El infierno de Dante Era alta la expectativa acerca de la primera película de terror argentina filmada en 3D de la mano de Daniel de la Vega, autor de la lograda Hermanos de sangre. Desde el vamos, Necrofobia marca un claro homenaje al giallo (en los créditos se agradece a Mario Bava, Darío Argento y Lucio Fulci, íconos del género) con un perturbador -por momentos ensordecedor- sonido percusivo que marca y remarca cada escena. El tic-tac de los relojes remachan el pulso cardíaco de un filme obsesionado por el tiempo. Samot & Samot es una marca insignia de la sastrería local, formada por los gemelos Tomás y Dante. El primero de ellos se suicida, y su hermano enloquece. El padece de necrofobia (repulsión a estar frente a un cadáver) y es acosado por su doble siniestro. Dante vive un infierno, casi toda la película está en llanto, quebrado, repite frases (“Vos no estás ahí”, “Esto no me está pasando”), lo que torna algo cómica su situación y, por momentos, no se sabe si está riendo. Aquí todo es dualidad. Y prolijidad. Maqueta. Necrofobia es una película limpia, pulcra en su realización, pero que quedó almidonada ante la artesanal puesta de escena. Cada ámbito intervenido, sean mansiones, sótanos, iglesias, cementerios (clásicos del terror gótico) abrumó las actuaciones, las encorsetó en función del lugar. Nada queda librado al azar. Por ejemplo, si un velador de pie está caído al borde de una escalera, estará prendido y redibujará la zona con su luz. La excesiva creación de climas, los tonos ocres (gran trabajo de fotografía y vestuario) destila cierto aire steampunk , cobrizo. Con aplomo y distinción. Como el de los personajes secundarios: polera para el psiquiatra (Raúl Taibo), de luto y velo para la viuda (Julieta Cardinali) o el rictus formal de la agente policial (Viviana Saccone). Si se ve una puerta, desde adentro parece la de una bóveda, el confesionario, un viejo ataúd: cultiva a la muerte. Las profundidades de los espacios son aprovechadas para que el 3D se luzca, lo único peculiar de este filme, con un villano con tijeras en mano que se parece a Vendetta, una amputación que recuerda al Juego del miedo y Tomás Samot, un Hannibal Lecter a la criolla. Puro homenaje.
Piedrazos a la estatua Ricardo Darín se interpreta a sí mismo en esta comedia. Cansados siempre de la misma vida, de la medianía del destino, tres jóvenes demasiado estereotipados: Mariano (Emiliano Carrazzone), seductor, decidido; Martín (Ramiro Archain), tímido, despistado, y Federico (Miguel Dileme), estratega, pragmático, se juntan en un bar y piensan la forma de “pegarla” y salir del pozo. ¿Cómo? Gestando una buena idea y llevándola a cabo. ¿Cuál? Hacer una película y convocar a Ricardo Darín para el protagónico. Nada fácil. Copiarse de la vida real en base a una causalidad. Ir a lo seguro. A eso recurrió el realizador Carlos Kaimakamian Carrau en su opera prima, a quien el multipremiado actor lo conoce desde chico y, al saber que se dedicaría a la dirección cinematográfica, le prometió que cuando se recibiera... aceptaría trabajar con él. Ni lento ni perezoso, el realizador le acercó hace años un guión escrito para el protagonista de El secreto de sus ojos en donde Darín hace ¡de él mismo! Con Delirium, el astro buscó desacralizarse, que lo bajen del pedestal. Para ello se prestó a una película que, paradójicamente si no fuese por su estela omnipresente, pasaría sin pena ni gloria por la cartelera local. El filme se desarrolla tres meses antes de una Argentina apocalíptica, que se remonta al 2001-2002, como si nos hiciera falta acordarnos. La película tiene un peculiar efecto sandwich, los panes son las escenas de archivo, los registros en video de una guerra civil que se avecina ante un (desafortunado) bombardeo de los Estados Unidos en esta tierra. El relleno es Darín. Con una edición de imágenes de un videoclip amateur, hay varias apariciones de referentes de la comunicación que se preguntan “¿Dónde está Ricardo Darín?”. ¿Qué pasó? Durante el rodaje del filme ficticio, el actor pasa a mejor vida por una impericia que de tan absurda es infantil. Sólo había que hacerla un poquito creíble. La figura maquiavélica y esa voz pseudo demoníaca de la recepcionista del INNCA (con una pizca del filme El abogado del diablo) ya marca el toque bizarro que busca la risa fácil, pero asusta de lo que busca escapar: la darindependencia. Como si fuese el 10 al que recurren todos los clubes, Delirium golpea el pasado musical de Darín y hasta se deja criticar (lo de la Negra Vernaci por radio, es genial). Cuando Darín “desaparece”, el filme estalla y se debe cerrar rápido, de un portazo, pierde una brújula (que nunca encontró su Norte) y una serie de eventos caóticos reaccionan en cadena. Se nota que Darín está más allá del bien y del mal, cede su talento para un proyecto que enmascara un amateurismo cinematográfico que no está tan alejado del resultado final de Delirium. Es como tirarle piedrazos a una estatua que no se inmuta ante estas situaciones de riesgo, es más, nos observa y devuelve su mejor sonrisa.
Misterio impostado Un hombre queda varado en un pueblo desértico donde enfrenta un enigma que se diluye entre rígidas actuaciones y predecibilidad. “A vosotros que entráis, olvidad toda esperanza”, cita Dante Alighieri en La divina comedia. Con esa frase escrita comienza El manto de hiel y, justamente, esa esperanza es lo que parece ofrecer este filme de Gustavo Corrado, director de Garúa y El armario. El anhelo de estar frente a un filme con un elaborado suspenso se construye durante los primeros minutos de rodaje. Primero, una mujer otea el horizonte, al borde de una montaña, de cara al ocaso. Luego, el protagonista, Julián (William Prociuk, un porteño trajeado) se queda sin nafta en medio del desierto sanjuanino y busca ayuda en una vieja casona. La aridez del lugar va de la mano con los personajes que habitan la vivienda. Hombres maduros, peculiares, a tono con la estética ocre del ámbito. Sus penetrantes miradas parecen anticipar cada movimiento y palabra del muchacho. Algo saben y ocultan. Intimidan psicológicamente. Bien. Pero el tono impostado, muy guionado del relato, dominará a propios y extraños en este filme de carácter entre teatral y ritualístico. Con el correr de los minutos todo se diluirá, licuará por un pseudo misterio devenido en repetición, donde se impondrá lo predecible. Corrado pareció quedar preso de su obra, no supo resolver el enigma que le planteó un filme que podría haberse explotado desde las cualidades del protagonista (sin forzarlas ni sobreactuarlas por parte de Prociuk) y así evitar enfocarse en sus rivales de turno. Los ancianos responden a un mundo paralelo, como si fuesen fantasmas de otro tiempo. Sobreviven gracias a la fabricación de polvos que funcionan como pigmentos para darle color a la pintura. Suena raro. Ellos encajan como objetos dentro de una escenografía hostil. Pero al momento de hablar, la sobreactuación y cierta rigidez les juega una mala pasada. Julián está para el cachetazo femenino y el revoleo de objetos. También un maletín es foco de conflicto, pero luego, ello se desvanece. El filme navega entre besos y desolación. La sangre no escasea y la agonía certifica tanto el amor como el odio de El manto de hiel. Subrayar cada una de las acciones y hacer obvias alusiones (caso cuando se desentierran los huesos en pos de aquel secreto que busca ser develado) ubica al espectador en un lugar, un tanto ingenuo. A esto hay que agregarle un desarrollo empastado, que se traba solito, con abuso de la cámara lenta. Es un recurrente viaje al pasado y presente, fantasía y realidad, que le quita fluidez al argumento.
Derrape universitario El paso del tiempo, la evolución, la graduación (¿o degradación?) de una olvidada serie de TV de los años ‘80 que sólo tuvo como mérito catapultar a Johnny Depp, en la piel de Tom Hanson. Si el original no es bueno, la remake es difícil que cumpla con las expectativas. Eso fue Comando especial, que 25 años después de la tira madre se adaptó a la pantalla grande con la pareja-despareja de Jenko (Channing Tatum) y Schmidt (Jonah Hill), dos policías que se infiltran en una escuela secundaria. En aquella ocasión se explotaron los opuestos (el carilindo, musculoso, mal estudiante; el otro, más torpe, estudioso, bah... el looser) y un humor donde el alcohol y sus resacas, cierta homofobia y misoginia ensambló una buddy movie para adolescentes tardíos. El timing actoral entre Tatum y Hill es elogiable, parece que hace rato actúan juntos, sus roles se complementan como el yin y el yang, símbolo que no pasa por alto en Comando especial 2. "No entienden que siempre es peor la segunda vez", les dice su jefe, el Capitán Dickson (bien lo de Ice Cube) al comienzo del filme. Un triste presagio para una película que sólo tiende a repetir la fórmula de la primera. Con la salvedad de que se desarrolla en un ámbito universitario, hay que desmantelar una red de tráfico de drogas y resolver la misteriosa muerte de una estudiante. La excesiva recurrencia a la diferencia de edad entre estudiantes y falsos policías, los viajes alucinógenos, el alcohol en cantidad industrial, la genitalidad "humorística" y situaciones generacionales varias (como el picaresco romance entre Schmidt y la hija del capitán) arman un combo que ya se vio. Se pueden rescatar las escenas de acción y la situación de celos entre los policías, ocurrente entre tanto grotesco. Jenko, aceptado por los jocks (el estereotipo del hombre atleta, fibroso, los alfa de las fraternidades) teje una exagerada amistad con Zook (Wyatt Russell), donde las semejanzas entre ellos parece un juego de seducción. Lo mejor llega al final, con el anticipo de la tercera parte (ambientada en Rusia), que luego muestra ficticias secuelas del filme en un hospital, escuela de arte, peluquería, ¡danza!, etc. O adaptar una idea, pero con otro decorado.
Animación en bronce Luego de la repercusión local y exitosa de Dragon Ball Z: La batalla de los dioses, otro tanque nipón de la animación aterriza (sin incluir la olvidable Súper Once: El juego final) por estas tierras: Los caballeros del Zodíaco. Y toda su magia. Basada en el manga y anime de Masami Kurumada, la historia de la película gira en torno a la protección de Athena (Saori Kido) la diosa griega de la sabiduría, la estrategia y la guerra. Bajo la custodia de los caballeros de bronce (entre los que se encuentra el protagonista Saint Seiya), el filme ocurre 16 años después del nacimiento de Athena, quien toma conciencia de su cosmo energía. Los caballeros del Zodíaco siempre tuvo un carácter de culto, con una multiplicidad de personajes y un jugoso mundo de universos ficticios por retratar. Uno de esos desafíos para el director Kei'ichi Sato (Ashura, Kuroshitsuji) fue compilar La batalla de las Doce Casas, donde los caballeros de bronce deberán enfrentar a diversos santos de plata (como Tremy de Sagitario) u oro, caso Mu de Aries, o Saga de Géminis, etc. Por más que se saltearon varios caballeros, estuvo bien resuelta. La película apunta al fanático, es de nicho, es muy difícil que aquel que ignore sobre el tema pueda comprender el filme. A esto hay que sumarle repentinos cambios de escenas y personajes, cortes abruptos (como si fuesen tandas publicitarias) y una jerga del manga no muy digerible. Complicado.El aspecto de la animación es bastante polémico: más cerca de la estética de una realidad gamer que la de una producción cinematográfica (un caso: el colosal paso por el inframundo dominado por Hades), o también la gestualidad de los personajes, que deja mucho que desear. Varios de los paisajes parecen fotografías ensambladas a un mundo de fantasía. Pero eso sí, la historia, el guión del filme, es compacto, sin fisuras, bastante fiel al original de Kurumada. Las armaduras son otro fuerte: una excelente recreación digital que dejan ver las texturas y brillos que hacen a la contextura física de estos héroes y villanos. Y las cosmo energías, tanto de héroes como villanos, iluminan por doquier. Leyenda del Santuario es un buen primer paso. ¿Seguirá?
La edad de piedra Un grupo de jóvenes se encuentran aislados en un área verde y rodeados por un gran laberinto dinámico. Insectos biomecánicos, sus principales enemigos. El universo distópico que Gary Ross llevó a la pantalla grande con Los juegos del hambre tiene otro compañero de batallas: Maze Runner, el best seller de James Dashner (furor en la Argentina), que aterrizó en Hollywood con el inicio de la trilogía, Correr o morir. Todo comienza con la abducción de un joven (Dylan O’Brien) que despierta en La Caja (un elevador subterráneo) y no sabe qué hace allí. Con el tiempo sólo recordará su nombre: Thomas. Pero el lugar al cual arriba también le es ajeno. Es el Area, un gran espacio verde en donde varios muchachos crean sus refugios, reciben alimentos (también vía la Caja, su único contacto con el exterior) y desarrollan destrezas para sobrevivir. Los más aptos son los corredores. Pero no están solos, los rodea una imponente muralla, el núcleo de un gran laberinto circular compuesto por moles de piedra y placas de acero que por las noches cambian de posiciones. Los accesos al laberinto se abrirán a la misma hora de la mañana y cerrará por la noche. En ese lapso los corredores estudiarán sus sinuosos pasadizos y volverán al Area. Si este filme al principio mantiene un cierto halo de intriga, luego tiende a repetirse. Como si fuese un oráculo -y los jóvenes sus fieles-, la peregrinación hacia el muro es diaria. El laberinto también puede mostrar la incertidumbre del camino adolescente. El último en llegar al Area es... una chica, y estos muchachos encerrados parecen sujetos asexuados, jamás ni un atisbo de interés por la novata, quien traerá un mensaje inquietante: Thomas es la llave para descifrar el porqué están ahí. Algo más que esperable. La estética de este filme parece más un tributo al difunto H.R. Giger que la original recreación de un futuro apocalíptico con el surrealismo biomecánico a cuestas (vean a los Penitentes, unas arañas ciegas y bien dentadas que pueden picar o exterminar). Para aquéllos que les gustan las películas de aislación y experimentación del comportamiento humano, ya se prepara la segunda parte.
“¿A dónde te vas de vacaciones? A Punta... a Punta terra”. Esa frase era (y es) común escucharla allá por los años noventa, donde la masa desencantada de la clase media debía quedarse en casa, armar la pelopincho en el patio, jardín o terraza y viajar sólo con la mente. Las insoladas, de Gustavo Taretto (director de la lograda Medianeras), se centra en seis amigas anestesiadas por una realidad de la cual buscan huir, nada las ata, sólo poder disfrutar de las eternas bondades de Febo a las que son adictas. Ellas sólo piensan en prolongar ese verano brillante bien lejos de su tierra, en Cuba, tierra turísticamente casi inexplorada por el turista local: el filme se sitúa el 30/12/1995, con toda la burbuja menemista a flor de piel. Taretto se focaliza, se centra, hace bien en encerrar esta historia costumbrista en una terraza de un edificio del centro porteño. El director aprovecha cada desnivel y superficie de la azotea (con membrana, sin uso de solarium) como un múltiple espacio de diálogo, casi teatral. Los límites escenográficos los delimita el espacio aéreo urbano, en el que la fotografía hace un meritorio trabajo: retrata las cúpulas, antenas, terrazas vecinas como un lejano y ajeno horizonte de las chicas. Sólo se busca enfocarse en ellas. Y sus curvas desnudas. Están Flor (Carla Peterson), la mujer alfa del grupo, promotora; Kari (Elisa Carricajo), psicoanalista new age y la voz de la razón con buenos momentos de diálogo; Sol (Maricel Alvarez), que trabaja en un laboratorio fotográfico -y deposita un inquietante mensaje de la violación a la intimidad-, y Vicky (Violeta Urtizberea), la atractiva peluquera, ingenua (¿hueca?) con asombrosas preguntas y propuestas. Completan el grupo Vale (Marina Bellati), la conflictuada, la “oveja negra”, con sus problemas de amoríos y miedo a volar. Y Lala (Luisana Lopilato), la nueva, quien brinda cierta pureza y frescura. Ellas están (mentalmente) afuera de la ciudad, viven un proyecto dolarizado donde sólo quieren arena caribeña. Generan empatía, se ensamblan por la meta, pero también se dividen para sacarse el cuero ante el mínimo conflicto. Las insoladas fuerza la idiosincrasia de los ‘90 (un cassette rebobinado con birome, un teléfono celular aparatoso) e infantiliza -por no decir que cosifica- a estas soñadoras. El ruido ambiente de bocinazos y sirenas se filtra sin despertarlas, otorga realidad. Eso sí, no hay pizza ni champagne, sí churros y tragos Cuba Libre.
Tubo exprimido Era hora de escarbar en el misterioso universo de los telemarketers, esa raza laboral digna tanto de asombro como de repudio. Córtenla, una peli sobre call centers tiene buenas intenciones, pero parece ensamblada a las apuradas, con un audio desparejo entre nota y nota, declaraciones que se repiten y desgastan el foco. La idea de denuncia es noble, pero la forma en que se llevó a cabo tiene cierto carácter amateur. Como si hubiese faltado una edición profunda. La precariedad laboral del rubro telemarketer, que expone este filme, es alarmante y los testimonios de los entrevistados (ex trabajadores) abruman por su crudeza. Meritorio el contraste entre la palabra de la mano de obra con la (explotadora) política empresarial. La tensión del relato es avasallado por la desazón (y cierto resentimiento) de los protagonistas. Las declaraciones se entrecruzan a gran velocidad, con textuales cortos, como si fuesen viñetas. Y atención a la serie de dibujos animados en donde se ve a un operario chino (¿por qué está desnudo?) que trabaja en una fábrica de cuchillos y muestra a los telemarketers como sujetos alienados. Párrafo aparte para el innecesario, y sobreactuado, sketch de Aída, la mujer mayor que ante la necesidad opta por probar suerte en un call center. Ella parece sumergida en una secta, con un invasivo jefe que manosea sus aros. Por otro lado, un abusivo compañero (foto) le quita cualquier seriedad al tema tratado. Ni hablar de la fijación con la muerte y los chistes de mal gusto presentes.
Cuando el agua es una gran lágrima La secuela de una buena historia, hecha trizas. ¿Qué sucede si una (buena) película deja la sensación de que con su primera parte agotó los recursos para conmover al espectador? Y además exprimió una historia -verídica e interesante- ajustándole la tuerca emotiva al máximo. ¿La solución? Agregarle personajes a la trama (también reales) para generar una especie de autotributo a su original, condimentada con el mismo tenor lacrimógeno que su predecesora. A Winter (un delfín amputado en su cola) se le suma Mandy, otro cetáceo encallado en las costas de la Florida y trasladado al Clearwater Marine Aquarium para su rehabilitación y futura vuelta al mar. Con daños en la piel por la exposición al sol, una infección pulmonar y otros problemillas, el nuevo integrante de la familia del acuario llega justo para disolver la angustia luego del deceso de Panamá, un delfín hembra de 40 años que muere de vieja y la encuentran en el fondo del estanque del acuario. Allí también perecen las buenas intenciones de este filme. Como sabemos, Winter tuvo acceso a una prótesis personalizada. Y la figura de la amputación no es inocente en esta secuela que muestra demasiados chicos y chicas con extremidades artificiales. Winter: el delfín 2 busca el golpe bajo sin piedad. Deposita en el espectador más angustia que emoción, más dolor que ternura. Las escenas bajo el agua son, lejos, las mejores, casi oníricas, con un logrado trabajo de cámaras y manejo de los cetáceos. El joven instructor Sawyer -buena interpretación de Nathan Gamble- es humilde y duda en embarcarse en una preciada capacitación universitaria: viajar en un barco durante meses para profundizar sus conocimientos en biología marina, con todos los gastos pagos. Su amiga Hazel es todo lo contrario: sobreactuada, imperativa y hasta caprichosa, buscando un rol adulto que le queda dos talles grande. Darle la mamadera a un delfín bebé (la estrella del filme) o ver cómo se emparenta con Winter son de los escasos momentos rescatables. El resto, pura lágrima.
Violencia y moral sin buenos frutos Una egoísta ardilla va en búsqueda de un botín de nueces. El eslogan del filme reza en inglés: “No Nuts, No Glory”. Algo así como que si no hay nueces, tampoco gloria. Imperativo, duro. Y ése es el tono que domina a Locos por las nueces, el filme de Peter Lepeniotis, basado en el cortometraje de 2005, Surly Squirrel. Un villano que se hace sonar los nudillos, mira fijo a cámara. Hombre de pocas palabras. Más que divertir, intimida. Y si a esto le sumamos escaso humor (gags en base a eructos y flatulencias digno de comedias berretas), incoherencia narrativa y una velocidad que confunde a los más chicos, el resultado fílmico cae en saco roto. Locos por las nueces se mira el ombligo, con Surly, una ardilla egoísta que sólo busca saciar su apetito a base de nueces. Pero al ver que la comida escasea y hay que recuperar un botín de dicho fruto -que están escondidas en el sótano de una cafetería-, a la ardillita se le plantea un dilema moral: seguir manejándose sola por la vida o trabajar en equipo e ir a recuperar los frutos que la desviven. A esta encrucijada se agrega otro escollo: un grupo de humanos malhechores que tienen planes similares a ella, con el plus de que deciden robar un banco. Y allí es donde se comienza a cruzar el género policial con el animado. ¿El resultado? El filme muta, vira hacia un público más adulto que infantil, la violencia crece y toma de rehén al joven espectador, indefenso ante un grupo de ardillas en pantalla que sólo corren a gran velocidad. Cegadas por sobrevivir en el crudo invierno que se avecina. Lepeniotis, animador de filmes como Toy Story 2 o Casper, entre otros, no deja sola a Surly. La secundan las ardillas Grayson y Andie, como así también Buddy, una inseparable rata. La protagonista hará equilibrio siempre entre sus pésimas actitudes y el nuevo aprendizaje, cambio que le quitará atractivo a un guión confuso. Lo mejor llega al final, por fuera de la película, en los créditos: un mensaje al vacío de metraje. El hit Gangnam Style (Psi), con baile incluido, adelanta lo que se viene en 2016. Sí, habrá segunda parte.