Un guerrillero iraquí mata a un niño indefenso taladrándole la cabeza. El soldado Chris Kyle respira aliviado cuando el que tiene en su mira arroja su arma. Pero no le tiembla el pulso cuando debe dispararle a uno (al que su propia madre le da una granada en plena calle…), como en esa primera escena rota por un largo flashback donde se nos expone la moral guerrera: “hay lobos, hay ovejas, y hay guardianes de ovejas”. Ya sabemos a qué está llamado el buen Kyle, y a qué se siente llamado Eastwood al firmar una película como American Sniper, basada en “hechos reales”. Pero no se trata de un desvío en su carrera, y mucho menos una película neutral, tibias defensas que los acríticos ensayan para defender la evidente fe de otra exitosa película de reclutamiento, ya no en el estilo westerniano de Wayne en The Green Berets, claro, sino con el aparente distanciamiento de Bigelow en The Hurt Locker. Pero no se trata de meras elecciones personales, así en la guerra como en el cine. La película de Eastwood permite ver con claridad aquello que Bigelow intentaba velar: el neo film de guerra como último estadío del héroe quebrado del poswestern. Ese pistolero traumado es la contribución post-Corea y Vietnam al cine bélico: de The Deer Hunter (curiosamente bautizada entonces como la ahora llamada Francotirador) a Saving Private Ryan, pasando por Platoon. Del profético Elias de Stone al profesoral capitán de Spielberg, el cine bélico pasó por el deshielo del western a mediados de los años sesenta. El mismo Eastwood había explicitado esa deriva en Unforgiven, haciendo emerger lo que se perfilaba con en los últimos westerns de Ford y los primeros de Peckinpah. Eastwood parecía alejarse allí del maniqueísmo wayneamo de Heartbreak Ridge, y haberlo enterrado definitivamente en su díptico sobre la segunda guerra mundial (Flags of Our Fathers y Letters from IwoJima), donde echaba una mirada impiadosa sobre la impostura y piadosa sobre los vencidos. Pero entre una y otra estaban también Mystic River y Gran Torino, en las que volvía a primer plano la moral del western más conservador, con su elíptica postulación de la ley del más fuerte. No se trata sin embargo de una contradicción, y aquí está American Sniper para probarlo: hacia el final de su carrera, Eastwood reúne esas miradas aparentemente divergentes en la misma película, y una se impone claramente sobre la otra (ese es, postulamos, su eje central: la vieja asunción de la necesariedad de la guerra). Mientras todos a su alrededor parecen no terminar de entender su misión (no solo su esposa, sino también ese soldado que según Kyle muere “por dudar”), el American Boy que encarna Bradley Cooper tiene todo claro desde que su padre le enseño la citada frase en la infancia. Así, cada atentado a los Estados Unidos que ve por TV le sirve (como a la película misma) para reafirmar su vocación. Kyle no duda nunca (suda, suspira, pero nunca vacila) como queda claro en la escena donde le dice al psicólogo que lo que lo atormenta no es haber matado sino “no haber salvado más vidas”. A la inversa que en Fury (la otra maquinaria bélica del año), donde se relata el aprendizaje en maquina de matar de alguien que se resiste a la guerra, en American Sniper Kyle no aprende nada: somos nosotros los que, una y otra vez confrontados a su convicción (a su punto de vista, que es el que Eastwood sigue a pie juntillas), terminamos por aceptar su simplista visión sobre ovejas, lobos y buenos guardianes. Desde ya, American Sniper elude (con la irritada modestia de Kyle) aquello que Fury ni siquiera problematiza (porque nadie discute que se mate a un nazi por la espalda…), pero su justificación moral no es mucho más sutil, como tampoco lo es su retrato del enemigo. Esto no solo se ve claramente en el modo en que deja de lado toda precisión sobre la guerra y ese otro indiferenciado que solo puede ser victima o victimario, sino en el modo mismo en que presenta la silenciosa figura del francotirador iraquí, Némesis de Kyle eliminado limpiamente en un duelo final con música de Morricone. Se trata de la encarnación culposa de la ley del más fuerte: Eastwood nos muestra a quien podría haber sido el protagonista de una película simétrica que nunca veremos, porque el poder de fuego (bélico-cinematográfico) iraquí está muy lejos de Hollywood. Tanto como los blancos anónimos que mueren como en un videojuego. El público que convirtió American Sniper en un éxito en los Estados Unidos lo comprende mejor que la mayoría de los críticos locales, que asumen sin problemas el punto de vista que Eastwood exhibe sin ambages. No es casual entonces que no haya sido ningún crítico sino Seth Rogen (que no es precisamente Michael Moore…) quien entrevea que “Amerian Sniper recuerda la película de propaganda nazi que Tarantino mostraba en Inglourius basterds”. Lo notable es que muchos pretendan confundir esa ceguera con una supuesta “suspensión del juicio moral” que películas como la de Eastwood presupondrían, como si no fuera más que otra versión de La libertad (simplemente cambiando un hachero en el campo por un soldado en el frente). Lo que demuestra una vez más que no hay nada más ideológico que la presumida pureza “aideológíca” que intentan leer en todo cine (salvo en el que les molesta ideológicamente…), enmascarada con el argumento idealista de que sería posible una mirada despojada de punto de vista. Esa excusa en el puro goce narrativo, que es precisamente el fantasma ideológico que Hollywood ha insuflado al cine desde The Birth of a Nation, haría posible disfrutar de esa misma película (o El triunfo de la voluntad, por poner otro ejemplo problemático) sin estremecimiento, aunque no imagino a ningún crítico defendiendo esa gozosa visión. No se trata de un límite extra-artístico impuesto desde un presunto exterior (cosa que el cine de Hollywood conoce bien), sino de que toda estética implica una ética. Lo contrario es el viejo futurismo fascista de Marinetti y el finísimo filonazismo de Jünger. O, para ser actuales, la renovada propaganda y sus avatares posmodernos. “Este es el mejor trabajo del mundo”, dice Brad Piit en un repetido dictum de Fury (título jungerianament traducido como Corazones de acero): podría referirse a ser astro de Hollywood, pero en la ficción se refiere a ser soldado y “patearle el culo” a los malos. Con la misma simpleza texana de Kyle, el personaje de Pitt recita que “las ideas son pacíficas pero la historia es violenta”: Esa visión desideologizada de la violencia (inversión de la película de A History of Violence de Cronenberg) es todo lo contrario de la asunción marxiana de la violencia como “partera de la historia”, y se relaciona más con las estetización nazi de la violencia (que Tarantino reproducía literal y ciegamente en Inglourius basterds). No en vano se trata de personajes que ya no pueden defender una versión heroificada de la Historia (como la del cine bélico clásico) y asumen la violencia como redención mesiánica (nada benjaminiana, por cierto): la justificación final del argumento se encuentra en la propia muerte, si bien Eastwood se cuida de mostrarla en pantalla (porque no es un enemigo extraño el que acaba con la vida del buen soldado, sino uno de esos hombres quebrados que él insiste en representar). Se trata del cinismo que bajo la bandera del deber hacia los muertos reivindica la necesidad de la guerra, no de la épica homérica del vencido. Como dice Hanna Arendt, “es de decisiva importancia que el canto homérico no guarde silencio sobre los vencidos (…) Esta gran imparcialidad de Homero yace en el comienzo de toda historiografía” y “se nos presenta ya claramente dividido en la polis misma entre las competiciones –las únicas ocasiones en que toda Grecia se juntaba para admirar la fuerza desplegada sin violencia– y los debates y discusiones inacabables”. Sería imposible resumir aquí los múltiples argumentos que la filosofa alemana esboza en su inconcluso ¿Qué es la política?, pero recordemos que “es bien sabido que los esfuerzos griegos por transformar la guerra de aniquilación en una guerra política no fueron más allá de esta salvación retrospectiva de los aniquilados que Homero poetizó, y fue esta incapacidad lo que llevó finalmente al derrumbe de las ciudades-estado griegas”. Para Arendt la clave de la política es precisamente la capacidad de incluir al otro, aun no perteneciendo a la misma polis: “Por eso es tan importante que la guerra de Troya, a la que el pueblo romano remontaba su existencia política e histórica, no finalizara a su vez con una aniquilación de los vencidos sino con una alianza y un tratado. (…) Lo que aconteció cuando los descendientes de Troya llegaron a suelo italiano y fundaron Roma fue, ni más ni menos, que la política surgió precisamente allí donde esta tenía su límite para los griegos y acababa, esto es, en el ámbito no entre ciudadanos de igual condición de una ciudad sino entre pueblos extranjeros y desiguales entre sí que solo la lucha había hecho coincidir”. Escrito en plena guerra fría, bajo el temor de la guerra total y definitiva, el texto de Arendt concluía asumiendo que “si las guerras son otra vez de aniquilación, entonces ha desaparecido lo específicamente político de la política exterior desde los romanos, y las relaciones entre los pueblos han ido a parar a aquel espacio desprovisto de ley que destruye al mundo y engendra el desierto. Pues lo aniquilado en este tipo de guerra es mucho más que el mundo del rival vencido: es sobre todo el espacio entre los combatientes y entre los pueblos, espacio que en su totalidad forma nuestro mundo sobre la Tierra”.
1. En “Calidoscopio”, un cuento incluido en El hombre ilustrado, Bradbury relata los últimos momentos de un grupo de astronautas expulsados al espacio cuando un meteoro impacta contra su nave: mientras caen hacia la atmósfera, los hombres hablan de nimiedades y se despiden sin pena. El cuento es una pequeña muestra del oxígeno que Bradbury inyectó a la ciencia ficción a mediados de los años cincuenta. Frente a un género hasta entonces dominado por las space-operas, los gadgets futuristas y los alienígenas invasores, Bradbury le otorgó una densidad trágica cercana a la del existencialismo por entonces en boga. “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois” –dice Borges en su prólogo a Crónicas marcianas– para que estás “fantasías” sobre el espacio exterior lo llenen de “terror y soledad (…) de una manera tan íntima”? La respuesta es, simplemente, haberle devuelto al infinito la medida de lo humano (lo mismo hizo Matheson en El hombre menguante, que tuvo una bella versión cinematográfica por aquellos mismos años: Bradbury, en cambio, nunca tuvo suerte con el cine). 2. A fines de la década siguiente, el cine de ciencia-ficción viviría una revolución parecida, pero de sentido inverso: en 2001 (basada en un cuento del sobrevalorado Clarke), Kubrick hace de lo humano una medida de lo infinito. Desde entonces (desde que el rostro de un bebé se confunde con las galaxias), la New Age hizo estragos en la ciencia ficción (ver por ejemplo Starman, la peor película de Carpenter): el espacio volvía a ser un espectáculo (“un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”). Y ni siquiera el giro oscuro de los ochenta con Alien como film insignia o el estallido del Challenger y el fin de la absurda carrera espacial pudo revertir del todo esa tendencia: el cambio impuesto al final de Blade Runner, con ese esperanzado regreso a la naturaleza, fue un signo de los tiempos por venir. La ciencia-ficción ya no toma al hombre como medida de todas las cosas (como lo hizo el clasicismo), sino como mera persistencia de lo humano (incluso en la máquina, como en Inteligencia artificial, el film de Kubrick que solo podía filmar Spielberg). Y así llegamos, más de una década después del 2001 (que vio caer las torres y las certezas por su propio peso), a Gravedad. 3. “El cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón”, decía Kant. Pero en el mundo desencantado en que habitamos, esa sensación de unidad se ha perdido: la tierra es un pedrusco girando en un espacio hostil. Gravedad empieza con un cartel que nos lo recuerda: el espacio exterior es inhabitable, es decir, inhumano. Pero ese horror vacui es el precio a pagar por ver la Tierra como pocos la han visto (esa distancia es el eje de la película). Y al final el planeta volverá a ser eso: un preciado puñado de tierra en las manos. En el medio, un viaje que comprime la angustia de Náufrago en una hora y media (cuando Clooney mira su reloj y nos anuncia ese tiempo, ya sabemos lo que nos espera). ¿Es eso todo? Si Gravedad sólo jugara a cruzar el espectáculo inaugurado por Kubrick (y vuelto mainstream por Lucas) con el existencialismo de Bradbury (matizado inevitablemente por el mandato de superación personal y cósmica), simplemente marcaría una nueva etapa de fusión. Pero la película de Cuarón hace algo más: algo que no todos los espectadores sabrán ver, pese a tenerlo ante sus propios ojos. Y es que el film finalmente problematiza ese espacio vacío, o –mejor dicho– nuestro modo de aprehenderlo. O el modo en que el cine se relaciona (¿o se relacionaba?) con eso que solemos llamar realidad. Gravedad, digamos, es una película que postula el bazinismo (que definió la modernidad en el cine), y a la vez señala que ya no es posible. gravity-sandra-bullock-set-image-24. Para el realismo (ingenuo, y tal vez por eso siempre añorado) de Bazin, la “ontología de la imagen cinematográfica” se definía por su relación con lo real: bastaba preservarla recurriendo, por ejemplo, al plano-secuencia. Curiosamente, fueron cineastas artificiosos (de Welles a Hichcock) quienes lo llevaron a sus últimas consecuencias: un film como La soga es testimonio de esa autoconciencia, en la que el clasicismo buscaba sobrevivir bajo el cine moderno (con la paradoja de que fue un cineasta que sabía como ninguno en Hollywood la importancia del montaje quien jugó a eliminarlo). Más de medio siglo después, Cuarón (otro emigrado, pero del patio trasero) puede hacer lo mismo usando trucas digitales, como ya lo había experimentado en una secuencia de Niños del hombre. No va tan lejos como Hitchcock (no pretende que toda la película sea un plano secuencia), pero a la vez va más allá: Hitchcock tenía que mover una pesada cámara a través de un decorado desmontable (y toda esa oculta dificultad era la evidente voluntad épica del film), mientras que en Gravedad ya no hay decorado, y en cierto modo tampoco cámara: se trata de una visión ubicua, casi deificada (el alcanzado “punto de vista de Dios”), que deshace el realismo cuando más pretende alcanzarlo. Esa es su paradoja: el cine se convierte en una experiencia sin cuerpo, al borde de perderse en ese espacio imposible (“cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna”). 5. La “cámara” no sólo es ingrávida: no tiene lente. La lluvia de objetos la atraviesa (nos atraviesa, haciéndonos parpadear), como si fuera (fuéramos) un fantasma. Estamos fuera de los límites del cine clásico y la cámara como cuarta pared. Pero hay algunas pistas de ese malestar. Minúsculas, como dos gotas de agua. La primera representa el film (tal y como lo hacía el último plano de 2001): una lágrima flota hacia nosotros, hasta ocupar todo el plano, como un planeta en miniatura, como un espejo de lo cósmico en lo microscópico. Se trata de un plano (y efecto) ostensible, mientras que las gotas de agua del final lo son menos, aunque su sentido es claro: las gotas golpean la cámara, cuando el personaje de Bullock pone literalmente los pies en la tierra. La cámara también se ha vuelto grávida (humana), y las cosas pueden tocarla. Habría entonces una suerte de dualismo, con el que Cuarón pretende resolver el problema (es decir, conservar el bazinismo perdido (literalmente perdido en el espacio…). Sin embargo, nos pareció ver una tercera gota de agua (tendríamos que ver la película de nuevo, pero preferimos quedarnos con la duda): cuando la protagonista deambula por la nave, rodeada de cosas que flotan a su alrededor, también una gota de agua se acerca a la cámara. Pero esta vez no nos traspasa, como la lluvia de objetos poco antes, sino que impacta contra el lente (como más claramente lo hará la salpicadura final). ¿Se trata de una pista, de un signo que el demiurgo nos deja para que dudemos de su creación? Si la gota impacta en el espacio y rompe por un momento ese dualismo, ¿significa que aún hay esperanzas para lo real en el cine? Posdata: vi Gravedad rodeado por gente que revolvía gozosamente su pochocho, masacrando el silencio cósmico con más insistencia que la música de la película. Lo que también revela la paradoja (o el asumido fracaso) de un film como este (y acaso de todo el cine). Su exaltación de la experiencia (“se está bien acá”, dice Clooney cuando vuelve, como fantasma del clasicismo) propone la soledad paradójica con la que el cine jugó durante un siglo: cada espectador está solo, y a la vez literalmente sumergido en la comunidad. Pero esa comunidad sólo parece estar destinada a expulsarlo, a sugerirle que se quede en la cápsula de su hogar, hasta que extrañe hasta el ladrido de un perro.
FRANCIA: LA PATRIA PERONISTA 1. Francia es sin dudas una pequeña película feliz, y tal vez una feliz pequeña película. El mejor film de Caetano hasta la fecha (aquel en cuyos medios y fines por fin se encuentran, maduros) es una fábula (un relato íntimo e intimista contado para y por una niña), pero una fábula política: acaso la película más “peronista” de un cineasta “popular”, y –tal vez por eso- la película menos popular de un director peronista… En ese sentido puede decirse –como lo hizo Quintín en su reseña durante el festival de Mar del Plata- que Francia es una película paradójicamente kirchnerista (pues será vista como tal por los antikirchneristas como Quintín, y no asumida así por peronistas como el mismo Caetano). Francia es un film sobre la voluntad: ya no una voluntad setentista, sino post-noventista (como la que contradictoriamente encarna el kirchnerismo). Si Caetano contó siempre la derrota con un dejo de esperanza (bajo la dictadura en Crónica de una fuga o bajo el menemismo en Pizza, birra, faso), en Francia el final feliz se impone como instante en la patria de la felicidad (esa que el peronismo siempre sueña encarnar). Cuando al final del film, luego de acechar los innumerables problemas de una familia quebrada, suena “Gloria” –canción pop que replica el nombre con el que se identifica la hija- mientras vemos la recomposición socio-familiar bajo la iconografía feliz de un cuento de hadas nac & pop, asistimos a un triunfo de la voluntad (tal vez tan ilusorio como inocente): donde un asumido crítico antikirchnerista ve ecos del fascismo, y un hipotético crítico kirchnerista una referencia nada cínica a los deseos imaginarios del peronismo, un espectador menos extremista puede ver un simple sueño realizado (en la imaginación de una niña o de su padre cineasta…). En la consulta del psicólogo policial encarnado por Daniel Valenzuela, se ven dos fotos ensimismadas: Freud y Perón (un solo corazón). Y en esa mixtura que propone Francia (entre retrato de familia y pintura de época), Caetano reencuentra un cine de larga tradición que sin embargo hace rato se extraña en el cine argentino, como si –en el mejor de los casos- debiera quedar en manos de cineastas más convencionales. Pero allí donde Campanella o Burman (desde la independencia de la industria o el mainstream del NCA) caracterizan una clase media siempre redimida, Caetano prefiere -como buen muchacho peronista- la satirización feroz de esa clase (siempre contradictoria, o directamente traidora) y la exaltación idealizada de la clase media baja (a través de personajes amables hasta en sus miserias, para lo que cuenta con un trío de actores notable, en el que sorprende la encantadora Milagros Caetano, hija del director y notorio motor -ficcional y real- de Francia). Este film confirma el lugar particular que ocupa Caetano en el campo del cine argentino, por su relectura heterodoxa del realismo (que nunca condesciende al mero costumbrismo o al drama sensiblero, pero tampoco al recato minimalista y la vaguedad vergonzante). 2. El crecimiento de un cineasta está generalmente ligado (para los críticos, siempre en busca de la ontogénesis) a una profundización temática y formal (lo que llamamos “estilo”), pero también puede haber desarrollo en un avance exploratorio aparentemente azaroso e incierto. Hay directores que parecen mutar todo el tiempo, lo que en cierto modo representa un desafío mayor (porque los experimentos pueden fallar, y porque la crítica y el público siempre prefieren que una obra sea medianamente previsible). No sé si es el caso de Caetano (y no porque su apertura “genérica” se agote en una pura voluntad narrativa), si bien es claro que trata de no repetirse (algo muy loable en un medio que usualmente busca no defraudar las expectativas) y que sólo es fiel a la ética protestante del cine clásico americano (la moral está en el hacer). Pues a pesar de su aparente dispersión, el cine de Caetano tiene un tema definido: sus films siempre son “crónicas de una fuga”, centrados en personajes que luchan por ingresar al sistema, o a lo sumo recuperar una estructura familiar: algo que los haga –simplemente- parte de una comunidad (y los aleje de la inmoralidad del “sálvese quien pueda”). Pero si bien ese hilo invisible une Pizza, birra, faso, Bolivia, Un oso rojo, Crónica de una fuga, y –por fin- Francia, ahora es el mismo Caetano quien parece por fin liberado de su propio mandato (de su necesidad de demostrar su pericia narrativa o su conocimiento de los géneros, que parecía todo su horizonte formal). Francia logra ser un ensayo narrativo: un film libre, sobre la igualdad y la fraternidad (aunque no es -ni pretende ser– revolucionario). Podría decirse que Francia es de algún modo la contracara de Bolivia: Ambos títulos remiten a un país deseado, pero si en Bolivia el anhelo era incumplible por la asfixia del inhospitalario país real (y la muerte terminaba clausurando toda salida), en Francia la esperanza se vuelve real en el propio país (sin importar que los personajes nunca vayan a Francia…). Pues lo que está en juego son también dos modelos de cine: si en Bolivia el drama parecía sobredeterminar a los personajes, en Francia los personajes se sobreponen al drama… Y lo mismo sucede con ambos films: mientras uno estaba preso de su previsible final, el otro se permite abrirse a lo inesperado. Francia está –como los sueños- hecho de restos diurnos, de fantasías tejidas sobre lo real (eso es también el cine, para bien o mal): De la realidad al sueño, del drama intimista al melodrama social, del menemismo al kirchnerismo, Francia culmina con el regreso de la política. O la política como sueño… Pero, claro, se trata de un sueño peronista. 3. Hay una gran diferencia entre “ocultar el abismo social y la tragedia argentina” (como planteaba Quintín en su reseña) y “no profundizar en el problema social de este momento después de plantearlo como nadie lo planteó en el cine argentino hasta ahora” (como decía luego en otro comentario sobre Francia). Tal vez ese planteo sea pedirle demasiado a Caetano, vista la historia del cine argentino: Pues la repetida paradoja es que sólo un cineasta de origen “popular” (sinónimo de “peronista” en el contexto del cine argentino, salvo la notoria excepción de Campanella) parece poder tocar “el problema social de este momento” (es decir, buscar el núcleo de su tiempo), pero a la vez sólo puede hacerlo dentro de las limitaciones políticas del peronismo (lo que no deja de ser coherente con la realidad, visto que lo mismo le pasa a la política argentina…). Si se revisa la historia del cine argentino, se percibe que los cineastas “populares” (es decir: los que más conectaron con su tiempo, como Del Carril y Favio) surgieron del peronismo, mientras que la izquierda nunca tuvo un representante “popular” (ni siquiera con Gleyzer, cuyo mayor logro fue una película “peronista” como Los traidores), y el “modernismo reaccionario” (invariablemente antiperonista) nunca generó más que experimentos fallidos o sin alma (a pesar de sus inagotables intentos…). Ante esto, la opción sigue siendo un modernismo no reaccionario (no me atrevo a escribir “revolucionario”…). Es decir: salir del peronismo por izquierda, no por derecha (así en el cine como en la política). Claro que es más fácil de decir que de hacer… Y casi ningún cineastas (sea minoritario o popular) se plantea ya algo más que hacer su película (y, con suerte, algunos miles de espectadores). Es claro que el cine argentino hace mucho tiempo no es popular (salvo por sucesos esporádicos), pero eso no significa que la decadencia sea un destino ineluctable. Si ello llegara a pasar, sería por dos motivos: o bien porque el cine (no sólo el argentino) se habrá convertido definitivamente en un arte menor (necesariamente “minoritario”). O bien porque la brecha social (incluido el acceso a la producción, no sólo a la recepción) se habrá vuelto definitivamente irremontable. Lo segundo hablaría de una sociedad definitivamente escindida y desigual, así que esperemos que si el destino del cine es el museo, lo sea por cuestiones que vayan más allá de lo meramente socio-económico… Sea como sea, para el cine es muy difícil imaginar un final feliz (incluso en una utópica patria peronista).