El cine rumano se ganó su lugar en el radar de los cinéfilos. Uno de los responsables de esta hazaña es Cristian Mungiu. Films como Cuatro Meses, Tres Semanas y Dos Días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile, 2007) llamaron la atención en los más importantes festivales de cine, obteniendo numerosos premios. Sus creaciones plantean dilemas morales que permiten reflejar la situación de un país, que también resulta tener un eco universal. Graduación (Bacalaureat, 2016) no se aleja de esas preocupaciones. Romeo (Adrian Titieni), un médico de reputación intachable, espera que Eliza (Maria-Victoria Dragus), su hija adolescente, saque un promedio alto en los exámenes finales, lo que le permitirá obtener una beca para estudiar en Londres. Pero en esos días tan cruciales para su futuro padece un intento de violación que le dejan secuelas físicas y psicológicas. Temiendo que peligre su desempeño educativo, Romeo terminará vinculándose con Bulai (Petre Ciubotaru), un poderoso hombre de negocios al que mucha gente respetable le debe favores; entre ellos, el responsable de los exámenes que debe dar Eliza. A partir de ese momento, el médico irá abandonando sus principios a favor de un pensamiento en la línea de “el fin justifica los medios”, lo que le traerá gran cantidad de situaciones incómodas y la desconfianza de sus seres queridos. La película pone a prueba al espectador mostrando cómo una persona de moral incuestionable puede sucumbir a actividades ilegales con tal de, justamente, huir de un país donde el crimen asola en las calles y la corrupción va carcomiendo cada una de las instituciones. Mungiu sigue a Romeo en su íntimo descenso a los infiernos, pero sin jamás caer en juicios de valor. A la par, el director muestra la desintegración familiar (el protagonista también tiene una amante) y la relación entre padres e hijos, donde los interés de los progenitores pueden resultar una presión para los jóvenes. La Graduación desafía la moral del espectador, llevándolo a preguntarse de qué sería capaz con tal de hacer lo mejor para quien más ama.
Desde hace años que una nueva generación de cineastas de la provincia de Córdoba llegan con sus creaciones no sólo a Buenos Aires sino al mundo. Proveniente de la arquitectura y de la música (fue un reputado DJ durante los ’90), Moroco Colman es uno de los representantes más recientes, y también uno de los más atrevidos. Al menos, así lo demuestra en Fin de Semana (2016) Debido a lo que parece haber sido una pérdida humana, Carla (María Ucedo) viaja a Villa Carlos Paz, Córdoba, para reencontrarse con Martina (Sofía Lanaro). Este vínculo, nunca especificado, entre las dos mujeres de diferentes edades (Carla, ya madura, y Martina, de veintipico) es tenso al principio, pero de a poco irán recuperando algo que alguna vez fue, ¿o acaso fortaleciendo un lazo que nunca se había dado? Por lo pronto, ambas viven con una angustia que las lleva a canalizar sus penas en determinados excesos. La ópera prima de Colman -que, según el director, no tiene mucha más relación con el cortometraje homónimo de su propia autoría que estrenó en 2009- es un drama intenso, cargado de misterio, donde es el espectador quien debe unir los puntos para completar el todo. El nivel de honestidad del realizador a la hora de plasmar la intimidad de los personajes lo lleva a mostrar situaciones sexuales de fuerte impacto. La de Martina con su “amigo” (Lisandro Rodríguez) es de carácter masoquista, con un nivel de crudeza destinado a incomodar. Otro de los puntos fuertes reside en la estética, y para eso Colman recurrió a tres directores de fotografía: Gustavo Biazzi, Fernando Lockett y Pablo González Galetto. Lejos de responder a un capricho, cada uno se desempeña en diferentes secuencias, a fin de transmitir mediante la luz y el encuadre el estado de ánimo de los personajes. Y hablando de personajes, María Ucedo y Sofía Lanaro llevan adelante la película, en actuaciones de gran exigencia física y mental. Ambas cargan con una sensualidad lejos de toda convención, pero con un encanto que las hace únicas. Completan el elenco, en intervenciones breves pero puntuales, Eva Bianco y Jean Pierre Noher. En su ahora faceta como cineasta, Moroco Colman se diferencia de las propuestas de sus coterráneos y demuestra que tiene las condiciones para ser un autor a seguir.
Las ciudades balnearias suelen ser un imán para el cine argentino. Y no sólo a la hora de servir como marco para alocadas aventuras pasatistas: ya desde Los Jóvenes Viejo (1962), de Rodolfo Kuhn, quedó claro que las playas también podían ser escenario de films de un tenor más melancólico y reflexivo. Más acá en el tiempo, Ezequiel Acuña hizo lo propio en algunos de sus largometrajes. Ahora es el turno de Pinamar (2016) Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella), dos jóvenes hermanos, regresan viajan a Pinamar. La idea es arrojar en la aguas las cenizas de la madre de ambos y cerrar la venta de un apartamento en el que solían pasar los veranos. Allí se reencontrarán con objetos y lugares de la infancia, y también con Laura (Violeta Palukas), vieja amiga que reside en la ciudad. Los tres aprovecharán la recuperar tiempo perdido, que incluye jugar a los bolos, meterse en lugares abandonados, compartir cerveza y charlas íntimas. Pablo siente una atracción por ella, y sólo será una de las cuestiones que lo llevarán a replantearse su vida. Federico Godfrid había codirigido, junto a Juan Sasiaín, La Tigra, Chaco (2009), historia sobre jóvenes que se reencuentran y se enamoran. En su debut en solitario vuelve a una premisa similar, pero demostrando una madurez como cineasta. Como su colega Sasiaín en Choele (2013), su primer film en solitario, demuestra que sabe ir de la ternura al drama, y de ahí al humor y a los climas románticos y la tensión sexual. Aquí Godfrid también deja en claro su capacidad para dirigir actores, y allí están los puntos más altos de la película. Juan Grandinetti compone a un personaje estructurado y serio, que de a poco irá soltándose y revelando sus verdaderos sentimientos. Por su parte, Agustín Pardella representa a un muchacho más extrovertido, dispuesto para las bromas y la noche, pero con un costado cálido y lúcido. La frescura de Violeta Palukas funciona como el complemento ideal. Pasado y del presente se conjugan en Pinamar mediante una sencilla y entrañable historia.
Si se piensa en el plato argentino por excelencia, se piensa en el asado. Había mucho para contar al respecto en una película y, luego de años de investigación, la dupla Mariano Cohn-Gastón Duprat lo hizo realidad gracias a Todo sobre el Asado. Con el humorista Negro Álvarez como protagonista y narrador, este documental traza un recorrido por todas las figuras que intervienen en el asado: desde las vacas hasta un sommelier de asado, pasando por el empleado de un matadero, asadores, empresarios, psicólogos y, por supuesto, comensales. Vacío, tapa, chorizo, ojo de bife, matambre, chinchulín, molleja, ningún componente de esta comida queda fuera de análisis. Y lejos de ser elitista, la cámara se adentra tanto en las parrillas de restaurantes de renombre como en las que improvisan un grupo de obreros de construcción. Como en sus documentales anteriores y en sus films de ficción –El Ciudadano Ilustre (2016), por nombrar el más reciente-, e incluso en programas de televisión que supieron crear (Cupido y Televisión Abierta, entre otros), Cohn y Duprat se valen de una temática o de una situación para indagar en la condición del ser argentino de hoy y de siempre, permitiendo apreciar diferentes puntos de vista. A través de la sucesión de personas (algunos más públicos que otros) surgen momentos desopilantes, emotivos, sorprendentes, siempre interesantes. ¿Es el asado parte esencial del ciudadano criollo? La filmación casera de un niño chiquito probando un bocado por primera vez, sumado a la celebración de los adultos detrás de cámara, ya dice algo. Además, los directores no temen derribar mitos y creencias acerca del origen de la preparación del asado; algunas revelaciones resultan impactantes. Todo sobre el Asado no sólo llena un vacío (he aquí un acertado juego de palabras) al dedicarle un largometraje a este plato emblemático, sino que es una excusa para hablar de los argentinos -y de buena parte la condición humana toda, a la hora de cocinar, de comer y en la vida en general.
Cuando se piensa en la danza, vienen a la mente los nombres de los bailarines más emblemáticos, los grandes escenarios, la elegancia, la destreza, el prestigio. Sin embargo, nunca se repara en la lucha y el sacrificio que implica dedicarse a ser bailarín. Y qué decir de las internas y los manejos políticos, como lo que ocurrió con la compañía del Teatro San Martín: en 2007, ante la protesta por falta de obra social y cuidados médicos, fueron despedidos por las autoridades. El documental Trabajadores de la Danza (2017) se centra en este cuerpo de bailarines, la Compañía Nacional de Danza Contemporánea (CNDC), fundada por Bettina Quintá, Ernesto Chacón Oribe, Victoria Hidalgo y Pablo Fermani. Presenta sus primeros pasos como compañía autosustentable (al punto de que debieron aprender a dirigir y a tomar decisiones importantes por sí mismos), y su pelea, en 2014, por la aprobación de la Ley de la Danza en el Congreso de la Nación, que posibilita que todo bailarín pueda contar con obra social, jubilación y todos los beneficios de un trabajador de cualquier ámbito. Julia Martínez Heimann y Konstantina Bousmpoura muestran a los bailarines durante los ensayos en la Biblioteca Nacional, incluyen fragmentos de algunos de los espectáculos y, sobre todo, registran los testimonios de su esfuerzo y de su lucha, ya sea en asambleas y durante las movilizaciones, que también incluyen coreografías. De esta manera, el espectador (en especial, el no de la materia) logra descubrir injusticias y negligencias por parte de instituciones respetadas, y la pasión y la perseverancia de un grupo de artistas comprometidos con su profesión. No obstante, las directoras podrían haber hecho una labor aún más completa, dando más detalles sobre la situación de la danza en toda la Argentina y trazando paralelos con los derechos de los bailarines en otras partes del mundo, o sin ir más lejos, con otras compañías locales. Un detalle que no desmerece la investigación original. Aun cuando podría haber estado mejor, Trabajadores de la Danza sigue siendo un valioso documento de lo que ocurre detrás de los escenarios, y nos recuerda tomar conciencia de que es preciso pelear por los derechos, sobre todo en el siempre particular terreno del arte. La Compañía Nacional de Danza Contemporánea demuestra que por la danza, como por la cultura en sí, hay que batallar cada día.
La Guerra de Malvinas nunca fue un tema ajeno al cine. Ya apenas volvió la democracia se estrenó Los Chicos de la Guerra (1984), de Bebe Kamin. Más adelante, Iluminados por el Fuego (2005), con Gastón Pauls, intentó una aproximación más cercana a la experiencia de los jóvenes argentinos que fueron enviados a luchar contra el ejército británico en 1982. Soldado Argentino sólo Conocido por Dios (2017) es, hasta el momento, el exponente más logrado sobre el tema. Juan (Mariano Bertolini), un joven aspirante a artista plástico, queda seleccionado para hacer el servicio militar durante el Proceso de Reorganización Nacional. Pronto será derivado a Malvinas, donde se reencontrará con Ramón (Sergio Surraco), su mejor amigo hasta que se puso de novio con Ana (Florencia Torrente), su hermana. En el frente de batalla, ambos olvidan sus diferencias, pero ya es tarde: Ramón desaparece en medio de una misión, y aún después de la contienda, se especula que él es el mítico soldado argentino que combatió hasta el final contra un pelotón de ingleses. Ana luchará porque su hermano sea reconocido como héroe, al tiempo que Juan debe aprender a sobrellevar los tormentos que acarrea desde aquellos días de frío, armas y muerte. La película contó con el apoyo de Ejército Argentino, la Armada Argentina y la Fuerza Aérea Argentina, y se nota en el impresionante despliegue de producción, que incluye vehículos anfibios y aviones Harrier bien animados digitalmente. Nunca como esta vez en el cine nacional se sintió tan realista no sólo la Guerra de Malvinas sino un enfrentamiento bélico. El director Rodrigo Fernández Engler transporta al espectador a un verdadero infierno, donde los muchachos hacen lo que pueden para sobrevivir. Las secuencias ambientadas en las islas son una parte del film, que luego se enfoca en el después, mostrando las vivencias de Juan y de otros integrantes de aquel pelotón, y cómo cada uno sale adelante con las heridas (físicas y psicológicas) que les dejó la contienda. Mariano Bertolini está correcto como el hilo conductor de la trama, pero son aún más veraces las actuaciones de Surraco, Ezequiel Tronconi y Fabio Di Tomaso; convincentes como soldados y de civil. Además de sus perturbadoras recreaciones de una guerra, Soldado Argentino sólo Conocido por Dios permite vislumbrar la situación de los héroes anónimos y su relación entre ellos mismos y con la sociedad. No por contar con apoyo de organismos militares glorifica a las Fuerzas, sino que también las mira con desdén. Una película indispensable para conocer en detalle parte del pasado más triste de este país, y para entender y valorar el presente.
El cine nunca le dio a la espalda a una temática tan fuerte como la de una familia que debe padecer la muerte de un hijo. Hay ejemplos en todas las latitudes, y bien podrían nombrarse films como La Habitación del Hijo (La Stanza del figlio, 2001), de Nanni Moretti; El Laberinto (Rabbit Hole, 2010), con Nicole Kidman, y La Memoria del Agua (2015), a cargo de Matías Bize. Macaraibo (2017) se suma a esta tradición de largometrajes tan dramáticos como necesarios. Gustavo (Jorge Marrale) parece tener una vida feliz. Ama a su familia, tiene un buen pasar económico trabajando de cirujano y pronto lo ascenderán. Pero todo cambiará a partir de una serie de sucesos. Primero descubre que Facundo (Matías Mayer), su hijo, es homosexual. No lo afecta tanto el descubrimiento como el hecho de que haya sido el último en enterarse. Pero luego ocurre un episodio que lo marcará para siempre. Cuando dos ladrones irrumpen en la casa, uno de ellos le dispara a Facundo, provocándole la muerte. Será el principio del fin para Gustavo, que comenzará a ser consumido por el sentimiento de pérdida, lo que afectará su relación con las personas que ama -empezando por Cristina (Mercedes Morán), su esposa-, y lo llevará a ir tras los responsables del asesinato. En su tercera película, Miguel Ángel Rocca presenta un descenso a lo más tenebroso de uno mismo; la radiografía de una persona quebrada, consumida por el recuerdo de lo que fue y de lo que pudo haber sido, apaleada por la culpa, encendida por el deseo de venganza. Jorge Marrale lleva adelante el film gracias a una interpretación sublime. Pocas veces un actor transmitió dolor, abatimiento, furia y compasión con ese nivel de autenticidad, y valiéndose de recursos calculados, como gestos calculados y silencios (esto también es mérito del guión, a cargo de Rocca y Maximiliano González). Tampoco se quedan atrás Mercedes Morán, en un personaje que atraviesa el duelo de un modo menos extremo, y Nicolás Francella, muy convincente como Ricky, el ladrón de los bajos fondos que provocó la ruina de la familia. También vale mencionar el trabajo de Matías Mayer, Alejandro Paker, Mónica Lairana, José Joaquín Araujo y Luis Machín, quien encarna al ladrón principal y padre de Ricky. Maracaibo es una experiencia dura, difícil, pero siempre en el marco de una gran película que invita a reflexionar sobre el vínculo familiar, los que se van, los que quedan, y el límite entre el abismos y la superación.
El cine de Israel Adrián Caetano es el de los marginales. Personajes que, por un motivo u otro, viven en la periferia del sistema, rodeados de mugre (literal y metafórica), pero siempre dispuestos a sobrevivir. A veces son antihéroes, a veces son demasiado oscuros para llegar incluso a esa categoría, pero cada uno, a su modo, se las arregla para dar pelea. Un punto en común con la obra de John Carpenter, a quien considera su director favorito. A partir de la novela Bajo este Sol Tremendo, de Carlos Busqued, ahora presenta El Otro Hermano (2017), que también se corresponde con sus preocupaciones. Cetarti (Daniel Hendler), un ex empleado público, llega a Lapachito, un poblado perdido del Chaco, para reconocer los cadáveres de su madre y su hermano, asesinados de manera salvaje. Allí conocerá a Duarte (Leonardo Sbaraglia), otrora militar y hoy hombre cercano del asesino (que, al parecer, se suicidó luego de cometer la masacre). Un individuo que lo adentrará en una serie de trampas con el fin de sacar más rédito del seguro de vida. Mientras Cetarti indaga en las cosas de su madre, se dedica a fumar marihuana y palpita un viaje a Brasil, se descubrirá que Duarte es mucho más que un aprovechador desagradable: suele secuestrar y torturar para pedir rescates, y su ambición lo lleva a tramar planes más escabrosos, que desde el principio involucran a Cetarti. Así como en otras oportunidad aparecen influencias de Carpenter, aquí el ambiente rural, con lugareños de dudosas intenciones, estallidos de violencia extrema y humor desalmado, remiten a los hermanos Coen de Simplemente Sangre (Blood Simple, 1985), Fargo (1996) y Sin Lugar para los Débiles (No Country for Old Men, 2006). Un film noir con elementos de western, donde la supervivencia casi siempre implica revelar lo más tenebroso de uno mismo. El hecho de poder relacionarla con aquellos films no quita que la película de Caetano tenga una personalidad propia, sin homenajes calculados ni florituras; un relato seco y directo, como la historia que cuenta. Incluso, de manera sutil, entre líneas, hace referencia al pasado nefasto del país, un pasado que no desapareció del todo. Daniel Hendler está exacto en su rol; su eterna apatía le suma a la caracterización de Cetarti, ya que nunca sabemos qué pasa de verdad por su cabeza. No menos destacable es la labor de Ángela Molina, Pablo Cedrón, Alian Devetac y Alejandra Flechner. Pero quien se apodera de sus escenas y de toda la película es Leonardo Sbaraglia. Si bien tiene antecedentes en roles al límite de la cordura, aquí compone a un ser vil, perverso, implacable, un pantano de la condición humana. Más que un superviviente, un amor y señor de la podredumbre. Y aun cuando el personaje tiene acento y determinada cadencia del interior, Sbaraglia evita los estereotipos y las caricaturas. Duarte es inquietante y perturbador porque se siente real. El Otro Hermano no le da tregua al espectador y le recuerda por qué Israel Adrián Caetano es uno de los cineastas más duros, audaces y cinematográficos de la Argentina.
¿A qué extremos pueden llegar los equívocos del sistema judicial, en Argentina y en cualquier parte del mundo? Tomemos el caso real de un hombre acusado de un crimen del que nadie asegura que es el verdadero autor. Tampoco ayudan demasiado ni los testigos ni los abogados, y durante un tiempo no fue más que un expediente más en un cuarto saturado de carpetas y papeles. Un caso que inspiró el film El Peso de la Ley (2017) En El Escondido -un pueblito que parece hacerlo honor a su nombre-, un individuo es apresado por ser el supuesto culpable de sodomizar a Manfredo (Fernán Mirás), su compañero de trabajo, un lugareño retraído. El caso es visto fugazmente por la justicia de Buenos Aires, y pasa rápido al sector de los expedientes, listo para ser olvidado… hasta que Gloria (Paola Barrientos), una abogada tan amargada como tenaz, da con el asunto y decide hacer algo al respecto. Su travesía la llevará a lidiar con viejos conocidos y nuevos personajes, que permiten identificar las luces y las sombras (más sombras que luces, por lo general) de un episodio que se volverá polémico. Luego de una larga carrera como actor, Fernán Mirás debuta detrás de cámara con una comedia amarga, crítica, venenosa, en la tradición de los mejores exponentes nacionales, de cine y de teatro, como los que escribían Roberto “Tito” Cossa y Jacobo Langsner, que a su vez le debían buena parte de su esencia a la comedia italiana. La historia presenta un sistema judicial plagado de corrupción, omisiones y negligencias que perjudican más de lo que contribuyen a establecer un orden. A la hora de retratar a los habitantes del pueblo tampoco se queda atrás, ya que muestra un submundo donde la ignorancia termina siendo equiparable a la crueldad y los manejos ilegales. Pero lejos de quedarse en una catarata de pesimismos y falsedades, el director permite que, a través de Gloria y de Manfredo, puedan aflorar la buena voluntad, la esperanza y la justicia. Se trata de una película de actores, y allí reside su punto fuerte. Desde la estupenda Paola Barrientos hasta el secundario más ignoto, cada uno está exacto en el delicado tono -es comedia, pero no le escapa al drama- que Mirás le otorga a su ópera prima. De hecho, él mismo compone a un personaje crucial, con sus tormentos y peculiaridades, sin caer en el patetismo involuntario. El Peso de la Ley es una sátira sobre la Argentina, de hace unos años y de la actualidad, donde los oscuros manejos y los errores por parte de gente poderosa nunca podrán opacar la buena fe y la lucha de unos pocos.
Si hay un concepto clave en el cine de Paul Verhoeven es el del cuerpo humano. El cuerpo es el ancla a la verdad. El cuerpo es herido, es penetrado, es aniquilado. El cuerpo padece, pero también puede ser un arma, y el director holandés dio innumerables ejemplos a lo largo de su obra. RoboCop (1987) es el caso más literal, pero los mejores exponentes vienen por el lado de las protagonistas femeninas. Desde Greet (Ronnie Bierman) en Wat Zien Ik!? (1971), su ópera prima, hasta Katherine Trammel (Sharon Stone) en Bajos Instintos (Basic Instint, 1992), las mujeres del cine de Verhoeven supieron sobrevivir e imponerse sin temor a usar su anatomía, sobre todo en cuestiones sexuales. Elle: Abuso y Seducción (Elle, 2016) transita por esa vertiente. Michèle (Isabelle Huppert), la dueña de una empresa de videojuegos, es violada es su propia casa por un intruso vestido de negro. Lejos de hacer la denuncia, fiel a su personalidad aparentemente fría y determinada, sigue con su vida. Sin embargo, comprende que todavía es acechada, y podría tratarse de alguien cercano a ella. En su primer film francés, Verhoeven presenta un thriller intenso, que también permite explorar el costado prohibido de la sociedad burguesa y de la naturaleza humana en general. Una impronta que remite a la de Claude Chabrol, pero el holandés ya había incursionado en territorios similares al hacer El Cuarto Hombre (De Vierde Man, 1983) y Bajos Instintos. Y como es su costumbre, el director presenta situaciones de sexo y violencia, pero siempre con fines narrativos, que se apoya en la intensión de buscar el realismo más perturbador. Y el cuerpo, siempre el cuerpo, como elemento fundamental. Asimismo, Verhoeven traza un paralelo sobre su carrera a través de Michèle: los videojuegos que se crean en su empresa son epopeyas de fantasía, repletas de monstruos feroces y heroínas ardientes. Para Michèle nunca se es lo suficientemente extremo, y lo mismo parece ser para P.V. en sus películas. Isabelle Huppert es Elle. Su desempeño en cada escena constituye una cátedra de cómo componer a una mujer segura de sí misma que en realidad vive torturada por un nefasto pasado familiar y por un presente en el que debe lidiar con un ex marido del que no puede olvidarse del todo y con un hijo inepto, que para colmo la convierte en abuela. A primera vista, Michèle resulta sexual, arrolladora e inquietante, como los personajes que Renée Soutendijk interpretara en Spetters (1981) y El Cuarto Hombre. Es así, pero también tiene una relación fuerte con Agnes (Jennifer Jason Leigh) en Conquista Sangrienta (Flesh+Blood, 1985): cuando es violada por el forajido interpretado por Rutger Hauer, la muchacha convierte el calvario en placer, desorientando a su agresor, tomando el control de la situación. Michèle, de alguna manera, logra (o trata de lograr) invertir los roles con su agresor, pero incluso para ella todo se le puede ir de las manos. Porque Ella, al fin y al cabo, es ante todo una sobreviviente. Elle confirma que Paul Verhoeven sabe plasmar su visión sin importar la geografía en la que le toque filmar (Holanda, Estados Unidos, Francia) y que las mujeres de su obra conocen mejor que nadie sus propios cuerpos y son conscientes de cómo valerse de sí mismas, sin importar el peligro que deban enfrentar.