El nombre es una adaptación para cine de una obra de teatro homónima con mucha convocatoria estrenada en 2010, dirigida e interpretada por los mismos autores y actores, que evoca esos fenómenos teatrales que duplican su versión en la gran pantalla pero que en el pasaje de un lenguaje a otro mantienen su estructura casi intacta (como sucedió en su momento con Mi gran casamiento griego que, por otra parte, fue un intento mejor logrado). Por esas cuestiones virales que tienen los éxitos, por estos días se estrena la adaptación porteña en teatro, bajo la dirección de Arturo Puig. En El nombre, la excusa que reúne a los protagonistas es una cena en familia y el problema que los atraviesa es el nombre que uno de ellos va a ponerle a su futuro hijo. Este conflicto inicial sirve como excusa para abrir la caja de Pandora que libera todas las internas entre los personajes, quienes irrumpen en un estado catártico tal que los lleva a abandonar todo decoro y norma de convivencia existente, dejando que el encuadre los capte como si estuvieran en un ring de boxeo verbal. La acción se construye en el espacio cerrado de la casa, más precisamente en el living, en el que la cámara controla mediante planos generales el griterío de la contienda mientras se intercalan planos cortos que dan la palabra a cada uno de los protagonistas haciendo que el diálogo ocupe un lugar primordial frente a lo que narra la imagen. En este sentido, la película tiene muchas similitudes con Un dios salvaje de Polanski en la manera de presentar el espacio, donde un conflicto inicial que parece trivial y de fácil solución genera otros nuevos como en un efecto dominó y también en el hecho de ser una obra de teatro llevada al cine. Pero la gran diferencia es que en Un dios salvaje la imagen vale por sí misma mientras que en El nombre la imagen sola no cuenta nada y sólo funciona como pura ejemplificación de la palabra: así se pierde el potencial del cine pero además se explica por qué el largometraje en varios momentos parece la filmación de un ensayo de actores en vez de una película. Una secuencia que logra despegarse del elogio al diálogo y volver al cine es la presentación de los personajes en la que, mediante un montaje acelerado y elíptico, se construyen los rasgos que los caracterizan, resumiendo en unos breves minutos el tipo de relación que tienen unos con otros, su vida y sus personalidades; recurso difícil de lograr en teatro. Después de su tragicómico encuentro en el living, los protagonistas se vuelven a encontrar en el hospital donde nace el retoño del nombre por el cual se han suscitado febriles discusiones de un vuelo filosófico turbulento y, como buena representante del género, la película transfigura ese nacimiento en el corolario de un final pacífico y feliz.
Pequeñas anécdotas sobre las instituciones. Una de las últimas apariciones de Ulises Dumont en la pantalla grande viene de la mano de Francisco D’ Intino en la película El fin de la espera que, a tres años de su filmación, finalmente fue estrenada este mes. Estrictamente narrativa, sin tiempos muertos y con gran fluidez nos traslada a un ámbito rural librado a la pobreza y al desamparo de la ley. Dumont encarna a Jacinto, un hombre que vive en las sierras para administrar y cuidar una granja que sirve de hogar a chicos desprotegidos y sin recursos. Mientras la vida diaria de los personajes se va desarrollando, la cámara los acompaña y, por momentos, queda hipnotizada por el vasto paisaje que los envuelve y que, lejos de ser un decorado, exalta una tranquilidad citadinamente desconocida. La película empieza con una sequía que amenaza con echar a perder la cosecha y lo interesante es ver cómo este hecho que parece ínfimo se conecta estrechamente con los diversos grados de las maquinarias de poder que D’Intino exhibe a lo largo de su película. Frente a la posibilidad de perder todas sus provisiones, Jacinto con su astucia logra dominar a la naturaleza y no perder la plantación; éste sería el primer mecanismo de poder: el dominio del hombre hacia la naturaleza. Sin embargo, el desenlace no culmina felizmente ya que los propietarios de un terreno aledaño destruyen el dique que él y los chicos construyeron dejando en relieve el segundo engranaje de poderío que es el hilo conductor de la historia: el sometimiento de los hombres por ellos mismos. En el film la dicotomía entre la abundancia desenfrenada y la carencia absoluta no es arbitraria sino que se revela como producto de las relaciones constitutivas entre el poder político, sus beneficios y la forma en que son repartidos dentro de la sociedad. Burocracias corruptas, cada vez más rollizas y egoístas junto con instituciones que sólo generan neurosis de abandono forman parte del maquiavélico panorama que rodea a Jacinto y a sus chicos. La fauna gubernamental y administrativa se transfigura en la lógica del logo: posar para la foto con los carenciados, elaborar una imagen institucional favorable; el fin justifica los medios, aunque estos sean vacua impostura. Jacinto resiste fuera de la ley y toma una decisión que condensa las paradojas insalvables de su tiempo: sólo a través de la supresión de sí mismo, de la moralidad y eticidad que lo caracterizan, puede encontrar la salida del laberinto. Cabe preguntarse si esta evasión de nosotros mismos es lo que actualmente nos exige la sociedad. La mímesis con su contrafigura (Rulo, el personaje interpretado por Ricardo Bertone) y el pasaje de víctima a victimario se presentan como un mal necesario de naturaleza contradictoria pero que, al parecer, es la única vía de escape factible para el protagonista. Entre los muros que constriñen cada vez más al ser humano las posibilidades no existen y la solución se vuelve algo inevitablemente violento. Forzado a alejarse de lo racional, lo pasional copta a Jacinto y la justicia por mano propia se hace carne él. Por casualidad (o causalidad) el estreno de la película viene a situarse en un contexto que le calza a la perfección. Que este sea un año de elecciones implica que la sensibilidad relacionada con todas estas temáticas está más a flor de piel que nunca. La larga espera por el debut terminó siendo completamente acertada: el debate sobre toda la maquinaria política se encuentra abierto.
Toda celebración, aunque sea planeada de manera meticulosa, es potencialmente la crónica de una muerte anunciada. Ya sea un cumpleaños, un Bar Mitzvah o, como en este caso, un casamiento, la idea de reclutar en un espacio cerrado a una fauna insondable de parientes y conocidos durante un par de horas es un plan digno de una mente siniestra. En su tercer largometraje, Ariel Winograd aborda esta problemática sin pena ni gloria, dentro del marco de una comedia hecha a base de relaciones familiares y conyugales que culminan en variados equívocos. Mi primera boda respeta a rajatabla el género comedia y los personajes se reducen a estereotipos con poca profundidad: la idishe mame, el intelectual, la mejor amiga de la novia que busca pareja, las ex parejas de los novios que no consiguen olvidarlos, el familiar totalmente torpe, los padres de los novios que desconfían de su unión, los amigos del novio que van de levante, y la lista sigue. Los protagonistas, Natalia Oreiro y Daniel Hendler (ella masiva, él del palo del under) dan vida a Leonora y Adrián: ella, una novia que ama pero que también duda de que su pretendiente sea el hombre indicado; él, un novio que ama pero que nunca llega a cumplir las expectativas de su prometida. El error inconfesable que comete Adrián funciona como el disparador que desata una crisis en medio de lo que debía ser un limbo de tranquilidad y felicidad y, por momentos, este argumento no parece lo suficientemente convincente como para producir todas las catástrofes que arruinan la boda. Quizás esto suceda por el hecho de que la película busca desesperadamente hacer reír y, por atenerse al género de una manera tan acartonada, no se permite ir al encuentro de medias tintas. Si el eje central está puesto en una fiesta que pretendía ser perfecta y que termina siendo todo lo contrario, se puede pensar en diluir gags fáciles a través de lo tragicómico, en ahondar en personajes con más contenido y menos forma, y también en ir busca de un argumento un poco más sagaz. Pero eso no sucede. Se pueden rescatar algunos aciertos. Winograd retoma la temática religiosa (delineada en Cara de queso, su película anterior) pero, en este caso, contrapone las tradiciones católica y judía mediante un humor que es efectivo y que no apela a golpes bajos. Así, las disquisiciones teológicas entre el padre (Marcos Mundstock) y el rabino (Daniel Rabinovich), ambos miembros del grupo Les Luthiers, se convierten en uno de los puntos más logrados del film tanto por las actuaciones como por el guión que las sustenta. Recursos como el de los protagonistas que miran a cámara y apelan al público contando su historia desde un tiempo externo a la narración, las grabaciones de los invitados a los novios e interpretaciones como las de Soledad Silveyra, Pepe Soriano y Martín Piroyansky valen por sí mismas y logran maquillar limitaciones argumentativas. Cae de maduro que conseguir atenerse a un género es difícil, pero al mismo tiempo sería tonto no reconocer que más complejo es intentar darle una vuelta de tuerca a esas directrices que se nos imponen (no con vistas de alcanzar la originalidad porque, bien sabemos, ese es un callejón sin salida) con el objetivo de apropiarse profundamente de esas reglas para que pierdan su condición de palabra santa y se conviertan en algo más maleable e indeterminado. Winograd ya logró dar el primer paso al demostrar que maneja con prolijidad el género, queda pendiente el gran salto y sólo el tiempo dirá si se anima a darlo o no.
La vida de Claudio Caldini y su obra casi desconocida en el ámbito del cine nacional conforman el eje central de la película de Andrés Di Tella. Con material de archivo y varias reconstrucciones de la manera de filmar de este cineasta experimental, la película invita al público a familiarizarse con un personaje que dedicó su existencia a la investigación práctica del lenguaje cinematográfico y que, hoy por hoy, pasa sus días cuidando una quinta en General Rodríguez. Di Tella habla en off y su huella sonora abre un sendero narrativo sin el cual el fluir de los planos sería un tiempo a la deriva, sin rumbo. En la película estos planos no se dedican, como podría esperarse, a ilustrar la vida de Caldini sino que sólo rodean su existencia: la casa que habita, sus ideas, sus quehaceres, sus pertenencias. Sin embargo, esas imágenes atravesadas por el silencio, o bien por el escueto diálogo, muestran a la perfección quién es el artista. El director parte su documental por dentro e inevitablemente deja desnuda la dinámica de la filmación. Su juego radica en tratar de evidenciar que lo que vemos es un largometraje. En una escena Caldini se niega a que lo filmen con una valija en la que (se supone) lleva toda su filmografía. Finalmente, la escena de la valija es rodada y se utiliza. Este ejemplo puntual no hace más que graficar la manera en que Di Tella nos invita a la cocina de su película; al dejar de lado la pretensión de transparencia, el director logra predicar que en el cine todo es artificio pero sin volverse tautológico en el intento ya que, aunque parezca ilegible, hay una historia que descifrar. Una mirada somera podría concluir que Hachazos es una sucesión accidental de planos, sin embargo, al adentramos en el universo que este documental construye, dicha hipótesis se torna en algo difícil pero también inútil de sostener porque generalmente en una película nada de lo que se muestra es azaroso. El montaje y otros recursos permiten articular un discurso que rara vez es arbitrario o desinteresado de producir un determinado sentido. En este caso, Di Tella parte desde la historia de vida de un artista logrando una transición que desemboca en la historia de vida de un lenguaje y sus formas de ser y hacerse. Un comentario aparte merece el público. Una sala con susurros, algunos que la abandonaban, mucho acomodamiento y reacomodamiento en las butacas y algún que otro cabeceo hacen pensar en la previsibilidad genérica que el público espera de un film. Quizás jugar con los límites del espectador no sea tan sencillo, después de todo, ¿a quién le agrada que pongan a prueba su tolerancia? Obviamente a nadie, pero Di Tella desliza un halo de esperanza a pesar del record Guinness en mensajes de textos enviados en medio de una función: “Creo que mi próxima película va a ser diferente”.
La cámara en mano, recurso canónico del género documental, nos convida una imagen borrosa e imprecisa por el andar de quien registra fílmicamente un hecho determinado: esta es la primera figuración a la que apela La palabra empeñada, un documental que recorre testimonios de Gabriel García Márquez, Rogelio García Lupo, Ciro Bustos, Osvaldo Bayer, Alejandro Doria y Conchita Dumois, usados para reedificar la vida de un hombre: Jorge Ricardo Masetti. En la contemplación y escucha (la cual, sin el agregado de los subtítulos, se torna un poco difícil para el porteño) de estas declaraciones de autoridad, la cámara acompaña con primerísimos planos que remarcan la expresividad y los gestos de los entrevistados añadiendo una dimensión enriquecida a los relatos: su humanidad, su perspectiva subjetiva de los hechos, su versión de la historia. La enunciación del documental se complementa mediante material fílmico de la época narrada que no sólo cumple una función descriptiva como podría esperarse sino que, por momentos, se acerca a lo ficcional, como en la secuencia del baile que muestra un momento ameno y de diversión que culmina con imágenes de la huida de Fulgencio Batista de Cuba en 1959. La estructura de La palabra empeñada se organiza en tres partes que pueden entenderse como si fueran los capítulos de un libro, aunque la especificidad del lenguaje en el cual se manifiestan combine la imagen y el movimiento. Esta división pretende bosquejar los hechos que serían la esencia de la vida de Masetti: “El periodista” pone su interés en las entrevistas que les realiza al Che y a Fidel Castro en la Sierra Maestra para Radio El Mundo; “El comandante segundo”, refiere al nombre con el que se conocía a Masetti que ya está plenamente involucrado e influido por la impronta revolucionaria que nunca abandonará; “La revolución en la Argentina” alude a su experiencia al frente de la primera guerrilla guevarista que sin éxito intenta actuar en nuestro país. Sin embargo, esta fragmentación en una cronología prolija no logra dar cuenta de la multiplicidad de información que luego se desarrolla dentro de dichas partes, por lo que sólo sería accesoria. El retrato-biografía de la vida de Masetti es, en un primer momento, una especie de oda a su espíritu aventurero, comprometido, utópico, dispuesto a luchar por sus ideales a través de su profesión y, posteriormente, poniéndole el cuerpo a la batalla. Este relato de tono heroico que se va conformando sobre el periodista y guerrillero se atenúa cuando las imágenes y los testimonios del documental comienzan a transmitir la desolación que produce el derrumbe de un proyecto revolucionario que encuentra su punto más álgido en el asesinato del Che en Bolivia, materializado en los archivos documentales que registran sus restos como los de un mártir religioso, aunque político. Masetti también se desmaterializa como hombre y como ideología, pero en la selva de Orán: la toma aérea de la selva salteña y su dificultosa geografía es un buen recurso para expresar el silencio eterno de su vida. La palabra empeñada peca de ser insuficiente, paradójicamente, por su abundancia. Hay pasajes que sólo un espectador entendido puede reponer a través del conocimiento a priori de determinados hechos, lo cual desliza la necesidad (o exigencia) de cierto tipo de espectador. A diferencia de Masetti, que se pierde en la jungla por una causa justa, el documental se extravía en la maleza sin permitirse captar la totalidad de la selva. No se trata de entregar al público un material digerido sino que, a pesar de la tentación de poseer sesenta horas de testimonios grabados tanto en Cuba como en nuestro país, se debe evadir el collage inconexo y lo excesivamente particularista. Eludir ese lugar cómodo del vómito informacional es la tarea más difícil para este tipo de películas.
Después de tanta filosofía barata y zapatos de goma, uno se quiere quedar pero siempre se termina yendo. Quedarse en un equilibrio, reposando en él, porque aprendimos que ningún extremo es bueno, pero al instante, y como si fuera lo propio del ser humano, no se aguanta más y acabamos tomando del vaso de jugo que está más lleno, ofreciendo al otro el vaso que tiene la mitad. Claramente el equilibrio en la vida real no existe o, por lo menos, uno lo encuentra bastante efímero. Para contrarrestar ese desequilibrio de nuestro universo apelamos a mundos inmateriales como los del cine y, en gran parte, eso es lo que Ana Katz hace. En Los Marziano no vemos un drama pero tampoco una comedia, vemos una síntesis de ambos géneros en donde se transita lo tragicómico y la película orbita equilibrada entre los extremos. El tráiler pinta otra cosa, apuesta a un montaje que nos vende una comedia: Francella atravesando un vidrio nos hace reír o, al menos, esbozar una sonrisa. En la película, cuando Juan atraviesa el vidrio, la risa no es ni siquiera una posibilidad por lo denso de la coyuntura. Katz maneja con habilidad la ironía y le da buenos resultados: Delfina baila cual sex symbol con sobrepeso; Juan, que ama las palabras, sufre de afasia; Luis se muda a un country por seguridad y termina siendo víctima de algún psycho que gusta de cavar pozos por la noche, y así al infinito. La directora también se anima a una incipiente crítica del sistema de salud argentino en el que los médicos pecan por tener mal trato deshumanizando al paciente, siendo demasiado resolutivos o bien inalcanzables como el especialista retirado que da conferencias en francés inaccesibles tanto para Juan como para Delfina. Altamirano es el único médico comprometido e interesado por el paciente con la ética necesaria que su trabajo requiere. Los actores de Katz son populares, hay que destacar que es con esta película con la cual la directora hace su entrada al circuito del mainstream. Sin embargo, los aprovecha asignándoles roles opuestos al prototipo que suelen representar. Sus personajes son como objetos, solo vemos lo fenoménico, sus acciones son lo único que podemos alcanzar. Paradójicamente, su falta de profundidad psicológica no los afecta sino que los hace más cercanos. Solamente en el final la cosa se opaca por encerrar un cliché, la visión reduccionista y rosada de que los protagonistas en el fondo, a pesar de sus conflictos varios, se aman y se ayudan. Otras películas actuales tomaron como eje la familia y una de ellas es Familia para armar, la cual presenta personajes con tanta complejidad evidenciada y pretensión edificante que estos terminan siendo títeres envueltos en un paquete, cerrados con un moño y listos para entregar a quien pague la entrada por verlos. Lo de Katz es más natural, el espectador es como un visitante transparente porque los personajes no van dirigidos hacia él sino que solo interactúan entre ellos, funcionan en relación al adentro y no al afuera. La cámara se mueve como acompañándolos, creando la ilusión de ser inexistente, los sigue por espacios abiertos, como la amplia ciudad con su mundanal ruido, o por el circuito cerrado del country donde prima el silencio. Los Marziano viven en un planeta en el que Katz matiza las leyes de la convención, del género y del estereotipo, hecho inusual en el circuito masivo donde lo instituido difícilmente tiende a quebrarse sino que, por el contrario, se acata al pie de la letra como un reflejo condicionado.