Tema perturbador con admirable delicadeza Elogiable película. Sutil, inquietante, bien armada, bien dirigida, muy bien actuada, sobre un tema difícil. Asunto delicado, perturbador, que desde otra óptica hubiera caído en desagradables lugares comunes, recursos dramáticos altisonantes y, peor aún, aplicación de consignas bajadas para denunciar un tema del momento. Aquí no se trata de denunciar algo. Más bien, se procura observar detalles aleatorios y aguzar el entendimiento, para percibir el modo en que ciertas cosas pueden desarrollarse. Lo que vemos es una familia aparentemente sólida y correcta. El abuelo dueño de una librería, hombre culto y elegante, pater familias de carácter decidido, que sostiene a todos los demás. La hija retraída a tareas del hogar y de la empresa familiar, atenta a las indicaciones del padre y los problemas monetarios del novio, un peor es nada con cola de paja. Más lejos, en otro lado, el viejo hermano medio borrachín, fabulador, lúdico, sin tanta cultura y sin ninguna elegancia. Nadie a mi altura, pensará el abuelo. Y luego, exaltada pero no exactamente en un trono, está la nieta. Preciosa, aplicada, con dotes artísticas, voz de ángel puesta a cantar como solista en el coro de la escuela, niña sensible. Demasiado sensible. Maestra y psicóloga escolar sospechan algo raro. Por ahí va la intriga. Como personajes laterales, la vecina y unos cobradores con reclamos del mundo exterior, un compañerito de escuela con sueños contagiosos de viaje a tierras desconocidas, señores admiradores de la cultura y la inteligencia del dueño de casa, un director de escuela que sólo puede aceptar hechos comprobados. Como tema de peso, los diversos manejos de la voluntad ajena según quien la aplique y quien acepte que se la apliquen, la total seguridad que algunos tienen para sentirse (¿nietzchianamente?) autorizados a actuar como les parece, y la más o menos resignada aceptación y hasta posible complicidad de algunos otros. Muy buena mano la del director Miguel Angel Rocca, en su primera obra solista. Años antes se había probado en el cortometraje, y en un cuento agradable, «Arizona Sur», hecho a medias con Daniel Pensa, aquí productor. Buena mano, y muy buen elenco, donde reluce hasta el papel más opaco. Cabezas del elenco, Alberto de Mendoza, de presencia intacta, haciendo a los 88 años uno de los mejores y más complejos trabajos de su extensa carrera, y la niña Ailén Guerrero, mostrando a los 10 años un encanto natural y un talento que conviene seguir. Premio al mejor actor y premio del público al mejor film en el Festival de Málaga. Música del maestro Osvaldo Montes.
Ama de casa aburrida, espectadores también Cansada de la monotonía familiar, la mujer de un taxista se calza una peluca que la deja tan fea como si no la usara, toma una valija, camina en la noche hasta la estación de ómnibus, que está cerrada, se da unas vueltas, bebe algo, le da al pucho, se cruza con gente diversa, y vuelve al hogar. Esa es la historia que aquí se cuenta, y que, con las variantes propias de cada época, debe ser casi tan vieja como el matrimonio. Claro que hay formas y formas de contarla. En un episodio de la vieja comedia de Fernando Ayala «Sábado a la noche, cine», una mujer harta de soledad y desatención abandona el nido conyugal, va al aeropuerto, sube al avión, y no se escapa solo porque el vuelo resulta cancelado. Vuelve, llena de angustia, y el marido no se enteró de nada, él mientras tanto se había ido a ver una de cowboys. Escena graciosa y amarga, contiene toda la emoción que a ésta le falta. Esta, en cambio, contiene una interesante serie de recursos estéticos. Si se la ve fragmentada, pueden advertirse varias lecciones de estilo, harto respetables. Caben acá los elogios a la composición de planos, la luz nocturna, el sonido bien trabajado, la actuación de espaldas a la cámara y el manejo del «fuera de campo» creando cierta intriga en el público, que quiere saber lo que ocurre fuera de su vista. Claro, hasta que se cansa y dice «qué puede ocurrir fuera de mi vista, si en pantalla no pasa nada». Pensamiento que puede surgirle, digamos, más o menos a los diez minutos de empezada la proyección. Protagonista, Carmen Machi, actriz de reparto en algunas de Almodóvar, cómica exitosa de la televisión española, aquí reducida a la mínima expresión, solo una figura móvil en el encuadre. Por suerte tiene una mirada bien expresiva. Coprotagonistas, Jan Budar, checo en rol de polaco indefenso que perdió algún tornillo, y Pep Ricart en rol de marido de historieta. Como para figurar en la foto, la patiflaca Inés Stoffel vestida de mujercita de la calle, y algunos otros figurantes. Autor, Javier Rebollo, un formalista de grandes conocimientos que ya había aburrido a mares en la muy estilizada y estirada «Lo que sé de Lola», y ahora acaba de filmar una road movie en Argentina, «El muerto y ser feliz», que al menos tendrá, cabe suponer, imágenes preciosas de un viaje desde Buenos Aires a la Puna. Es lo que corresponde esperar. En cuanto a diálogos y progresión dramática, resultará ilustrativo esto que escribió el propio Rebollo en sus apuntes de trabajo para «La mujer sin piano»: «Voy a rodar la secuencia 36, por ejemplo, y abro el guión al azar y voy combinando diálogos de una secuencia con diálogos de otra. Y te aseguro que, de cada diez veces, en cuatro aparecen cosas maravillosas. Algunos de los diálogos mejores han salido de este cadáver exquisito». Como quien dice, a confesión de parte, relevo de pruebas.
“Las acacias”, con emociones genuinas Tras un buen recorrido por festivales, desde Cannes hasta Kaulnas, allá en Lituania, ganándose tanto la Camera dOr de los exquisitos como el Rail dOr del personal ferroviario francés y el premio de la Asociación Peruana de Comunicadores Católicos, llega a nuestras carteleras esta sencilla película de un debutante cuarentón. Puede pasar inadvertida, lo que sería una lástima. Pero también puede crear demasiadas expectativas, lo que luego causaría en cierto público una decepción. Tan pequeña y frágil es. ¿Pero de qué trata? ¿Y por qué ha gustado tanto, en tantos lugares distintos, una película chiquita, que ni música tiene, ni gran elenco? Un camionero solitario, callado, lleva habitualmente una carga de acacias, árbol duro y espinoso, desde los suburbios de Asunción hasta las afueras de Buenos Aires. En este viaje, a pedido de su patrón, también debe llevar una señora que va a casa de sus parientes. La señora también es medio callada. Y lleva a su hijita de meses. Eso es todo, y más o menos cualquiera puede imaginarse cómo termina. Pero hay algo más. Seguramente el lector ya ha visto muchas historias de gente que va aflojando su coraza, o perdiendo sus espinas, a lo largo de un viaje, sea en aventuras como «La reina africana» o relatos de amistad como «Espantapájaros», pero en esas y otras historias similares siempre vemos a unos artistas conocidos interpretando a tales o cuales personajes. Aquí realmente los intérpretes nos parecen gente de veras, un camionero de veras y una simple mujer del interior, y nos asombra saber que son actores. Ella, Hebe Duarte, debutante. El, Germán de Silva, hasta hoy una figura de reparto. Nayra Calle Mamani, de cinco meses al momento del rodaje, completa el elenco, sin saberlo, y llena la pantalla en más de una ocasión. Ellos, de a poquito, se nos van entrando en el alma, y logran que nos interese y nos cause cierta ternura la vida de esas tres personas. Otros méritos corresponden, lógicamente, al realizador, Pablo Giorgelli, que hizo una historia tan verosímil, sensible, y sin exageraciones, que le creemos todo, y que además supo elegir a los intérpretes adecuados, dirigirlos, y elegir luego las tomas mejor indicadas para que se fuera marcando como naturamente la evolución de cada personaje. Aplausos también para su esposa, la montajista María Astraukas (editaron en su propia casa, de a poquito), el coguionista Salvador Roselli (que también supo participar en «El perro» junto a Carlos Sorin), el director de fotografía Diego Poleri, y, esto hay que confesarlo, la directora de arte Yamila Fontán, que hizo armar una falsa cabina de camión para algunas partes. No todo es real, ni en la película más realista.
Irregular debut de cineasta cordobés El título y el excelente afiche con gente y un árbol seco en una suerte de burbuja (premio al mejor afiche en Mar del Plata), y el comienzo con una chiquilina floja de tornillos subida a un árbol altísimo, predisponen a ver alguna fábula con toques a lo Tim Burton o, bajando bastante, a lo Wes Anderson. Nada de eso. No es una fábula, ni se asimila a nadie. Esto es, más bien, un intento absolutamente personal. El cordobés Rodrigo Guerrero, debutante con ganas de buscar caminos por sí mismo, ha querido crear unos climas y exponer un relato con la menor cantidad de elementos posibles. Sólo unos pocos personajes de los que sabremos poco y nada, salvo que se sienten mal y apenas pueden comunicarse, en un pueblo del que tampoco sabremos nada, salvo que en el club se celebrará un aniversario. Sabremos también que es invierno, ese invierno seco de la pampa gringa, que las casas se ven más descuidadas, y el campo está descolorido y mustio, a tono con el estado de ánimo de los personajes. Alrededor de ellos, hay cierto sentido del humor. El conjunto que ameniza la fiesta del pueblo se llama Los Magnánimos, las nenas de la escuela de danzas forman el trío Las Tímidas, y cada tanto algún gesto de un infeliz enamorado, por ejemplo, despierta la sonrisa del público. Cada tanto también lo despiertan los gritos de un chancho, o los de alguna mujer. Digamos que el pobre chancho tiene justificados motivos para gritar como un marrano. En cuanto a la película, se justifica como la primera obra de un joven poeta que está probando su estilo, animándose incluso con imágenes desagradables, descubriéndonos una parte de su mundo. Lo acompañan Luis Machin, Paula Lussi (la chica más rara), Fanny Cittadini (su madre), Lautaro Delgado, Elisa Gagliano, Maite Laguna, y Coni Vera. Fotografía seca, música de pocos acordes, aires del taller de Assumpta Serna, rodaje en Oliva, entre Oncativo y James Craik, aunque quizá no conviene decirlo. Después de ver el pueblo en esta película, es difícil que alguien se desvíe de la ruta para conocerlo.
Vampiros más empalagosos que aterradores Esta es la anteúltima parte de una larga y dulzona historia de amor entre un vampiro y una virgen comprensiva, celados por un hombre lobo, amigo de infancia de la virgen. Acá van a casarse de una vez, porque la pobre chica está esperando desde hace ya como cuatro películas. Conviene llevar insulina. En efecto. En vez de salvajadas vampíricas, imágenes espantosas de sonido estremecedor, suspenso inquietante, angustia mortal, encima de cada espectador caerá un container entero de azúcar, acompañado de empalagosa música romántica, mientras en la pantalla se suceden láminas de posters para adolescentes enamoradas, unos flacos lánguidos maquillados con harina de arroz, toda la corte de amigas alborotadas por el casamiento, y hasta los cursilones discursos de la fiesta, que por más refinados que sean estos personajes, cuando llega la hora de saludar a la novia dan vergüenza ajena. Eso lleva una hora larga. Después cambian al dj y aparece música surtida tipo ascensor, porque los novios se van de luna de miel a una isla paradisíaca cerca de Rio de Janeiro. Todo muy lindo y la recién casada a punto de caramelo. Van a la cama y el novio rompe la cama de tanta energía acumulada que tiene. Al otro día ella despierta toda contenta, llena de moretones. Pero el tipo está asustado de sí mismo. Tanto, que pasan el resto de la luna de miel jugando al ajedrez. Variante del viejo dicho, Dios le da pancito tierno al que tiene colmillos. Por suerte para el espectáculo, pasa una desgracia. Algo salió mal y, fruto de aquella sola ocasión, ahora ella está esperando un hijo monstruo. Los hombres lobos se agarran una bronca bárbara, y gruñen entre ellos con voz metálica, vaya uno a saber por qué pero estos lobos tienen voz metálica. Y todos los vampiros tienen miedo, y los humanos de la película también, todos tienen miedo, salvo el público, que espera contento, a ver si al fin pasa algo en esta serie. Pero no pasa nada. Bueno, algo pasa, pero no lo diremos. La joven esposa al fin empieza a tomar ciertas decisiones. El asunto se pone levemente intrigante. Un poquito tenebroso, también. Y aunque sea para saber cómo termina, nos quedamos esperando los anticipos del último capítulo, que ha de estrenarse el año próximo. Director, Bill Condon, el de «Hombres y monstruos», sobre James Whale (quizá por eso vemos una escena de «La novia de Frankestein»). Libretista de todos los capítulos, Melisa Rosenberg, siempre fiel a la autora de las novelas originales, su amiga la gordita Stephenie Meyers. Protagonista, Kristen Stewart, siempre acompañada por los mismos pelmazos. Continuará.
Dolorosa y envolvente “Poesía para el alma” Primeras figuras de este doloroso relato: un posible cuerpo flotando en el río, y una viejita con la mente flotando quién sabe en qué recuerdos. La mujer pasa luego cerca de otra persona atormentada por algún accidente. Con el tiempo, todo eso se irá uniendo. Entre las últimas figuras, estará su sombrero flotando en el río, mientras ella lo contempla, con particular tranquilidad después de haber sufrido. Dos problemas enfrenta ella, relativamente vinculados. Ante todo, ciertos síntomas de senilidad. Su médico le aconseja un taller de poesía que le haga trabajar las palabras, para no olvidarlas. Pero luego, enfrenta también la culpa de su nieto en un hecho delictivo, al que debe ponerle palabras de algún modo. Fue un delito cometido entre varios chicos del colegio. Los padres de los otros chicos, y las propias autoridades del colegio, quieren solucionar el asunto mediante una «indemnización». Ella se está olvidando las palabras, pero recuerda bien que ciertas cosas no se arreglan con plata. Pequeñita, laboriosa, paciente, vestidito floreado, de espalda ya encorvada, cercana a la religión católica, escribirá una particular poesía, en nombre de la víctima. Por ahí va la historia. Envolvente, suavemente emotiva, cargada de reflexiones, buena película. Con veinte minutos menos sería muy buena. Intérprete, Yoon Jeong-Hee, popular actriz del viejo cine coreano, que aquí reaparece tras 16 años de ausencia. Autor, Lee Chang-Dong, a quien algunos lo vinculan con el «nuevo cine coreano», pero es de otra generación. Profesor de escuela, empezó a filmar recién a los 43, cuando entendió que tenía algo que decir.
Retrato de Carlotto limpiamente emotivo La señora Estela de Carlotto ya había sido protagonista de un buen film, digno de mayor circulación, «Estela», documental de Silvia di Florio, 2008, en una de cuyas mejores partes se la ve rodeada de ex alumnos en los festejos del centenario de la escuelita de Brandsen donde fue directora. Por extraña razón, ese documental resulta más emotivo que la película que ahora vemos. Y eso que es emotiva. Cabe decir algo más: emociona con limpieza, sin golpes de efecto, sin buscar la retórica en los diálogos, que apenas bajan alguna línea cada tanto, ni en las escenas más fuertes, que discreta, respetuosamente, evocan algunos momentos tremendamente graves de su vida. Jorge Maestro y la escritora María Laura Gargarella hicieron un guión equilibrado, que, junto a los largos momentos de calvario y lucha, ilustra también sus momentos de felicidad hogareña y las alegrías de los triunfos actuales, que no son alegrías completas, ya se sabe, pero alimentan el alma para seguir adelante. No podía ser de otra manera, cuando una de las mayores virtudes de Carlotto es, precisamente, su carácter equilibrado. Susú Pecoraro la representa de modo exacto, en uno de los trabajos más comprometidos de su carrera. Junto a ella, Alejandro Awada, en el difícil papel del marido ferretero a punto de caer destruido detrás del mostrador. Buen elenco, en líneas generales, y señalable reconstrucción de época, bajo vigilancia de Silvio Rodríguez Molina. Director, con buena mano, Nicolás Gil Lavedra, autor del documental «Identidad perdida», sobre el trabajo de Abuelas. Se le puede reprochar cierto nivel de telefilm, pero no es mayor reproche. En todo caso, sería un recomendable telefilm.
Singular historia de los tiempos que corren Asunto delicado el que expone el actor Javier van de Couter en ésta, su segunda película como realizador. Y así lo trata, con delicadeza, y con dos revelaciones femeninas: Camila Sosa Villada, y Maite Lanata. Revelaciones para el cine, porque esta última es la nena de «El elegido» (¡pero acá habla!) y la primera hace ya años que se luce a sala llena en el teatro cordobés. Un restaurante. Alguien contempla a los comensales desde la vereda. Después vuelve a su carrito, a juntar cartones como todas las noches. Es una travesti cartonera. No hay muchas. Hace años hicieron su propio rinconcito detrás de Ciudad Universitaria. En esta historia, ahí vive la que mira a los comensales desde la vereda. Ella encuentra el diario de una mujer que ha decidido suicidarse. «Soy un monstruo en el cuerpo de una madre», dice una de las páginas. El diario pasa de mano en mano por el barrio, muchas lo van leyendo en voz alta. ¿Alguien se sentirá una madre en el cuerpo de un monstruo? La cartonera se hace amiga de la niña que ha quedado huérfana. Es sólo una amistad. Pero difícil de entender para los otros. Por ahí va el asunto. Bastante singular, muy propio de los tiempos que corren, y bien expuesto, fuera de algún recurso más o menos de repertorio, que en poco afecta su intensidad dramática. Rodrigo de la Serna es el padre de la niña, un tipo superado por las circunstancias que reacciona como el millonario de «Luces de la ciudad» (aquel que sólo era generoso estando en curda, pero acá es al revés). Se lucen también, con personajes muy humanos en su dolor, Rodolfo Prantte y Miguel Cano. La música es de Iván Wyszogrod, excelente. Pero la película es de la chica Lanata y de Sosa Villada. «Carnes tolendas» es su éxito teatral, ese donde declara «que nunca seré mujer, y jamás volveré a ser un hombre».
Hito radical tiene quien lo recuerde Sobre un singular tiroteo entre radicales y policías durante las elecciones provinciales de 1935, habla esta obra, la primera película «de época» enteramente realizada por gente de Córdoba. Aún más: se filmó en la zona de los hechos, ya que no en el lugar exacto. Plaza de las Mercedes y demás pueblos de alrededor (Monte Crispín, Maquinista Gallini, Santiago Temple, Obispo Trejo, La Para, la Tordilla, El Tío, etc.) brindaron armas, ropas, autos, todo lo necesario para que tuviera sensación de verdad. Por cierto que la tiene, ése es uno de sus grandes méritos. Esto pasó de veras, en las complementarias del 17 de noviembre de ese año. Dos semanas antes había sido el primer llamado a las urnas, pero en ciertos pueblos que denunciaron fraude hubo que votar de nuevo. Ya se sabe, eran los tiempos del fraude patriótico. El asesinato de un diputado socialista, el atentado contra un dirigente radical, las apariciones del «tren fantasma» desde el cual tiroteaban a los pueblos donde había ganado el radicalismo, eso estaba pasando, y don Amadeo Sabattini mandó «cuidar las urnas». Sus hombres lo entendieron al pie de la letra, se armaron, incluso llevaron al campeón de tiro Carlos Moyano, y cuando la policía de Plaza de las Mercedes quiso basurearlos, pasó lo que tenía que pasar. Unos dicen que Pedro Vivas, apoderado del Partido, bajó del auto escopeta en mano. Dicen otros que el comisario los recibió a balazos. Al final murieron dos radicales y siete policías, nada menos. Y ganó Sabattini. Córdoba fue así «la isla democrática en medio de la década infame». De quienes pelearon esa mañana, Santiago del Castillo y Argentino Autcher después también fueron gobernadores, este último ya por el Partido Peronista. Esa es la historia, y la contamos porque en la película apenas se entiende. La escena de los tiros está buena, pero todo lo que lleva hacia ella suena algo confuso, errático, aparte de medio lento y solemne. Pero la escena, ya lo dijimos, está bastante buena. Dirección de arte, fotografía, música final, utilería, vestuario, salvo algún detalle menor, son dignos de elogio. Peluquería no, y a la dirección de actores le faltaron unas semanas. Más tiempo todavía le faltó al guión, que se anuncia centrado en el niño del título, vira hacia un joven abogado pacifista de nombre emblemático, y pierde la oportunidad de tensionar los momentos previos a la acción. Termina acusando a los radicales de violentos y tramposos, aunque es probable que el público justifique con entusiasmo tales métodos habituales en nuestra historia. Así al menos pasó con «Quebracho», donde Lautaro Murúa, como líder radical de esa época, encabezaba una rebelión de peones armados.
Una amable historia sentimental con elenco bien elegido La historia sentimental que aquí se nos presenta, basada en el cuento largo de Sergio Bizzio «Un amor para toda la vida» (largo, melancólico y por suerte algo distinto a lo que generalmente se espera de este escritor), habla del reencuentro de dos amigos con la chica que les partió la cabeza cuando eran adolescentes. Ahora ya grandes, enfrentan sus recuerdos y algunas obsesiones que les quedaron desde entonces. La chica era viva, manejadora, consentida como hija única, hizo carrera y sigue igual que antes. Ellos eran dos muchachitos de pueblo. Uno muy serio y medio pavo, y el otro ya con responsabilidades laborales, el más hombrecito del barrio, pero inocente en las cosas del amor. Cada uno tuvo algo con ella, que después se fue, luego cada uno hizo su vida, y ahora ella se les reaparece de golpe. Tal vez le falte algo, aunque parezca tenerlo todo. Eso quizá podamos saberlo más adelante. Así es la historia, que alterna dos épocas y dos elencos. En uno, tres chicos prometedores, los debutantes Alain Daicz, Agustín Pardella y Denise Groesman (apareció como la novia del hijo mayor en «Rompecabezas»). En el otro, Diego Peretti, Elena Roger, debutando en pantalla grande, y Luis Ziembrowski. Grande, Ziembrowski, tantas veces hizo de malo en el cine, que habíamos olvidado su capacidad para hacer un personaje tierno, un mecánico de carreras metido para adentro, en su nostalgia, un tipo que sufre en silencio su frustración de amor, creíble casi ciento por ciento. Muy bien elegido. Paula Hernández, la de «Herencia» y «Lluvia», afirma su mano para esta clase de relatos, y cierta habilidad para el manejo de los matices, como esas miradas que aparecen cuando uno queda fuera de la conversación, por ejemplo. El casting es realmente bueno, y la adaptación (donde participó Leonel DAgostino) sabe ubicar las situaciones y los diálogos más memorables del cuento, aunque sin salvar del todo el peso de algunos lugares comunes. Sólo un detalle causa una leve perplejidad: las locaciones. Porque se ha filmado en Colonia Liebig, Colón y Victoria, hasta allá se ha desplazado parte del equipo, pero es tan poco específico lo que vemos de esos lugares, que daba casi lo mismo hacerla en Ramallo.