Las antologías de historias de terror poseen un encanto único. El cine dio muy interesantes muestras. En Gran Bretaña, la productora Amicus se especializó en el tema, con exponentes como Las Tijeras del Diablo (Torture Garden, 1967), y Creepshow (1982) ya es toda una institución. Argentina no se queda atrás: Narciso Ibáñez Menta protagonizó Obras Maestras del Terror (1959), y más recientemente, Fabián Forte y Demián Rugna presentaron Malditos Sean! (2011). Incluso Relatos Salvajes (2014), tiene al menos dos segmentos que bien podrían pertenecer a la serie Cuentos de la Cripta (Tales from the Cript). Terror 5 (2016) también se corresponde con este subgénero. La acción transcurre durante una noche, durante un toque de queda debido a un episodio turbulento: un grupo de políticos es absuelto de un derrumbe en el que murieron 15 personas. Mientras se desarrolla este evento (que incluye resurrecciones de ultratumba), los padecimientos de un muchacho (Gastón Cocchiarale) por parte de sus amigos durante una reunión, alumnos de colegio secundario con oscuros secretos, una pareja a punto de pasar un mal momento dentro de un albergue transitorio y dos hombres a punto de “conocer” a una señorita. Cinco tramas unidas por sexo, represión, sangre, venganza, brutalidad. Los hermanos Sebastián y Federico Rotstein ya contaban con una carrera en el cine. El primero escribió películas como Recortadas (2009) y 20.000 Besos (2013), ambas de Sebastián De Caro, y el segundo es asistente de dirección de cineastas de la talla de Néstor Frenkel. Ya habían unidos fuerzas en el corto Liebre 105 (que casi integra la película). En Terror 5 crean un marco apocalíptico para explorar la conducta más íntima, más perversa del ser humano, sin caer en chistes y priorizando un tono sombrío. Incluso cuando hay elementos sobrenaturales no se mueve de esas cuestiones, lo que le torga sustancia y dramatismo a cada episodio. Si bien algunas referencias son evidentes e inevitables, evitan la cita fácil y los guiños a los fanáticos. Con un elenco que también integran Gastón Cocchiarale, Walter Cornás, Rafael Ferro y Nai Awada, entre otros, la película confirma que el cine de miedo argentino sigue encaminado, que de a poco se ganó el respeto del público, y recuerda el perverso placer de degustar las buenas antologías cinematográficas.
El género western siempre tuvo ecos en el cine argentino. Aun con tópicos de aquellos films con vaqueros que transcurren en los Estados Unidos (antihéroes, honor, redención, duelos, imponentes parajes), presentan una impronta que no deja de ser criolla. La Guerra Gaucha (1942), de Lucas Demare, es un ejemplo emblemático. Más acá en el tiempo, Fernando Spiner estrenó Aballay, El Hombre sin Miedo (2009). Fuga de la Patagonia (2016) es el nuevo exponente. En 1879, y luego de ser capturado y acusado de espionaje por el pueblo mapuche, el explorador Francisco Moreno (Pablo Ragoni) y dos compañeros escapan y se dan a la fuga a través de ríos y montañas del sur argentino. Son perseguidos por el hijo del cacique y deberán lidiar con uno grupo de forajidos. Moreno experimentará una auténtica odisea en medio de la naturaleza, y tendrá que ser fuerte para sobrevivir. Loa directores Francisco D´Eufemia y Javier Zevallos le imprimen ritmo a la película desde el principio, ya que comienza con los personajes huyendo en una balsa a través de unos rápidos, en la que constituye una de las secuencias más vertiginosas del cine nacional contemporáneo. Aunque ese momento no es superado después, la acción nunca decae, y contiene pausas indispensables como para conocer más a Moreno, su pasado y sus conflictos internos entre la civilización y el salvajismo. Una correcta labor por parte de todo el elenco permite que el espectador se involucre de lleno en la historia. Fuga de la Patagonia es una estupenda prueba de que los western argentinos, aun sin alcanzar la genialidad, son garantía de buenos productos.
En los últimos años, Marvel Studios consolidó una indiscutida fórmula de éxito, pero sabe qué partes de la ecuación tocar para que el resultado siga alegrando a los fanáticos. Doctor Strange: Hechicero Supremo (Doctor Strange, 2016) así lo confirma. Stephen Strange (Benedict Cumberbatch), un talentoso y arrogante cirujano de Nueva York, sufre un accidente automovilístico que perjudica su principal herramienta de trabajo: las manos. Dispuesto a todo para recuperarse, prueba infinidad de procedimientos médicos, siempre en vano. La última oportunidad lo lleva a Nepal, donde supuestamente residen monjes capaces de hacer sanaciones milagrosas. Allí conoce a Ancestral (Tilda Swinton), que le revela un mundo más allá de lo real; un mundo pleno de magia, de héroes… y de villanos, empezando por Kaecilius, hechicero renegado con planes demasiado lúgubres. Una serie de entrenamientos y lecturas harán del otrora escéptico Stephen no sólo un hombre poderoso sino un nuevo superhéroe. A diferencia de las historias de Los Vengadores (con excepción de Thor), aquí no hay elementos de ciencia ficción ni tecnología avanzada sino que la espectacularidad viene de la magia. Los viajes astrales, la manipulación del tiempo, y el espacio están a la orden del día. Las secciones de edificios y ciudades enteras doblando o flotando remiten a las imágenes más alucinantes de El Origen (Inception, 2010). No es la única película de Christopher Nolan a la que asemeja: la incursión del protagonista en tierras lejanas y su duro entrenamiento recuerdan al comienzo de Batman Inicia (Batman Begins, 2005). Pero no se queda en meras copias y sigue siendo un film cien por ciento Marvel, con acción, drama en dosis justas y buena cantidad de humor. Los antecedentes de Scott Derrickson no lo hacían el candidato perfecto para encargarse de un tanque Marveliano, mucho menos de uno que involucra a un personaje tan emblemático de la compañía. Su carrera transita mayormente el género de terror, y la única superproducción que dirigió, El Día que la Tierra se Detuvo (The Day the Earth Stood Still, 2008), basado en el clásico de los ‘50, no es demasiado memorable. Sin embargo, en Hellraiser: Inferno (2000), El Exorcismo de Emily Rose (The Exorcist of Emily Rose, 2005) y Sinister (2012) y Líbranos del Mal (Deliver Us from Evil, 2014), Derrickson presenta a individuos que se mueven entre el mundo real y un universo alterno, muchas veces de naturaleza oscura. En el caso de Strange, el tormento ocasionado por el accidente le permite buscar una cura más allá de la ciencia y se conecta con su lado místico. Gracias a su desempeño como el doctor y mago, y al igual que Chris Pratt en Guardianes de la Galaxia (Guardians of Galaxy, 2014), Benedict Cumberbatch empata en carisma y presencia a Robert Downey Jr como Tony Stark/Iron Man. Cumberbatch tiene clase cuando sufre, con salidas graciosas y a la hora de combatir contra sus adversarios. También están muy aprovechados la siempre excelente Tilda Swinton (en un papel originalmente masculino; hoy resulta difícil pensar en otra persona para ese papel), Mads Mikkelsen, Benedict Wong y Chiwetel Ejiofor, quien encarna a Mordo, uno de los buenos que comienza a cuestionarse los valores de quienes considera sus mentores y amigos. Como era de prever, Rachel McAdams queda en su segundo plano; su rol de colega y ex pareja de Stephen aparece en momentos cruciales, pero así y todo quedó a muy poco de ser un decorado más. Lo mismo Michael Stuhlbarg, de escasa participación, y Scott Adkins, aunque puede hacer gala de su destreza a la hora de pelear. Doctor Strange: Hechicero Supremo presenta el costado místico de Marvel, pero sin abandonar la gracia, la espectacularidad y el heroísmo, y catapulta cinematográficamente a un personaje que ya encanta a los espectadores. Y sí, también hay dos escenas postcréditos.
El Delta del Tigre conserva un encanto especial para las cámaras, sobre todo a la hora de contar historias oscuras. Los Muchachos de Antes no Usaban Arsénico (1976), de José Martínez Suárez, es un gran exponente. Por el mismo sendero de thriller y humor negro transita La Muerte Juega a los Dados (2015). Tres amigos y colegas de una oficina viajan un fin de semana a una isla del Tigre, con el simple propósito de distenderse de su trabajo (trabajo que, por cierto, involucra actividades fraudulentas). Llevan consigo a Lucas (Esteban Coletti), el cadete nuevo; un boy scout que contrasta con el carácter curtido de sus superiores. Pronto el descanso dará lugar a la tensión, y se producirá una muerte. Y si se le suma una extravagante leyenda local, sobre un ser hermafrodita que suele obrar milagros… Será el principio de una serie de acontecimientos tan tenebrosos como desopilantes. El director y guionista Martín Riwnyj equilibra el suspenso, la violencia y la comedia gracias a una historia con vueltas de tuerca y dosis de extravagancias que no le sientan mal. El peso mayor reside en las actuaciones de Coletti, Rubén Ballester (el jefe), Juan Ignacio Machado (un inolvidable abogado alcohólico que vive pasado de revoluciones), el pionero radial Douglas Vinci (él más atormentado del grupo), Ana Livingston y Carlos Kaspar, en un papel pequeño pero con frases y gestos ocurrentes. Si bien el final podría haber tenido un cierre mejor construido, La Muerte Juega a los Dados sigue siendo un cuento de juegos, trampas, un arma humeante y más.
Entre las historias y personajes de la última dictadura militar en Argentina, lo vivido por Edgar Tulio “Tucho” Valenzuela no fue menor. Como uno de los oficiales de la organización guerrillera Montoneros, él y su familia fueron puestos a una dura prueba que los dejó en una posición extraña incluso para sus aliados. El episodio originó la novela Tucho, de Rafael Bielsa, que Leonardo Bechini adaptó al cine como Operación México: Un pacto de Amor (2016). En 1978, Tucho (Luciano Cáceres), su mujer (Ximena Fassi) y el hijo de ella son secuestrados por un grupo paramilitar y apresados en Quinta de Funes, centro de detención ubicado en Santa Fe, donde conviven con militares y rebeldes reconvertidos. A cambio de que liberen al chico y protejan a su mujer, embarazada, Tucho acepta viajar a México y participar en una misión de contraespinaje, con el propósito de asesinar a los altos mandos de Montoneros. Una misión riesgosa, en la que están en juego cuestiones políticas, ideológicas y, sobre todo, familiares. La película funciona como un thriller policial con demasiado traso grueso si se tiene en cuenta que está plasmando un hecho histórico. Si bien se nota el intento de Bechini por mostrar que fue una época donde los conceptos de héroes y de villanos no podían distinguirse con facilidad, los militares por momentos aparecen retratados cual demonios, al borde de la caricatura, como el por entonces comandante del cuerpo de Ingenieros del Ejército, Leopoldo Fortunato Galtieri (Héctor Calori). La ambientación de época es correcta y los exteriores en Cuba están bien aprovechados, aunque se nota el uso de croma durante las escenas que suceden en Brasil. Luciano Cáceres hace una gran labor como Tucho Valenzuela, con una estupenda caracterización física y una entrega total. Se carga la película al hombro, pero no alcanza para levantar el nivel de una producción que podría haber apostado menos a una fórmula convencional.
La última dictadura militar argentina dio pie a gran número de películas. Desde 1984, el regreso de la democracia trajo inmediatamente consigo largometrajes de fuerte contenido dramático, como Los Chicos de la Guerra (1984) y La Historia Oficial (1985). Pero incluso desde esa época fueron surgiendo enfoques que evitaban lo netamente testimonial para atreverse a encarnar los mismos temas mediante obras de género. En Retirada (1984), de Juan Carlos Desanzo, es un buen ejemplo. Ya en el siglo XXI, Crónica de una Fuga (2006), dirigida por Israel Adrián Caetano, le imprime un sabor digno de John Carpenter. Basado en la novela de Humberto Costantini, La Larga Noche de Francisco Sanctis (2016) sigue esa línea. Son tiempos del Proceso, pero Francisco Sanctis (Diego Velázquez) se las arregla para tener una vida normal. Está casado, tiene dos hijos pequeños y espera un ascenso en el trabajo. Todo cambia cuando reaparece Elena (Valeria Lois), otrora compañera de la facultad. La excusa parece ser la publicación de un viejo poema de Francisco en una revista venezolana, pero la mujer lo hace memorizar dos nombres y un domicilio. Entonces deberá hacer algo por esas personas dentro de unas horas, antes de que los vayan a buscar fuerzas parapoliciales. De ahí en más, Francisco padecerá un dilema moral. ¿Valdrá la pena arriesgarse, y por gente que no conoce? ¿Podrán encontrar a alguien que quiera (o pueda) hacerlo por él? Los directores Andrea Testa y Francisco Márquez esquivan los lugares comunes de la prototípica película sobre la dictadura y privilegian un relato basado de suspenso, en los climas y en las actuaciones. La rigurosidad de la puesta en escena y la recreación de época (detalles de vestuario y de utilería, principalmente, son los máximos referentes para trasladar la acción a los ’70), remiten a las películas estadounidenses de aquel período, con sus calles nocturnas y la tensión y la paranoia que experimentan los personajes. Largometrajes que, mediante el lenguaje de thriller, solían dar cuenta de la tumultuosa época en la que fueron realizados. Otro detalle crucial reside en el uso de la elipsis y del fuera de campo: no se pronuncian palabras como “Dictadura” y los horrores (secuestros, torturas, asesinatos) nunca son mostrados, más allá de que se sienten debido a la atmósfera opresiva. Por su parte, el argumento presenta ecos de A la Hora Señalada (High Noon, 1952), ya que la travesía de Francisco en busca de ayuda recuerda a los esfuerzos de Gary Cooper en el clásico de Fred Zinnemann. Con economía de recursos, Diego Velázquez transmite las angustias y conflictos de Francisco. Su trabajo no tiene nada que envidiarle a los del Al Pacino setentero o a los de otros de los antihéroes de aquellos films que renovaron Hollywood cuatro décadas atrás. Su personaje tiene puntos en común con el médico que encarnó en Kryptonita (2015), debido a que también se ve involucrado en una situación límite durante unas horas y deberá tomar una decisión. La Larga Noche de Francisco Sanctis es un film sugestivo, de pura opresión, que demuestra las muchas maneras interesantes de hablar sobre la última dictadura militar, y con alto nivel artístico.
No hubo ni habrá otro artista como Leonardo Favio. Irrumpió en el cine argentino en una época de quiebre, la Generación del ’60, cuna de nuevos y notables directores que dejaban atrás las producciones de los grandes estudios para privilegiar ambientes y temáticas más reales, más intimistas. Aún entre nombres tan fuertes, Favio se diferenció gracias a una sensibilidad única, poderosa. Desde Crónica de un Niño Solo (1964) hasta Aniceto (2008), dio films honestos y contundentes, con una épica especial. Fue uno de los cineastas argentinos que mejor absorbió la impronta de los maestros europeos (Bergman, Fellini, etc.) y lo incorporó a su obra, no para imitarlos sino incorporando a sus creaciones en sabor de aquellos hoy clásicos del viejo continente. Desde su muerte en 2012, la figura de Favio no hace más que crecer, y los homenajes abundan de manera saludable y sentida. Pero ninguno es tan completo como el documental Favio: Crónica de un Director (2015). Una sucesión de entrevistas a amigos, familiares y colegas permite conocer íntimamente a Fuad Jorge Jury (tal era su nombre verdadero), sus comienzos profesionales en el radioteatro, su carácter pasional, y es posible descubrir cómo episodios y personajes de su entorno -en especial, de Las Catitas, Luján de Cuyo, Mendoza, donde pasó su niñez- fueron cruciales para darle forma a su universo cinematográfico. También hay imágenes de las nueve películas que dirigió, pero el material más novedoso y notable es el audio de una entrevista que el director Alejandro Venturini le realizó al mismísimo Favio años atrás; los fragmentos de esta nota están distribuidos a lo largo del documental, que, como indica el título, se centra en su faceta como director (también hizo carrera como cantante, que le permitió llegar a más público). También se toca brevemente su carrera como actor, sobre todo en Dar la Cara (1962), de José Martínez Suárez. Los testimonios de Jorge Zuhair Jury (hermano y socio creativo), Eliseo Subiela, Graciela Borges, Edgardo Nieva y Juan José Camero, entre otros, no se quedan en anécdotas de rodaje, ya que sus palabras permiten conocer en detalle la visión de Favio y la manera de trabajar en el set. Vale prestar mucha atención a cómo Nieva terminó interpretando a Gatica. Otro de los puntos claves es la música original de Iván Wyszogrod, quien trabajó con Favio en Gatica, El Mono (1993), Perón: Sinfonía de un Sentimiento (1999) y Aniceto. Sus composiciones le aportan al documental una emotividad y un carácter más cercano al de Favio. Wyszogrod también aporta comentarios delante de cámara, incluyendo acerca de la importancia de saber de música por parte de los realizadores. Favio: Crónica de un Director resulta imprescindible, ideal para adentrarse en el universo de Favio por primera vez o para seguir descubriendo más sobre un genio del séptimo arte. Y cuando se trata de Favio, la expresión Arte nunca es caprichosa.
Al cine argentino le sobran exponentes ambientados en las calles de Buenos Aires, sobre todo de la Capital Federal. Sin embargo, hay films notables realizados en las diversas provincias que componen el país. Es cierto que la mayoría de las películas rodadas en el interior suelen caer en pintoresquismos for export, en especial cuando se trata de producciones industriales. Pero cuando son creaciones íntimas de directores nativos de aquellos parajes, surgen films únicos, con su propia idiosincrasia, cuidados desde lo estético y lo narrativo, y muy lejos de preocuparse por vender centros turísticos. Décadas atrás, Fernando Birri puso a Santa Fe en el panorama cinematográfico gracias a su trabajo (incluyendo la fundación de Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral), y en este momento Córdoba ya es cuna de una interesante generación de directores. Tampoco se debe olvidar lo que Lucrecia Martel hizo por Salta. Santa Luis ostenta su propio estudio, San Luis Cine, involucrado en producciones de la talla de Iluminados por el Fuego (2005). Salvo algún caso aislado, se trata de largometrajes que rápidamente caen en la intrascendencia. Sin embargo, el cineasta más interesante de la región viene trabajando al margen de los presupuestos abultados y silbando bajo: Nicolás Teté, responsable de Ónix (2016) Cuando su abuelo muere, la joven Martina (Naiara Awada) viaja con su madre a su San Luis natal. Allí se reencontrará con familiares que no veía desde hace años, especialmente sus primos, de la misma edad que ella. Al principio la ven como una desconocida, pero de a poco se irán recuperando lazos, algo crucial en horas de luto. Como en su debut, Últimas Vacaciones en Familia, Teté vuelve con otra historia familiar ambientada en territorio puntano, pero esta vez poniendo énfasis en los personajes sub 25: la relación entre ellos, sus angustias, su sentido del humor, la manera en que lidian con el dolor y la pérdida. El director presenta a estos jóvenes con autenticidad y frescura, sin caer en poses ni en golpes bajos. Naiara Awada y Camilo Cuello Vitale (con quienes el director había trabajado en Últimas Vacaciones…) encajan a la perfección en la idea de Teté, lo mismo que la siempre interesante Ailín Salas. Ónix muestra cómo los nuevas generaciones enfrentan problemas cruciales de la vida (y la muerte), además de evidenciar la evolución de un cineasta.
Ningún ritual se compara con el de una buena fiesta. ¿Qué mejor oportunidad para distenderse entre buena compañía, música, tragos y diversión? Pero incluso en esos contextos suelen desatarse conflictos. No por nada el cine se nutre de estos eventos, aunque sea como punto de partida para el resto de la trama. La Última Fiesta (2016) va por ahí. Alan (Nico Vázquez), Dante (Alan Sabbagh) y Pedro (Benjamín Amadeo) son grandes amigos desde chicos. Aun siendo distintos entre sí, los une un vínculo muy fuerte, y saben darse apoyo mutuo en las malas. Cuando Dante tiene problemas con su pareja (Paula Carruega), Alan aprovecha para organizar una fiesta y levantarle el ánimo. Pero no una fiesta cualquiera: su trabajo como vendedor inmobiliario le permite acceder a la residencia de un acaudalado y detallista individuo (Fabián Arenillas). Aprovechando su ausencia durante un fin de semana, se lleva a cabo el jolgorio. Una noche de alegría, de descontrol… Al día siguiente, notan que falta un cuadro de aparente valor incalculable. Pronto descubrirán que, sin quererlo, se metieron en un ámbito repleto de criminales que no dudarán en eliminarlos si no recuperan lo que se perdió. Una situación que pondrá a prueba el lazo que une a Alan, Dante y Pedro. El regreso del tándem Nicolás Silbert-Leandro Mark sigue la línea temática de su film anterior, Caídos del Mapa (2013) en la que un grupo de compañeros de colegio debían estar unidos para sortear problemas externos dentro de un colegio. Para La Última Fiesta se inspiraron en las comedias con excesos que Hollywood estrena de manera continua. Especialmente, las películas de Todd Phillips, y no sólo por ¿Qué Pasó Ayer? (The Hangover, 2009) y sus secuelas: desde Viaje Censurado (Road Trip, 2000) hasta la reciente Amigos de Armas (War Dogs, 2016), Phillips siempre habla de amistad. Sin embargo, así como los films de Ariel Winograd se inspiran mucho en la obra de Judd Apatow, sin llegar a calcarla, a Silbert y Mark les cuesta un poco más despegarse de ciertos tópicos de aquellos largometrajes, como determinados escenarios y la caracterización de algunos personajes. De todo modos, esto no afecta el funcionamiento de la película, que nunca deja de ser una intensa y desopilante odisea. El trío de protagonistas se lleva los aplausos. Nico Vázquez interpreta al galán, al líder, al que sigue adelante aun cuando todo se complica; un papel a la medida del actor. Alan Sabbagh encarna a un guardia de seguridad de un museo que vive atemorizado de mostrar su talento como dibujante, y Benjamín Amadeo se luce como un muchacho bondadoso con ciertas limitaciones, aunque suele tener arranques dignos de Adam Sandler en algunos de sus films. Por su parte, Eva de Dominici es una femne fatale de buen corazón; Roberto Carnaghi, el libidinoso padre de Alan; César Bordón compone a un asesino con oscuros secretos (y problemas matrimoniales), y la hermosa Paula Carruega brilla en sus intervenciones. Hasta los personajes más secundarios tienen su lucimiento. Además de ser muy divertida, La Última Fiesta es otra prueba de que la comedia argentina está pasando por un momento de frescura gracias a una indispensable renovación. Dan ganas de ver nuevamente a estos tres amigos sorteando nuevos problemas, pero siempre demostrado que la amistad todo lo puede.
El amor verdadero trasciende fronteras, idiomas… y también la muerte. El cine se ocupó de mostrarlo innumerables veces. Una Novia de Shangai (2016) es una nueva –y buena- prueba. Dos vagabundos dan vueltas por Shangai, durmiendo bajo puentes, robando en las calles, hasta que logran pasar la noche en un hotel. De pronto surge del más allá una voz masculina con un curioso encargo: que desentierren el ataúd de la pareja del ahora espíritu y lo trasladen al puerto de la capital china. El dúo decide hacerle caso (en especial, luego de escuchar que recibirán una gran recompensa) y, cargando el féretro, emprende una aventura peculiar. Luego de Iraqui Short Films, En el Futuro y Accidentes Gloriosos, Mauro Andrizzi vuelve con una road movie cómica y delirante, donde los vivos se comunican con los muertos en una metrópolis hiperavanzada. Sin embargo, el director logra transmitir que, pese a la postmodernidad de aquel entorno, aún hay tiempo para las tradiciones y los sentimientos verdaderos, empezando por el amor. De hecho, los protagonistas (siempre chinos, como la mayoría de los actores) de por sí representan un fuerte contraste con los ciclópeos edificios y la tecnología novedosa. Una película de irresistible simpatía que, sin ponerse pretenciosa, deja pensando en lo nuevo, lo viejo, la vida, la muerte, el amor, la felicidad.