Mario es abandonado por su esposa y enseguida se da cuenta de que no está capacitado para hacerse cargo de sí mismo y, mucho menos, de criar en solitario a las dos hijas, Frida, de 14, y Nilki, de 17, que quedaron a su cargo. La primera reacción de este barbado empleado público para solucionar el problema es intentar, por supuesto que sin éxito, que Armelle vuelva al hogar a vivir con ellos y busca convencerla tomando clases de teatro en el lugar donde ella trabaja. Así comienza El verdadero amor, primera película en solitario de Claire Burger, una de los tres ganadores (junto a Amachoukeli-Barsacq y Samuel Theis) de la Cámara de oro en Cannes 2014 por Mil noches, una boda. Si aquel debut estaba centrado en una mujer fuerte que trabajaba en un cabaret y descubría el amor, la cineasta ahora narra la autobiográfica historia de un hombre frágil que pierde a su pareja y queda a cargo de dos adolescentes mientras busca recomponerse. Derrotado y sin saber bien qué hacer, Mario busca ideas mirando la tele en el sillón con su hija menor y las imágenes muestran que el agua no siempre es la mejor idea para apagar un incendio. “Si tuviera hijos, les enseñaría cosas como ésa, para defenderse o protegerse. Cómo reaccionar ante un atentado o cómo apagar un incendio. Podría ser útil”, reflexiona la pequeña en la más elocuente alegoría de Burger sobre el aprendizaje. El verdadero amor es una película de crecimiento, tanto para Mario como para sus hijas, donde la cineasta decide encarar, en una única historia, las distintas miradas posibles sobre el amor, desde el descubrimiento de Frida hasta el desengaño de Mario, pasando por las relaciones pasajeras de Nilki o ese presente de Armelle que la cineasta da a entender con maestría con un único plano en un juego de dardos. Burger se detiene demasiado en esos distintos puntos de vista, que tienen su correlato en la variopinta banda sonora de la película, y en definitiva termina perjudicando la fluidez narrativa en pos de insistir en la universalidad.
Sobre el final de Ricordi?, segunda película de Valerio Mieli a ya casi una década de haber debutado con Dieci inverni, alguien se pregunta “¿adónde van esas memorias olvidadas?”. El cineasta italiano construyó su película en base a la fragilidad de los recuerdos. Ricordi? busca rememorar la historia de amor de una pareja, con sus idas y vueltas, a partir de cómo experimentó el romance cada uno de ellos. Mieli busca la identificación del espectador de entrada, al arrancar con la pareja contando, cada uno con su propio punto de vista que cambia los hechos, cómo fue que se conocieron. Esa sensación de haber vivido ese mismo momento que tiene cualquiera que alguna vez contó cómo conoció a su pareja se potencia con la decisión del cineasta de sacarle el nombre a sus personajes protagonistas. Para Mieli, él es Él (Lui, en italiano) y ella es Ella (Lei), interpretados con pericia por Luca Marinelli y Linda Caridi, en uno de los tantos juegos que el director le propone al público a lo largo de Ricordi?. El cineasta apuesta por una narración sensorial, que se aleja de las convenciones cronológicas, y cuenta los hechos a partir de las emociones de los protagonistas. Milei le da pistas al espectador, perdido en medio del laberinto emocional del filme, y busca ubicarlo en espacio y tiempo a partir de los vistosos cambios en el tono de la paleta de colores elegida para escenarios, vestuario e iluminación. El cineasta se divierte y da algunas pistas sobre los problemas de memoria de sus protagonistas, que confunden citas cinéfilas de Casablanca y Una Eva y dos Adanes, mientras el director da algún indicio sobre qué les depara el futuro a los protagonistas. Mieli reflexiona sobre la nostalgia y cómo el paso del tiempo cambia la percepción de los hechos. El director tiene más preguntas que respuestas sobre estas cuestiones que atraviesan toda la película y la hacen emocionante hasta ese final memorable donde las notas de un piano se entrelazan en pantalla y toman la forma de la sinapsis neuronal necesaria para generar recuerdos.
Breve historia del planeta verde comienza con Tania, su protagonista, durmiendo con los ojos tapados por una máscara de descanso, que tiene impresa la mirada de E.T. y provoca el efecto de que es ella quien tiene la vista perdida desde la cama. En ese comienzo simbólico, que ya da algún indicio de la trama de la nueva película de Santiago Loza (Extraño, Los labios, La Paz y un largo etcétera), ya se percibe el tono que el cineasta le imprime a Breve historia del planeta verde. Una sensación de extrañeza ensoñada teñida por la alegoría constante marca este relato sobre la amistad de tres personajes marginales (interpretados por Romina Escobar, Paula Grinszpan y Luis Sodá) que, para cumplir el último deseo de la abuelita de Tania, abandonan la ciudad para emprender un viaje al fin del mundo cargando el peculiar cuerpo de un pequeño alienígena moribundo hasta su lugar de descanso. La historia es muy sencilla, pero Loza consigue que esta road movie coquetee con el cine de aventuras, la ciencia ficción, la fotonovela, el drama, la comedia y algún género más. El director se encargó de definir Breve historia... como una película trans, no por alguna necesidad de etiquetar a Tania, sino para dar cuenta de las mutaciones que atraviesa la narración. Breve historia... es la película más amable de la carrera de Loza y por momentos se acerca a una especie de cine infantil queer sobre las amistades y los lazos familiares, a la manera de El joven manos de tijera, El Mago de Oz o Frozen. Pero existe otra dimensión mucho más oscura en esta película inquietante por la tensión latente que transmite casi toda escena, más allá de cómo el cineasta decide resolverlas, y que encuentra su punto máximo cuando los tres amigos recitan un poema de Almafuerte como manifiesto de batalla. Loza reflexiona sobre las heridas y el duelo en una película que, en el contexto del cine argentino contemporáneo, parece salida de otra galaxia.
¿Es un pájaro?, ¿es un avión? No, y tampoco es Superman, superhéroe repensado por Brightburn: hijo de la oscuridad al tomar prestada esa premisa prototípica y subvertirla. Una pareja con problemas para concebir ve cómo, en plena acción, un meteorito se estrella a metros de su granja en un pueblito de Kansas. Como si fuera una solución caída del cielo, la pareja decide adoptar al bebé que encuentran a bordo de la nave espacial estrellada. El nene crece como cualquier hijo de vecino hasta que se da cuenta, justo cuando cumple 12, que tiene superpoderes. Y la noticia le pega tan mal al preadolescente que esta historia modelo típica de superhéroes se transforma en una película de terror. El director David Yarovesky, que ya había metido miedo en The Hive, se junta con el clan Gunn (el aquí productor James, director de la saga Guardianes de la Galaxia despedido y recontratado por Disney, y los guionistas, su hermano Brian y su primo Mark) para buscar respuestas a la duda existencial sobre qué hubiera pasado si el alienígena Superman fuera un villano. Y con esa pregunta alcanza para romper el mito del hombre indestructible en mil pedazos. Brightburn deconstruye al Hombre de Acero para dar con esa maldad latente en la esencia del superhéroe, pero la película evita volverse densa con esa profundidad por lo general esquiva en el género. Yarovesky se divierte a puro gore con la oscuridad inherente a la idea de un ser superpoderoso con el mundo entero a su merced. El cineasta cruza los universos de Tenemos que hablar de Kevin y La profecía con Superman en versión Zack Snyder, a quien James Gunn le escribió el guión de El amanecer de los muertos y la serie Smallville. Los superhéroes y el terror se vienen cruzando ya desde tiempos de El monstruo del pantano, que ya tiene lista su versión 2019 en pantalla chica gracias a Len Wiseman y James Wan, pero pocas veces la mirada estuvo puesta con tanta atención en el miedo. Terror adaptado a tiempos con superhéroes en casi toda pantalla posible pero, tal vez por cuestiones de presupuesto, con más lugar para riesgos y reflexión que un cine acostumbrado a auto celebrarse a lo grande.
Juan Badur (Javier Flores) está estancado. A los 35, todavía no abandonó la casa familiar en Salta capital y vive de limpiar piletas con un amigo, de no tan buen pasar económico como él, que se queja porque la parte más pesada del trabajo recae siempre sobre sus hombros. La segunda película de Rodrigo Moscoso, a casi dos décadas de Modelo 73, arranca como si fuera una continuación de aquella irreverente comedia adolescente, con la búsqueda del humor en la dinámica entre amigos con personalidades muy diferentes. Pero enseguida irrumpe la porteña Luciana (Bárbara Lombardo) y revoluciona por completo la vida de Juan y la película. Badur Hogar se transforma en una comedia romántica impulsada por la personalidad explosiva de esa Luciana que parece salida de las mejores comedias clásicas de Hollywood. La diferencia de velocidades entre el quedado Juan y la impulsiva Luciana disparan las mentiras y enredos que hacen avanzar la trama. Juan encuentra en Luciana una razón para madurar y dejar de aferrarse al pasado, pero enseguida se siente atrapado en una telaraña de malos entendidos y toma una mala decisión detrás de otra, como quien termina en el camino a destino más largo y espinoso a partir del encadenamiento de supuestos atajos. Badur Hogar es una película de crecimiento que no necesita recurrir a la pérdida de la inocencia infantil para subrayar el avance del protagonista. Moscoso mantiene siempre el norte mientras pasea por distintos géneros y consigue evitar las trampas de las exageraciones. En esta Salta que parece universal nadie es unidimensional gracias al manejo del cineasta de los matices de sus personajes. Acá no hay villanos, nadie es demasiado zonzo, nada explota en el choque cultural de una porteña con un salteño y la película da cuenta de las distintas realidades sociales atravesándolas sin declamaciones ni violencia innecesaria. Juan necesita madurar a los golpes, pero a Moscoso no le interesa noquearlo ni tirarle piñas por debajo del cinturón.
“Cuando uno se casa, las otras personas no desaparecen de la faz de la Tierra”, se justifica Horacio al enfrentar el conflicto principal de Happy Hour, del brasileño Eduardo Albergaria. El personaje que interpreta Pablo Echarri es un profesor de letras en una universidad de Río que, al sentir un cosquilleo por una alumna, decide consultar el potencial amorío con su esposa, una legisladora con ganas de convertirse en alcaldesa de la ciudad, interpretada por Leticia Sabatella. La crisis existencial de Horacio se produce al convertirse, de la noche a la mañana, en una celebridad tras un hecho de inseguridad inexplicable. Albergaria no le presta demasiada atención a la lógica y verosimilitud de los episodios que deben enfrentar sus personajes, sino que se muestra mucho más interesado en las reacciones de ellos. La película confronta a sus dos protagonistas por la manera que tienen de relacionarse con la mentira. Horacio se queda tranquilo pensando que decir la verdad es suficiente, pero eso es un lujo que no coincide con las aspiraciones políticas de su esposa, a quien Albergaria decidió llamar Vera. El cineasta también pretende reflexionar, sin demasiada complejidad, sobre el maniqueísmo periodístico y cómo los asesores políticos construyen candidatos. Happy Hour deambula trastabillando entre distintos géneros sin conseguir hacer pie en ninguno. Los pasos de comedia, muchos de ellos a cargo de Luciano Cáceres, resultan incómodos, los conflictos dramáticos son superficiales, la intriga política es intrascendente y no hay pasión en el romance, tal vez por esa personalidad analítica de Horacio, que se vanagloria de su honestidad pero es un parlanchín egocéntrico que la película vuelve todavía más egoísta cuando encierra al espectador en su cabeza con una narración en off prescindible.
Las secuelas suelen seguir al pie de la letra los pasos de sus originales en la persecución de la popularidad lograda por esas primeras partes. Los personajes están obligados a recorrer una y otra vez el mismo camino, sin apartarse del sendero que alguna vez condujo a la franquicia al éxito, y el espectador es quien termina alejándose con el correr de las secuelas al darse cuenta de que está viendo siempre lo mismo. ¿Cómo se hace entonces la secuela de una película conceptual sobre el déjà vu? En una simpática cruza entre Hechizo de tiempo y Scream, Feliz día de tu muerte seguía a la protagonista Tree (la carismática Jessica Rothe) que vivía el mismo día de su cumpleaños en loop sin poder evitar que un encapuchado con máscara de bebé la asesine una y otra vez. Feliz día de tu muerte 2 parece hacerla fácil y le pasa esa maldición que cargó Tree a un personaje secundario de la primera. Pero el director y guionista Christopher Landon sólo juega con la posibilidad de seguir a un nuevo protagonista en el día de su muerte y enseguida se va para otro lado, que no es más que el encierro, una vez más, de Tree en ese mismo fatídico cumpleaños de la original. Y, en medio de alusiones a Volver al futuro 2 como nuevo punto de referencia, Tree deja bien claro que esta vez tiene muy pocas pulgas para lidiar otra vez con ser asesinada tantas veces. Landon reniega del slasher y deja un poco de lado al cine de terror (relegando a un papel menor al “bebé asesino”) para profundizar en terrenos de la comedia y la ciencia ficción e incluso incursionar en el drama. Jessica Rothe demuestra que es una estrella todoterreno que rinde en cualquier género, pero la desmedida ambición farolera del cineasta perjudica una película que, con tal de huir de la perogrullada, se encierra en recovecos innecesarios llenos de explicaciones que perjudican la narración. Landon se marea, embriagado de su propia originalidad, al elegir el camino hacia el final, pero el paseo tiene el atractivo suficiente como para ya empezar a preguntarse por Feliz día de tu muerte 3.
El cine de terror siempre se las arregla para encontrar premisas sencillas y atractivas a partir de alguna tendencia actual y/o del reciclado de éxitos anteriores. La tercera película de Adam Robitel (La posesión de Deborah Logan y La noche del demonio 4) aprovecha la moda de los juegos de escape y la lleva al mundo de las sagas El juego del miedo, El cubo y Destino final. Seis desconocidos se encuentran en la sala de espera de un juego de escape en busca de un premio en efectivo sin saber que sus vidas peligran mientras no descifren cuál es la salida del lugar. El gancho de Escape Room: sin salida funciona enseguida, aunque la película demora demasiado en juntar a esos seis personajes unidimensionales que presenta sin ninguna posibilidad de evolución. Una nerd tímida, un repositor, un corredor de bolsa, una veterana del ejército, un camionero y un entusiasta de los juegos de escape tienen que esquivar la muerte resolviendo los vistosos acertijos impuestos por quien consiguió confinarlos por propia voluntad. Los seis tienen alguna cuestión en común del pasado que la película se encarga de subrayar en repetidas oportunidades sin que eso le aporte nada a la narración ni a los personajes. El único gran atractivo de la película pasa por el ingenio en el diseño de esas habitaciones - rompecabezas del mal, cada una relacionada con el calor, el frío, las alturas, el mundo interior o el espacio-, a resolver por los protagonistas. En una decisión extraña, Robitel prefiere dejar al espectador afuera de Escape Room y no lo hace partícipe de los juegos: casi todas las claves son imposibles de adivinar desde afuera y están ocultas en esos recuerdos de los personajes que se disparan por alguna cuestión arbitraria de cada habitación. El cineasta no aprovecha su público cautivo, encerrado en una sala oscura, y requiere solo una presencia pasiva de los espectadores en la sala. La alusión al público es obvia e incluso explícita en Escape Room al otorgarles a los personajes consciencia del espectáculo que brindan cuando descubren cámaras ubicadas estratégicamente en cada una de las habitaciones. La otra determinación cuestionable de Escape Room está relacionada con las muertes de los personajes. Robitel no se regodea en el gore como El juego del miedo, pero las ejecuciones sosas de la película no logran deshacerse de ese mismo sadismo purificador del asesino Jigsaw.
La aparición de un elemento inesperado que irrumpe en un pueblito tranquilo es un disparador habitual de conflictos en el cine. Algunos ejemplos acostumbrados son la llegada de un forastero a quien le son ajenos los códigos de los habitantes del lugar, o la repentina aparición de un tesoro que altera la dinámica de todos. El caso de la comedia policial Los últimos románticos, la segunda película del uruguayo Gabriel Drak (La culpa del cordero), es curioso porque apela a los dos elementos disruptivos al mismo tiempo para sacudir el avispero narrativo. Juan Minujín y Néstor Guzzini interpretan al Perro y el Gordo, dos grandes amigos que pasan el tiempo deambulando por Pueblo Grande fumando porro. Uno atraviesa una crisis matrimonial por su falta de ambiciones y el otro está estancado cuidando un hotel abandonado en el que cultiva plantas de marihuana. Hasta que uno de ellos da con un inesperado botín millonario, justo cuando el pueblito recibe a un nuevo sheriff muy interesado en los quehaceres dudosos de los dos potenciales maleantes. Este mejunje entre ineptitud y profesionalismo de los protagonistas de Los últimos románticos busca emular personajes delineados por los hermanos Coen, conexión explícita en la película, aunque la dinámica entre estos dos socios atolondrados, gracias a la química entre Guzzini y Minujín para transmitir una complicidad tensa e incuestionable, parezca mucho más deudora de las buddy movies de Edgar Wright. Drak consigue que funcione mejor la comedia seca y distante de la película que la intriga policial planteada, pero el director igual prefiere volcarse hacia el thriller sobre el final. Los últimos románticos gira en falso con esas forzadas vueltas argumentales tardías que, a puro sarcasmo, menosprecian a esos personajes que, necesitados de una segunda oportunidad, buscaron atajos hacia la redención.
Hace tiempo que Disney está trabajando sobre la nostalgia de los espectadores reinventando buena parte de los clásicos de su propiedad con nuevas versiones que incluyan alguna vuelta de tuerca (la última moda es aportarles carne y huesos a aquellas legendarias películas animadas) o, como en este caso, secuelas más parecidas a una remake que a una continuación. Mary Poppins era una apuesta riesgosa, sobre todo a la hora de encontrar un reemplazo para Julie Andrews. Emily Blunt se animó a hacerse cargo del paraguas y la valija mágica en El regreso de Mary Poppins. La actriz es el punto más alto de esta secuela vistosa y engalanada por una hermosa animación en 2D y un vestuario de época deslumbrante. Blunt le da vuelo propio al personaje sin encasillarse en la empalagosa versión de la niñera que popularizó Andrews. La excusa argumental de esta nueva caída de los cielos es que los chicos de la película original, Jane y Michael, vuelven a necesitar a la niñera mágica un par de décadas después del primer encuentro, en tiempos de la Gran Depresión en Londres. Los problemas familiares son aquí mucho más graves que en la original (dos chicos sufrían ante la indiferencia de sus padres) y la imaginación mágica de Mary Poppins esta vez tiene que hacerle frente al tradicional matricidio de las aventuras de Disney. Los hermanos Banks viven juntos con los tres hijos de él, deprimido porque acaba de enviudar, en la casa familiar que están a punto de perder por la falta de pago de un préstamo al banco. Y la niñera volvió para proteger a la familia con la ayuda del farolero Jack, que ocupa el rol de aquel deshollinador interpretado en 1964 por Dick Van Dyke. El especialista en musicales Rob Marshall (Chicago, Nune, En el bosque) vuelve estas dificultades transitorias y superficiales al ir desentendiéndose de todos los problemas de los tres chicos a medida que van ganando lugar las canciones. Y ahí es donde se nota que es imposible que El regreso de Mary Poppins esté a la altura de aquella película de Robert Stevenson. La narración de Marshall termina rehén de las coreografías y se diluye entre ensaladeras rotas y comprobantes bancarios perdidos. Y encima el himno deshollinador Chim Chim Cher-ee y Supercalifragilisticoespialidoso miran demasiado desde arriba los esfuerzos de Lin-Manuel Miranda y Blunt por poner a la nueva versión a la altura. No importa mucho la tenacidad ni la capacidad de Blunt cuando la película decide marginar de a ratos a su propia protagonista. El arbitrario final de la película es un buen ejemplo de cómo la niñera termina quedando relegada en esta nueva versión más preocupada por rendirle pleitesía a Dick Van Dyke y Julie Andrews (cuya ausencia es notoria y sorpresiva en la última secuencia) que por imaginarle un camino propio a su gran protagonista.