Una policía se despierta en su auto y se nota que pasó una mala noche apenas abre los ojos, porque el sol de Los Ángeles le molesta demasiado. Medio entredormida, se baja del coche y camina con dificultad hasta la escena de un crimen. Nicole Kidman, irreconocible, interpreta a la detective Erin Bell, que parece haber recibido una paliza inolvidable, estar atravesando la peor resaca de su vida o, todavía más verosímil en este impactante comienzo de Destrucción, estar sufriendo las dos cosas juntas. Se siente en el aire la fuerte tensión con los dos compañeros que se acercaron al lugar y la miran con desprecio y condescendencia. Erin demuestra que ya no cree en nada ni nadie y los dos policías le dejan bien claro que tampoco creen en ella, por más que la detective revela enseguida que el cuerpo encontrado tiene mucho que ver con su pasado oscuro. Destrucción es un policial negro que sigue a la antiheroína Erin por distintas etapas de su vida profesional mientras intenta detener a la pandilla del villano Silas, ladrones de bancos que hacen quedar a los surfers de Tiempo límite como nenes de pecho. Kidman tiene la cara deformada por el maquillaje, pero a diferencia de la famosa nariz de su Virginia Woolf en Las horas, la transformación aquí excede una prótesis facial. La mirada derrotada y la postura corporal desoladora que consigue la actriz son desconcertantes y alcanzan para mostrar a su personaje como una perdedora desterrada por su entorno y hundida en la depresión y el alcoholismo. La australiana desarrolla el papel más logrado de su carrera, pero al mismo tiempo es imposible no distraerse mirando a la diva escondida detrás de una montaña de maquillaje que intenta desmejorar su aspecto. La directora Karyn Kusama (Girlfight y Diabólica tentación) sigue a Erin con obsesión durante su traumático descenso a los infiernos para lidiar con los demonios de antaño, y la narración salta entre el presente oscuro en busca de redención a cualquier precio, como una versión descafeinada de Un maldito policía de Abel Ferrara, y un pasado luminoso que vuelven más violentos y desesperanzadores los días corrientes. A mitad de camino, Kusama se la juega por un giro argumental que resignifica la película como si fuera una especie de Memento menos sensacionalista. La cineasta demuestra cierta pericia para la acción en un tiroteo durante el asalto a un banco y consigue algún eco distante de la inolvidable balacera filmada por Michael Mann en Fuego contra fuego. Kusama decepciona al minimizar este tipo de secuencias y prefiere explayarse en las motivaciones de su protagonista, como si para la directora tuviera más peso el exceso de maquillaje en el rostro de Nicole Kidman que la imagen de la actriz empuñando una ametralladora dispuesta a lo que sea.
El éxito de Amigos intocables, comedia negra de Olivier Nakache y Eric Toledano que tuvo en Inseparables su versión argentina y Hollywood adaptó en el inminente estreno Amigos para siempre, parece haberles abierto una puerta a las comedias francesas en sillas de ruedas. Y tal vez esto inspiró al eterno galán del cine francés Franck Dubosc para debutar detrás de cámara en la romántica Amor sobre ruedas. Dubosc interpreta a un desagradable veterano mujeriego que, para levantarse a una veinteañera que cuida enfermos, aprovecha un malentendido que justo lo encuentra postrado en una silla de ruedas. Pero el chiste le sale mal al machirulo tras conocer a la hermana de la joven, quien realmente tiene problemas motrices. El corazón de la película encuentra al protagonista tratando de escapar de su propia red de engaños tras entablar una relación con la mujer en silla de ruedas. Dubocs demuestra cierta lucidez al utilizar una maratón como metáfora de su personaje tratando de ganar una carrera contra todas sus mentiras, pero esa escena final que busca cerrar la historia con moño termina siendo la más grotesca de una película cursi de principio a fin. La conexión entre la pareja protagonista es demasiado artificial, por más que el único momento en que Amor sobre ruedas escapa de la corrección política abúlica es gracias a cómo la protagonista decide lidiar con el engaño, y Dubocs se inclina más hacia la comedia que al romance, como si supiera que la coprotagonista le queda grande al personaje de él. Pero el problema principal es que el humor, basado en la desubicación del chanta omnipresente que necesita redimirse a la fuerza aunque también incluye a un amigo picarón, un padre descontrolado y una secretaria tarambana como sus acompañantes, jamás consigue alejarse de esa sensiblería ridícula que marca el tono de Amor sobre ruedas.
El equipo detrás de la trilogía de El Señor de los anillos se hace cargo, esta vez con el entonces diseñador visual Christian Rivers en la dirección en lugar del aquí productor y guionista Peter Jackson, de Máquinas mortales, primera parte de la saga de cuatro novelas postapocalípticas de Phillip Reeve. El universo visual creado por Rivers es ostentoso de movida cuando, casi sin explicaciones, una versión retrofuturista de la ciudad de Londres se transforma en una maquinaria infernal sobre ruedas que persigue a un pueblito pequeño para devorarlo y apropiarse de sus recursos. Esta primera secuencia auspiciosa mezcla los mundos de Mad Max, Transformers y El castillo vagabundo de Hayao Miyazaki, por más que la principal influencia de esta distopía sea el universo de Star Wars, y ya plantea una analogía interesante, y con un gran impacto visual, sobre el imperialismo. Pero la película enseguida se queda sin fuerzas y no consigue mantenerse a la altura de ese comienzo enorme. La historia tiene como heroína a la fugitiva huérfana Hester Shaw que, con la imprevista ayuda del tarambana historiador Tom y de una suerte de Han Solo femenina (interpretada por la estrella coreana Jihae), busca vengar la muerte de su madre a manos del malvado capitán de Londres Thaddeus Valentine. El villano (Hugo Weaving, que parece inspirarse una vez más en el papel del Agente Smith de Matrix) manda a matar a la joven protagonista usando de sicario al robot resucitado que la había críado a ella tras la muerte de la madre, para no perder tiempo mientras construye un arma nuclear dentro de la emblemática catedral de St. Paul. La revelación de lazos familiares previsibles y de algún romance tardío no alcanzan a condimentar una narración sosa. El gran problema de Máquinas mortales es la pomposidad permanente, en cada diálogo, en cada secuencia de acción (¡para qué tantas persecuciones!) y en cada una de sus alegorías que cruzan ciencia, religión y política. Esa falta de sentido del humor mantiene a la película en una galaxia muy lejana del universo lúdico de Star Wars, que se imita al punto de que toda la secuencia final parece estar más cerca del plagio que del homenaje. Máquinas mortales se permite apenas un par de chistes y los dos parecen robados de algún episodio de Futurama: un chispazo burlón sobre el consumo cultural de nuestros tiempos (¡la devoción por los Minions!) y otro un poco más ácido sobre los hábitos alimenticios actuales. Rivers demuestra en su debut como director una capacidad sobrehumana para crear un universo visual deslumbrante, pero no se puede disfrutar demasiado un mundo donde el sentido del humor es un bien tan escaso.
El libro de imagen, la nueva película que Jean-Luc Godard presentó con éxito en Cannes (ganó la primera “Palma de Oro especial” de la historia del festival), es otro ensayo en forma de collage en el que imagen y sonido reconfiguran su sentido a partir de sus encadenamientos. Pero el cineasta legendario de la Nouvelle Vague esta vez pareciera aprovechar la sucesión temática para vaciar las imágenes de contenido, como otra forma de aggiornamiento a los tiempos que corren. Algunos planos son fáciles de reconocer y forman parte de clásicos del cine o de películas anteriores de Godard. Muchas otras son indescifrables. El cuantioso material de archivo lleva ese sello audiovisual de las películas de los últimos años de JLG, que una vez más juega con la edición, las distintas texturas de los formatos audiovisuales y un sentido del humor disruptivo. Al comenzar, Godard está obsesionado con las imágenes de manos (y son como dedos los cinco capítulos que, de alguna manera, estructuran la narración de toda la película), ponderando tal vez el trabajo artesanal. Luego aparece el movimiento con un enorme grupo de imágenes de trenes. Más adelante llegarán las armas, en algún momento se hablará de la ley y, sobre el final, el capítulo más extenso está dedicado a la mirada occidental, que pareciera implicar la negación, de la cultura árabe. La voz en off de JLG guía a lo largo de buena parte del camino al espectador, que no por eso obtiene de él demasiadas explicaciones. El espíritu de El libro de imagen no tiene que ver con Godard aclarando sus imágenes, por más que él se la pase bajando línea. Pareciera ser suficiente para el cineasta que el público se enfrente con ese collage babilónico propuesto en pantalla. Por momentos, la sensación que transmite esa sucesión deslumbrante de imágenes y palabras es la de estar stalkeando las redes sociales de JLG a lo largo de una hora y media.
La imagen de Raúl Alfonsín en Plaza de Mayo deseando “Felices Pascuas, la casa está en orden” tal vez sea una de las más representativas de la política desde la vuelta de la democracia. Esto no es un golpe indaga en la negociación del ex presidente con Aldo Rico durante el levantamiento carapintada de 1987. Sergio Wolf recorre en el presente Casa Rosada, Campo de Mayo o el Edificio Libertador y su atención al detalle en esas locaciones claves vuelve más vistoso el documental. El cineasta vuelve a recurrir a su personalidad detectivesca de Yo nos sé qué me han hecho tus ojos en otro relato centrado en la construcción de la memoria. Wolf reconoce durante el filme que sintió cierto dejo de decepción hace treinta años por el desenlace del conflicto con la sanción de la Ley de Obediencia Debida. Esa voz en off sumada a la participación del cineasta en algunas entrevistas vuelven más personal esta exaltación de Alfonsín. Wolf construye la dimensión de la figura de Alfonsín a partir de esa ausencia y mediante relatos de figuras que fueron fundamentales en el proceso de negociación como Leopoldo Moreau, Horacio Jaunarena, Jesús Rodríguez e incluso Rico. El líder carapintada, durante la entrevista, consigue ser tan intimidante, aun carente de poder político actual, que agiganta el enfrentamiento mano a mano con Alfonsín hace tres décadas. Los protagonistas hacen un repaso minucioso de la crisis y el cineasta da tiempo a los puntos de vista múltiples ante versiones contrapuestas. Wolf se luce, a partir de esos relatos detallados, en la tensión narrativa del documental, como si no se centrara en uno de los momentos más conocidos de la historia argentina desde el final de la dictadura.
La vida de Juana de Arco siempre fue atractiva para el cine. Desde los años mudos de Carl Dreyer, Georges Méliès y Cecil B. DeMille hasta Robert Bresson, Otto Preminger, Jacques Rivette y Luc Besson, entre muchos otros, las batallas y enjuiciamiento de la Doncella de Orleans fueron fuente de inspiración. El francés Bruno Dumont insiste con las alegorías espirituales en, tal vez, la más extraña de todas las versiones sobre la campesina que, tras escuchar un mensaje divino, guió al ejército francés contra la invasión inglesa durante la Guerra de los Cien Años. El título de la película, Jeannette: la infancia de Juana de Arco, ya da pistas sobre parte de su originalidad. A Dumont no le interesa la batalla contra los ingleses y mucho menos la pasión de Juana. El cineasta francés centra la película en el llamado religioso que despierta la vocación de esta joven campesina que decidió tomar las armas. La verdadera innovación de Jeannette está en el tono: la película comienza con una niña de ocho años cantando mientras camina por una rústica campiña. La joven se encuentra con dos chicos hambrientos, a los que les da pan, y enseguida la modernidad invade el territorio del filme cuando suena una guitarra disruptiva que provoca el zapateo desaforado de todos durante una coreografía infantil. Recién ahí, a los diez minutos de película, Dumont muestra las cartas de Jeannette, un musical que adapta la infancia de Juana de Arco a una especie de ópera rock rupturista con muchas coreos y poco baile. El universo de Jeanette se vuelve todavía más extraño al poblarse de personajes variopintos como una vecinita que camina con piernas y brazos “en puente” cual protagonista de El exorcista, una monja amiga representada por hermanas gemelas frente a las que la joven sacude la cabeza al ritmo de heavy metal, las apariciones inspiracionales de San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita suspendidos en el aire sobre un arroyo, o un disparatado tío, que tiene que ayudar a que la adolescente escape de casa, aficionado a los “dabs” y otros ritos urbanos del hip hop. Jeannette es un moderno musical medieval en dos actos, que por momentos parece una obra de teatro infantil, pero que Dumont consigue mantener en territorio cinematográfico a fuerza de un preciosismo visual que le da un respiro al espectador entre cada una de sus irreverentes coreografías.
El universo infantil del escritor y cantante Luis Pescetti llega al cine con Natacha, la película. Basada en sus dos primeros de la saga de nueve libros sobre la chica preguntona, la película construye un mundo candoroso donde la protagonista y Pati, su mejor amiga, tienen que entrenar al perrito Rafles para que aprenda los colores y así ganarles a "las chicas Coral" en el proyecto de ciencias del colegio. El principal desafío de Fernanda Ribeiz y Eduardo Pinto tiene que ver con ese protagonismo de los chicos en la película, una carga para cualquier cineasta a la que ellos le agregan la presencia del perrito. Julieta Cardinali, Ana María Picchio y Joaquín Berthold son los adultos que intentan hacerles la vida un poco más fácil a los cineastas. Los directores construyen un mundo extraño e idealizado, siempre en torno a la escuela pública, donde la tecnología todavía no se metió en la vida de los chicos de ocho años. Uno de los puntos más interesantes y sutiles de Natacha, más allá de las canciones originales de Pescetti, está en esa sensación rara que transmite hoy día ver a los chicos divertirse sin celulares, tabletas ni tele. Esa infancia que hoy se siente un poco lejana parece haber sido la inspiración de Ribeiz y Pinto, que celebran cada una de las salidas ingeniosas de la protagonista. Natacha es una película optimista donde la maldad no es atribuible ni siquiera a los personajes que en algún momento ocupan el rol de villanos, como si la mirada infantil condicionara a los directores. Y, una vez en ese universo aniñado, la candidez no es un problema tan grande como la poca imaginación.
A fines del siglo XIX, una sociedad secreta encabezada por nombres de la talla de Carlos Pellegrini, Miguel Cané, Lucio Mansilla y José C. Paz, se propuso copiar la arquitectura de París en Buenos Aires, según el mito disparador de Los corroboradores, esta exquisita y disparatada opera prima de Luis Bernárdez. La película juega con el ensayo histórico, el documental y el thriller mientras reflexiona sobre el proyecto de país de la Generación del 80. Un par de curiosidades de la película aparecen de entrada con su protagonista, una periodista francesa llamada Suzanne que llega al país para investigar la sociedad secreta que decidió construir copias de edificios franceses en la ciudad. A Suzanne jamás se le ve el rostro a lo largo de los 70 minutos de Los corroboradores y buena parte de la película, tan porteña como el colectivo, está narrada en francés, más allá de las entrevistas que ella conduce en busca de datos sobre la logia con distintas personalidades y especialistas (el sociólogo Carlos Altamirano, el arqueólogo Daniel Schávelzon, el crítico cultural Rafael Cippolini, el arquitecto Fabio Grementieri y el historiador Gabriel Di Meglio). Bernárdez aprovecha a Suzanne como una forastera que se sumerge en el mundo la elite porteña de antaño y guía al espectador en un recorrido que llama la atención por el suculento material de archivo y la belleza con la que el cineasta consigue retratar la más afrancesada arquitectura de la ciudad. La conspiranoia se apodera de Suzanne, que termina obsesionada con Los corroboradores al punto de ser despedida del diario por negarse a abandonar Buenos Aires hasta no resolver este rompecabezas con faltante de piezas. Tras narrar la caída de la utopía de Los Corroboradores en los años '30 y la pérdida de documentación sobre la logia tras el incendio del Jockey Club en el 53, la película prefiere centrarse en la desaparición del informante de la periodista y se transforma en un thriller con mucho menos vuelo que esa premisa iniciática que comparaba con precisión quirúrgica edificios a ambos lados del Atlántico y proponía viajes turísticos a "puntos afrancesados" del conurbano como Longchamps, Liniers o Boulogne. Los corroboradores es una divertida reflexión sobre la identidad porteña y una crítica a su cultura aspiracional, que proponer redescubrir la arquitectura e idiosincrasia de "la París del Plata".
Cuatro mujeres rodean a un hombre. Ellas son su ex esposa, las abogadas de él y ella y la jueza que debe decidir la custodia del hijo menor de la expareja. Enseguida queda claro que el nene no quiere saber nada con volver a ver a su papá, acusado de violento. Xavier Legrand empieza así, como un drama judicial, Custodia compartida y pone al espectador en el lugar de la jueza, que todavía trata a los personajes con absoluta imparcialidad y termina determinando que no hay problema con que el padre vea al hijo los fines de semana. El espectador tal vez no sepa que estos mismos personajes, la expareja interpretada por Léa Drucker y Denis Ménochet, también protagonizaron Antes de perderlo todo, el corto de Legrand nominado al Oscar en 2014 que mostraba a esta misma Miriam refugiándose con sus hijos de este entonces salvaje Antoine. Ahora, en Custodia compartida, el hombre asegura en la audiencia judicial estar reformado, pero el director, más allá de apoyarse en ascetismo que los hermanos Dardenne impusieron como tendencia entre los cineastas europeos, deja claro en el primer encuentro con el chico que Antoine todavía tiene actitudes violentas. Con cada una de esas explosiones de furia del protagonista ante casi todo conflicto que se le presenta, la película va tomando la forma de un thriller psicológico hasta meterse de lleno en territorio digno del cine de terror, donde el monstruo toma la forma de un tipo común y corriente que para la justicia, y tal vez para algún espectador, pasó como inofensivo de entrada. Custodia compartida es una película de impacto, que busca sacudir al público y sacarlo de su lugar de confort. Legrand demuestra su habilidad para construir, y destruir de ser necesario, distintos climas a partir de recursos limitados, como por ejemplo al retratar con muy pocas palabras cómo se arruina una fiesta de cumpleaños sin necesidad de interrumpir un único plano. El momento donde este talento se vuelve más evidente es también el más incómodo, cuando Legrand decide dedicarle el último plano de su película a interpelar la actitud del público, que espía con incomodidad la escalada de violencia cual vecina de enfrente.
La opera prima de Joaquín Cambre, experimentado director publicitario y de clips musicales, es una película de crecimiento sobre un adolescente que a los trece la pasa mal, más allá de sus problemas pisquiátricos, en medio de una familia disfuncional. Lo curioso de Un viaje a la luna es que el antihéroe Tomás, interpretado por Ángelo Mutti Spinetta, no tiene esa transición amena hacia la adultez a partir de alguna aventura veraniega. En lugar de salir a descubrir el mundo, Tomás elige encerrarse en su burbuja y aferrarse a eso tanto como le resulta posible: la travesía del título no implica peripecia alguna, más allá de la introspección del chico para lidiar con esos problemas familiares. Tomás necesita escapar de esa madre sobreprotectora (Leticia Bredice) tanto como de su ensimismado papá (Germán Palacios), y aceptar ese ostensible despertar sexual de su hermana mayor le cuesta todavía más que lidiar con los bullys para los que este joven corto de vista es carne de cañón. El único cable a tierra para Tomás es Iris, una vecinita rebelde unos años más grande, interpretada por Ángela Torres, con quien fantasea. La conexión entre ellos comparte ese ilusorio candor nostálgico con la mirada de Cambre sobre la adolescencia, uno de los grandes signos audiovisuales de estos tiempos. El cineasta apuesta por el sentimentalismo para diluir los momentos más espesos de la película y la adolescencia, por más que eso no le impida subrayar, tal vez por un énfasis estético que se lleva puesta la narración, algún momento humillantes durante la cúspide del delirio familiar. La película busca elevarse con una reflexión filosófica entre madurez y geocentrismo y está diseñada para lucir la sofisticación visual de la obsesión espacial de Tomás, momento en que Un viaje a la luna se transforma en un cándido filme de ciencia ficción de bajo presupuesto, pero los grandes hallazgos aparecen en situaciones mucho más sencillas y honestas, como un plan fallido para zafar de un examen en el colegio o un baile en un asalto al ritmo de una buena canción bajo una luz estroboscópica.