EDUCACIÓN FÍSICA Ni bien termina la proyección de la película, Marco Berger, junto a su elenco, intenta convencer al público de que lo que acaban de ver no es una historia de amor homosexual sino el relato de una obsesión. Se trata de Ausente, el segundo largometraje de Berger alejado desde la historia de su anterior Plan B. Un riesgo, aclara él, que debía correr para no caer en la repetición de una fórmula. Es verdad, si Plan B podía considerarse una comedia costumbrista, con cierta añoranza por el recuerdo de los 90’s, Ausente es, claramente, un thriller de suspenso o, al menos, un buen acercamiento al género. Martín (Javier De Pietro), mezcla de enfant terrible con femme fatale en pantalón de gimnasia, encierra en una red de mentiras a su profesor de educación física para terminar durmiendo en su casa. Malentendidos que llevan adelante el relato y que ubican al espectador en el rol de juez preguntándose quién es el culpable. Quizás la obsesión de la película no se encuentre únicamente sobre el adolescente. La cámara de Berger continúa retratando en Ausente, tal como lo había hecho en Plan B y en su cortometraje dentro de la película coral Cinco, el cuerpo del hombre desde el deseo, lo masculino visto desde una mirada entre sensual y sexual. No se trata de un homenaje a. No hay guiños al cine de Almodóvar ni al de Gus Van Sant. Quizás algún acercamiento a la pasional mirada de Derek Jarman pero desde una propuesta diferente. La mirada puesta sobre la piel de De Pietro nos obliga a desearlo sin sentirnos culpables de hacerlo. Porque, que quede bien claro, Ausente no es nada más ni nada menos que una película. Una película que dialoga con el espectador. Que nos hace cómplices del juego de Martín. E implicados en su deseo esperamos que se concrete. Es ahí donde Ausente nos juega una mala pasada. Un hecho inesperado, un plot point sin sentido, da vuelta el relato y nos hace sentir estafados. Conciente Berger, se ríe desde el fondo de la sala. Sabe que Ausente es de esas películas de las que se puede decir: “Me gustó pero no se si recomendarla”. Berger sabe que el suspenso lo lleva adelante una banda de sonido perfecta pero manipuladora que la transforma en la verdadera femme fatale de la historia. Me pregunto qué dirá Doña Rosa al verla. ¿Festejará el desenlace trágico condenando el deseo homosexual del protagonista? ¿O llorará con el reencuentro del profesor y el alumno en el onírico final en los vestuarios? Tiempos modernos los que corren.
METAMORFOSIS Qué lejos quedaron los tiempos en que Natalie Portman se hacía mundialmente conocida por interpretar a la frígida Padme en Star Wars: una joven de gestos rígidos, un bloque de yeso difícil de trabajar, un alma impenetrable. Hoy, más de diez años después, Portman se desafía a si misma con la película más extraña de su carrera y un papel que seguramente la condecorará con el gran premio de la Academia. Nina Sayers (Natalie Portman) es una bailarina clásica más dentro de su compañía, hasta que un día es elegida para interpretar el rol principal en la nueva puesta de El lago de los cisnes. Thomas, el director, interpretado por el genial Vincent Cassel, ve en ella un perfecto cisne blanco. Sin embargo, la verdadera encrucijada de la película va a llegar cuando Nina se entere que además de interpretar a la pequeña princesa de la obra deberá interpretar a su malvada hermana, el cisne negro. Entonces, la casta bailarina deberá dejar de ser ella para lograr su complejo personaje. Quizás por esta metamorfosis, la primera parte de la película nos encuentre con una Natalie Portman insoportable, de una voz chillona y una impermeabilidad extrema, donde literalmente los personajes secundarios pasan a su lado arrasándola. Vale la pena hacer un paréntesis para nombrar al tríptico de actrices que revolotean alrededor de Nina cortándole sus alas: Bárbara Hershey, Winona Ryder y Mila Kuni, tres bailarinas en diferentes etapas de su carrera que aún llevan tatuada en su cuerpo la palabra competencia. Desde el comienzo, El cisne negro se define como una película de géneros mixtos que va desde un logrado melodrama (relato enmarcado dentro de la historia de El lago de los cisnes) hasta un complejo y oscuro thriller psicológico de rasgos sobrenaturales y donde nuevamente observamos la transformación. La obsesión de Nina se hace literal cuando su propio cuerpo es víctima de una mutación. Alejada de técnicas de actuación pasadas de moda, el personaje se encarna en la bailarina corrompiéndola o liberándola (según el cristal con el que lo miremos), haciéndole crecer alas y llenándola de plumas tan negras como las de los cuervos. En este preciso momento, Natalie Portman deja de ser Natalie Portman. Al menos como la conocíamos hasta El cisne negro. No voy a poner en duda las capacidades actorales de la actriz (al menos las alcanzadas por esta película). Sin embargo, me es inevitable nombrar la máxima de las artes escénicas y audiovisuales: “detrás de todo gran actor debe haber un enorme y gigantesco director”. Porque si hay transformación, si hay metamorfosis, es porque Darren Aronofsky está metido en todo esto. Y, si bien, El cisne negro no es su mejor película, no hay dudas de que ha logrado perfeccionar su técnica. Para los que preferimos películas viscerales e imperfectas, El cisne negro resulta marcadamente inferior a Pi o a Requiem para un sueño. Como si Aronofsy, un excéntrico cisne negro capaz de producir las más extrañas puestas en escena, se esté aburguesando, se esté volviendo en un perfecto cisne blanco sin vida. Sin embargo, los aciertos de la película comienzan a aparecen promediando la última media hora cuando, finalmente, el ballet de Chaikovski es puesto en escena. En pleno éxtasis, se nos despliegan veinte minutos de pura penetración audiovisual y nosotros, los espectadores, nos liberamos de todo aquello que nos rodea dejándonos atravesar por la transformación. Es que El cisne negro es una película para ver en el cine. Como corresponde.
Home Alone De un tiempo a esta parte, una gran porción del cine de terror ha tomado como forma ideal la narración subjetiva a través del lente de una cámara digital. Como si se tratara de imitar la mirada humana, el movimiento corporal sustituido por la cámara en mano, el fuera de foco constante, la falta de raccord y el montaje a través del corte directo, han sabido multiplicar por doscientos la experiencia del espectador con el verosímil. Se sabe que si un film está basado en hechos reales, esa aparente realidad hará temblar al espectador. Desde Proyecto Blair Witch, los cineastas del género encontraron en el punto de vista documental su dedo en la llaga de aquel que se sienta en la butaca. Porque no hay peor temor que el sentir (saber) que todo eso que esta sucediendo nos puede pasar (de “verdad”) en cualquier momento. Además, si a esta experiencia le sumamos la narración en tiempo real (no olvidemos el excelente unitario argentino Tiempo Final), el suspenso también se acrecentará. Cuando hay muy poco presupuesto, el temor y el suspenso, bien narrados, se convierten en las principales herramientas del cineasta clase B. Claro está que como toda fórmula cinematográfica, y como decía Tusam padre, puede fallar. Entonces nos encontramos con películas olvidables como Actividad paranormal en cualquiera de sus partes o pequeños grandes films como Rec (en su versión original española) o La casa muda (el film uruguayo que acaba de estrenarse en la cartelera porteña y del que vamos a hablar a continuación). La casa muda es una película chiquita, filmada con una cámara de fotos, con apenas seis mil dólares y en un único plano secuencia. Sin embargo, desde su concepción, y aún con su resultado final, logra superar todas nuestras expectativas. Rápidamente logra aquello que se había propuesto: asustar al espectador, tenerlo en vilo. Con una dirección de arte y una fotografía sucia que acentúa el verosímil en el espectador. Quizás haya un par de desaciertos (hay problemas de ambientación, de reconstrucción de época, algunos problemas narrativos cuando cambia el punto de vista hacia el final del relato). Sin embargo, la película nos convence y nos asegura que de este lado del mundo también se puede hacer (un buen) cine de género.
Ricos y famosos Cuando elevamos a un director de cine a la categoría de autor, observamos en su filmografía una serie de reiteraciones estilísticas que van afianzándose con el correr de su carrera delineando los finos trazos de su firma como artista. Una película de Bresson indudablemente es una película de Bresson. Una escena dirigida por Lucrecia Martel tiene en cada elemento de la puesta en escena su aroma, sus movimientos, su acentuación como directora autora, como narradora audiovisual. Sin embargo, luego de haber visto la última película de Sofia Coppola me ocurre todo lo contrario. Me encuentro ante un film sin dueño, como si la realizadora hubiera perdido la sutileza y el encanto de su trazo, como si se hubiera quedado sin herramientas para narrar. Porque si Somewhere observa las películas que pasaron (sobre todo en sus amplios guiños a Perdidos en Tokio), es para repetir una fórmula, no para reafirmar un acento. En la despedida de los protagonistas de Lost in Translation, se nos negaban las palabras que se decían al oído dejándonos un gusto amargo, la misma sensación de angustia que nos había acompañado en todo el film. En Somewhere, se duplica la escena pero esta vez son los mismos protagonistas quienes no se oyen gracias al estrepitoso ruido de las aspas del helicótero. Entonces, sin un estilo definido, lo único que nos queda por observar es el nada ingenioso retrato de la burguesía norteamericana: la historia de Johnny Marco, un actor rico y famoso sin mayor conflicto dramático que el de pasearse de mujer en mujer o de hotel en hotel. Es verdad que la aparición de Cloe, la hija de Johnny, interpretada por Elle Fanning, la hermana de Dakota, le aporta cierto carisma que la película no tenía (el desayuno improvisado por la pequeña cheff, las muecas de tomar el té bajo el agua en la pileta). Sin embargo, también es cierto que nada de esto alcanza para darle vida a estos personajes. Porque la última película de Sofia Coppola es una película sin corazón y una película sin corazón es fácilmente olvidable como un chiste mal contado, como una publicidad de jabón.
Otra película de zombies Gracias a la vuelta de George Romero a las historias de muertos vivos en 2005 y en 2007, con Tierra de los muertos y Diario de los muertos respectivamente, se han reabierto los portales desde los cuales los caídos regresan a la vida con ansias de devorar carne fresca. The walking dead, la serie de televisión producida por Frank Darabont para la ABC, es prueba fehaciente de que los zombies están de moda y que esta moda está más viva que nunca. Sin embargo, no todas las propuestas son interesantes o, al menos, no todas las propuestas funcionan como las mejores películas de George Romero: una clara lectura sociopolítica del contexto de producción de las mismas. Una remake es una película zombie. Agotadas las ideas para nuevos guiones, los productores norteamericanos refritan viejas películas acondicionándolas a los tiempos que corren (del blanco y negro al color, del cine analógico al digital, de las dos dimensiones al 3D). Por otro lado, el cine de terror o el de suspenso parecerían ser los ambientes ideales para la reencarnación de films, quizás por el hecho de que los seres sobrenaturales convertidos en metáforas de una humanidad enferma siempre funcionan. Finalmente, pocas veces los resultados de estas nuevas películas logran superar al film original (como en el caso de Cabo de miedo o Guerra de los mundos). La mayor parte del tiempo, lo que ocurre es que la nueva producción huele a rancio y se traslada tambaleándose lenta y torpemente. Como un zombie. La epidemia, remake del film homónimo dirigido por George Romero, es uno de estos pocos casos donde la copia busque superar al original, quizás en la errada teoría de que la versión de 1973 es ideológicamente mucho más tibia que su adaptación de 2010. En la película de Romero, se boceta un gobierno norteamericano incompetente, por momentos digno del mejor slapstick commedy (el humor negro hilarante del padre de los zombies). En cambio, en la película de Breck Eisner, los militares son el gran poder destructor capaz de arrasar con todo un pueblo para deshacerse de la epidemia. Se acaba la sutileza, la violencia se hace presente de manera literal. Esta masa sangrienta y sin límites, vestida con máscara antigás, traje de protección química y a punta de lanzallamas es, en realidad, el verdadero enemigo con el que deben luchar los protagonistas, a tal punto de ocupar, promediando la hora de película, el lugar de los locos del título original. No hay nombres, no hay caras; sólo un Gran Hermano que vigila la tierra desde la triada de planos a lo Google Earth que Eisner desparrama por ahí. Al fin y al cabo, fueron ellos quienes iniciaron la epidemia, fueron ellos los verdaderos culpables de la sangrienta matanza. Pero no cantemos victoria. Porque lo que podría haber sido una tesis político social de la paranoia y la adicción a la violencia de los norteamericanos en los tiempos que corren, termina siendo una película de terror más, lograda desde los efectos y el manejo de la tensión pero con poco nuevo que decir acerca de la humanidad. Entonces, los locos vuelven a ser los muertos vivos que infectados por un virus del que no se da respuesta alguna persiguen a los protagonistas hasta el final. Y, nosotros, espectadores, nos quedamos con ganas de que sea el propio George Romero quien vuelva a ponerse detrás de cámaras en una nueva película de zombies.
La hora de la siesta Tarde de verano. La hora de la siesta. Mientras los adultos duermen, los niños se divierten en una de las habitaciones más alejadas de la casona del campo. Libros con aroma aventurero, gigantescos castillos de cartas, excéntricos zigzags de piezas de dominó. Juegos de niños en un ambiente ideal para las fantasías: donde reina el silencio y un ruido apenas perceptible es el culpable de que el mundo mágico se rompa y vuelvan a aparecer los más grandes: los padres. En este espacio de transición transcurre gran parte de la trama de El último verano de la Boyita, la nueva película de Julia Solomonoff que llega a nuestros cines esta semana. Jorgelina se va de vacaciones al campo. Allí conoce a uno de los hijos de los peones, un niño salvaje y solitario con quien entablará una bella amistad cinematográfica, donde las palabras sobran y todo es dicho con un pequeño gesto en primer plano. Lo que Jorgelina no sabe es que su nuevo amigo guarda un secreto que lo avergüenza. Un secreto que de revelarse romperá con toda la magia de su niñez. Es que en estos cuentos de iniciación, entre la inocencia y el ser adulto, ya no hay lugar para príncipes y princesas. Con El último verano de la Boyita, Julia Solomonoff nos regala un relato de sutilezas, donde la sexualidad es expuesta solo como excusa ante los ojos del espectador, sin necesidad de caer en golpes bajos ni en cursilerías. Exactamente a la inversa de lo que ocurría en XXY, donde el hermafroditismo ensombrecía la narración hasta volverla completamente oscura. En Solomonoff lo que reina es la melancolía por lo que, a diferencia del film de Lucía Puenzo, su paleta de colores se aleja de la oscuridad para definirse dentro de una gama de tonos sepia. XXY es noche e invierno, El último verano de la Boyita, estío y siesta. Con un logrado reparto, donde sobresalen las actuaciones de los niños protagonistas, Guadalupe Alonso y Nicolás Treise, una fotografía que nos ofrece la perfección del cine digital made in Argentina y una banda sonora, sutil e inteligente, El último verano de la Boyita se convirtió en una de las propuestas más interesantes del Bafici que ya pasó y que, tras la gripe, puede estrenarse finalmente. La hora de la siesta terminó.