Cegados por la luz En el Día de San Valentín, Un cuento de invierno es un corazón que colapsa cinematográficamente por la inmensidad de la novela homónima de Mark Helprin (casi 800 páginas), en la cual se basó el filme de Akiva Goldsman. Este novel director, guionista de El código Da Vinci, Soy leyenda y Angeles y demonios, entre otros, comprimió a la fuerza drama, fantasía, suspenso, algo de terror y acción. Y por su ambición se quedó con una película vacía y sin identidad. Encandilada por una historia que no supo resolver en pantalla. La trama gira en torno a Peter Lake (Colin Farrell, en la piel de un huérfano, devenido en ladrón) que es abandonado en las aguas, como si fuera un Moisés del siglo XIX. Su conexión es la luz. Desde las estrellas, los faroles de Nueva York (con voraces saltos temporales entre 1895, 1916 y 2014 que dejan perplejo tanto a protagonistas como a espectadores), las piedras preciosas y hasta una moneda que vuela en manos de un citadino. El destello de cada material transporta a Lake, quien se enamora de Beverly Penn (Jessica Brown Findlay, de correcto papel), una chica condenada a muerte por tuberculosis. Y allí el “drama” del filme: ella morirá frente a él, no revivirá, como sucede en la mayoría de este tipo de películas. Desde ese momento todo será desesperación para Peter, habrá que afilar el ojo y seguirle el ritmo a la película. Lake es perseguido por el diabólico Pearly Soames (un rígido Russell Crowe) y habrá espacio para la mitología griega con la aparición de un pegaso blanco y sus alas formadas por varios haces de luz, que luego desaparecen. Con el correr del metraje, esta película busca llamar la atención con un trabajo de investigación (y el rol de una niña, luego anciana, que confunde más las cosas) en donde se revisan fotos familiares del pasado como si fuese una versión dulce de Volver al futuro. Pero falla. Un cuento de invierno no conmueve, carece de suspenso y hasta Will Smith hace su peor aparición en la pantalla grande. Créanlo. El pastiche se resume en la escena del pegaso que recorre un cementerio en medio de la noche y se pierde en el cielo. Estrellado.
A los quesos por su nombre Como si fuese un Harry Potter en una versión más inocente y hecho ratón, el pequeño Edam, un aprendiz de mago, protagoniza junto a sus amigos una road movie que recorre paisajes urbanos y naturales para hallar el diente de una princesa. ¿Una versión aventurera y animada del Ratón Pérez? Ese diente es la llave mágica para salvar Rodencia -el pueblo donde viven los ratones- del acoso del demoníaco Rotex, el rey de las ratas que cabalga a una serpiente. El, junto a su ejército del inframundo, buscará apoderarse del mundo de los ratones y, luego, dominar a la raza humana. Un importante condimento de este filme (que ganó el premio a la mejor película Infantil en el BAFICI 2013) es la magia, que no está en los objetos, “sino en los corazones, por eso la magia de Rotex es negra”, dice Blue, el mayor mago ratón de Rodencia. Otro rasgo peculiar del filme es que los protagonistas tienen nombres de diferentes tipos de quesos: el protagonista Edam, el valiente Roquefort, su aliado, el gordinflón Gruyere, y la celosa y corajuda Brie, fiel admiradora de Edam, quien guarda un gran secreto. Los diálogos y escenas (con una animación más que lograda, aunque sin profundizar en los rasgos y detalles) posee su toque criollo, como las tonadas de dos de los guardias. O cuando, en medio de la travesía, los ratones se preguntan: “¿Qué extraño fruto será éste?”, al ver una pelota de fútbol y estar “entre gigantes” (humanos) en medio de un “picadito”. El asombro es una constante en Rodencia y el diente de la princesa, que busca atrapar la atención de un público no mayor a los 10 años. Las situaciones de confusión y el humor infantil son los pilares. La acción es inmediata, el suspenso casi está ausente, y se peca de saltar muchas veces -de una situación a otra- sin coherencia temporal. Un montaje abrupto genera una forzada dinámica de acción. La lucha “luz versus oscuridad” y los hechizos, con disímiles resultados, engarzan una linda historia para comerla de un bocado.
El gol de la remake La nueva versión del filme de Paul Verhoeven realzó el aspecto humano del cyborg, ahora negro, en su lucha contra el crimen. La mayoría de las remakes 2013 dejaron sabor a poco en el paladar del espectador. El terror y la acción fueron vívidos ejemplo de ello. Por ende, las esperanzas puestas en RoboCop no eran muchas. Al retrotraerse hacia el cyborg policial de Paul Verhoeven (1987) y avanzar en el tiempo, vimos cómo las secuelas del filme (1990 y 1993) oxidó al héroe de acero. Por ende, se acertó en sacarle lustre a la primera versión, a la génesis del agente de Detroit, Alex Murphy. El director brasileño José Padilha puso en marcha con Tropa de Elite su implacable mirada hacia la política conjugada con los grupos armados. Y en RoboCop no le tembló el pulso, por más encorsetado que estuvo frente al guión. El realizador carioca dio muestra de cómo entrelazar la tensión fílmica entre un gobierno de turno, la voracidad empresarial -la inefable OmniCorp encabezada por Raymond Sellars, a cargo de un gesticulador Michael Keaton- y la difusión, de la mano de Samuel Jackson, con el ampuloso mesías televisivo Pat Novak. Todo esto, encadenado con los últimos adelantos científicos de la robótica. Difícil. Queda claro que el actor Joel Kinnaman no tiene el carisma de Peter Weller, pero da en el blanco con el foco del filme: el emotivo componente humano que nutre (¿y domina?) a la máquina. La lucha de sentimientos endulza las armas de última generación. No por nada este Murphy conserva una mano humana y otra artificial, a diferencia del original con extremidades de acero. Sus pensamientos post atentado (una detonación vehicular) lo vinculan con su fibra sensible. Puede soñar con una canción de Frank Sinatra, llorar por los suyos y, a su vez, procesar una inigualable base de datos de criminales. Calor y frío. La anatomía del justiciero también genera empatía: gran decisión la de “descarcasar” al héroe, dejando ver, por momentos, sus pulmones, corazón, cara y cerebro, que parece flotar dentro de una estructura última generación. Más allá de lo orgánico, RoboCop es una película panfletaria donde las leyes por estar a favor o en contra de la robotización de las fuerzas policiales pendulan los ánimos de la opinión pública. Las traiciones y connivencia empresarial-gobierno serán más de lo mismo, no se verá sangre y la construcción del relato se nutre en la relación creador-máquina con el doctor Norton (Gary Oldman, lo mejor) y su Frankenstein anti-delito. Ventaja para la remake.
A la pesca de una historia El director se mete en la vida de dos niños pescadores de Nicaragua. La observación e interacción, como eje fílmico. Maicol y Bryan son dos amigos que viven en Greytown, un pequeño pueblo sobre el Caribe nicaragüense, aislado del resto del país por una densa selva. Ellos deben comenzar a trabajar. Y la pesca del tiburón es una alternativa. Pero mucho antes de que incursionen en el mundo de las líneas de nylon y redes (acá la pesca es manual, nada de cañas), los jóvenes serán seguidos de cerca por la cámara del director Alejo Hoijman, autor del logrado documental Unidad 25, donde mostró las prácticas de conversión al evangelismo, en una penitenciaría. El ojo de tiburón, premiado en los festivales de Cartagena de Indias, Roma y a nivel local, hace un retrato desde la confianza entre el realizador y los muchachos. Profundo, y sin timidez, Hoijman deja que los chicos exuden todas sus debilidades y deseos. Y, además, cumplan el rol de “actor” (aunque hagan de ellos mismos en forma fresca y natural) y espectador, ya que por momentos verán algunos adelantos de este filme. Una linda forma para empatizar con ellos. Los sonidos de la naturaleza, la potente fotografía del verde selvático -que todo lo domina- sumado a los pícaros diálogos (a veces inentendibles) de los jóvenes, ensambla un combo de realidad y ficción que parece extraído de un manual sobre pesca embarcada. Con el correr del metraje el documental peca de repetitivo: las continuas anécdotas de sus protagonistas (siempre un grupo de jóvenes) navega entre los juegos playeros y paseos recreativos en lancha. Recién a la hora, la intervención de los adultos le pondrá pimienta al filme, sacándolo del sopor selvático y llevándolos a la verdadera acción pesquera. El ojo del tiburón es un filme de desafíos. Hoijman filma sobre una barcaza, sigue -a pesar del movimiento del oleaje- el devenir de los pescadores. Y en las tomas nocturnas, el público tendrá que adivinar algunas situaciones.
Secretos en el campo En su opera prima, la directora Bárbara Sarasola Day, quien antes realizó los cortometrajes Exodia y El canal, plasmó la llegada de Joaquín (el colombiano Alejandro Buitrago) a una casa de campo. El arribo del muchacho oxigenó las distancias pasionales entre Helena (María Ucero) y su marido, Ernesto (Luis Zembrowski). A Joaquín se lo ve distendido, feliz, lejos de su celda: un centro de rehabilitación para recuperarse de sus adicciones. Fue enviado, en contra de su voluntad, a pasar un tiempo cerca de la naturaleza. Y se acostumbrará, cigarros en mano. El arribo del muchacho libra en la pareja una silenciosa batalla de deseos, algo que se fue apagando entre ellos, fatigado por la dificultad por concebir un hijo. La novel directora plasma, desde la artesanía de este drama de observación, una rica historia de secretos entre los protagonistas. La tensión flota en el aire, cada uno tira de una cuerda imaginaria como si fuese una cinchada. Y en el medio está Joaquín, quien cumple un rol entre enigmático y ambiguo, matizado por su, no tan casual, aspecto andrógino. Desde la contemplación, él sembrará dudas (y desafiará) los conflictos que se le crucen: se niega a disparar una escopeta o pregunta qué sucede si los gallos de riña no pelean. Navega en contra de la corriente. La abstracción es su arma, porque sabe que con el tiempo la explosión de situaciones será inevitable. Y comenzará a gatillarse la verdadera “cacería” humana. Deshora es un filme cuerpo a cuerpo donde la intimidad es un candado abierto por la llave del deseo. Las miradas penetran a los personajes. El sexo hará el resto. Los campos de tabaco, una laguna artificial y la espesura de la selva son bocanadas de aire fresco ante la erótica y sofocante situación en el interior de la finca. Un filme de contrastes. Un limbo.
“Gladiador”, a la griega “Una película que reinventa los orígenes del épico héroe”, reza la gacetilla de prensa sobre La leyenda de Hércules. Un mal presagio en un momento donde Hollywood no se toma en serio la Historia (sí, con mayúsculas) y la deforma a gusto y piaccere . Con Yo, Frankenstein ya se vivió el absurdo de “reinventar” una novela. Pero la falta de respeto, en este caso con la mitología griega, estremece con esta producción cuasi épica, donde la solución se buscó en la media sonrisa y ojitos seductores de su protagonista (Kellan Lutz), una linda chica (Gaia Weiss) y cuerpos varoniles bien trabajados (todos los demás hombres que aparecen). Y listo. El argumento es conocido: la reina Alcmena invoca a Zeus, el dios de la guerra heleno, quien le dará un hijo: Hércules. Su marido, el temible rey Anfitrión, al sospechar del origen sobrenatural del niño, lo envía a una misión a Egipto para que lo asesinen. Pero sus victimarios, obvio, fallarán. Y desde ese momento, La leyenda de Hércules pasa a ser Gladiador (2000), versión griega. Aquel que vio el derrotero del guerrero Maximus Décimo Meridio lo emparentará con Hércules por su destino de esclavo-a-salvador. Y en el cobarde Ificles (Liam Garrigan), medio hermano de Hércules, verá reflejado al traicionero emperador romano Cómodo (Joaquín Phoenix). La doncella en cuestión, Hebe (sí, Gaia Weiss), es casi un doble de Lucila (Connie Nielsen), adaptada por Ridley Scott. Pero, obviamente, Gladiador tiene un 10% del componente fantástico de La Leyenda de Hércules. Las copiosas lluvias digitales, los sonidos épicos, las lenguas de fuego que buscan atravesar fortalezas inexpugnables y, el colmo del absurdo, llega en el uso y abuso del slow motion aplicado a cada salto sobrenatural del protagonista con las gotas de barro que se desparrama lentamente por toda la pantalla. Ni hablemos de las cualidades únicas para la lucha del fortachón Hércules. Su escudo, lanza, espada y demás artilugios bélicos... sí, también recuerdan a Gladiador. La fuerza de Zeus, con su rayo benefactor, podría acercarla a la vikinga Thor. ¿Ante que estamos? Frente a un collage que ni la serie televisiva Spartakus o la producción Furia de Titanes puede igualar desde lo irreal. Sólo se codea con la espartana 300 y su ejército de hombres invencibles.
Reciclaje, sin estilo El clásico personaje de Mary Shelley vuelve, sin su aspecto monstruoso, en una película con una puesta digna de un videojuego. Parece que la crisis no es sólo europea, la austeridad también llegó a Hollywood con un reciclaje de ideas y personajes que da miedo. Sino pregúntenle a Kevin Grevioux, la mente detrás de un filme que marcó a los jóvenes amantes del cine con tintes góticos, tapados largos, catedrales, cementerios. No es El cuervo, tampoco Van Helsing, Blade o la Drácula de Francis Ford Coppola (vade retro), sino Inframundo (Underworld), que desde 2003 nos regaló cuatro películas repletas de oscuridad y la eterna lucha de hombres lobo vs. vampiros. Y los humanos como testigos de la crueldad. Nada nuevo, pero efectivo. Pasó 2013 y la estela de ese filme protagonizado por Kate Beckinsale (la chupasangre Selene) se apagó. “¿Qué hago?”, habrá pensado Grevioux luego que su saga se quedó sin más trapos con hemoglobina por escurrir. Fue a lo fácil, recreó una especie de réplica de Inframundo mutada con la archiconocida novela de Mary Shelley, la proyectó 200 años después y, por si fuera poco, le sacó a Frankenstein todo el aspecto monstruoso que lo hizo famoso. Así se gestó un súper humano inmortal, llamado Adán, que peregrina por una Tierra oscura para mitigar su dolor. ¿Lucha o se relaciona con licanos y úpires? No, las razas sobrenaturales fueron trocadas por -los buenos-, una orden de gárgolas que al morir ascienden al cielo, y -los malos-, un clan de demonios que al pasar a otra vida, descienden al averno. Original Kevin. Frankenstein es Aaron Eckart, quien lejos de tener una mala actuación, se circunscribe a un papel entre egoísta y justiciero donde un libro explica su origen. Jamás sonreirá, ni ante la hermosa Yvonne Strahovski, en la piel de la científica Terra, única llave para que Adán conozca su génesis. Otro guiño a Inframundo es reciclar al actor Bill Naighy, en aquella saga como jefe de los vampiros, y ahora en la piel de Naberius, el Principe de las Tinieblas que busca multiplicar a sus súbditos infernales para dominar el mundo. La puesta en escena de Yo, Frankenstein es digna de un videojuego en tercera persona, en donde las batallas virtuales parecen reflejadas dentro de una sombría estética del filme. Los personajes parecen funcionar bajo comando con logradas coreografías incluidas. Los efectos especiales, donde no faltan llamaradas ni armas bendecidas con símbolos, son los pocos destellos de una película para el olvido. ¿Qué pensará el mítico Boris Karloff o Robert De Niro (Mary Shelley’s Frankenstein) al ver esta aberración histórica? Volvé Selene, te perdonamos.
Sólo deben creer en él De niño a hombre. Justin Bieber´s Believe es la lógica continuación de Never Say Never (2011), que mostró la construcción -y explosión- del ídolo teen de 19 años. Eso sí, a años luz de sus comienzos. Si no, vean los casos de Selena Gomez, Miley Cyrus, Taylor Swift... Este documental se enfocó en la gira que lo trajo al país, por segunda vez, con eje en un show en Miami donde JB demostró todo su despliegue físico, escénico y musical. Pocos temas, mucha charla y escaso 3D es la fórmula de este filme, donde se muestra parcialmente la “cocina” del universo Bieber: la preselección de bailarines para su gira, entrevistas a su manager Scooter (que regala tickets “camuflado”), sus mesías musicales, crew de gira y, lo jugoso, las declaraciones del entorno familiar. Todo este documental es a pedido (y medida) de sus fanáticas: muchos planos detalle de ellas durante el concierto, palabras de amor y una escala de gritos que se amplificará en las salas de cine. Eso sí, olvídense de las polémicas extramusicales que lo llevan a las primeras planas. Y hoy, sugestivamente, son casi diarias. No hay rigor periodístico en las preguntas que le hacen ni son duros con él. Varias veces se lo pone en papel de víctima y le repiten cara a cara que muchos lo quieren ver caer. Y Justin pone cara de circunstancia. Si a las believers les faltó emoción con este filme, Believe golpea duro (y bajo) con la extensa aparición de Avalanna Routh, su “esposa”: una nena de seis años que falleció en septiembre de 2012 luego de luchar contra un cáncer cerebral. Y Justin, le cumplió el sueño de “casarse” con ella y rendirle tributo en vivo. Bien emotivo.
Crear desde el encierro El director iraní Jafar Panahi dirigió esta película mientras cumplía arresto domiciliario en Teherán. Puro ingenio y coraje. “Es importante que las cámaras estén encendidas”. La frase de Mojtaba Mirtahmasb, amigo y colaborador del director Jafar Panahi, resume la potencia de Esto no es un film, una película ingeniosa que demuestra cómo contar una historia sin necesidad de actuarla. Pero la historia del realizador iraní no es fácil, fue detenido en marzo de 2010 por sus filmes críticos hacia el gobierno y condenado por la justicia de su país a seis años de reclusión y la prohibición por 20 años de ejercer cualquier actividad cinematográfica. Panahi quedó libre de las rejas (previo pago de fianza de 200 mil dólares) aunque continúa bajo un estricto régimen de arresto domiciliario. Por todo esto, el forzado encierro doméstico es el ámbito para esta película con un mensaje de cabecera: “¿si podemos contar una película, para qué hacerla?”. Entonces Panahi se dejó filmar por su colega Mirtahmasb y, no pudo con su genio, también registró a su amigo con un teléfono celular. De esta forma el director explicó a cámara el guión de un proyecto (hasta 2011) trunco: la historia de una muchacha inspirado en un breve cuento de Antón Chéjov. Desdoblándose como actor y guionista, el iraní (quien en 2013 sacudió la Berlinale con Closed Curtain) marcó en su casa, con cinta adhesiva y sobre una alfombra, los límites de la imaginaria locación en donde una chica transcurre sus días. Y allí está el nudo del filme: en el plano por plano, secuencia por secuencia (con logradas referencias a filmes de su autoría, como Crimson Gold), donde Jafar explica el devenir de su imaginaria protagonista. Guía al espectador, metro por metro. Con movimientos muy medidos, el realizador de las premiadas El globo blanco, El círculo y Offside hace sentir en carne propia el agobio de la muchacha. Una sofocación que atrapa a Panahi y lo hace viajar mentalmente hacia dos situaciones del exterior: su situación judicial, que le comentan por teléfono, y las detonaciones de los fuegos artificiales que anticipan el nuevo año del calendario persa. Pero él sabe que está solo, aislado en una vivienda que choca con la condición de la mayoría de la sociedad iraní. Es grande, muy decorada y puede pecar de una opulencia que no se condice con la frágil situación de su dueño. La iguana que se trepa al iraní parece ser esa presencia invisible que lo vigila, un estado autoritario al cual Panahi casi no hará mención, excepto en la brutal metáfora punteada de los créditos finales. Lo ponderable de este filme (que viajó al Festival Internacional de Cannes 2011 en un pendrive y pasó la frontera iraní ¡camuflada adentro de una torta!) es que el realizador no se mostró como víctima del sistema que lo condenó sino que, a pesar de destilar melancolía en sus declaraciones, se armó de fuerza en las penumbras de su hogar. Sin resentimientos. Panahi ensambló a un personaje dócil y algo risueño, que no reprocha, sino que asiente. En silencio. Su grito es el cine, por más mordazas que lo quieran callar.
Rescate emotivo Antes de ver Ladrona de libros hay que preguntarse: ¿Estamos frente a un hecho real? ¿Hay que enfocarse en Liesel? ¿O en su entorno? ¿Qué rol cumple el nazismo en este filme? ¿El drama histórico será devorado por una novela juvenil? Luego de la sugerencia, llega el primer tropezón que respeta al best seller homónimo de Markus Zusak: el narrador. La Muerte, relata en off con voz grave y dice frases como “no entrés en pánico, no ayuda”, en relación al inevitable final humano. Espantoso si se ingresa a Alemania, 1938, y un futuro signado por el genocidio de la Segunda Guerra Mundial. Prosigamos. La nieve, un pueblito de estética grisácea y la llegada de la pequeña Liesel Meminger (algo anodino lo de Sophie Nelisse, de Profesor Lazhar) a casa de la familia Hubermann, sus padres adoptivos. La pareja es un dúo de encierro, el interior (en tonos ocres) de su vivienda demarcará territorios y fragmentará la película. Ella, Rosa (Emily Watson), ama de casa autoritaria, con un corazón arrebatado por el dolor. El, Hans, (buen trabajo de Geoffrey Rush) quien navega entre la ausencia doméstica y construye un tierno vínculo con Liesel luego de descubrir el analfabetismo de la niña. Desde la lectura y la escritura, nace la sobriedad, lo mejor del filme. Padrastro e hija viajan entre la habitación y el sótano para crecer juntos entre nuevas palabras. En el subsuelo de esa casa también se esconde un secreto: Max, un joven judío, asilado por la familia para esconderlo de las garras nazis. A partir de la aparición del muchacho, Ladrona de libros caerá en un espiral de repeticiones sin resolver a lo largo de su excesivo metraje. Mutará del drama de la guerra a una pseudo novela adolescente como si la joven, presa de amor-admiración, encarnase la piel de una heroína que “toma prestadas” obras literarias de una aristocrática casona. Y se las leerá al joven refugiado cuya salud se resquebraja, Así, toda la solemnidad acumulada, se irá al diablo. A años luz de la maestría de La lista de Schindler o El pianista, Ladrona de libros pierde fuerza en sus personajes centrales, no habrá mención a las consecuencias de la guerra (por más que la niñe grite “odio a Hitler”) y flamearán demasiadas banderas nazis. Por último, la música de John Williams (candidata al Oscar) resaltará una gran ambientación de época.