Saura renueva la exquisita fórmula de “Flamencos” Sobre la fórmula de «Sevillanas», «Flamencos», «Iberia» y «Fados», y ahora de nuevo con el poeta de la luz Vittorio Storaro, el veterano Carlos Saura presenta aquí una suerte de «Flamencos, la nueva generación», con los nuevos exponentes del género y algunos de sus maestros. Para el profano, todas estas películas son siempre lo mismo y el autor está cada día más cómodo. Pero hay siempre otra cosa, y él con su equipo se exige cada vez más. Claro, el esquema sigue firme desde «Sevillanas». Una sucesión de números musicales rodados en estudios, sin demasiada ostentación de cámara, y, cuanto mucho, dos líneas al pie indicando título del tema, e intérprete. Pero cada cuadro es más elaborado, más exquisito, más fascinante que el anterior. No termina uno de asombrarse ante el juego de colores de una coreografía inspirada en las procesiones de Sevilla, cuando aparece un telón de fondo con un crepúsculo apabullante que ya no se ve en ningún teatro, a lo que sigue una luna llena que ya no parece telón de fondo, y así, y cada uno de esos recursos acompañando el número de un cuerpo de baile, un cantaor, una bailaora, un violín inesperado, los pianistas Dorantes y Amador, que se sacan chispas, en fin. La inspiración pictórica se anuncia en el prólogo, con reproducciones de Gustave Doré, Goya, Ignacio Zuloaga, Romero de Torres. El director de arte y los encargados de efectos visuales son un solo corazón con Storaro. Ni qué hablar de los sonidistas con los intérpretes. Respecto de éstos, puede discutirse una pareja medio americanizada, es cierto, y un bailaor que parece un heladero, también. Pero allí están, entre nanas, saetas, alegrías, soleás, bulerías, y el resto de la compañía, las voces chuscas de José Mercé, Miguel Poveda, la Niña Pastori, la Tremendita, los taconeos de Sara Baras, Eva la Yerbabuena, la Junquerita, Farruquito, los dedos de fuego del gran Paco de Lucía, Tomatito, el Morao, el Montoyita, Paco Jarana, las coreografías de Javier Latorre, y esos palmeros que parecen ganarse la vida fácil como Saura, según dicen los que no saben nada. Y sólo con ellos, esto es más que suficiente.
Celebración de la vida a la italiana «La prima cosa bella/ che ho avuto dalla vita/ è il tuo sorriso giovane, sei tu». La primera cosa bella que tuve de la vida fue tu sonrisa joven, eres tú. Con este tema, Nicola di Bari salió segundo en el Festival de San Remo 1970. Ya nadie recuerda quién le ganó, ni viene al caso. Su tema es el que sigue sonando. Acá también fue un éxito, en versión original y española, de traducción ligeramente infiel, cantada por su mismo autor. La comedia sentimental que ahora vemos comienza en Livorno, verano de 1971. La canción está plenamente de moda, el pueblo está de fiesta, y en plena fiesta se elige a la mamá más linda del balneario. Todo hijo sabe que su mamá es la más linda, y está orgulloso. Salvo el de esta historia, amargo desde chiquito. La madre es demasiado linda, demasiado divertida, demasiado llamativa. Y en el pueblo hacen comentarios. El padre también es un amargo, encima carabiniero. El tiene sus cosas, pero no llama la atención. Claro, ¿quién va a mirarlo? La historia evoca episodios de infancia y adolescencia desde la perspectiva del hijo ya grande, obligado por su hermana a visitar a la madre, que está grande y enferma en un hospital. Enferma de muerte. ¡Pero es la más alegre de la sala! Los enfermos terminales son capaces de amarla, los médicos la aman. Incluso recibe un homenaje semipúblico, de esos que sólo pasan en una comedia italiana. Bueno, una comedia italiana como ésta, que maneja hábilmente la pintura de caracteres, la caricatura pueblerina y la nostalgia, es una celebración de la vida, tiene lindos temas de época, y luce un elenco encabezado por Micaela Ramazzotti, acá de pelo negro, la hoy venerable pero todavía muy atendible Stefania Sandrelli, divina, el chico Giacomo Bibbiani, y Valerio Mastandrea, alter ego de Paolo Virzi, el director, que, oh casualidad, es hijo de Livorno. Un bonus, la reproducción de una anécdota del rodaje de «La mujer del cura» en esa ciudad, que si no es cierto merece serlo, porque suena italianísima. Su propio hijo interpreta al director Marco Risi en esa escena, y Giovanni Rindi hace de Marcello Mastroianni. Pero nadie hace de Sophia Loren. Demasiado para el director de casting habrá sido encontrar alguien con el ángel de la Sandrelli cuando joven.
“El jefe”: farsa televisiva y deshilvanada Activo director de documentales de la TV colombiana como «Operación Sodoma: la caída del mono Jojoy», «Tirofijo ha muerto», «Paramilitares en Colombia: la historia de los hermanos Castaño» y «Narcosubmarinos», varios de ellos hechos en coproducción con canales internacionales de cable, Jaime Escallón-Buraglia ha querido debutar en el cine con una comedia sarcástica basada en una popular novela, sobre los padecimientos hogareños y las peleas laborales del jefe de una fábrica de mermelada cuyos empleados, de noche, usan las mismas ollas para fabricar artículos de limpieza. Para encauzar sus nervios, un día se le ofrece un gran consuelo en la persona de una regia señora que no se llama Consuelo, sino Angela, pero resulta que no es ningún ángel, sino la mejor amiga de su esposa. Sin mayor cargo de conciencia, estos adúlteros se entregan a variadas sesiones de una especie de kamasutra caribeño digno de apreciar, francamente lo mejor de la película junto a las apariciones de Mirta Busnelli como la antigua secretaria y amante del recordado fundador de la empresa. Dicha empresa se llama La Rioplatense, porque el fundador era porteño como su secretaria y su hijo, bien interpretado por un colombiano. Así se justifica la coproducción, pero la película no llega a justificarse. Parece una farsa televisiva medio deshilvanada, con un reparto desparejo y un ritmo que no siempre pega con la música burlona de fondo, hecha por el canadiense Steve London (sí, Canadá, también está en la coproducción). Por suerte no hay nada de música, sino un exacto silencio en la escena final, fuerte, inesperada y reveladora. Intérpretes, además de Mirta, el protagonista Carlos Hurtado, Marcela Benjumea, de la serie «Los caballeros las prefieren brutas», como la esposa, y la tentadora Katherine Porto como la amiga. Se la puede ubicar en la serie «Hasta que la plata los separe», y como anfitriona de «La isla de los famosos». Autor de la novela original, titulada «Recursos humanos», Antonio García Angel, alias El Erizo. Y Lagarto se llama la productora argentina.
Buen relato de armonía afectiva en riesgo Luego de «UPA!, una película argentina» y «Las hermanas L.», dos comedias alegres hechas en forma colectiva, Santiago Giralt se cortó solito con «Toda la gente sola», una comedia agridulce de aire provinciano y abundante elenco filmada en distintos lugares de Venado Tuerto, su ciudad natal. Ahora, para hablar de la soledad en compañía, redujo lo más posible elenco y locaciones: apenas tres intérpretes componiendo un matrimonio y su hija, breves y brevísimas apariciones de algunos otros, una ruta, dos caminos vecinales y su propia casa quinta en Escobar. Otra cosa, la obra dura apenas 75 minutos contando hasta los créditos finales. El resultado: la concentración le hace bien. El tema es el mismo, la búsqueda de armonía afectiva en medio de encuentros y desencuentros cotidianos, asunto que se potencia y arriesga estallar cuando, por ejemplo, la mujer se pone ansiosa frente a un desafío y requiere contención, y el hombre tiene sus tiempos, sus límites, y también otros intereses. Para el caso, la mujer es una actriz con ínfulas en vísperas de estrenar su primer protagónico en el Teatro San Martín, y el hombre escribe guiones y algo dirige, es decir que cada uno vive en su mundo y conviven por rachas, como mucha otra gente pero con mayor capacidad para largarse a histeriquear en cualquier momento. El extenso fondo de la casa quinta, todo verde, debería proveerles calma, y algo hace. Al menos, el espectador lo disfruta, como disfruta también el excelente despliegue de Erica Rivas, que le valió el premio a la mejor actriz en la sección nacional de Mar del Plata 2010, y la destacable composición de Nahuel Mutti. Se agradece además la presencia de Miranda de la Serna, la hija de Erica Rivas y Rodrigo de la Serna, de nueve años al momento del rodaje y mucha naturalidad, con réplicas también naturales, bien puestas, con la lógica y la fantasía de los niños. No se roba la película, porque la sacan en el segundo tercio y recién vuelve casi para el final. Un detalle interesante: la obra entera tiene apenas 18 escenas y 21 planos, esto es, se filmó en planos secuencia siguiendo a los personajes por el extenso fondo de la quinta y aledaños, pero sin hacer ostentaciones técnicas. La cámara no nos distrae, como suele ocurrir en otros casos, y en cambio nos propicia adecuadamente la sensación de estar como invitados a uno de esos hogares donde los dueños de casa discuten sus asuntos y se calman delante de las visitas. Otro detalle: el propio director se confesó inspirado en «Noche de estreno», de John Cassavetes. Hay algo de eso, incluso hay algunos guiños para conocedores (el pedido de autógrafo, ciertos detalles de caracterización, etc.) pero no pasa de ahí. Decir que esta película se asimila a «Noche de estreno» es como decir que «Tres hombres de río» anticipa a «Titanic». Cada una tiene su estilo, su intención y su argumento, y se da maña sola.
Una brillante comedia enteramente cordobesa Se estrena en Buenos Aires, y reestrena en Córdoba, donde ya tuvo un éxito natural y dejó buen recuerdo, esta brillante comedia enteramente cordobesa. Técnicos, elenco entero (y formidable), el que no es cordobés ya está naturalizado, como el director Rosendo Ruiz, sanjuanino de origen. Cordobesas también, por supuesto, las locaciones, la picardía, la tonada, la moraleja. De Córdoba capital, para ser más precisos. Y hecha con señalable calidad en todos los órdenes, cabe subrayar. La historia que cuenta podría ocurrir en otras partes, y se entiende y comparte en cualquier lado (cambiando caravana por joda o parranda), pero solo allí tiene la entera gracia de combinar ciertos elementos con alegría y hacer que ciertos marginales nos caigan simpáticos. Marginales, no marginados, valga la aclaración. Brilla, en ese sentido, un flaco narigueta, rápido dealer filosófico y filoso autodenominado Maxtor, que con una sonrisa maneja sus negocios y el futuro de un tonto que cayó en sus manos, mejor dicho, primero cayó entre las piernas de una morochita y al otro día siguió cayendo sin nadie que lo abaraje pero con tres vivos que lo aprovechan: la morocha, el dealer y un gordo travesti, peluquera de barrio. Pero son gente buena: lo usarán un tiempo como intermediario de sus negocios y después dicen que lo dejarán libre. Si antes no lo revienta el ex de la morocha, un buscapleitos que todavía la anda celando. ¿Cómo zafa de esto un muchacho inteligente pero sin calle? Quizás, aprendiendo a tener calle, a entender la mentalidad de los otros, y el punto en común. El es fotógrafo con pretensiones de triunfar en una galería de arte. El dealer entiende de eso, a su manera él también es un artista. Y va a respetarlo, si le gana de algún modo. Los pícaros aprecian las buenas jugadas de un rival con estilo. Por ahí va el asunto. No tanto en la posible relación de un joven de Cerro Las Rosas con una atorrantita de General Bustos (algo así como San Isidro y cuatro cuadras antes de Fuerte Apache), sino en el aprendizaje de un pretendido artista de ámbitos cultos con uno que realmente sabe. Entre medio, y para ponerle más picante, pasan otras cosas. En Córdoba la anunciaron como «la película donde secuestran a la Mona Jiménez», y hay algo de eso. También hay un par de relatos muy educativos en boca de quienes menos se espera. Brillante, uno de ellos, un cuento sobre pulgas en un frasco. Y muy bien contado. Los cordobeses son grandes contadores de cuentos, y también grandes cuenteros.
Una extraordinaria Julieta Ortega en durísimo papel El amor de una hermana suele ser incalculable. Para Luis Ortega, Julieta ha interpretado un personaje de tremendas exigencias, agotador, exhaustivo, con el que muchas actrices sueñan pero pocas se animan a hacer, porque deja huellas terribles. Ella lo ha hecho. Aún más, con ese personaje hizo el papel de su vida, uno de esos papeles que se imponen ante todos los públicos y en todos los festivales y balances anuales de cualquier parte. Pero Luis no mandó la película a ningún certamen, incluso la retiró del único en que estaba anotado. Dijo que quería rehacer unos planos y perfeccionar el sonido de fondo. Y ahora, un año más tarde, la estrena de golpe y con mínima salida. Sólo unos pocos podrán apreciar el trabajo de su hermana. Y ella no se queja. La historia es terrible. Está contada con la exquisitez, el sentido artístico y el manejo de la extrañeza que ya mostró Luis Ortega en otras películas, y con un guión mucho mejor que el de la última, pero es terrible. Para no entrar en detalles, digamos simplemente que se inspira en un cuento largo de Yukio Mishima, «Muerte en el estío». Un lugar tranquilo de veraneo, apartado. Una joven mujer duerme la siesta cuando le avisan de una desgracia. La parienta que cuidaba a sus hijitos tuvo un síncope. Ahora ve un solo niño, y descubre que los otros desaparecieron en el mar. El marido está trabajando en la ciudad. Ella se siente culpable. Pero más adelante irá teniendo también otros sentimientos, hacia la familia del marido, los niños que cada tanto percibe cerca suyo, el único pequeño que le queda, la gente que la rodea fingiendo piedad, la propia evolución de su dolor. «Detrás de las persianas, ríen ya», culminaba un poema de Luis Sadi Grosso dedicado a las diversas etapas del luto entre los deudos. Pero una madre tiene otra clase de risa, si es que logra tenerla. «Acunaba su pena», dice el escritor, esperando que la pena se duerma. Ese es el cuento. La adaptación tiene algunos cambios, que empiezan por una pequeñez (la parienta que estaba «lejos de poseer una mente brillante» ahora es un tío de aún menor cociente intelectual) y se van expandiendo, la madre es la única de tez cobriza entre maestras y amistades todas rubias, en fin, la paranoia crece. La historia se hace aún más fuerte. Y el mar y el verano, van y vienen, tal vez acechan. No corresponde contar más. Ya puede imaginarse el lector lo que ha de encontrar en pantalla. Lástima que la película haya encontrado apenas una sola pantalla, la del Malba, para ir solo un día por semana, a veces dos.
No es el mejor film de Almodóvar, pero atrapa Menos artificiosa que la anterior, pero más disparatada si se la mira desde un punto de vista lógico, la nueva película de Almodóvar es una mezcla de misterio, perversión, suspenso, venganza, abuso de la ciencia, cambio de sexo, amores tortuosos, y dos exabruptos humorísticos, todo expuesto con gran calidad formal y elegancia casi constante, salvo unos pocos momentos fáciles de soportar o perdonar. Con todo eso, digamos, entretiene bastante. Sin mostrar nada espantoso, produce cierto miedo. Sin profundizar en nada, pone sobre el tapete algunos temas actuales como la bioética y la transgénesis, y otros temas eternos, como la afirmación de cada persona por sobre las prisiones o seducciones que otros impongan. Y sin copiar nada, nos acerca a la sensación de inquietud casi onírica que en su momento provocó «Los ojos sin rostro», de Georges Franju. Este film, y algo de «Vértigo», son los principales referentes que ha tomado Almodóvar para su nueva obra, junto a la novela corta «Mygale», de Thierry Jonquet, editada en español como «Tarántula», sobre un cirujano plástico obsesionado por su relación con una mujer y la locura de su hija, hasta que dos delincuentes se cruzan en su camino. Almodóvar suaviza aspectos de la novela, agrega obsesiones propias, y vuela hacia otro asunto, donde el médico es un Pigmalión medio diabólico y degenerado que se inventa su Galatea (y ya sabemos qué pasa entre Pigmalión y Galatea), en supuesto beneficio de la humanidad y homenaje a la memoria de su difunta esposa que se murió escapando con otro tipo (ambos hombres, lados de una misma medalla). Antonio Banderas hace bien un personaje inhabitual en su repertorio. Lo acompaña y enfrenta Elena Anaya, prisionera con capacidad de adaptación y manejo, pero no de olvido y desamor. Al final veremos cuál es su amor más fuerte. Se lucen también tres viejos compañeros de Almodóvar: José Luis Alcaine, con una fotografía tipo Estudios Hammer, el editor José Salcedo, y, en primer término, el compositor Alberto Iglesias, cuya música es casi otro protagonista. En cambio Marisa Paredes, en el papel de madre cómplice, está un poco ridícula. Bueno, las madres de las películas de Almodóvar casi siempre lucieron medio ridículas.
Atroz testimonio desde Guantánamo Ventajas del cine alternativo. Apenas terminó el DocBsAs la Sala Lugones programó y estrenó (sólo hasta el domingo) una de las películas más concurridas de la muestra. Si se pudiera hacer lo mismo con el material de ciertos festivales, los productores tendrían el gusto de adelantarse un poco a los piratas, y machacar sobre caliente, vale decir, antes que el interés del público se enfríe. Bien por la Lugones. Aquí los autores de la obra son apenas conocidos: el chileno Patricio Henríquez («El lado oscuro de la dama blanca», sobre una nave usada como cárcel) y el canadiense Luc Coté («Operation Retour», sobre el estrés de los Cascos Azules). Pero el asunto es un imán para mucha gente: cuatro días de interrogatorio en Guantánamo, tal como son registrados por las cámaras de seguridad. Y si ya es vox populi que en ese lugar se burlan todas las leyes internacionales, la cosa llega a niveles de indignación cuando nos enteramos de algunos detalles. Por ejemplo, que el sujeto a interrogar era un chico canadiense de origen árabe detenido en 2002 a los 15 años de edad, herido, torturado, engañado por agentes de su propio país en confabulación con agentes norteamericanos, y obligado a declarar contra sí mismo, y contra toda evidencia a su favor, hasta recibir, mucho después, una condena de ocho años. Y allá no funciona el 2 x 1. Por suerte la grabación llegó a la Corte Suprema canadiense, y ésta habilitó su difusión pública. Así es como vemos, a veces en pantalla dividida, las alternativas de cuatro días de interrogatorio amablemente engañoso hasta derrumbar toda expectativa del chico. Junto a ese material básico se insertan comentarios de, entre otros, el ex canciller de su país, ex compañeros detenidos, el abogado militar, y hasta algunos torturadores que explican su trabajo en este caso. Lo peor de todo es el invento. Tiene razón el pibe cuando dice que sus interrogadores no quieren saber la verdad de los hechos, y encima uno de ellos coincide, comparando este trabajo con el de un vendedor de cualquier concesionaria. Lo que quieren es obtener una respuesta «positiva» del «cliente» para así llenar una planilla que justifique sus sueldos y el presupuesto del organismo al que representan. En suma, reconocer que no agarraron a nadie, o que distrajeron sus días con alguien totalmente ajeno a los hechos que se investigan, nunca es negocio para esta gente, ni en Guantánamo ni en la comisaría más próxima a su domicilio. Es fuerte (pero el actual abogado del chico, Dennis Edney, estuvo acá acompañando la película, y lo que contó es todavía más fuerte).
Sáenz, desparejo y recitado Esta película ilustra parcialmente la novela de Dalmiro Sáenz sobre una damita que en 1807 abandona su casa por amor, su hijo que «cabalga media historia argentina» para morir como un infeliz, y una chinita fortinera convertida en damita de otra clase hacia 1898. Según analistas, «este libro brutal y raramente lírico (.) es quizás el mejor texto narrativo que haya escrito Sáenz. El coraje y la barbarie del hombre de a caballo, la violencia sensual y engañosamente estoica de las mujeres, los secretos lazos de la sangre que llevan puntualmente a la tragedia: todo esto es lo que vibra detrás del aspecto inescrutable de La patria equivocada». Y todo eso está en la película, pero, curiosamente, apenas vibra. Carlos Galettini, que en «Ciudad del sol» pintó muy bien a quienes vivieron de veras el sueño febril de los 70, no termina ahora de pintarnos con fuerza la neurosis de desencuentros, confusiones, rencores y mal pago que sembró buena parte de nuestro siglo XIX. Será que quien mucho abarca poco aprieta, o quizá tuvo limitaciones de rodaje difíciles de solucionar en el armado final, el hecho es que la obra resulta despareja, con momentos poco logrados, sobre todo al comienzo, donde se suceden las frases sentenciosas y el Motín de las Trenzas luce poco y se entiende menos. Caben otras objeciones menores, sobre las que varios caerán sangrientamente. Vale la pena apreciar, en cambio, las escenas del encuentro con los niños que defendieron Paraguay hasta el último día, el ataque de los indios a una estancia, las figuras bien representadas del general Mitre y el coronel Villegas, ambos en destacables escenas, la incómoda situación de quien debe matar a un compañero de armas que se pasó al otro bando, el lindo registro de paisajes camperos, el detalle de algunas armas (hay buen asesoramiento), el trabajo de Adrián Navarro, la música de Castiñeira de Dios, recuperando cierta tradición sinfónica, y la última palabra de un criollo ante el pelotón de fusilamiento: no un estentóreo «viva la Patria», sino, apenas para sí mismo, «mama». También para apreciar, y especial motivo de interés para el público, las muchas escenas eróticas, especialmente dos bien al estilo Sáenz: la visita de un peoncito de 17 años a su maestra de 32, ansiosa de recibir visitas, y todas las que hacen al capítulo final, donde Juana Viale luce debidamente un personaje de mujer refinada y perversa cercano al que su público le festejó en la TV. Aclaremos, esta película se rodó antes que empezara la grabación de «Malparida». Se estrena mucho después, por diversas razones.
“Fontana”: biografía a contrapelo de modas Contando con el apoyo de cuatro provincias, y, en particular, el apoyo de tobas, mocovíes e hijos de galeses, Juan Bautista Stagnaro realizó un film levemente a contramano del cine más oficial de este momento. El llevó al cine la vida de un militar que mató indios pero al mismo tiempo, indiscutiblemente, hizo patria. Tal es la interesante vida del mayor Luis Jorge Fontana, que se formó como soldado en la guerra del Paraguay, pero también como naturalista en las aulas del zoólogo y antropólogo Karl Burmeister, uno de los mejores científicos que llegaron a nuestro país, cuando el país todavía tenía partes sin descubrir y fronteras sin definir. El mayor Fontana fue, sucesivamente, fundador de Formosa, explorador del Chaco, atravesando el Impenetrable hasta Salta, gobernador de Chubut, que exploró hasta llegar al punto más occidental del territorio, y, ya en su vejez, investigador de sismos en Cuyo. A él debemos, entre otras cosas, la integración de los galeses a la Argentina. Precisamente, el punto culminante del relato, y el más emotivo, es cuando, tras ganarse el respeto de los rifleros del Chubut, que apenas hablaban castellano y despreciaban a los criollos, descubre con ellos lo que hoy es el valle 16 de octubre, futuro asentamiento de Trevelin, y se oye, en galés, el preámbulo de nuestra vieja Constitución, dedicada también a «todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino» (y ellos lo habitaron casi antes que los propios argentinos). Se dirá que Fontana tuvo más consideración con estos inmigrantes que con los nativos, y es cierto. Lo bueno de la película es que no lo niega, sino que nos coloca en la época y en el pensamiento de la época. De todos modos, conviene recordar que habitualmente él los estudiaba y dejaba libres. La película expone las dudas e inquietudes del naturalista de uniforme, y las del soldado que apenas usa el arma. Lo hace, apoyada en los propios escritos de Fontana, como «El Gran Chaco», «Viaje de exploración al río Pilcomayo», y «Viaje de exploración a la Patagonia Austral» (quedan para otro momento sus estudios sobre aves locales, caballos fósiles, y hallazgos de restos prehistóricos, que también fueron de su interés). Para apreciar, el trabajo de voces donde oímos, a veces divergiendo, al mismo personaje cuando joven y cuando ya en la vejez reconsidera sus conceptos. Y el trabajo de rodaje que obligó a recorrer los mismos lugares, no todos turísticos. Único detalle, las imágenes de Fontana que se conservan lo muestran mucho menos lindo que quien ahora lo encarna, Guillermo Pfening. Ya el director había hecho lo mismo en «Casas de fuego», cuando el doctor Salvador Mazza fue encarnado por Miguel Angel Solá. En fin, en ese sentido el cine es el cine, y no hay lugar para quejas.