La guerra de Malvinas vista desde el otro lado Al piloto comercial inglés Jeff Glover se lo ve totalmente entretenido jugando al golf en su residencia de Stanford. Si hubiera una foto que diera cuenta del contraste de ese rostro de satisfacción con el que debe haber tenido el 21 de mayo de 1982, sería visualmente comprensible, en tan solo un instante, lo que le sucedió. Es que ese día, Glover, perteneciente a la Real Fuerza Aérea Británica, tenía su primera misión en la guerra de Malvinas: consistía en pilotear un Harrier lleno de bombas de racimo que dudó en tirarlas sobre un sector de la población civil. Le habían dado objetivos en Puerto Howard –rebautizado Puerto Yapeyú durante el conflicto bélico–, pero un misil lanzado por comandos argentinos hizo blanco en el avión. Glover se eyectó, cayó al agua, salvó su vida de milagro, y fue capturado por soldados argentinos. Y el médico militar que le hizo las primeras curaciones fue el doctor Luis Reale. Veintiocho años después de esa guerra inútil impulsada por un genocida alcohólico, la hija del médico militar, Victoria Reale, decidió realizar el documental Desobediencia debida, donde cruza la historia de su padre con la del piloto inglés. Pero su documental es mucho más que eso: es también la necesidad de poner en imágenes la conciencia cívica de esta joven criada en un barrio militar, que no duda en apuntar contra aquellos asesinos de botas largas que torturaron, asesinaron y desaparecieron personas. El cine argentino abordó en otros casos la guerra de Malvinas: desde la incipiente Los chicos de la guerra, de Bebe Kamin (donde se exponían las historias de tres jóvenes que iban a pelear) hasta Iluminados por el fuego, largometraje de Tristán Bauer que mostraba no sólo la crueldad de los militares argentinos con sus jóvenes soldados sino también las secuelas de la guerra en los ex combatientes. En el plano documental pueden mencionarse Locos de la bandera, de Julio Cardoso, que ponía el foco en los familiares de los caídos argentinos, y Hundan al Belgrano, de Federico Urioste, que a pesar de su título, refería a la historia integral de la guerra de Malvinas y a las ambiciones del colonialismo inglés. La novedad de Desobediencia debida es que alguien del otro lado de la contienda es el protagonista del documental: Glover, que tiene el tristemente célebre rótulo de haber sido el único prisionero inglés que los militares argentinos mantuvieron cautivo durante siete semanas, incluso aún después de finalizada la guerra de Malvinas. Y su testimonio permite comprender que, una vez curado, fue trasladado hasta la Base Aérea Chamical (La Rioja), donde estuvo en una pequeña pieza de la que no podía salir y en la que solo le daban raciones alimenticias miserables. Si bien Glover afirma que no fue maltratado físicamente, asegura que los militares argentinos no cumplieron con lo establecido por la Convención de Ginebra. Un dato le da título al documental y es, a la vez, una toma de postura ideológica de la directora: cuando terminó de curar al soldado inglés herido, el doctor Luis Reale se comunicó con sus superiores. Los altos mandos le indicaron que lo “presionara” para tratar de ubicar al portaaviones desde donde había despegado el Harrier. Algo que el doctor Reale no aceptó y que fue determinante para irse de la fuerza, una vez concluida la guerra. “Papá se negó a responder qué quería decir con ‘presionar’. ¿Se refería a torturar?”, se interroga muy inteligentemente la cineasta. Desobediencia debida da cuenta de la posibilidad de decir que no a una orden de tortura, contrariando la obediencia debida, a través del ejemplo de lo que el doctor Reale hizo en plena guerra. “¿Qué hubiera pasado si los militares que recibieron las órdenes de secuestrar, torturar y hacer desaparecer personas hubieran dicho que no? Papá se negó y no recibió sanciones por ello”, señala Reale promediando el final de su documental. Desgraciadamente, la historia fue otra. Y los que no dijeron que no fueron numerosos asesinos, muchos de los cuales circulan libremente por un país que recién en estos últimos años está empezando a entender el verdadero significado de la justicia contra los crímenes de lesa humanidad.
Una inyección de vitalidad en el trabajo Retrato de una fábrica de agujas hipodérmicas de Boston que prioriza a empleados de más de 70 años. Cuando se habla de los “viejos” se suele caer en dos tipos de comentarios contrapuestos: uno es aquel que sostiene que hay que escucharlos porque “son la voz de la experiencia”; el otro –cruel y despectivo– es que están en la última etapa del ciclo vital y, por lo tanto, “hay que desestimar sus opiniones”. Nada más alejado de esta última visión es lo que sucede en la fábrica Vita Needle CO, ubicada en la ciudad estadounidense de Needham, en las afueras de Boston. Desde hace varios años, su presidente, Fred Hartmann, decidió darles empleo a los “viejos”: su industria de agujas hipodérmicas tiene empleadas a 35 personas de la tercera edad, y el promedio de sus empleados es de 74 años. Puede asegurarse, entonces, que esta empresa no sólo tiene en cuenta lo que los “viejos” pueden decir, sino lo que son capaces de hacer, demostrando que la cercanía de la muerte no anula sus potencialidades productivas. Y el mentor de este proyecto valoriza la figura de los abuelos como personas activas que todavía pueden brindar mucho. Sobre esta fábrica posó su mirada el director polaco Bertram Verhaag (cuya carrera cinematográfica la hizo en Alemania) en el documental Pensioners Inc., tercera entrega del ciclo “El documental del mes”, organizado por la compañía española Parallel 40. Verhaag se metió con su cámara en la intimidad de Vita Needle CO y registró no sólo el proceso de trabajo de sus empleados –algunos de los cuales superan los noventa años–, sino también la consolidación del grupo humano que se creó en esa fábrica. Allí, muchos opinan que en otros sitios se sienten desplazados porque tienen que interactuar con personas de otras edades pero que, en este caso, formaron una gran familia, cuyos integrantes –ya sean patrones o compañeros– son comprensivos entre sí y brindan contención cuando alguien la necesita. Y las tareas están flexibilizadas en el buen sentido, y no con el concepto que acuñó el capitalismo en los últimos años sobre la actividad laboral. Así lo demuestra Rosa, de 96 años, quien dice: “No tenés que pasarte el día haciendo lo mismo. Si no tenés ganas, simplemente lo decís”. El registro de Verhaag da cuenta de la modalidad de funcionamiento de Vita Needle CO: no se despiden empleados ni tampoco se los obliga a jubilarse. Su cámara funciona como un testigo que permite conocer, en algunos casos, testimonios de la vida de quienes allí trabajan y, en otros, hasta el más pequeño detalle del proceso de elaboración del producto. La imagen muestra manos curtidas y arrugadas pero que siguen siendo útiles a la sociedad. El documentalista deja en claro que este tipo de fábrica es un oasis en el corazón del capitalismo: cuanto más salvaje se vuelve el sistema y a más personas expulsa del mercado de trabajo, hay alguien que puede aunar los sentimientos con la razón, algo poco usual –por no decir imposible– en la mente de los empresarios. Pensioners Inc. presenta en sociedad a un empresario que no se rige solamente por la rentabilidad económica, sino que considera que cualquier proyecto industrial y comercial debe ir acompañado de una ganancia humanitaria que muy pocos tienen en cuenta. Si bien no ofrece grandes aportes estéticos, el principal rasgo positivo de este documental –que podría verse por televisión sin que el espectador se pierda nada– es el retrato de estas personas y de este universo, casi incomprensible hoy en día. “Yo creo que trabajando aquí me alejo de la muerte”, dice uno de los empleados, dándole contenido emocional a su labor. En ese sentido, Pensioners Inc. deja planteado el siguiente interrogante: ¿es posible que se sostenga el funcionamiento a largo plazo de una estructura industrial de estas características en este sistema? Y a niveles más profundos, ¿es posible, entonces, un mundo mejor? La respuesta la da el propio documental.
Testimonios de una lucha silenciosa El documental da cuenta del rol que desempeñaron los padres de desaparecidos durante la dictadura. El film está estructurado a partir de los recuerdos de una decena de hombres que acompañaron a las Madres en la búsqueda de sus hijos. Si bien no tuvieron una exposición tan pública como las Madres de Plaza de Mayo, los padres de los desaparecidos estuvieron presentes frente a las ausencias. El documental Padres de la Plaza-10 recorridos posibles, de Joaquín Daglio, plantea desde su inicio la siguiente pregunta: ¿qué sucedió con los padres? Si las Madres, junto a las Abuelas, fueron un símbolo de la resistencia frente a la dictadura y los hijos supieron agruparse en democracia y darle sentido también a su lucha, el caso de los padres era más desconocido públicamente –hasta ahora–, pero no por eso menos valorable. Ese es el primer aspecto que desnuda este documental realizado por Daglio en conjunto con un grupo de egresados de Ciencias de la Comunicación y de Diseño e Imagen de Sonido de la UBA, porque ellos mismos se hicieron esa pregunta cuando estaban participando de la marcha con motivo de los treinta años del golpe de Estado, en 2006. Padres de la Plaza se estructura a partir del testimonio de una decena de hombres que sufrieron el dolor de tener hijos desaparecidos. Ante la pregunta acerca de por qué no estuvo tan presente la figura del padre, hay diversas opiniones como, por ejemplo, “Nosotros éramos acompañantes” de las Madres o “Los padres estaban presentes a su manera”. Pero el comentario que mejor traza el espíritu de la época es aquel que menciona que, mientras sus compañeras participaban de las rondas, “los padres nos manteníamos en las esquinas circundantes a Plaza de Mayo para ver si les pasaba algo”. Y este testimonio deja entrever que era una lucha más silenciosa la de estos hombres pero, a la vez, esperanzadora y admirable. Padres de la Plaza apela a la sensibilidad del espectador y establece una mirada humana para conocer las vidas, los sueños y las tragedias de estos hombres, que cuentan cómo eran sus hijos, sus deseos, sus satisfacciones, sus ideas, sus personalidades. Pero también relatan cómo ellos mismos se movían para conocer el paradero de sus hijos; desde uno que se topó con Massera en un vuelo hasta el que consultó a un obispo. Pero aquellos días en dictadura eran muy oscuros. Y las razones de las desapariciones también. Por eso nunca encontraron respuesta frente a las mentiras de los asesinos con botas. Cuando se les pregunta cómo eran sus sueños, algunos se atreven a confesar que en el mundo onírico podían ver el regreso de sus hijos a sus casas. Pero también queda en evidencia el duro momento del despertar y encontrarse con una realidad perturbadora, triste y horrorosa. Otros los recuerdan con fotos y escritos. Y está el que, con orgullo, muestra una pancarta “que recorrió muchas marchas”. Daglio convocó a cada padre para que eligiera un lugar de pertenencia: en ese recorrido del documental aparecen el café del barrio, el Club Huracán, un club de yatch, un aeródromo, un parque; es decir, lugares importantes en sus vidas pero que también les permiten encontrarse con el recuerdo de sus hijos. Promediando el documental llega el momento más fuerte, cuando los padres cuentan cómo desaparecieron sus hijos y narran la dificultad de hacer un duelo sin los restos de sus seres queridos. Es el momento en que lo grupal se vuelve individual, porque cada desaparición es única e incomparable. Cada uno a su modo y con la manera de manejar el dolor que cada uno adquirió con los años, brinda su testimonio. Pero tal vez por una decisión del director, después de esos recuerdos, todos se unen nuevamente: lo individual vuelve a hacerse colectivo y todos van a ese encuentro final en la Plaza de Mayo, donde se saludan, se conocen, se abrazan. Y provocan también un genuino deseo de abrazarlos. Como a las Madres de la Plaza.
Cuando el cine es testigo de la lucha El documental torna presentes las ausencias de tres ex alumnos del Carlos Pellegrini que fueron víctimas de la dictadura. Si desde los ’90 comenzaron a proliferar las películas que denunciaban las tremendas consecuencias que sufrieron los detenidos-desaparecidos –muchas de las cuales permitieron conocer las miradas y pensamientos de los hijos de los militantes–, éste parece ser el año de estrenos de las producciones sobre los efectos de la dictadura en los estudiantes secundarios. Así como hace unos meses se exhibió La mirada invisible, de Diego Lerman, quien a través de la ficción –inspirada en la novela Ciencias morales, de Martín Kohan–, ponía al descubierto los rigurosos métodos de control disciplinario en el Colegio Nacional Buenos Aires durante los días previos a la guerra de Malvinas, ahora es el turno de Flores de septiembre, documental de Roberto Testa, Pablo Osores y Nicolás Wainszelbaum que describe cómo era esa fábrica de “redisciplinamiento” en que se convirtió el Colegio Comercial Carlos Pellegrini durante los años más oscuros de la historia argentina. Ambos largometrajes tienen en común que lo sucedido en las aulas y en los patios de las dos escuelas más prestigiosas del país funcionaba como un microclima de un contexto mayor que involucró a la sociedad en su conjunto. Y si La mirada invisible ponía el foco en la mirada de una preceptora, Flores de septiembre la deposita en aquellos ex alumnos que tuvieron ilusiones y sueños, pero también pérdidas y tragedias. Flores de septiembre arranca unos años antes de la implantación del terrorismo de Estado, con testimonios de personas que ingresaron al Pellegrini en 1971. Y lo hace para mostrar el clima inicial en el que, bajo otra dictadura, los estudiantes no tenían relación con los preceptores y había una distancia abismal en aquella ¿convivencia? Con el triunfo de Héctor Cámpora en las elecciones presidenciales del ’73, la cosa comenzó a cambiar y el colegio se tiñó de un clima de efervescencia política. Fue justamente en ese año cuando ingresaron al Pellegrini Rubén Benchoam, Mauricio Weinstein y Juan Carlos Mártire. Y sobre ellos focaliza el documental: los tres fueron secuestrados en distintos operativos por los represores de la dictadura de Videla. Al cuerpo magullado y sin vida de Rubén se lo entregaron a sus padres con la excusa de que “había sido un error de la guerra sucia”; mientras que Mauricio y Juan Carlos están de-saparecidos. El grupo se completaba con Alejandra Naftal, sobreviviente de El Vesubio, y con Gustavo Frojan, que decidió dejar de militar tras el golpe. Ambos expresan sus recuerdos sobre sus compañeros de una manera intimista y cálida, con amor y, a la vez, con profundo dolor. Además de los relatos de ex alumnos del Pellegrini –algunos militantes y otro no–, la estructura del documental se completa con testimonios de ex profesores –uno menciona los cursos que daba el Ministerio de Educación en los que se explicaba “el accionar subversivo”– y de ex autoridades. El relato del ex rector del Pellegrini durante la dictadura, Alvaro Cartelli, que hace una apología del “orden y la disciplina” (e implícitamente del terrorismo de Estado), no tiene como objetivo establecer un contrapunto con los otros testimonios, como si la mirada del documental necesitara una objetividad innecesaria, sino que el espectador pueda comprender cómo hasta en lo más pequeño, en lo más cotidiano y en lo más insignificante la dictadura desplegaba sus tentáculos venenosos para adormecer a una sociedad. El film tiene, entonces, una toma de posición definida. Y clara. El documental está dividido en capítulos (“Los ’70 desde el patio del colegio”, “El colegio de la dictadura” y “La búsqueda”, entre otros) que ordenan los relatos y le otorgan solidez narrativa. Las imágenes en Súper 8 que por momentos se incorporan fueron tomadas en 1978, después de las desapariciones de los chicos. Y, de algún modo, hacen presentes aquellas ausencias. Realizado en 2003, Flores de septiembre cobra una vigencia asombrosa en este presente de lucha estudiantil, con los alumnos de colegios secundarios peleando por sus derechos. Casualmente este estreno de ayer coincidió con los 34 años de las desapariciones de jóvenes que peleaban por el boleto estudiantil. Bueno es recordar, entonces, como señalaba un graffiti, que “a pesar de la noche, los lápices siguen escribiendo”. Y el cine es testigo de esa lucha. Y ahí está, por suerte, para dejar testimonio.
Al rescate de los viejos cines de barrio El dato es contundente: hasta los años ’70, había más de dos mil salas de cine en Argentina. Y durante la década del ’80 y principios de los ’90 cerraron 1750. La estadística se menciona en el documental Cine, Dioses y billetes, de Lucas Brunetto, y en rigor, es la única información periodística que aparece en el film, ya que su eje es otro: las vivencias personales de un puñado de proyectoristas y acomodadores de los viejos cines de Avellaneda, quienes cuentan cómo era el cine en la época más gloriosa. Sin recurrir a la voz en off, Cine, Dioses y billetes presenta en sociedad a Damiano Berlingieri, un italiano cercano a los 70 años que vino a la Argentina en los ’50, en pleno apogeo de los cines de barrio. Berlingieri fue proyectorista del cine Maipú. Otro de los protagonistas es José Olguín, que compartió el oficio de Berlingieri durante 30 años y su último trabajo fue en el Cine San Martín de Avellaneda. Mientras que el octogenario Pedro Strelec, oriundo de Polonia, se desempeñó durante buena parte de su vida como acomodador del viejo Cine Colonial. Entre otros entrevistados, son estos tres lo que más se lucen en el documental. Y hablan de todo: cómo eran sus oficios, sus rutinas y las circunstancias por las cuales empezaron a trabajar en el rubro. Con una memoria a prueba de olvido, comentan las primeras películas que les tocó proyectar, destacan la diferencia entre el trabajo durante su época y la actual. Mientras el film avanza, los protagonistas explican cómo funcionaban los cines de barrio, donde generalmente se exhibían tres películas: dos de complemento y el estreno. Y señalan que, durante los intervalos, solían organizarse actuaciones en vivo de cantantes, sketches de cómicos o performances de malabaristas que duraban unos veinte minutos. Y todo eso era gratuito. Todos coinciden en que ir al cine era un verdadero acontecimiento familiar. “Ahora, pasan una película para chicos, vienen los padres, los dejan, saben que a tal hora termina la película y vuelven a buscarlos”, dice uno de ellos. Este es el espíritu del film de Brunetto: viejos entrañables que con sólo escuchar los relatos de sus vidas dedicadas al cine producen una gran carga emotiva. La sensación de que todo tiempo pasado fue mejor sobrevuela constantemente el documental, impregnándolo de un tono nostálgico. Y algo de eso hay: con los complejos multipantalla, esas rutinas que ellos describen desaparecieron. Y muchos cines de barrio se convirtieron en templos evangelistas. Pero la de ellos era otro tipo de procesión que, sin ser religiosa, no dejaba de tener una mística muy particular. El mayor acierto de Brunetto radica en la elección de los protagonistas que iluminan la pantalla, pero los desajustes del film tienen que ver con que muchas veces los entrevistadores aparecen en cámara innecesariamente. Y, en el caso de las entrevistas a la gente en la calle, se nota el micrófono como si la periodista estuviera en los exteriores de un noticiero televisivo, olvidando que se trata de cine, en varios sentidos.