El espectador más entrenado identificará múltiples referencias a los musicales clásicos –Cantando Bajo la Lluvia (Singin’ in the Rain, 1952), por nombrar apenas uno- y a grandes figuras (Fred Astaire y Ginger Rogers, para empezar), además de films del calibre de Rebelde sin Causa (Rebel without a Cause, 1955). Sin embargo, Chazelle logra integrar cada guiño a la historia, sin caer en el homenaje calculado para los más devotos, de manera que pueda ser disfrutada incluso por el público que quiere iniciarse en el género. Además, su entendimiento de estos largometrajes se traduce en su manera de filmar: el tamaño y la duración de los planos dejan apreciar el lucimiento de los intérpretes, quienes cantan y bailan de verdad. Los detalles Cassavetezcos reaparecen aquí durante las escenas más naturalistas, que retratan la vida en pareja de los protagonistas, con sus aspectos más incómodos pero siempre reales. Al mostrar las desventuras de esta pareja y su vínculo con las obras y los valores de antaño, Chazelle habla de tradición y del funcionamiento actual del mundo de espectáculo, regido por cuestiones más comerciales. Sebastian mismo se debate entre seguir con el jazz y meterse de lleno en la banda de su otrora colega (John Legend), que mezcla diferentes estilos y goza de éxito popular. Lo que uno ama vs. lo que da visibilidad y estabilidad financiera. El romanticismo también aparece en esta subtrama. Mención especial para Justin Hurwitz, músico habitual de Chazelle, que aquí también alcanza la consagración. “City of Stars” y otras hermosas canciones pasan a integrar el Monte Olimpo de las grandes composiciones del cine. Lejos de ser elitista, alejada de todo videoclip, La La Land celebra los sueños, celebra luchar por los sueños, y sabe nutrirse de los clásicos para convertirse en un nuevo clásico por sí misma.
Pablo Benavidez (Guillermo Pfening) no pasa por un gran momento. Su carrera como escultor parece acabada luego de críticas terribles y debe vivir a la sombra de su padre, un respetado artista, y de su esposa (Paula Brasca), una pintora en ascenso. Una noche, huye de casa y, con valija y todo, aparece en la residencia de su psiquiatra (Jorge Marrale), que también está vinculado al mundo del arte. El doctor le ofrece formar parte de una residencia secreta, ubicada en un sector oculto de la vivienda, donde artistas atormentados gozan de privacidad para concretar sus creaciones más personales y arriesgadas, siempre como parte de un tratamiento especial. Benavidez acepta una breve visita al lugar, pero pronto descubrirá que no puede salir de allí: se encuentra en un laberinto repleto de detalles que potencian todo lo que atormenta su mente. El doctor no deja de monitorear sus movimientos, ya que tiene planes muy específicos con él. Basada en el cuento de Samanta Schweblin, La Valija de Benavidez (2016) es un extraño thriller psicológico con buenas pinceladas de humor negro. Justamente extrañeza y comedia negra eran lo que primaba en El Hada Buena: Una Fábula Peronista (2010), la ópera prima de la directora Laura Casabé. Aquí vuelve a demostrar su capacidad para crear microcosmos extravagantes (en este caso, satirizando el mundo de las artes plásticas), aunque con connotaciones más tenebrosas. Las actuaciones de Pfening y de Marrale, y la de Norma Aleandro como una curadora, contribuyen a darle cuerpo a estos seres con ambiciones que los llevan a lugares pesadillezcos. Marrale en particular da cátedra a la hora de componer a un personaje oscuro pero entrañable, evitando caer en el grotesco. Ver La Valija de Benavidez implica sumergirse dentro de una historia inusual, satírica, lúgubre, provista de giros bien orquestados, y funciona como la prueba de la madurez de una cineasta con ideas más que interesantes.
No caben dudas de que los zombies son los monstruos del momento. Un camino a la consagración tan lento como firme e implacable: de Zombie Blanco (White Zombie, 32) y Yo Dormí con un Fantasma (I Walked with a Zombie, 1943), hasta la serie The Walking Dead, pasando por George A. Romero, quien dejó de lado el mito de Haití y los convirtió en cadáveres devoradores de personas, a partir de La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968). También hubo más y notables films de este subgénero, que con el tiempo fueron renovando la premisa para que nunca perdiera frescura. Y lejos de quedarse en los Estados Unidos, estas criaturas pronto tuvieron sus versiones en países como Italia, España, Gran Bretaña, Argentina, Brasil, Austria, Noruega… El continente asiático también aportó lo suyo, y su mordida más fuerte llega gracias a Invasión Zombie (Train to Busan/Busanhaeng, 2016) En esta oportunidad, el brote de infectados tiene lugar en Corea del Sur, mientras un grupo de pasajeros viaja en tren desde Seúl. Allí están, entre otros, el empresario y su pequeña hija, el hombre rudo y su esposa embarazada, un grupo de estudiantes que pueden defenderse con bates de béisbol y el insufrible que pretende salvarse a toda costa. Deben dirigirse a Busan, donde parece estar la última esperanza de salvación, pero será un recorrido tan apocalíptico como lo que sucede fuera de los vagones. El director Sang-ho Yeon venía de mezclar zombies y trenes en el film animado Seoul Station (2015). De hecho, Invasión Zombie no sólo representa una suerte de continuación no oficial de aquella película sino su primer largometraje live action. Aquí da cátedra de suspenso, acción, claustrofobia, ritmo. Sabe balancear el drama con toques de humor, y le da un enfoque propio a las criaturas. Lejos de andar despacio, se mueven rápido, como las de Exterminio (28 Days Later, 2002), El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 2004) y Guerra Mundial Z (World War Z, 2013). También tienen en común con el film protagonizado por Brad Pitt que atacan de a muchos, alocadas de hambre, y hasta pueden destruir puertas de vidrio cuando se apelotonan igual que hormigas. Además, estos difuntos comegente dejan de reaccionar cuando no pueden ver a sus potenciales víctimas. Siguiendo la tradición de directores como Romero, Yeon jamás olvida que, pese a la acción y el gore, el eje de estas historias es el humano y su comportamiento en situaciones extremas. Presenta personajes que, pese a sus diferencias iniciales (incluso dentro del mismo núcleo familiar, como el padre y la niña), deben aprender a colaborar para sobrevivir, y también muestra al individuo egoísta que, con tal de salvarse, puede llegar a ser peor que los antropófagos. Yeon sí se diferencia de Romero a la hora de dejar de lado las lecturas políticas para centrarse en los sentimientos de los protagonistas; incluso los más bondadosos pueden morir o transformarse en cualquier momento. Invasión Zombie demuestra que un concepto nunca pierde fuerza si hay un gran equipo creativo detrás, y que los cineastas orientales, siendo fieles a sí mismos, saben cómo insuflarle vida a cualquier género. Y confirma que en el Infierno ya no queda más lugar desde hace mucho: los muertos continúan caminando sobre la Tierra.
Se sabe que hay relación entre las cultura de Argentina y de Corea el Sur. De hecho, este país cuenta con un buen número de ciudadanos de aquellos pagos, que a su vez dieron pie a gran cantidad de descendientes. Entre ellos, Cecilia Kang, directora de Mi Último Fracaso (2016) En este documental, Kang indaga en el choque cultural desde la óptica de mujeres de la colectividad coreana, desde Ran, su antigua profesora de pintura, hasta Catalina, su hermana, además de otros personajes que se van sumando. La cámara las registra en su quehacer cotidiano (dar clases, preparar la comida o salir de fiesta, según cada generación), y es a través de esas acciones y de las charlas que nos adentramos en las costumbres, los pensamientos y los sentimientos con respecto a su origen y a su relación con la impronta porteña. El registro del que se valió la directora, tan anclado en el ámbito familiar, no impide que funcione como paradigma, ya que al mismo tiempo logre plasmar la situación de otros clanes de coreanos en territorio argentino. Mi Último Fracaso es un material muy interesante a la hora de comprender cómo dos culturas pueden convivir y complementarse.
Uno de los tópicos del cine de animación está compuesto por animales que cantan. Ejemplos hay de sobra, y se extienda a producciones de diferentes compañías, y no sólo de las que provienen de Hollywood. Como en los mejores musicales, funcionan para mostrar estados de ánimo y hacer avanzar la narración. Pero pocas veces la música fue tan esencial en un film de estas características como Sing: ¡Ven y Canta! (Sing, 2016) Buster Moon, un koala dueño de un teatro, no pasa por su mejor momento. Las deudas se acumulan y pronto podría perder lo que más ama. Pero su espíritu optimista lo lleva a concretar lo que puede ser su última salvación: un concurso de canto en el que puede participar todo habitante de la ciudad, sin importar su formación ni su procedencia. De la gran cantidad de postulados quedan unos pocos pero talentosos finalistas: Johnny, un joven gorila que quiere huir de la vida delictiva; Rosita, una cerda en busca de algo más que cuidar de su numerosa familia; Mike, un ratón con ambiciones desmedidas pero buen corazón; Ash, una puercoespín que es abandonada por su socio-pareja cuando queda seleccionada. Y está Meena, una elefanta que teme mostrar su destreza con las cuerdas vocales. Un grupo de personajes que, aun con las adversidades que se les van presentando, deberán luchar por sus sueños. A la manera de Zootopia (2016), la película propone un mundo donde los animales viven como seres humanos, y donde entonan hits de Stevie Wonder, Lady Gaga, Paul McCartney, Leonard Cohen y Carly Rae Jepsen, entre otros. En este sentido se asemeja a Happy Feet: El Pingüino (Happy Feet, 2006), donde lo musical era un elemento fundamental de la trama. Sin embargo, la historia no se apega a otras existentes y genera un núcleo propio. El principal responsable de esto es Garth Jennings. Oriundo de Gran Bretaña, Jennings había experimentado con la animación en los avisos publicitarios y videoclips que dirigió bajo el ala de su compañía Hammer & Tongs. El más célebre sigue siendo “Coffe and TV”, de Blur. Su primer largometraje fue Guía del Viajero Intergaláctico (The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy, 2005), basado en la mítica novela de Douglas Adams, y luego encaró la más intimista El Hijo de Rambow (Son of Rambow, 2007). La unión de Jennings con Illumination Studio – responsables de Mi Villano Favorito (Despicable, Me, 2010) y sus secuelas-, en codirección con el animador de la empresa Christophe Lourdelet, le permitió llevar a cabo esta fábula sobre el mundo del espectáculo que también hubiera funcionado con actores reales. Ya es clásica la historia de perdedores -o al menos, personajes comunes- que lo apuestan todo en su última oportunidad para triunfar, pero Jennings les imprime corazón a los nuevos aunque siempre extravagantes antihéroes de su filmografía; aun criaturas como el aprovechador Mike se hacen querer. Este personaje, al igual que Meena, cuentan con voces argentinas en la versión doblada al castellano: Leonardo Sbaraglia le imprime un acento porteño al roedor (¿Una intención de aprovechar la fama de arrogantes que tienen los argentinos?), mientras que Eugenia Suárez transmite la vulnerabilidad de la tímida muchacha de trompa larga. Sing: ¡Ven y Canta! rebosa de espíritu, de alegría, de energía positiva, y lo hace al ritmo de canciones bien seleccionadas. No teme ponerse triste en determinados momentos, pero nunca deja de recordarnos que, aun cuando todo parece estar en contra, vale la pena pelear por nuestra pasión.