Lo manipulador no quita lo emocionante Según John Updike, Harry Siegel y otros prestigiosos cerebros, la novela que inspira a este film es francamente falsa, manejadora, esquemática y empalagosa. Puede ser. Al mismo tiempo, le reconocen «momentos de emoción aplastante», un «virtuosismo impresionante» y otros méritos. Como fiel adaptación, resulta coherente que la película también tenga similares méritos y defectos. No a todo lo largo, pero los tiene. Jonathan Safran Foer, se llama el novelista, nieto de sobrevivientes del Holocausto y seguidor de Philip Roth. Entre sus libros se destacan «Todo está iluminado» (Liev Schreiber hizo una buena versión cinematográfica con Elijah Wood, «Una vida iluminada») y, menos elogiado pero más vendido, «Tan fuerte y tan cerca». Quienes lo llevaron al cine son el director Stephen Daltry («Billy Elliot») y el guionista Eric Roth («Forrest Gump»), que para ello simplificaron el relato, redujeron prácticamente a uno sus varios narradores, aportaron sus variantes manteniendo el espíritu original, y, cosa de agradecer, eligieron muy bien al compositor Alexandre Desplat y a los dos intérpretes principales: el chico Thomas Horn, sin experiencia actoral pero que venía de ganar un certamen nacional de preguntas y respuestas, lo que daba muy bien para su personaje de niño inteligente, imaginativo y sensible, y el venerable Max von Sidow, con una experiencia enorme en variedad de papeles y una voz imponente de la que en esta ocasión nos vemos privados. Es que el chico de la historia sufre la pérdida de su padre, muerto en el atentado de las Torres Gemelas. Ese hombre era también su compañero de juegos creativos, su mejor guía. Ahora el niño tiene la ilusión de haber encontrado un último juego que, quién sabe, su padre estaría preparando. Para resolver la incógnita y sentir más cercano al ausente, recorre New York, que guarda las heridas de aquel atentado pero sigue andando. De ese modo él va aprendiendo ciertas cosas. Más adelante aparece otro compañero de camino: un viejo silencioso, que sufre otras pérdidas. Es un sobreviviente del bombardeo a la ciudad de Dresde, durante la II Guerra Mundial, un tema tratado por Kurt Vonnegut en «Matadero 5». Ahí la historia empieza a interesar mucho más, se enriquece en varios sentidos y alcanza sus mejores momentos. En resumen: la película es inflada, retórica, lacrimógena, se alarga demasiado, lo que digan. Pero tiene lo suyo: lecciones de vida, comprensión del propio sentimiento de culpa, del dolor ajeno y la necesidad de redención, o reconciliación, aprendizaje de crecimiento. Por ese lado vale la pena.
Postales de un duro oficio familiar Cada tanto, alguien se fija en los niños carreros. Cirujitas al mando de un resignado caballo, a veces un jamelgo, en un viejo transporte medio enclenque. También a veces, con suerte, alguien ajustó los tablones y cambió las ruedas originales por otras de auto, que tienen sus ventajas y dan cierto aire de modernidad. El vehículo es más moderno, digamos. No así el cirujeo, ni el trabajo infantil. Como sea, ellos están contentos de su oficio, y orgullosos de tener un caballo bajo su mando y responsabilidad. Entre los documentalistas que se han fijado bien, estuvo hace tiempo Ana Gershenson, autora de un lindo film lleno de ternura y color, y también algún dolor, «Caballos en la ciudad». Era interesante ver cómo registraba, por ejemplo, la dedicación que ponía un carrerito en su animal, cómo lo hacía tusar, lo cepillaba y vigilaba, y apreciar en detalle los sombreros y adornos que los demás carreros ponían a sus «fletes», linda costumbre de otros tiempos que ellos supieron mantener. A Gershenson se suma ahora Hermes Paralluelo, catalán afincado en la ciudad de Córdoba, quien acá nos presenta una familia dedicada al oficio desde, por lo menos, la época del bisabuelo. Fue éste quien bautizó Yatasto a su caballo de carga, risueña asociación con el pura sangre que entonces brillaba en las pistas (el mítico Yatasto que de 24 carreras perdió solo dos, y terminó como padrillo de un stud californiano). El mismo nombre tiene el animal con que ahora la familia sigue el mismo trabajo. La abuela se lo enseña al más chico, que aspira tener un caserón con «una piecita para el caballo». Otro, en cambio, quiere vender el suyo y comprarse una moto. Son tres cabritos, como llaman los cordobeses a sus chicos. La cámara registra su rutina diaria, sus charlas, llenas de humor simple y preocupaciones de pequeños trabajadores. Tienen 15, 14 y 10 años, padres ausentes, tal vez también tengan un futuro asegurado. Un detalle a destacar: Federico Disandro, el sonidista, se preocupó de ponerle un inalámbrico a cada uno, limpiar ruidos molestos, dar un buen fondo, etc., un trabajo realmente a conciencia, que nos permite entender bien, en todo sentido, lo que están diciendo. Y otro detalle, que se destaca como advertencia: Paralluelo se ocupó de poner la cámara fija frente a los tres que van sobre el pescante. Así, en cada salida, más que ver por dónde van apreciamos casi exclusivamente sus gestos y reacciones mientras charlan durante el viaje. Punto. Esto tiene su razón de ser, bastante plausible desde puntos de vista teóricos y formales, pero a la tercera vez que se repite la mecánica más de un espectador empezará a mirar la hora.
Insoportable por partida doble Aparece Adam Sandler como un tipo antipático que espera la visita de su insoportable hermana. Enseguida, el mismo actor aparece como la susodicha hermana, de voz insoportable, modos insoportables, flatos insoportables, e insoportable permanencia en la casa de su hermano y en la pantalla. Para colmo, mal actuada. Nadie espera que Sandler alcance ni siquiera la mitad de la elaborada caracterización que hizo Steve Martin en la comedia «Hay una chica en mi cuerpo», pero aquí se pasa de vago. En fin, esto, que daba para un esquicio televisivo de tres minutos en un programa de medianoche, se ha convertido en una improvisación cinematográfica de 94. Detalle doloroso, pese a tanta berretada, o precisamente gracias a ella, en EE.UU. la cinta recuperó la inversión en menos de un mes. Y eso que declara un presupuesto de 79 millones de dólares jurados ante el fisco. De esos 79 millones, dos monedas de 25 centavos se habrán gastado en maquillaje. El resto, en publicidad y agasajos a las muchas figuras invitadas que aparecen en diversos cameos, todas representantes de la televisión y el deporte norteamericanos aquí prácticamente desconocidas, y, sorpresa, un extranjero: Santiago Segura, alias Torrente, que está a sus anchas pero un mínimo demasiado mínimo de tiempo. Otra sorpresa, en el reparto actúa nada menos que Al Pacino, que hace reír un poco actuando de Al Pacino. Ahí también se habrá ido buena parte del presupuesto, en la partida de póker que le habrán ganado para que acepte actuar, y en el cachet consiguiente. Ahora, pobre tipo, tan buen actor que es, lo único que falta es que las próximas generaciones lo registren solo como «el que aparece en una película de Adam Sandler».
Para disfrutar una experiencia única Encantadora. E ingeniosa, chispeante, única, original, gozosa, lograda, etcétera, etcétera. Pero sobre todo, llena de gracia y encanto. Más allá de algunos defectos muy menores que solo advierten los desdeñosos de oficio, esta película es un deleite de esos que pueden encontrarse muy de vez en cuando. Encima, es un éxito mundial candidato al Oscar. ¿Cómo? No es norteamericana, no es la saga adolescente de nada, ni en 3D, para un Imax, ni para pantalla super ancha, carece de fx digitales, superhéroes, estrellas de renombre, viene sin colores, sin mayores diálogos, sin vaso, sin agua. Es muda, en blanco y negro y en formato casi cuadrado, como se usaba antes. ¿A quién se le ocurre? La gente ya no está acostumbrada. Pero es un éxito. Digámoslo en detalle: es una historia hermosa, emotiva, intensamente expresada por los rostros de unos intérpretes formidables, en radiante blanco y negro, con gran fondo orquestal (que incluye la Estancia op. 8 de Alberto Ginastera y el tema de amor de «Vértigo»), recursos visuales y de sonido muy imaginativos y sorprendentes, y todo lo que ya dijimos al comienzo, y un enorme amor al cine y a su público. Tanto, que el autor le puso final feliz precisamente para que todos salgan contentos de la sala, después de haberse reído y también haber sufrido un poco. ¿Y quién es este director tan ocurrente? Se llama Michel Hazanavicius, parisino de abuelos lituanos, director de cine publicitario y de unas parodias muy celebradas hechas con Jean Dujardin, comediante enorme que hace tres años anduvo por acá filmando el western cómico «Lucky Luke», y ahora protagoniza estupendamente un personaje de tipo ganador, canchero, seductor, que un día se ve sobrepasado por las circunstancias, y cae vencido por su propio orgullo, que es también integridad artística, olvidado, humillado, para recuperarse luego en el acto final. Entre sus leales hay un terrier que se roba las escenas y una «flapper» en rápido ascenso que Berenice Bejo convierte maravillosamente en personaje inolvidable. Ojo, esto no es una parodia. Es un risueño melodrama realizado casi exactamente igual a los que se hacían en la gran época de madurez del cine mudo, allá por 1927, justo cuando vino el sonoro y hubo que barajar todo de nuevo. Lo de «casi exactamente igual» es por la edición digital, bien disimulada, y por el guiño del comienzo que nos pone en clima y nos da a entender qué ingenuo era, todavía, el público de entonces. Dos minutos después, los felices ingenuos somos nosotros mismos. Pero la obra no es nada tonta. No lo eran, aunque pudieran parecerlo, las de Chaplin, Vidor, Borzage, el Murnau de la etapa americana o el Hitchcock de la etapa muda que aquí sirven de inspiración. Simplemente, hablaban a su público. Al corazón de su público. Conviene ver esta película sin mayor información previa. Encontrarse con ella. Entregarse a gusto. Recién después, si uno quiere, conocer algo más sobre sus responsables y esos autores mencionados, y sobre Douglas «El Zorro» Fairbanks, «Show People», las chicas que tenían «eso» de los años 20, el momento en que la Garbo dice «Quiero estar sola» en «Grand Hotel», y las posteriores «Nace una estrella» y «Cantando en la lluvia», hasta «La última locura de Mel Brooks», 1976. Pero solo si uno quiere. Postdata: la mansión de la Berenice triunfadora que vemos en la película era de Mary Pickford, la novia de América. Y la cama también, de cuando era novia, esposa y socia de Fairbanks.
Atractivo homenaje al cine primitivo Tarda en arrancar y da muchas vueltas, pero termina bien, tiene su emoción, buen uso del 3D y un especial olorcito a Oscar esta aventura melancólica ideal para niños grandes, conozcan o no la obra del personaje real que la inspira. Por supuesto, los conocedores la disfrutarán con más ganas. La acción, con algo de fábula, transcurre en Montparnasse, 1931. Entre los enormes relojes de la estación ferroviaria, acechado por el inspector que quiere llevarlo al orfanato, vive un pibe cuyo único tesoro es un muñeco autómata que comenzó su padre. Ahora quiere arreglar y completar su mecanismo. Así es como (de la peor manera) conoce al viejo que atiende un kiosko de caramelos y juguetes, y a su ahijada. Ella le enseña unas cosas, él otras, y cuando el muñeco está listo se llevan una sorpresa, porque, con ayuda indirecta de dos conocedores, descubren que el viejo fue un genio exitosísimo, al que ahora muchos daban por muerto, y que ni él ni su esposa quieren recordar los tiempos de gloria. Con ese esquema propio de cuento fantástico, o de cuento de iniciación con buena pintura del alma humana, Brian Selznick hizo un libro ilustrado para niños. Martín Scorsese lo leyó con su hija menor, y lo llevó al cine. O, visto de otra forma, lo devolvió al cine. Porque el viejo se llama Georges Mélies. Y es linda la segunda parte de la obra, y bien matizada con fragmentos de, entre otras, «El viaje a la luna», «El reino de las hadas», «El melómano», «Carabusse», y, de paso, «El hombre mosca», con Harold Lloyd, y «La llegada del tren a La Ciotat», que encuadrada en 3D nos hace entender un poco la sensación que habrán tenido los primeros espectadores del cine (eso que la vieron en pantalla plana, sin colores ni sonido). La película luce una estética digital moderna, el autómata tiene una forma inverosímil para la época, lo de Mélies va en versión libre, etc., pero igual es un lindo homenaje al cine primitivo, y a tantas personas brillantes que terminan olvidadas. Para ellas también es este cuento desparejo pero muy agradable donde, para mayor placer, las generaciones se unen, la gente es agradecida, y nadie es tan malo como parece, ni siquiera el inspector que persigue al huerfanito. Todos en tren al Oscar. Postdata para interesados. Mélies, máximo productor y artista en 1903, quebró y se redujo a simple kioskero en 1923. Allí lo descubrió en 1928 León Druhot, director de «Cine-Journal». Le armaron un homenaje en la gran sala Pleyel, Louis Lumiere le dio la Legión de Honor, etc, y en 1932 lo llevaron con esposa y nieta al asilo de artistas de Orly. Cuando murió en 1938 había vuelto a ser olvidado. Dos cortos evocan esa época silenciosa en Montparnasse: «El gran Mélies», de Georges Franju, que iba a visitarlo al asilo, y «Pamplinas», de Javier Garrido, Argentina, que culmina diciendo «Entre 1896 y 1913 hizo cerca de 500 maravillas. Después se puso un kiosco». Qué tanta lástima.
Simpático documental sobre un personaje singular La historia del nacimiento de este documental es tan interesante como el documental mismo. Años atrás, Tomás Lipgot, neuquino decidido a ayudar a los demás con una cámara HD, ya que con una pequeña empresa musical tuvo poca suerte, filmó con Christian Behl un registro de algunas personas que se plantaban ante las circunstancias más difíciles. «Fortalezas», se llama ese trabajo, que, entre otros episodios, nos muestra dos leprosos sirviendo de cicerones en el hospital Sommer, un viejo que se esfuerza por caminar, otros dos, más viejitos, que se terminan casando, y Moacir. Moacir, así caste-llanizado, o Moacyr, como su colega el compositor Moacyr Luz Silva, se robaba la película. Un morocho brasileño feo pero simpático, muy animoso, muy curioso, que cantaba el bolero «Inolvidable» medio a lo Altemar Dutra y estaba lleno de entusiasmo. En esas épocas, Moacir vivía internado en el Borda. Años pasó en el Borda. Ahí le dijo a Lipgot que era compositor, con sambas, tangos, marchinhas de carnaval y un bolero bastante bueno registrados en Sadaic. Por supuesto, dado su lugar de residencia, el otro tomó la información como de quien viene. Pero tiempo después pasó por Sadaic. Y era cierto. Cuando fue a saludarlo con todo respeto, descubrió que el hombre, ya de 65 años, había conseguido el alta médica y vivía desbordado (en todo sentido) «en el cosmopolita barrio de Constitución». Ahora, en la obra que lo tiene de figura protagónica, vemos su vida cotidiana, con sus cosas buenas y malas, su disfrute de un recital en la Embajada de Brasil donde se pone a cantar con los artistas, sus expectativas y entusiasmos, y, entre otras cositas, sus discusiones musicales con Sergio Pangaro, que viene dispuesto a interpretarle algunos temas para un disco. Lipgot acordó ayudarlo a grabar un disco, a cambio de registrar su vida. El final incluye un videoclip de Gabriel Grieco con tema de Moacyr en arreglos de Pangaro. Cosa de locos, real, singular, agradable, y también un poquito tierna y aleccionadora.
En el sur también se hace buena animación Según parece, allá por 1703, cruzando el Cabo de Hornos, el marinero Alexander Selkirk, o Selcraig, fue abandonado en una isla desierta del archipiélago Juan Fernández, donde se las ingenió para sobrevivir y estar cada vez más cómodo. Cuatro años después, otro barco lo rescató y lo devolvió a su pueblo, convertido en un héroe. También parece que Daniel Defoe se inspiró en él para escribir su novela de aventuras y reflexiones filosóficas «Robinson Crusoe». Y no parece, sino que es cierto, que Walter Tournier se inspiró en él para hacer la muy agradable película de muñecos que ahora vemos. Para quien no lo conoce: Tournier es un maestro en el arte y la gloriosa artesanía de la animación con muñecos de plastilina. «Nuestro pequeño paraíso», la serie de micros «Los Tatitos», la campaña de una empresa uruguaya de lácteos, «Yo quiero que a mí me quieran», cantado por Rubén Rada, que pasaba «Caloi en su tinta» con todo entusiasmo, son algunos de sus trabajos más difundidos. Ahora quiso hacer un largo. En todo el continente, el último largo con muñecos era el «Martín Fierro» del colombiano Fernando Laverde, 1989. Tournier consiguió una ONG holandesa y organizó un taller donde se forjaron cinco ayudantes, a los que se sumaron su directora de arte Lala Severi, una animadora argentina y uno cubano. Un grupo chico, que hizo a tamaño chico un trabajo enorme de piratitas, animalitos, maquetas, utilería, etc., etc., y luego movió todo eso con gracia. Así vemos las aventuras del cantinflesco cocinero Pupi el Acido, La Peste Bullock, y otros hombres de mar, entre ellos Selkirk, pícaro que vive para esquilmar al prójimo, hasta que las circunstancias le cambian la mentalidad. Esas aventuras incluyen una terrible tormenta digital, el motín de una planta que quiere apoderarse del barco, tipo «El día de los bífidos», la cacería de una cabra, y también, inesperadamente, la cortina de «Almorzando con Mirtha Legrand» y otros chistes. Se han divertido haciendo esta película don Walter y sus muchachos, y esa diversión se transmite a la platea. Eso sí, tarda un poco en arrancar, pero después entretiene sin pausa. Reparto de méritos, ya que se trata de una coproducción. De Uruguay, guión, dirección, diseños, construcción de personajes, escenografías y maquetas, rodaje, canción de piratas y murga final. De Chile, la idea motora del productor Fernando Acuña, el mar, los fondos y efectos especiales en computadora 3D. Y de Argentina, el storyboard, las voces, grabación, montaje, banda sonora, efectos de sonido, tema musical y postproducción. Claro que todo cuesta: entre los tres países hicieron la película en dos años, pero antes pasaron ocho tratando de conseguir la plata.
Una Thatcher que no conforma a nadie Solo el buen reparto encabezado por Meryl Streep salva de la mediocridad esta biografía trabajosamente hilvanada de Margaret Thatcher, a quien se exalta como firme conductora de su patria y modelo de mujer, que pasó de hija de tendero a baronesa del imperio, se impuso por sí misma en un mundo de hombres, y se volvió débil recién ante la muerte de su amado esposo y compañero. Cosa curiosa, pocos quedan conformes. Las feministas objetan que, para adjudicarle más méritos, el guión ignora la existencia de muchas otras mujeres que en esa época también incidieron en la política británica, y que, ya en el poder, muy poco hizo ella por su género. Los admiradores, el excesivo y para muchos desagradable espacio dedicado a mostrarla en su poco presentable vejez, víctima de demencia senil, todo para lucimiento de la estrella y del equipo de maquillaje. Los opositores, la capciosa información o directa omisión de famosas medidas socioeconómicas que dejaron el tendal de víctimas y un mal ejemplo que hoy los ingleses, europeos y estadounidenses todavía están pagando. A todo lo cual Argentina suma otro motivo de desagrado: la triunfalista versión «tory» de la Guerra de Malvinas, con un marco admirativo para su terrible orden «¡Hundan al Belgrano!», su mensaje imperial a las tropas, etcétera. Como es sabido, esta guerra dejó 649 argentinos, 255 británicos y nepaleses y 3 isleños muertos, y miles de tullidos físicos y morales de ambos lados, pero a ella le sirvió para una reelección. Un año antes, provocó la muerte de diez presos políticos en huelga de hambre y una larga y sangrienta represión en Irlanda del Norte. Un año después, ordenó la supresión de 20.000 puestos de trabajo en las minas de carbón de la isla, con las consecuencias imaginables. Nada de esto menciona la película, como tampoco su amistad con el ideólogo del apartheid Pieter Botha, Augusto Pinochet (lo llamó «arquitecto de la democracia chilena»), etcétera. En fin. ¿Por qué doña Streep, militante contra Ronald Reagan, encarna ahora esta propaganda de su socia transoceánica? Bueno, ¿por qué no lucir otra estatuilla en su living? Actúa muy bien, aunque, la verdad, quien mejor imita la cara de dolido asombro ante las críticas que ponía doña Thatcher, es Capusotto cuando hace de Micky Vainilla. A destacar, Jim Broadbent (el marido), Olivia Colman (la hija), Iain Glen (el padre), Alexandra Roach (Margaret cuando joven). Guión, Abi Corman, que también escribe libretos para laboristas. Realización, Phyllida Lloyd, directora de «Mamma mia!», también con Streep.
Historia sencilla que emociona limpiamente He aquí un sencillo y finalmente sentido acercamiento a la posible relación entre una joven huraña, ex presidiaria que intenta recuperar la custodia de su hijo, y un pescador que vive al cuidado de su madre viuda. Gente hosca en un pueblo costero de la Normandía, lo poco que sabremos de sus vidas será con cuentagotas. En cambio, lo que sienten se les nota en la cara, a medida que uno vaya aceptando la expresión de sus caras. La joven fue considerada culpable del accidente que causó la muerte de su esposo. La jueza les entregó a sus suegros la custodia del hijo, y, como puede suponerse, la relación dista de ser buena. Para colmo, es una muchacha bastante antipática, de algunas malas costumbres y ningún oficio. Por su parte, el pescador es un pan de Dios, pero del día de ayer, con la corteza ya medio dura. Su gran virtud es la paciencia, que le permite conservar la calma, dentro de lo que se puede. Ella necesita tener un empleo fijo y hacer buena letra para recuperar a su niño. El hombre necesita una mujer, aunque quién sabe si esa es, precisamente, la que más le conviene. Rodeándolos, moldeándolos, está el pueblo, que también tiene sus problemas. Por ahí va el asunto, que más que un relato tradicional se podría definir como una serie de cuadros a través de los cuales se va deduciendo la historia. Que, por suerte, tiene final feliz y luminoso, también dentro de lo que cabe. En ese sentido, la última escena es un hallazgo capaz de emocionar discreta y limpiamente a más de un espectador. Alix Delaporte, foto-reportera debutante como directora, procuró brindarnos un tema sentimental de estilo realista, sin violines, y lo ha conseguido, particularmente gracias a la fuerza de Clotilde Hesme (la tercera en discordia de «Canciones de amor») y las buenas caracterizaciones de todo el elenco, empezando por Gregory Gadebois, de la Comedie Francaise, Lola Dueñas, rayito de sol importado a esas costas, y los veteranos Evelyne Didi y Patrick Descamps. Vale decir, un buen respaldo actoral. En cuanto a estilo y argumento, nada notable ni extraordinario, e incluso algunas reiteraciones y extensiones (aunque la película es corta), pero casi todo verosímil y bien expuesto, sencillo y finalmente sentido, como ya dijimos. Y un poquito a la manera de los hermanos Dardenne, para quien guste ese tipo de realismo y de personajes a disgusto con el mundo hasta que les llega la ilusión o la esperanza, o aunque sea una mano en el hombro. Eso si, por suerte, a diferencia de los Dardenne, la directora de fotografía Claire Mathon prefiere encuadres y movimientos de cámara más normales.
Interesa retrato de Hoover, pero daba para más J. Edgar Hoover fue todo un personaje, creador y mandamás del FBI, admirado por su desarrollo de métodos científicos de investigación y su exigencia profesional, y criticado por reaccionario, entrometido, racista, sembrador de pruebas falsas, maníaco, etc., etc., y ahora también reprimido sexual oculto en el placard. Ya le dedicaron otros films («El FBI en acción», 1959, donde figura un policía argentino, «The Private Files of J. Edgar Hoover», 1977, «J. Edgar Hoover», con Treat Williams, 1987, «Hoover vs. the Kennedys: The Second Civil War», también 1987, entre otros), pero el de ahora nos ofrece una mirada más amplia. También, más íntima. En un ida y vuelta de recuerdos oficiales y sinceramientos, vemos entonces los comienzos como grupo de choque contra izquierdistas, los esfuerzos por subir el nivel de la entidad y hacerla respetar, la compleja relación con varios presidentes, la afectuosa relación con la madre, las audiencias del Congreso, el decisivo caso Lindbergh, algunas estrellas de la época (simpática, la escena con la niñita Shirley Temple), algunas agachadas y maldades del jefe y sus agentes, y, paulatinamente, su relación de amistad cada vez más cercana con Clyde Tolson, director asociado del organismo y heredero final de sus bienes y secretos, asunto expuesto casi siempre con buen tino. A señalar, en ese sentido, dos escenas pegadas: una culmina con la «comprensiva» risita de unas chicas de cabaret, la otra empieza con la comprensiva madre que, para cuidar al hijo, le recuerda el caso de un respetado vecino descubierto y públicamente humillado por ciertas debilidades, que se terminó suicidando. Eastwood siempre trabaja con un guionista adecuado para cada ocasión, y por eso trabajó en ésta con el militante gay Dustin Lance Black, libretista de «Milk», «Pedro» (el primer homosexual con VIH que se hizo popular y querido en la TV norteamericana), y otras biografías de figuras públicas homosexuales. Todo eso está bien, y estaría mejor si la película se llamara «J. Edgar y Clyde». Como se llama «J. Edgar», y la dirige Clint Eastwood, uno esperaba que hubiera unos buenos tiroteos con la mafia, el Ku-Klux-Klan y los rojos, pero de eso apenas hay unas muestras gratis. En ese sentido decepciona un poco. Y en otras, un poquito. Con franqueza, la película es buena pero Eastwood ha hecho cosas todavía mejores. Muy bien Leo DiCaprio, y buenos el reparto, la fotografía, la ambientación, los detalles de cada época, la dirección. Un pequeño agregado: la anarquista Emma Goldman que Hoover hizo expulsar a la Unión Soviética, donde tampoco aceptaban a los anarquistas, huyó casi enseguida rumbo a Francia, escribió un par de famosos libros anticomunistas, basados en su propia experiencia, y terminó casada en Inglaterra.