Los senderos del fuego animado Levantar vuelo, llegar a la exigencia máxima del motor para luego disminuir la potencia y desacelerar. Efectividad: dudosa. Así se resume el resultado la nueva propuesta Disney de Bobs Gannaway (Tinker Bell y el secreto de las hadas), quien se embarcó en la segunda parte del spin-off alado, producto de la exitosa Cars. Si Aviones tenía una carrera planetaria y era alevoso el calco guionístico con su musa de cuatro ruedas, Equipo de rescate pega un correcto golpe de timón hacia una historia que poco tiene que ver con su predecesora. Es más, son casi dos filmes diferentes. Dusty (el ganador de la carrera Alas por el mundo) vuelve a la carga, pero más humanizado, con un corazón (transmisión) que le dice basta. Una falla en su motor lo obliga a que le coloquen una luz de emergencia que le avisará cuando esté exigiéndose de más. Su rebeldía le traerá problemas a él y a sus amigos, y el guerrero deberá reposar: mutar su identidad. Si antes él era individualista (competidor de carreras) ahora deberá trabajar en grupo en el Parque Nacional Piston Peak para que le den la licencia de avión fumigador y así poder levantar la clausura del aeropuerto amigo PropWash Junction, flojo de suministros para evitar incendios. Pero el hidroavión de elite no está solo, lo acompañan en sus tropelías el serio y enigmático helicóptero rescatista Blade Ranger, quien lidera al equipo. También está Dipper, un avión cisterna que admira a Dusty hasta el ridículo, el carguero Windlifter y Cabbie, un viejo transporte militar. El drama de los incendios forestales se repite en Aviones 2 como un mantra de la prevención humana. Las continuas fumigaciones virtuales, vistosos paisajes de bosques y lagos, evacuaciones de hoteles de lujo o escenas de un puente en llamas conviven con un sonido adaptado para oídos infantiles, como la semidistorsionada Thunderstruck de AC/DC. La contracara de ellos será el “super intendente”, un acertado y autorreferencial personaje que buscará conflictuar con Dusty, quien promete un próximo aterrizaje por la pantalla grande.
La evolución tiene su precio Imponente demostración de efectos especiales y ciudades devastadas. Poder y control, con un guión flojo. La frenética evolución de una franquicia tiene su precio. Y más cuando el cine adapta una marca emblemática del mundo animado. De mayor a menor fue el derrotero de Transformers, de la mano de Michael Bay y, como si fuese un triste presagio, la palabra “extinción” en su título calza justo. La ausencia de Shia LaBeouf, protagonista de las tres entregas anteriores, marcó un saldo negativo en este filme que se desangra a pura carcasa escenográfica (las devastadas Chicago, Hong Kong y, en menor medida, Beijing), imponentes estructuras de acero digital -de los antagónicos Autobots y Decepticons- e impecables efectos especiales que llenarán los ojos del público a pura tridimensionalidad. Y sumar una aplastante banda de sonido. No pidan mucho más. Todo comienza 65 millones de años atrás cuando los dinosaurios desaparecen de la faz de la Tierra por una misteriosa fuerza. El motivo habrá que dilucidarlo a través de excesivas dos horas cuarenta de metraje regidos por un (preocupante) guión que busca un continuo contraste entre lo antiguo (con el inefable Optimus Prime al frente) versus las fuerzas del futuro, las hordas mecánicas lideradas por Galvatron y su magnífica materialización. Recuerden el choque tecnológico entre el T-1000 líquido de Terminator 2: El juicio final contra la analogía del T-800 de Arnold Schwarzenegger. La Naturaleza parece estar ajena a tamaña aberración de poder, una ferretería industrial a enorme escala que nada tiene que envidiarle a Titanes del Pacífico, otro tanque metalúrgico-digital. El mayor problema radica en un pobre hilo narrativo donde abundan los dilemas del control (que un padre posesivo se dé cuenta de que la “nena” -la infartante Nicola Peltz- tiene novio) y los roles de poder entre humanos y robots. El manipulador pasa a ser manipulado y el precio a pagar es nada menos que el futuro de la raza humana. Como cita parte del guión: “no se sabe quién controla a quién”. El humor que busca el filme es innecesario, no tiene lugar en esta clase de películas (la escena del ascensor da vergüenza ajena) dejando en offside tanto a Mark Wahlberg (Cade Yeager) como a Stanley Tucci (Joshua Joyce). En este último, el jefe de KSI -a cargo del perfeccionamiento de las fuerzas del mal-, recae la traición, la duda y una posterior redención. “Escapar de su creación”, es la frase con la que sellan su destino. El robot Lockdown y su ejército protagonizan duros enfrentamientos. ¿Otro momento clave? Cuando la nave madre magnetiza todo a su paso (eleva objetos para luego dejarlos caer a tierra), sin dudas de lo más logrado de la película. Vibrante, como el motor vehicular de los rudos Galvatron y Stinger. En cuanto a los personajes secundarios, Nicola Peltz (Tessa Yeager) suma desde sus infinitas piernas y lo de Jack Reynor (Shane Dyson) aporta como el típico carilindo partenaire de una bella rubia. Y se viene la quinta parte.
El malvado resplandor Un espejo medieval arrastra un siniestro secreto con desgraciados propietarios. Tomen lápiz, papel y anoten: Mike Flanagan. El joven director que debutó con la asfixiante Ausencia, se está haciendo un lugar -a los codazos- entre los nuevos cineastas de un género raquítico de ideas. Oculus es de esas películas que no empieza nada bien (muy predecible) pero después remonta. Un milagro en cuanto a terror/suspenso se refiere. El primero. Los atormentados hermanos Russell se juntan luego de mucho tiempo, él (Tim, por Brenton Thwaites) sale de un orfanato para rehacer su vida. Para recibirlo y tenderle una mano está Kaylie (Karen Gillan), su hermana, que le regala plata, consigue alojamiento y un trabajo. Otro milagro. La muchacha, desde el vamos, parece muy compenetrada con el trabajo de Flanagan, con un guión dominado por las miradas y por maquiavélicos espectros que salen de los espejos. Ella siempre mira fijo, parece que no pestañea. Su hermano, entre asombrado y asustado, obedece a los designios de Kaylie, quien trabaja en el mundo de las subastas. Ojos bien abiertos para un filme que, en cuatro planos, muestra tres espejos diferentes, como si el director señalase con el dedo hacia dónde ver. Y así llega un espejo medieval de 1754 que arrastra un siniestro secreto con una colección de desgraciados propietarios. Plantas que se pudren en la casa, filmaciones para captar espectros (no olvidemos que detrás de Oculus están los productores de Actividad paranormal), imágenes perturbadoras en primer plano de las víctimas y tanto Tim como Kaylie que desean descubrir el secreto de un espejo que los atormentó de pequeños. ¿Cómo? Sí, Flanagan tomó la gran decisión de coser una trenza cinematográfica entre pasado, presente y futuro donde los jóvenes ven (a través de espeluznantes flashbacks) brutales experiencias de sus padres: convivir con el siniestro resplandor. Y ellos siendo tan sólo unos niños. Por momentos el espectador no sabrá en qué espacio temporal navega el filme. Oculus posee un ritmo vertiginoso, brusco y, a veces, tan desmedido que tanto los adolescentes como sus “dobles” infantiles, se tocarán. Siempre perseguidos por lúgubres fantasmas con ojos espejados (¡intimidantes!) que harán mirar de reojo al espejo que uno tenga cerca.
Adaptación del libro de Pablo De Santis, suma en la ambientación y el clima intimista. Un mundo de fantasías, versión juegos de mesa, desplegó el director Juan Pablo Buscarini (El Ratón Pérez y El arca) en la Ciudad de los Niños, en Gonnet. El objetivo fue recrear Zyl, la onírica tierra de El inventor de juegos, donde esta Babel cinematográfica (coproducción con Canadá e Italia y un elenco norteamericano-europeo) destiló desafíos, melancolía y el impulso de una búsqueda. La película se centra en Iván Drago -metáfora de lucha con el implacable boxeador ruso de Rocky IV (1985)-, el personaje encarnado por David Mazouz (Bruce Wayne, en la tira Gotham) a quien puede compararse con Charlie Bucket, el personaje del filme Charlie y la fábrica de chocolate. ¿Por qué? Veamos. Uno, la superación e inventiva como motor. Iván buscará ganar un concurso sin fin para diseñar originales juegos de mesa; obviamente se alzará con el premio mayor. Por su lado, el humilde Charlie era el elegido para codirigir la dulce factoría del excéntrico señor Wonka. Dos, la ausencia/conflicto paternal y sus consecuentes traumas. Tópico repetido en el cine de Tim Burton (desde La leyenda del jinete sin cabeza, El gran pez, etc.) y la ligazón con la misteriosa desaparición de los papás de Drago luego de un viaje en globo. Tres, un excéntrico personaje dueño de un imperio lúdico. El actor Joseph Fiennes (Shakespeare apasionado) encarna a Morodian, el misterioso líder de La Compañía de Juegos Profundos, que vendría a ser como el Willy Wonka de Charlie... pero sin la versatilidad y el histrionismo de Johnny Depp: Fiennes se esconde detrás de un papel de novela algo exagerado. La adaptación cinematográfica del libro homónimo del escritor Pablo De Santis, publicado en 2003, suma en cuanto a la ambientación y el clima intimista-lúdico que genera. Tanto la fotografía del filme como la lograda banda de sonido sumergen al espectador infanto-juvenil en un realismo mágico que pendula entre la inocencia y la crueldad. En este amplio vaivén se pierden -como si fuese un juego de cartas-, barajas importantes: la brecha entre dos públicos diferentes necesita de un guión que desmenuce a cada uno de los personajes para su doble comprensión. Esto no ocurre en El inventor de juegos. Como si fuese un sólido bloque de cemento, la narración se transporta de un ambiente a otro en forma homogénea, sin darle lugar a los matices y la sensibilidad del atractivo universo que el filme recrea. Esta película tiene sus aciertos, sobre todo desde el plano irreal, como el colegio que se hunde (guiño mágico al Hogwarts de Harry Potter) o el pintoresco papel de Alejandro Awada, actuando en inglés por primera vez. Pero sobran las falencias: el metraje del filme se estira demasiado con la excesiva interacción entre Drago y Morodian, los consejos del abuelo Nicolás Drago (Edward Asner) y la aparición de Anunciación (Megan Charpenter), la niña con poderes, que desentona en comparación con Mazouz, toda una revelación. El final de esta película (feliz, obvio), pareció cerrarse a las apuradas, sin un amplio desarrollo, algo que sobró en el resto del filme.
Fantasmas para novatos Otra tragedia familiar con espectros atraídos por adolescentes, en un filme de manual. “Si hay fronteras, quizás haya un cielo”. Frases tan crípticas como esta, pronuncia Samantha (Liana Liberato), la confianzuda adolescente que pivotea una historia de fantasmas, cruzada con una relación de amor e histeria juvenil. La invocación, opera prima de Mac Carter, viaja hacia lo seguro, sin la irreverencia de, aunque sea, buscar romper la rígida estructura de un filme de terror post 2000: casa embrujada con una tragedia familiar (los Morello) a cuestas y la llegada de nuevos habitantes. Los recurrentes flashbacks, en tonos sepia e imágenes difusas, busca adiestrar (¿o anestesiar?) el ojo de un espectador acostumbrado, y cansado, de este tipo de filmes que, por tan enrevesados que son, pierde el eje del miedo y la intriga que busca generar. La familia Morello parece estar maldita: el joven Mathew choca con su automóvil, la pequeña Hillary se ahoga, la adolescente Kate se ahorca y papá Franklin (odontólogo él, una profesión exprimida cinematográficamente por la morbosidad) sufre un accidente doméstico mortal, inducido por una fuerza del más allá. Sólo sobrevive Janet, pediatra ella, la exagerada caracterización de Jacki Weaver, quien tiene reacciones innecesarias (llámese gritos) y una mirada perdida que es la envidia de cualquier homicida de estirpe. Viajando a estos tiempos, la familia feliz (los Asher), se hacen con la mansión. Y su macabra herencia. En el clan se destaca Evan (Harrison Gilbertson, de tibia actuación), un inocente joven seducido por Samantha, la vecinita sometida por la violencia de su padre alcohólico. ¿Típico, no? Ella irrumpe en la casa familiar de los Asher como si nada la detuviese. Y no tiene mejor idea, ya que conoce la historia de los Morello, de llamar a seres del más allá. La invocación será por voz electrónica, con una vetusta caja y sistemas de dínamo y lamparitas, a contrapelo de la tecnología de hoy, buscando un forzado efecto vintage que se retrotrae a filmes exitosos en la materia espectral con El conjuro, a la cabeza. La aparición del ente maligno y la posesión de sus víctimas (ojos completamente negros, venas hinchadas, palidez extrema) es lo poco rescatable de un filme que se estanca en el flirteo amoroso y la timidez de la parejita, sin ahondar, desafortunadamente, en los papeles secundarios. Una película que, por lo predecible, asusta.
Decir mucho con poco “Menos es más” citaba el arquitecto alemán Mies van der Rohe para asentar las bases del minimalismo. Esta premisa parece rescatarse con Cae la noche en Bucarest, la despojada película del rumano Corneliu Poromboiu a cargo de, entre otras, 12:08 al Este de Bucarest (2006) y Policía, adjetivo (2009). En poco menos de 20 planos secuencia (siguiendo el mandamiento guionístico del filme de que cada uno “no puede durar más de 11 minutos”), el realizador expuso el nervio del rodaje como si fuese un autotributo. Su alter ego es Paul (Bogdan Dumitrache), un neurótico y obsesivo cineasta, insatisfecho por las tomas realizadas para las últimas dos semanas de filmación de su película. En ella trabaja Alina (Diana Avramut), una actriz secundaria y contracara de Paul, por su metódico proceder. Gracias a los caprichos (y el deseo) de su director, Alina tendrá más pantalla de lo pautado en el libreto, una forma solapada de prolongar el vínculo. Paul vive solo en una casa que parece aséptica, blanca, fantasmagórica, donde su salud se mina con varios cigarrillos diarios, alcohol y una brusca alimentación (la película hace mucho foco en el aspecto culinario) y -vaya paradoja- una hipocondría enfermante: piensa que tiene una úlcera estomacal pero sólo es una gastritis. Cae la noche en Bucarest es visceral, se mete como una endoscopia en la vida de sus protagonistas donde la puntillosa, y ácida, narración es el martillo y, el silencio, (casi no hay música en el filme), el yunque. Allí se forjará el acero estructural de un filme que necesita poco para decir mucho, sólo iluminados ambientes de una vivienda, bares, hoteles o el interior de un vehículo que desgranan el devenir de sus protagonistas. La crítica del fin del “fílmico” y el auge del digital como soporte cinematográfico, una ácida mirada al cine de Antonioni o la constante soberbia de Paul frente a su musa, construyen a un ser entre onanista e histérico. Las eternas dudas del realizador o su insistencia con el desnudo llevan a Cae la noche en Bucarest hacia el sendero de una película lenta, de difícil digestión , como si la ficción y la realidad se devoraran la una con la otra.
Paredes, ojos y oscuridad Historia tenebrosa, en casa con sorpresas. Luces que tintinean, la obsesión por filmar una pared empapelada (el decorado asusta por el mal gusto) y el manejo de la profundidad gracias a la oscuridad, enmarcada por una puerta abierta o agujeros que sirven de mirillas. Con sólo esos elementos, al debutante Nicholas McCarthy parece que le dijeron: “arreglate con esto, es lo que hay”. Y ensambló como pudo una tenebrosa historia desde el guión donde Annie (Caity Lotz) debe encontrarse con su hermana Nichole (Agnes Bruckner) para el funeral de su madre. Pero esta última no aparece para la cita. ¿Culpa de las adicciones de ella? Desde la desaparición de Nichole, como así también de la pequeña niña que adopta, Annie comienza a construir un rompecabezas familiar: el siniestro pasado de los Barlow (la parte del archivo, suma) que transcurre dentro de la vivienda donde ella pasó su infancia. Todo se precipitará al dar con una falsa pared que esconde una puerta y allí comienza un nuevo filme, con un suspenso logrado. El pacto parece una película de terror diseñada para arquitectos. Hay que hurgar en los planos (de diseño) de la casa, se filma al detalle los materiales de la vivienda (empapelados, pinturas de paredes y puertas) y se develan los secretos de construcción (y destrucción) de un lugar cuyo suelo (un desprolijo parquet) hasta es usado como un improvisado tablero ouija. Pero con tanta escenografía, donde la banda de sonido “empuja” a la sugestión y los tonos ocres hacen el resto, Nichole debe viajar al pasado. Para ello está la medium Stevie (Haley Hudson, caracterizada tan pálida que parece de otro mundo), quien es su nexo con los secretos familiares a los cuales Nichole deberá enfrentar. Entre ellos un peligroso tío, con un peculiar caminar, que asoma entre los rincones de la casa y cosecha sustos desde su penetrante mirada. Todo reflejado desde el otro lado: espía del más allá.
Lanzamiento de emociones Los tiempos cambian y el representante de deportistas Jeff Bernstein (Jon Hamm) ve cómo se apagan las estrellas que alguna vez iluminó con su asesoría. Este playboy que emana superficialidad y se pierde por el lujo, las modelos y el perfume del dinero, vive una encrucijada profesional. Pero gracias al fortuito zapping televisivo, aparece la figura de Susan Boyle (en el momento en que deslumbró por primera vez al jurado del Britains Got Talent 2009) y en el canal siguiente ve un partido de cricket en India. ¡Eureka! La obviedad pega el primer zarpazo en Un golpe de talento: armar un reality de lanzadores en la India (llamado Million Dollar Arm, título original del filme) para luego exportarlos a las ligas mayores de beisbol en los Estados Unidos. Para ello, Jeff viaja a Asia (bancado por un millonario oriental) y da con sus elegidos: Rinku (Suraj Sharma) y Dinesh (Madhur Mittal) que adaptan su peculiar forma de tirar al béisbol. El proceso de reclutamiento atrapa, pero de vuelta en América, todo se licúa cuando se ingresa a un espiral de pseudopaternidad de un Jeff ausente y despreocupado con sus discípulos. De yapa, aparece una vecina, la buena de Brenda (Lake Bell) quien con su media sonrisa parece más una madre confidente de “los niños” que la eventual conquista del ejecutivo. La película en el ámbito casero pierde fuerza, se repite y ahonda en la soledad de Rinku y Dinesh, perdidos en una tierra lejana que los paraliza. Su motor es cierta ingenuidad y espiritualidad (rezan, meditan) y las pocas veces que tienen vida social (fiestas), arruinan el momento. Nada nuevo. Al ver que Un golpe de talento se basa en una historia real, aumenta la frustración de esta oda de sentimentalismos, ganas de sentar cabeza y formar una familia. El director Craig Gillespie debería haber apretado el acelerador, más vértigo y menos lágrima.
Era hora de que Adam Sandler deje sólo de hacer reír y apele a las emociones. Eso no quiere decir el golpe bajo, lo chabacano, sino al nervio: la familia ensamblada. Luego de la olvidable Son como niños, el adultescente Jim (Sandler) encarna a un padre viudo a cargo de tres hijas (una de ellas llamada Espn, ja) quien busca reencausar su vida sentimental con una (fallida) cita a ciegas con Lauren (Drew Barrymore), su contracara: ella es rígida, obsesiva del orden y tiene dos hijos, con personalidades muy bien diferenciadas: un nerd y otro hiperquinético. Jim y Lauren siguen con sus vacías vidas hasta que se cruzarán nuevamente, pero no en la ciudad. El acierto de Luna de miel en familia fue salir del ámbito urbano, recurso hiperexplotado, y aterrizar en tierras africanas con un resort de recreo para familias de todo tipo. Allí empieza otra película: los límites entre adultez y niñez, por momentos son difusos con un sinfín de actividades. Y los momentos románticos, brillan. Cuando la diversión programada asfixia, la naturaleza da su mano en el filme, en un tono algo trillado, y aparecen personajes graciosos como el desmemoriado anfitrión (Mfana) o el divertido grupo Thathoo, una versión oompa loompas (vean Charlie y la fábrica de chocolate) que hacen un variado sketch según cada acción. Frank Coraci (con quien Sandler trabajó en El aguador, La mejor de mis bodas y Click, perdiendo el control) reinventó a uno de sus actores fetiche y lo liberó del argumento jocoso para que coquetee con el drama (atención al fantasma de la madre ausente). Luna de miel en familia no se atropella en gags desmedidos, cada uno cae y se decanta sin forzarse. Atención a la lúdica pareja Eddy (Kevin Nealon) y la pulposa Ginger (Jessica Lowe): años atrás podría haber sido Jim y Lauren, Pero no, los tiempos cambian.
Postales de otros tiempos Barroca por donde se la mire, la opera prima del cordobés ganador de un Oscar no escatima en recursos. Y luce sobrecargada. Una opera prima es una apuesta fuerte, a todo o nada. Pensada durante años y, varias veces, finiquitada al filo del cierre en la isla de edición. La promocionada Amapola es artesanal, consistente en su puesta en escena, con un ambicioso guión (lo que no quiere decir efectivo sino efectista) y con cambios temporales (presente y futuro) que buscan darle agilidad. Este es un filme que navega entre la ostentación, lo paradisíaco y -a pesar de tener varios condimentos para llevarlo a cabo con éxito- lo sensual, elemento que queda anclado a un guión teatral, poco arriesgado y conservador. El debut como realizador de Eugenio Zanetti, ganador del premio Oscar en dirección de arte por Restauración, no escatimó en recursos. Al contrario, sobrecargó. Amapola luce barroca por donde se la mire y la luz encandila las actuaciones de una nutrida familia de artistas. Todo es una brillante postal: del paisaje, el decorado, la arquitectura y hasta el fastuoso vestuario de los actores. La historia se ensambla alrededor del Gran Hotel Amapola (el Tigre Hotel, ahora Museo de Arte de Tigre) que bordea el Río Paraná. Este filme se puede enlazar tanto estéticamente al Gran Hotel Budapest hollywoodense como a su cast estelar. La hipnotizante Geraldine Chaplin, Leonor Benedetto, Lito Cruz (lo más creíble), un sobreactuado Nicolás Scarpino, Elena Roger, entre otros, tienen un mejor desempeño actoral que la pareja protagonista: Amapola (la estadounidense Camilla Belle) quien se esfuerza por castellanizar, pero suena como la sueca Alexandra Larsson, mientras Luke (el canadiense François Arnaud) se muestra tan ingenuo como los papeles de ambos, presos de un cuento de hadas y embebidos dentro de un limbo temporal que los mantiene vulnerables y ajenos a lo que sucede en la sociedad. El guión se fuerza en timonear el amargo destino de Amapola, que viaja mental y físicamente hacia tres puntos: la muerte de Eva Perón (26/7/1952), el golpe de estado liderado por Juan Carlos Onganía (28/6/1966) y un país al borde de la guerra de Malvinas en 1982. Tanto en los años ‘50 y ‘60, la época de esplendor familiar, se refleja con un dorado otoñal que contrasta con los agrios años ‘80, donde predomina el tono azulado y la oscuridad teñida de traiciones y desgracias familiares. Amapola buscará torcer ese camino a través del tiempo, intercediendo en la versión musical de Sueño de una noche de verano, la obra de Shakespeare que la familia Guerrero hace año tras año para agasajar a sus invitados: el marco musical y teatral del filme. Un último punto llamativo son los diálogos, con un enredado cruce del inglés al castellano, que suena poco natural, y hasta donde los nativos parecen extranjeros.