Bioy Casares bien adaptado al cine ¿Cómo llevar al cine la singular extrañeza, el humorismo de acción retardada y las amables (solo aparentemente nimias) especulaciones filosóficas de Bioy Casares? Pocos lo han intentado: Mercedes Frutos con «Otra esperanza», Sergio Renán y «El sueño de los héroes», unos italianos y franceses que, a decir del autor, «desinventaron La invención de Morel», y, por supuesto, Torre Nilsson, que de joven adaptó «El perjurio de la nieve» y le salió una obra bastante buena, «El crimen de Oribe». No podemos decir lo mismo de la que hizo ya grande, «La guerra del cerdo». En cambio la que vemos ahora, «la de los perritos», como dijo una espectadora, también salió bastante buena. El realizador, Alejandro Chomsky, captó el tono del escritor, su modo de introducirnos en ciertos asuntos y hacernos sentir, entre gozosos, curiosos, y crecientemente inquietos, algo raro en la normalidad cotidiana, algo que se manifiesta con una lógica levemente distinta a la que uno supone, y que al final puede resultarnos brillante como exposición, pero terrible como especulación. Todo eso, prácticamente sin efectos especiales ni exageraciones fotográficas. Solo con un excelente elenco que sabe representar lo que les pasa a sus personajes por dentro, empezando por Luis Machin, excelente, Esther Goris, Carlos Belloso como un peligro andante, y Florencia Peña como cuñada necesitada e insistente. Otro punto fuerte, la ambientación de Mariana Di Paola en un barrio que envuelve y encierra a sus habitantes, y en un tiempo, el de los años 50, que genera evocaciones de hogar, vida tranquila, costumbres familiares, mantenido amor matrimonial, e inocente respeto, pero también miedo particular ante las experimentaciones de la ciencia. En ese mundo vive un empleado bancario cesante, dedicado a relojero, con su querida esposa, cuyas obsesiones de madre frustrada le van alterando la cabeza. Para ayudarla a sentirse bien, alguien le aconseja mal. Y ahí cobra peso un frenólogo al frente de un instituto frenopático (otro placer evocativo son los nombres de ciertas entidades y corrientes del conocimiento que impresionaban en aquel entonces). ¿Será este facultativo un encubierto Mengele de barrio? ¿Lo advertirá a tiempo el relojero, y salvará al matrimonio de los riesgos de una separación entre alma y cuerpo? ¿O de ciertos experimentos de «felicidad domesticada», extensible a toda la sociedad? Bioy le hace decir al psiquiatra «Recuerde, señor Bordenave, que un médico de mi especialidad tiene algo de funcionario policial y hasta de juez». Pero también lo pinta como un reverendo ridículo. Bueno, uno de los deleites de la novela es esa capacidad de contar algo dramático como si fuera una cachada. Lo mismo había hecho Mijail Bulgachov al tratar un tema parecido, pero desde otro ángulo, en su amargo «Corazón de perro», que Alberto Lattuada llevó al cine como «comedia seria». De eso le falta un poco al joven Chomsky. Este drama de amor pudo ser más gracioso. Pero igual interesa. Rodaje en Mercedes, provincia de San Luis, como si fuera Parque Chas (y en Parque Chas también).
Inusuales imágenes del país de 1969 a 1975 Cinco años de recopilaciones y entrevistas les llevó a Violeta Bruck, Gabriela Jaime y Javier Gabino desarrollar este documental con imágenes inhabituales de 1969-1975, rescatadas de viejos noticieros de Canal 9 y otras fuentes que en muchos casos recién vuelven a salir a la luz. No por ello el trabajo hace ostentación de sí mismo. Incluso tiene la humildad de proponerse sólo como unos sencillos apuntes para avivar el recuerdo de quienes transitaron aquellos años, y señalar ciertos hechos a quienes hoy sólo conocen una versión retórica de los hechos. Lo hace desde una perspectiva de izquierda ajena a la oficial, tomando episodios hoy olvidados, que en su momento dieron mucho que hablar: la toma de fábrica con directivos rehenes en la Córdoba «clasista» de 1969, donde llegó a mediar el entonces ministro de Economía Aldo Ferrer, reclamos de 1974 en un astillero del Tigre y una fábrica de San Isidro, resueltas con una intervención a cargo de la Triple A, pedidos de elecciones gremiales de los metalúrgicos de Villa Constitución que Isabelita consideró complot antinacional y resolvió enviando cien Ford Falcon bien cargados, y entre medio «el viborazo» de 1971, el «rodrigazo» que implicó una devaluación del 150% y aumento de 180% en combustibles en pleno invierno del 75, y otras minucias. El material de archivo ilustra y corrobora anécdotas de viejos militantes de entonces, que también mencionan picardías, miedo escénico frente a miles de compañeros, el rechazo general de los obreros a la guerrilla, los tiempos de ilusión y las traiciones peronistas, del Gran Acuerdo Nacional a los «dirigentes sabios y prudentes». Duele ver galpones desolados donde antes había empresas, y también da cierta ternura saber qué fue de la vida de famosos independientes como Gregorio Flores, líder del Sitrac a quien vemos flaco, enérgico, de bigotazo negro y cuello amplio en los noticieros, y ahora es un viejo risueño de barba blanca que pasea por el barrio obrero con su buen compinche, el petiso Francisco Páez. En su mejor momento, lograron que el propio gobierno militar ordenara el reintegro de siete delegados. Poco después, cuando las aguas se habían aquietado, fuerzas de seguridad invadieron las fábricas y empezó otra historia. Al menos están vivos.
Sólo para ver en el living o en un avión Como ya es sabido, acá hay dos carilindos muy compañeros, que se enamoran de una chica y se desafían a conquistarla. Como excusa argumental, es medio vieja. Ya la usaban los romanos en la antigüedad. Entre nosotros, con una buena variante, Hugo del Carril y Luis Sandrini hicieron en «Los dos rivales» comedia todavía disfrutable. Y con buena voluntad, también la que ahora vemos podría disfrutarse. Chris Pine y Tom Hardy son miembros de la CIA, elegantes muchachos de armas tomar que andan por el mundo saltando y disparando alegremente. Cuando algo se les complica en Hong Kong, les dan trabajo de oficina cerca de sus casas. Ahí descubren tener un mismo interés por la misma rubia, se hacen el previsible desafío (palabra redundante, porque acá todo es previsible), y aplican un catálogo de chiches secretos de última tecnología para espiar a la niña, que ya no es tan niña, y espiarse entre ellos, para frustrarse mutuamente sus tácticas. Lo hacen con tanta dedicación, se aprecian tanto entre sí, y tienen tanta química entre ellos, que cabe sospechar si realmente estarán interesados en la chica. Pero el chiste no pasa por ahí. A decir verdad, si realmente pasa un chiste, habrá sido de largo, por otra película, porque en ésta apenas cabe el humor simple y remanido, la charla ordinaria entre mujeres (la confidente femenina, papel a cargo de la rubia Chelsea Handler, casi se roba la película), la moda masculina, los lujosos interiores (¿cuánto ganará un agente de la CIA?), unas pocas escenas de acción, y una leve intriga criminal, tan leve que a veces los libretistas se la olvidan. Los libretistas son Timothy Dowling y Simon Kinberg, que en su defensa puede alegar que participó en la última de «Sherlock Holmes» junto a otros cinco libretistas (pero a «Sr. y Sra. Smith» la escribió él solo, y eso lo condena). El director es el prolífico McG que llevó «Los ángeles de Charlie» al cine. Y la rubia es Reese Whiterspoon, como hubiera podido ser cualquier otra rubia. En resumen, y contradiciendo un poco la declaración del título, esto no es la guerra, sino apenas otra comedia tonta para ver en el living de casa, de viaje en ómnibus o avión, u otros lugares que no requieran atención exclusiva ni pago de entrada. En ese sentido, funciona muy bien. La gente se distrae sin esfuerzo, simpatiza con gente bonita, contenta, exitosa y de relativo talento, y se siente más inteligente que la obra. Tal es la clave de varios programas televisivos, y de películas como la que ahora vemos y pronto olvidaremos.
Raro film que puede fascinar o crispar Lo que para unos puede ser una experiencia fascinante, para muchos otros será, sin duda, un sufrimiento arduo, agotador, que crispa los nervios, saturado de colores fuertes, imágenes desagradables, algo de porno chocante, música penetrante, y que encima no termina nunca. Dura más de 150 minutos. Los primeros diez cansan la vista, entre medio hay una hora de discutible existencia, la cámara suele moverse más de lo tolerable y es enteramente subjetiva, pero alternando con tanta desgracia hay momentos geniales capaces de causar asombro, composiciones visuales absorbentes, de admirable trabajo, una fuerte inmersión en sensaciones intensas que no piden mayor razonamiento, sino solo dejarse llevar por la contemplación y el sentimiento, y la última media hora es de veras atrapante. La historia cabe en pocas líneas. El alma de un pequeño dealer moribundo evoca recuerdos dispersos, sobrevuela la noche de Tokio, se aflige por la hermana que quedará más o menos desamparada, y encuentra en quien reencarnarse. La chica es una stripper casi adolescente sumergida en un lugar malsano, él es apenas un toxicómano joven y medio ingenuo, ambos son huérfanos desde chicos a causa de un accidente automovilístico. Avanzaron en la vida como pudieron, pero juntos. De sus pocas lecturas, él estaba siguiendo una, el «Bardo Thodol», el libro tibetano de los muertos. El alma seguirá el proceso que el moribundo había leído en ese libro. Eso explica las tres clases de cámara subjetiva que se aplican sucesivamente en la historia, a medida que el alma se va despegando del cuerpo, y explica también otras cosas, no precisamente en forma cartesiana. El autor de esta singular experiencia artística es Gaspar Noé, el de la singularísima «Irreversible», que está haciendo en el cine obras tan fuertes y reveladoras como las que su padre, Luis Felipe Noé, ha hecho en la pintura, cada cual a su modo. Y los fotógrafos que en este caso ayudan a Gaspar a entregarnos lo que él mismo define como «un melodrama alucinógeno», son los notables Benoit Debie y, sobre todo, Thorsten Fleisch, por cuyas elaboradas e hipnóticas abstracciones vale la pena soportar ciertos planos chocantes, y ver la película hasta el final en pantalla grande. Pero cuidado, no conviene comer nada antes ni durante la proyección.
“Un dios salvaje” al estilo Polanski En viejos tiempos, si un pibe le volaba dos dientes a otro, el padre del chico nervioso agarraba el cinto, le sacaba los nervios y lo mandaba a pedir disculpas. Raramente los padres del súbitamente desdentado exigían el pago de los servicios odontológicos. Y si eran del mismo barrio, o la misma escuela, pronto las criaturas seguían sus actividades normales, y a veces hasta cinchaban juntas en alguna puja. Pero eso era en viejos tiempos. Quienquiera haya ido a un torneo infantil o una reunión escolar de padres sabe que los pibes son más o menos como siempre han sido, pero los padres están cada vez peor. Acá un chico le dio al otro con un palo en la boca, le sacó un diente y le dejó otro tecleando. Como son hijos de padres civilizados, éstos se reúnen a conversar sobre el hecho. Se trata de una señora que escribe muy bien y su esposo comerciante, que reciben a un doctor en abogacía y su esposa tilinga, asesora de algo. Y la música ya nos anticipa lo que puede pasar, apenas entren en conversaciones, tomen un traguito, hagan pequeñas observaciones, tomen un segundo sorbo, una palabra traiga la otra, se sirvan de nuevo, cambien de aliados y adversarios según lo que vaya apareciendo en discusión, y al rato poco falta para que salten al cuello de quien tienen enfrente y lo acogoten por menos motivo que el que habrán tenido sus hijos para pelearse. Y eso que son gente grande, educada, respetuosa de sus obligaciones y de los derechos del otro, etcétera. Los habita el dios salvaje del título, el dios atávico que todos tenemos y al que hay que controlar para vivir en sociedad. De eso habla la pieza teatral de Yasmina Reza aquí llevada al cine en adaptación de la propia autora con el director Roman Polanski. Sabrosos diálogos, muy buenos intérpretes, un equilibrio que nos permite atender razones y sinrazones de cada personaje, humor corrosivo, varias vueltas de tuerca, concentración y brevedad que se agradecen, eso es lo que vemos y disfrutamos. Y también, una precisa puesta en escena, que gracias al montaje y las posiciones de cámara reduce el riesgo de «teatro filmado» sin caer por eso en distracciones de mero efecto visual. Polanski tiene larga experiencia en este tipo de comedias ácidas circunscriptas a espacios pequeños (ya la primera, «El cuchillo bajo el agua», transcurría mayormente en un velero), y también tiene buena experiencia en la traslación de piezas teatrales (y ésta es mejor que la anterior). Para el caso, tomó la versión más ágil y ligera de la obra, agregando apenas dos planos de los chicos al comienzo y al final, y unas breves tomas en los alrededores del living donde transcurre la «amable» velada. Detalle malicioso, Polanski armó esa adaptación mientras cumplía arresto domiciliario en Suiza, a causa de un pedido de extradición de la justicia estadounidense. ¿Será por eso que ambientó precisamente en EE.UU. esta humorada contra la falsedad de los políticamente correctos y demás chantas e histéricas de buenos modales? Para disfrutar, admirar, y después pensar en la parte que a cada uno le toca. En lo que al autor respecta, el chico que le pega al otro indefenso es hijo suyo, y él mismo aparece fugazmente como vecino chusma.
Irregular catálogo de postales del centro porteño Según aclaran gacetillas y panegiristas, este documental registra dos días de actividad en y alrededor de Florida y Lavalle. Conviene saberlo, porque la obra no va de lo general a lo particular como haría una exposición clásica (para el caso, desde unos planos generales que nos ubiquen en las calles de referencia, ir derivando hacia determinados rincones, personajes, y objetos), sino que arranca con una sucesión de particulares desparramados a manera de puzzle, y cuesta un poco entrar en tema. Tampoco se distingue fácilmente la sucesión de los días, y hasta parecerían faltarle piezas al puzzle. De a poco nos ubicamos. Reconocemos el piso de Galería Güemes, un club de Reconquista, el Registro Civil de calle Uruguay, un lado del Obelisco, antiguas firmas comerciales, afiches y carteles de hace poco, pero nunca la esquina de Florida y Lavalle. El autor procura «evitar lo obvio», circunscribirse al estricto método «observacional». No importa, pese a ciertos antojos de estilo y persistentes desinformaciones, una exposición se hace presente. Así, chucherías de venta al paso alternan con el interior de una tienda fina, obsesivos pregones suenan más que los recuerdos de un peluquero en cuyo sillón otrora se sentaban grandes figuras, dos veteranos evocan las salas de la que fuera «la calle de los cines» mientras en la vereda del Iguazú un pastor obeso arma su número con un posible incauto, más allá alguien revierte nobles refranes, y desde la Bolsa de Comercio un joven al teléfono sugiere elegantemente que «hay muchas voluntades que piensan que va a subir». Con ese entorno, dos españoles buscan agitadamente una cartera extraviada, alguien se casa, un violinista en silla de ruedas interpreta «El cisne» y apenas una persona se detuvo a escucharlo, la calesita de Harrods gira sin niños, un viejito camina despacio cuesta abajo mientras empiezan a sonar los cohetes previos a un fin de año. Por ahí anda el relato, como se dice. Y por su oficina anda doña Rosita, de la Asociación de Amigos de Calle Florida, señalando con voz dulce y algo temblorosa los recortes que anuncian la inauguración de la peatonal en 1971, la atención al público de Trenes Argentinos en galería Pacífico, más vale no seguir. Varias semanas del 2009, no dos días, llevó filmar todo esto, y varios meses del 2010 le habrá llevado su montaje a la editora Alejandra Almirón. Autor, Sebastián Martínez, un paso adelante respecto a su anterior «Paris-Marsella». Películas para cotejar, «La chica de la calle Florida», 1922, del Negro Ferreyra, o «El dinero de Dios», 1959, de Viñoly Barreto, donde un tipo camina por Lavalle, se mete en un negocio y degüella a otro en pleno día. No todo tiempo pasado fue enteramente mejor.
Algo de misterio, frivolidad y lucha de sexos OMara, D. Suniata, J. Leguizamo, D. Reynolds, S. Shepperd, D. Monk. Imagínese a una joven contratada para enfrentar peligrosos delincuentes que, llegado el momento de los tiros, se pone a revolver el bolso buscando su pistola como otras buscan el celular que está sonando a los gritos. Ella anda sin plata, agarró un trabajo como cazadora de recompensas, y ahora debe aprender el oficio, vengarse de un viejo noviecito, decidir otra cosita de carácter amatorio, y, ya que estamos, atender unos casos policiales que preocupan a la ciudad. Así es como imaginó a su personaje la novelista Janet Evanovich, y se mandó 18 novelas al hilo, todas éxito de venta en supermercados y librerías. Ahora se juntaron la actriz, y acá también productora ejecutiva, Katherine Heigl («La cruda verdad»), la directora televisiva Julie Annie Robinson, las guionistas Stacy Sherman (autora del corto «Goodnight, Vagina»), Liz Brixius (libretista y directora de «La enfermera Jackie») y Karen Ray, e hicieron una versión cinematográfica de la primera novela de la serie. El resultado no es nada del otro mundo, pero tiene su lado interesante. Se trata de una comedia femenina de acción policial, misterio, vulgaridad y lucha de sexos, dirigida, escrita y protagonizada por mujeres. De contrapartida o complemento, han puesto dos facheros light como objetos de uso, algunos tipejos como blanco móvil, y un detalle sentimental: la chica tiene en su agenda un primer amor que se burló de ella pero la sigue atrayendo, y un experto en armas con aires de rudo protector. También tiene un hamster. Como se sabe, los hamsters son una gran compañía nocturna. Aparte, tiene familia, amistades callejeras poco presentables, y un Buick que en la película es de 1970 y en la novela es un acorazado de 1956. Esta diferencia automovilística molestó a muchos lectores de la novela original, que claman al cielo desde internet. Claman también por el acento de Katherine Heigl, que debería hablar como nativa de New Jersey pero a veces se olvida. Y por el personaje de la abuela, que luce medio tonta. Como no leímos la novela, ni tenemos oído para el acento newjersiano, y además quien hace de abuela es la querida Debbie Reynolds («Cantando bajo la lluvia», «Tammy», 69 años al momento del rodaje), por acá no hay mayor motivo de queja. Se pasa el rato y a otra cosa.
Alegría y dolor según Hollywood La idea era atendible: una joven exitosa y canchera que vive alegremente llena de amistades y encuentros sexuales y siempre huyendo de los compromisos afectivos, un día se descubre bastante enamorada de su médico. Lástima que al médico lo descubre el mismo día que éste le advierte un cáncer avanzado, ya irreversible. Igual se las sigue dando de canchera, sólo que ahora, cada tanto, también tiene algunos berrinches y creciente cansancio. Integrada a la amplia lista de cintas románticas con risas, lágrimas, y tratamientos oncológicos al gusto americano, esta película tiene ciertos méritos de entretenimiento y llamado de atención, pero también unos cuantos defectos que la hacen medio fastidiosa: es superficial, sobradora, irregular, poblada de canciones para la venta, saturada de grititos y chistes de mujeres que se creen adolescentes, situaciones impuestas por catálogo y estereotipos relamidos. Ah, también tiene un plus curioso: cuando la joven es anestesiada, sueña que anda por entre las nubes, se encuentra con Dios, que es una negra amable, y le pide tres deseos. Uno de ellos, un millón de dólares para gastar con la madre y las amigas. Deducidos los impuestos, solo tendrá medio millón, pero igual hará un despilfarro. En fin, las cosas han cambiado mucho desde que Bette Davis enfrentaba noblemente su destino en «Amarga victoria», y Dios solo podía representarse como una voz grave e imponente. Al respecto, esa voz famosa en «Los diez mandamientos» era la del asistente de dirección Donald Hayne. Después vendrían, con voz y figura completa, George Burns, Morgan Freeman y Alejandro Dolina en «Las puertitas del sr. López», hasta culminar ahora con Whoopi Woldberg, que por suerte está bien controlada. Así es actualmente la vida sobreterrenal según Hollywood. Kate Hudson cumple adecuadamente sus actuaciones de chica divertida y enferma. La acompañan Gael García Bernal (un médico judeo-mexicano como aporte a la integración), Kathy Bates, Treat Williams (los padres), Lucy Punch (la amiga flequilluda) y otros, pero quien casi se roba la película es el galán enano Peter Dinklage, como un inesperado taxi-boy de filosófico sentido realista. Guión y producción, la bonita Gren Wells, de profesión actriz. Directora, Nicole Kassell, que años atrás se hizo notar con «El hombre del bosque», un drama ambiguo y triste con Kevin Bacon.
Vendedores de Once, especie en extinción Más que una película en el sentido habitual del término, esto parece un muestrario de lujo. Así como los vendedores de una sedería despliegan ante la compradora uno o dos metros de tela, y tres o cuatro piezas de los estantes cercanos, para deslumbrarla con la descripción y ostentación de sus diferentes cualidades, así también se nos muestran acá algunas particularidades llamativas y/o representativas de cada vendedor, y un puñado de vendedores de una sola sedería. Exclusivos de la casa. Únicos en toda la zona. Los mejores. La acción, casi toda, en un conocido local de Azcuénaga casi Corrientes, tradicional barrio del Once. Allí trabajan desde hace años los señores (por orden alfabético) Angel Andrés Calabria, José Antonio Espido, Ricardo Khabie, Elías Levy, alias El Negro, Héctor Alberto Passalacqua, Pablo Sayago. Con una salvedad: Khabie se llama Moisés. «Ricardo es mi nombre artístico», explica con inefable sentido del humor. Porteños todos, porteños viejos. Uno de ellos, ya octogenario, hace 60 años que está en el mismo ramo, aunque dice que no le gusta. Porque está el que dice que no le gusta, como el que disfruta esto como un arte, el que respira a pleno recién cuando sale y el que se muere si no viene un día a su local, etc., cada quien con su mirada, su filosofía, su hobby o su raye. Típicos miembros de una profesión particular: no cualquier empleado de comercio es vendedor en una sedería de primera. Y de un tiempo que se va: no cualquier empleado tiene hoy el lujo de trabajar décadas en la misma empresa. Así era en el viejo Once, dirán dentro de poco quienes vean este documental. Sin nostalgia, porque acá no hay nostalgia, sino alegría de llegar a conocer semejantes personajes, una oportunidad que algunas clientas no saben apreciar, absortas como están en el análisis de gasas, tules y puntillas que lucirán en el vestido de cumpleaños o casamiento. Otras, en cambio, hasta se sacan fotos con el vendedor. Es que ya están empezando el álbum de la fiesta, y ese tipo las trató tan bien que hasta merecería que lo inviten. La exposición es equitativa. Cada uno, desde el cadete al patrón, es presentado de modo similar y parece ocupar una similar cantidad de tiempo para decir lo suyo. O cantarlo, según el caso. Y cada uno se da a conocer por lo que dice, y por el modo de tratar a las clientas y a los compañeros de trabajo. Con quienes pasa diez horas cada día, aunque eso no los haga necesariamente amigos. Pero pasan entre ellos más tiempo que con la propia familia. Así, y ahí, precisamente, los conocieron desde hace años los realizadores de esta película, Diego y Pablo Levy. Son los hijos del dueño, que ahora hacen cine. Ojalá otros tuvieran la misma idea y aunque sea la mitad del cariño y buen humor que ellos pusieron en la obra.
Film deliberadamente confuso, ambiguo y sin ningún atractivo Breve, apenas 73 minutos, pero deliberadamente confusa, ambigua y trabajosa, lo suficiente como para que el Bafici 2011 le diera el premio de mejor película nacional, quizá lo mejor de «La carrera del animal» sea el momento en que empieza a correr. Esto es así. Un joven sin mayores actividades ni vanidades se ve asediado por exigencias que no quiere asumir. El padre empresario abandonó familia y empresa, el hermano mayor y otras personas dicen tener mensajes paternos designando a este joven como encargado del negocio, e incluso le proporcionan ciertas pautas de acción. Tanto el hermano como las referidas personas parecen sospechosas de algo. El infeliz deberá tomar distancia y decidir por sí mismo. La carga y algunas relaciones podrán corregirse durante la marcha. Según parece, la empresa es una fábrica de algo (nunca sabremos de qué, ni veremos una máquina, aunque sea una mísera cortadora de fiambre), el balance general es crítico, parte del personal quiere iniciar una autogestión, otra parte mantiene su fidelidad al dueño fantasma refugiado en algún hotel de provincia, ciertas mujeres que pasan por la pantalla también pasan por la cama del protagonista sin despertar el menor entusiasmo de éste, ni de ellas, ni mucho menos del público, y los nombres de los hermanos están cambiados: el que se llama Cándido es bastante vivo y decidido, y el que se llama Valentín es un cándido inseguro de expresión contrariada. La fotografía monocroma, la ambientación apagada en un tiempo levemente inactual, la actuación monocorde, los diálogos ocasionalmente presuntuosos e inconvincentes, la falta de algo concreto que decir, dejan suponer que el autor de esta película es alumno de Rafael Filipelli. En algunas partes, también pareciera que quiere acercarse a la famosa «Invasión», de Hugo Santiago. Esta también era una obra rara, ambigua, medio abstracta. Pero la actitud de lucha de sus personajes en defensa de la ciudad invadida por fuerzas desconocidas, y las muertes heroicas que ello acarreaba, le daban cierto aliento épico que hacía atractivo el relato. Acá no hay atractivo alguno, salvo el de una chica que aparece fugazmente al comienzo, provocando al personaje desde una ventana.