Misterios de un monstruo bueno Naturalizar al monstruo, algo así es el efecto que causa Godzilla al ver como su colosal figura se mueve entre torres de distintas ciudades. Y por más que el monstruo parezca tener algunas movimientos torpes, es casi nulo lo que destruye a su paso. A excepción que esté siendo confrontado. Se defiende. Es natural. Este tanque hollywoodense dirigido por Gareth Edwards nació allá por 1954, de la mano de Ishiro Honda, asistente del emblemático Akira Kurosawa. Gojira, se llamaba por aquel entonces, y fue fruto de las más disparatadas transformaciones (el nombre, por empezar, hoy Godzilla), caso la adaptación de Roland Emmerich quien no pudo sostener el peso de la historia, en la acuosa versión de 1998. Para esta, excesivamente promocionada, edición 2014, el guión mantiene desde el principio un logrado suspenso. Después sigue un curso, natural, como el de Godzilla donde los efectos especiales y el entorno dominan a la historia en si misma. La trama comienza en Japón, donde un científico, Ford Brody (Aaron Taylor-Johnson (Aaron Taylor-Johnson), su esposa Sandra (Juliette Binoche) y el pequeño Joe (C.J.Adams) se dedican a poner en regla a una planta nuclear. Pero Brody se da cuenta que las cosas no van por buen puerto. El caos radioactivo es inminente. El origen, un misterio. La escala del saurio oriental intimida desde el minuto cero. Por eso el director muestra partes del monstruo, a fuego lento, primero una pata, luego la cola, las huellas que deja en la jungla y así imaginar el tamaño de la bestia prehistórica. Enseguida surge la comparación con Jurassic Park, sobre todo hasta develar la causa de tanto temblor submarino. Esta nueva Godzilla, con un claro mensaje ecologista donde hay una evidente lucha contra los residuos nucleares, tiene no solo que enfrentar una pareja de bichos (feos y malos), los M.U.T.O.s. (siglas en inglés de Organismo Terrestre Masivo no Identificado) sino vérselas con tsunamis de distinto tipo o el ejército norteamericano porque, obvio, el ring de combate de los gigantes prehistórico es la ciudad de San Francisco. La ferretería industrial de efectos especiales es más sutil en los momentos de acción que Titanes del Pacífico (Guillermo del Toro, 2013), una de las obras cumbres en cuanto a peleas entre moles de acerco de los últimos tiempos. Que los M.U.T.O. se alimenten de radioactividad, como motor para engendrar una raza superior que domine el mundo, no es un mensaje inocente. Los bicharracos se comen depósitos como si fuesen pastillas: es brutal la escala de poder de los enemigos a lado del “tierno” Godzilla, el monstruo, con cara de malo, más bueno de la historia del cine. Calificación: Muy buena Godzilla Acción Estados Unidos-Japón, 2014. 123´, SAM 13 R De Gareth Edwards Con Aaron Taylor Johnson, Ken Watanabe, Elizabeth Olsen, Juliette Binoche, Sally Hawkins, David Strathairn, Bryan Cranston Salas Cinemark Alto Palermo, Hoyts Abasto, Village Recoleta, Showcase Belgrano.
La fantasía de la culpa “Yo elijo a los que quiero que jueguen de mi lado, como un partido de fútbol”. La frase de Guzmán, uno de los jóvenes mendocinos que protagonizan la opera prima de Matías Rojo, puede aplicarse tanto a los enemigos/aliados de la escuela como a la familia. En esos dos mundos se sumerge Algunos días sin música, centrada en la vida del curioso y frágil Sebastián (Jerónimo Escoriaza) y sus dos amigos, el mencionado Guzmán (Tomás Exequiel Araya) y Email (Emilio Lacerna), siempre vestido de karateca, un acierto artístico. Ambientada en los cautivantes paisajes de Luján de Cuyo y alrededores, todo comienza con la dificultad del primer día de clases. Algo que atormenta a Seba, “el nuevo”, que se muda a un barrio de los suburbios y desentona con el resto. El es un lector voraz, muy curioso y que a cada rato cita como un latiguillo “en las revistas de ciencia dicen...”. Y pone varios ejemplos para el asombro. La muerte y la culpa son los ejes de análisis del filme. Antes de entrar a clase, los tres chicos desean en simultáneo el fallecimiento de una maestra. Y ella, súbitamente, se desvanece. Muere. ¡Sorpresa!, la finitud aparecerá como algo cercano a ellos, los acorralará para luego meterlos en el limbo del luto escolar. Y búsquedas de por qué. Así se motorizará una fantasía de la culpa, con sonidos de guitarra, cumbias pegadizas y una hipnótica percusión de fondo que aceitará el paso del tiempo. Y donde los muchachos tratarán de descubrir el motivo del fallecimiento de la docente, a quien creen que mataron mentalmente. Otro eje jugoso es el contraste y choque con los adultos. Sebastián le dice a su padre: “No quiero crecer, no me quiero parecer a vos”. Y el realizador muestra a los más grandes como sujetos toscos, distantes, armados con la ignorancia y brutalidad. Los niños serán su tamiz, todo tendrá su filtro que puede metaforizarse en cámaras de seguridad o bien con una red de alambre que separa el viñedo de la calle. O al padre del hijo. Barreras que los chicos deberán superar para crecer en paz.
Tibio examen de sangre Otra película -light- que reúne colmillos, amor y magia para público adolescente. Las protagonistas son dos chicas de 17 años. Como si fuese el Colegio Hogwarts, de la saga Harry Potter, pero en versión vampírica, llega otro filme de colmillazos, amor, magia... bah, más de lo mismo para el público adolescente, pero con la diferencia de darle un marco académico. ¿A la facu? ¿Qué enseñan? No se aprecia mucho en este filme de Mark Waters (Chicas pesadas), aunque se sabe que en la Academia St. Vladimir hay que quemarse las pestañas para acumular poderes y derrotar a los strigoi, upires inmortales y de gran potencia. Los de verdad. Los chupasangres “light” llegan con los dhampir, guardianes mitad humano-mitad vampiro, que deberán velar por la seguridad de los moroi, la raza más pacífica. Sin fuego, ni ganas, los vampiros estudiantiles se alimentan del fluido humano de donantes que colocan su brazo en mesas de extracciones Ni luchan por el vil fluido. ¡Qué herejía! El filme gira alrededor de dos jovencitas de 17 años, la morocha, Rose Hathaway (Zoey Deutch), quien verá a través de los ojos de la princesa Lissa Dragomir (la blonda Lucy Fry) cuando ella esté en peligro. Y buscará protegerla. Comparar este filme con Crepúsculo es una falta de respeto. La saga creada por Stephenie Meyer se toma en serio -o al menos eso aparenta- el argumento. Sus personajes tienen una identidad definida y roles bien marcados. No hay confusión. En Academia... hay una amalgama de personajes tibios, similares, que pelean confundiéndose entre ellos. Hasta los muchachos son delicados y luchan de igual a igual con las chicas. En esta película hay varios pasajes en los que los protagonistas parecen reírse de sus actuaciones (sobre todo entre Rose y Lissa), como si fuese una pseudoparodia embebida en un filme “serio”. Si se lo ve como un recurso descontracturado, se puede perdonar, pero si se toma a rajatabla y hay que desmenuzar las ideas del filme, Academia... se hunde sin piedad por su vacío de ideas. Las chicas podrán embobarse con el imperturbable porte del ruso Dimitri Belikov (Danila Kozlovsky) y los muchachos aullar por los pronunciados escotes de Rose. Y, aunque usted no lo crea, habrá segunda parte que promete más colmillazos, poderes y oscuridad. Así que a cuidar esos cuellos. Y ojos.
Melancolía en estudio La lluvia, las rondas de mate, las risas, la ansiedad. O los conflictos, la tensión, la tristeza por una muerte inesperada. Postergación. Miedo. Todo se apila en Elefante blanco, el búnker de grabación montevideano donde No Te Va Gustar (uno de los grupos más convocantes del rock charrúa) se recluyó para gestar su último disco: El calor del pleno invierno. Contracaras. Y en donde el director argentino Gabriel Nicoli se invisibilizó, cámara en mano, para registrar paso a paso y de un modo no invasivo. Sin entrevistas ni declaraciones al lente. Sólo la cruda intimidad del proceso compositivo del álbum. Desde el comienzo, El verano siguiente parece una semblanza sobre su líder, el cantante y guitarrista Emiliano Brancciari quien construye en off las vivencias del grupo. ¿Una biopic sobre él? No, por más que él guíe al espectador (con su voz en off) recorriendo las cuatro estaciones de este viaje cinematográfico que culmina, muy acertadamente, con la antesala del show en Costanera Sur (6/4/13) ante más de 50.000 personas. La edición del filme tiene sus momentos críticos, con un ritmo que, por momentos, parece el de un videoclip donde se intercalan, como flashes, grabaciones de instrumentos, un asado, anécdotas de convivencia, entredichos, y más. El verano siguiente es un collage de vivencias, que por momentos pierde el hilo argumentativo por el forzado vértigo que busca ante la tranquilidad del grupo: no esperen una road movie con los cliches típicos del rock. No, en NTVG todo es melancolía. Muy familiar. Durante el rodaje se vivió la muerte del tecladista Marcel Curuchet (el 14/07/12 en EE.UU.), que mutó de gris a negro el tenor del filme. Pero jamás se cayó en el golpe bajo. La grabación de los coros de NTVG, en una iglesia, fue una metáfora de lo padecido.
Pantalla de sangre La carne, el acero y el sexo dicen presente en esta película de Noam Murro. Las peleas en cámara lenta son un recurso repetido. La labrys (una pesada hacha de doble filo) remata el destino del rey espartano Leónidas (Gerard Butler). Su verdugo es Jerjes I, el calvo dios-rey de Persia (Rodrigo Santoro), quien también actuó en 300 y ahora dice presente en esta brutal muestra tridimensional. Siguiendo el rigor histórico del filme de Zack Snyder (productor en esta realización), 300: El nacimiento de un Imperio, se muda de la tierra a las aguas del mar Egeo. Y allí se construyen sus fornidos personajes embarcados. Por un lado, Temístocles (Sullivan Stapleton), el político y general ateniense que estuvo al mando de la marina griega en las batallas de Artemisio y Salamina, ambas en el 480 A.C. Por el otro, la letal Artemisia (la francesa Eva Green), al frente de la flota persa. Su personaje no tiene piedad, exuda odio, es capaz de decapitar a un hombre y besar los labios de la cabeza recién cortada sin inmutarse ni perder un repetido semblante, entre seductor y maléfico. Al igual que Jerjes, ella busca poner a sus pies a las ciudades-estado helenas. La carne, el acero y el sexo dicen presente en este filme. Artemisia parece luchar al momento de tener relaciones con Temístocles. Todo es muscular, fricción en cuerpos y armas (¿o el cuerpo no es un arma también?). Y también cerebral -lo más disfrutable- ante cada estrategia de guerra entre los trirremes (antiguas embarcaciones) donde se ve cómo la cantidad no garantiza un triunfo bélico. El director Noam Murro identificó exageradamente a las fuerzas contrincantes. El ejército persa está abrazado por la oscuridad: el color gris y negro domina el vestuario de los súbditos de Artemisia. Por su parte, la legión de Temístocles brilla con tonalidades oro que enmarcan su invencibilidad. Párrafo aparte para al factor sangre: siempre en cámara lenta, enchastrando la pantalla como si fuese barro digital. Una y otra vez. Aburre y es obvio, como la excesiva crueldad (caso, una espada clavada en la boca de un rival) que da más asco que acción. Por algo, en los créditos finales, suena War Pigs de Black Sabbath (Paranoid, 1970) que dice: “Los generales concentraron a sus tropas como brujas en misas negras”.
El arte del rescate Escrita, dirigida y protagonizada por Clooney, sigue a un grupo que intenta recuperar obras robadas por los nazis durante la guerra. En la entrevista del domingo pasado que este diario publicó con el actor/productor/director George Clooney él dice: “queríamos poder agregar momentos más livianos y algo de conflicto, por lo que cambiamos los nombres. Por eso decimos el filme está ´inspirado en´ la historia real en lugar de ser un documental dramatizado”. Y en esa “inspiración” está el primer error de Operación monumento, una de las historias más apasionantes de la Segunda Guerra Mundial, que se “bancaba sola”. Sin modificaciones. ¿Por qué? El filme involucra a directores de museo, artistas, arquitectos, curadores e historiadores de arte quienes, lejos de estar bajo el servicio militar de los aliados (en plena agonía de la Segunda Guerra Mundial), son convocados por Frank Stokes (Clooney) para recuperar un botín inimaginable: seis millones de piezas de arte, las obras más importantes del mundo. Así entran al juego los actores Matt Damon (James Granger), John Goodman (Walter Garfield), Jean Dujardin (Jean Claude Clermont), Bob Balaban (Preston Savitz), Hugh Bonneville (Donald Jeffries) y Bill Murray (Richard Campbell). ¿Quién desentona? Lejos, este último. Es imposible creerle a Bill un papel serio luego de su tradición “cazafantasma” y cara de la inigualable Hechizo de tiempo. Clooney confesó que buscó remarcarle defectos a los protagonistas, por eso el cambio de identidades. Para no herir susceptibilidades. Lógico, pero erróneo, como el crucial papel de Claire Simone (Cate Blanchett), la “entregadora”, de los secretos artísticos nazis. El gran presupuesto con el que se manejó Clooney justificó una lograda ambientación -y banda sonora de guerra-, donde no hay que esperar sangre ni fuertes bombardeos, sino enfocarse en las réplicas de las obras de arte recuperadas como así también los inexpugnables refugios de las obras. Habrá un rico hallazgo que erizará la piel. Los sesudos trabajos de estrategia para dar con el botín es lo más disfrutable de este filme donde las fuerzas de Hitler buscaban “destruirlo todo” y el ejercito rojo les pisaba los talones a los “hombres de los monumentos”. Héroes.
Personalidad alada La directora Peggy Holmes asumió, otra vez, la responsabilidad de continuar la historia de Campanita luego de El secreto de las hadas (The secret of the wings). Pero en esta ocasión, a diferencia de estelares que llevan el nombre del hada rubia más conocida, la figura de Zarina es la más importante. Y con mucha más personalidad y provecho que sacar ante la inocente Tinker Bell. Luego de un forzado destierro, Zarina vuelve al Festival de las Cuatro Estaciones para rociar con unas partículas rosadas parte de la Tierra de las Hadas y llevarse consigo el polvillo azul, materia prima para crear del vuelo de las hadas. Campanita y sus amigas irán al rescate de la pócima pero se encontrarán con algo peculiar: la hadita capitana, Zarina, comandará una flota de piratas (la maldad está casi ausente en ellos) para lograr lo imposible: que su nave vuele gracias a la purpurina amarilla que se crea por la destilación del polvillo azul. Lo peculiar, y más entretenido de la historia, es que Campanita y sus amigas tienen sus talentos intercambiados por la nube multicolor que les arrojó Zarina al enfrentarlas. ¿Habrá que dejar de ver a los héroes con sus poderes peculiares? Gran guiño el de Holmes. Tinker Bell: Hadas y Piratas apunta a las niñas pequeñas, no es inclusivo tanto para los chicos o adultos. La historia es corta y ajustada al metraje. Por otro lado, el uso del 3D es correcto en los paisajes y no tanto en las acciones particulares de este filme.
Esclavitud fantasmal “¡Tengo un haaaacha!”, avisa el protagonista mientras se asoma tímidamente para entrar a un ambiente. Hace una mueca de inseguridad, ni él cree al peligro que se expone. Y el espectador tampoco al ver esta (tardía e innecesaria) segunda parte de Extrañas apariciones (The Haunting in Connecticut) que jamás termina de convencerse a sí misma. Es tibia. Basado en hechos reales, ocurridos en 1993, los Wyrick, papá Andy (Chad Michael Murray), mamá Lisa (Abigail Spencer) y la pequeña Heidi (Emily Alyn Lind) se van a vivir a una casa de campo en Pine Mountain, Georgia. Al combo se suma Joyce (Katee Sackhoff), que se aloja en una casilla rodante, vecina a la casona familiar. Extrañas apariciones 2 no pierde el tiempo en mostrar que las tres mujeres tienen un “velo”, curiosa forma de describir el poder sobrenatural para percibir cosas en otra dimensión. Sólo basta con observar detenidamente una situación. La fotografía del filme, las prolijas puestas en escena (que parecen interiores más que exteriores), protagonistas de pulcra estética y una frenética edición de imágenes aglomeran un producto digno de una serie televisiva al que sólo le faltan las tandas publicitarias. A cada rato, este filme necesita revalidar el susto, no generar suspenso, sino atropellar una débil historia de una niña perturbada por Mr. Gordy, un anciano (al que sólo ella puede ver), que le legará un inquietante misión espectral. La banda de sonido es lo único que sobresalta a las mujeres que se topan repentinamente cara a cara con cadáveres en descomposición. Y además, como si el tema no se hubiese tocado ya, aparecen fantasmas de esclavos negros del siglo XIX. El reclamo en búsqueda de la libertad podría enlazarse con una versión sobrenatural de la correcta 12 años de esclavitud. Como si los actores dirigidos por Steve McQueen hubiesen viajado hacia ese tenebroso bosque de Georgia, para dar con un temible sujeto con hábitos de coleccionismo, no muy convencionales.
Aprender con el tiempo En tiempos donde las distracciones, en todas sus plataformas virtuales, monopolizan el tiempo de los chicos, nada mejor que combinar una película animada con un largo viaje por la Historia. Eso es lo que logra Las aventuras de Peabody y Sherman, la adaptación animada digitalmente de la serie televisiva de los años 50/60 (Mister Peabody) donde el perro más inteligente del mundo decide adoptar a un niño. Y acá rige el principal desafío para el can: ser un (buen) padre que educa a su pequeño. ¿O acaso el rol humano-mascota siempre debe ser en ese orden y no al revés? El pequeño Sherman apunta a ser un discípulo de Mr. Peabody, un perro multinstrumentista que hace de todo, y bien, aunque a veces su postura es algo pedante. El niño será seducido por la pequeña Penny Peterson, una rubiecita manipuladora, y por momentos temeraria, que será la compinche ideal para el viaje en la WABAC, una máquina del tiempo creada por el can, que servirá como motor y disparador de desopilantes aventuras animadas a través de los siglos. Viajarán para intervenir en la guerra de Troya, se sumirán en el reinado de Tutankamón, o la Florencia renacentista de Leonardo da Vinci, y sus invenciones, le abrirán sus puertas. Y hasta conocerán antiguos presidentes de los Estados Unidos. El objetivo es corregir hechos históricos, que todo siga su curso normal, abriendo la curiosidad de los espectadores. Las aventuras de Peabody y Sherman, además de entretener, educa, una cualidad valiosa y no muy frecuente en este tipo de filmes donde la fantasía es el gran adorno de argumentos ficticios. En este filme, el guión manda con un adecuado rigor bibliográfico, sin caer en lo solemne. Y mucho tienen que ver el director Rob Minkoff (El Rey León, Stuart Little 1 y 2) y el guionista televisivo Craig Wright que trabajó para Lost, Six Feet Under y Dirty Sexy Money. El pulso adulto se nota en el trepidante argumento: los chisporrotazos de humor son efímeros para los más chicos y los mayores ganarán terreno. La sola aparición de Bill Clinton, será una breve muestra de ello.
Roma era una fiesta Candidata al Oscar al mejor filme extranjero, trata sobre la decadencia de la clase alta. Con sólo el desencanto que destila La grande bellezza, Italia es firme candidato a sumar otro Oscar en la vitrina como mejor película extranjera. La esencia de cada personaje se desmenuza fácil, de un tirón. El director Paolo Sorrentino aflora las miserias y (escasas) virtudes de la alta sociedad romana, adentro de una puesta de escena sobrecargada -con el vestuario a la cabeza-, que deja en evidencia la cáscara hueca de Jep Gambardella y los suyos. Pero a él se lo ve solo, apagado, recluso de “El aparato humano” (que lo cobija) que noveló varias décadas atrás para volverse “alguien”, dentro de la alta sociedad romana. Sus escasas amistades lo alientan a encontrar la inspiración para escribir otra novela y salir de su cómodo rol de exitoso periodista. Pero él los ignora, refugiado en cierta autocompasión y falsa modestia. Nada es inocente en el cine de Sorrentino. Por algo cita aquella aspiración de Flaubert: escribir un libro sobre la nada. Metáfora, según su director, de emparentarlo con la urgencia histórica de Roma en pasar a la eternidad gracias a su fastuosa demostración artística. Y hay mucho de cierto en ello. La opulencia nocturna de la Via Veneto de La Dolce Vita de Federico Fellini, junto al paralelismo de un joven Mastroianni y un maduro Servillo, se puede ensamblar imaginariamente con aquel cuchicheo de La terraza (1980), de Ettore Scola. La parte superior de la vivienda de Gambardella es el “ring” de este filme donde vale la pena balconear sus coloridos safaris nocturnos. Sorrentino espía a este bon vivant, presentado como un epílogo dentro de una fiesta que mezcla canciones de Rafaella Carrá con hipnóticos sonidos electrónicos y así recrea un baile orgiástico e histérico sin límite de edad. La fricción de los cuerpos enmarca a un hombre trajeado que muerde un cigarrillo a plena sonrisa. Y se lo ve feliz. ¿O está algo adormecido? Hay que mantener distancia en La grande bellezza, desconfiar. A través del prisma de la mentira se descompone la luz del círculo animal de Gambardella: un circo romano erguido en base a la ostentación, el cinismo y la melancolía. La actuación de Toni Servillo (con quien Sorrentino ya trabajó en El hombre en la luna o Il divo), es soberbia. Puede ser alguien entrañable -de la puerta para adentro de su vivienda- o un sujeto despiadado y repulsivo que pone en caja a sus “amistades”. Sus primeros planos, lo desnudan, siempre entre volutas de humo. Jep, al igual que Giuseppe Garibaldi, lucha por la unificación. Pero no la de Italia, sino la de su ser, cuyo eje se encuentra desperdigado en cientos de noches de excesos. Pero una experiencia religiosa lo pondrá a caballo de su destino. El novelista redescubrirá la belleza de algo extraviado hace tiempo: el sabor de la verdadera existencia. ¿Roma o muerte? Para él, vida.