LIBERARSE César debe morir, de Paolo y Vittorio Taviani es un documental, pero con todas los difusos límites que este término conlleva. Porque un documental es también una ficción. Simplemente por el hecho que exista una cámara que filma, o sea un encuadre, y un sujeto consciente de la mirada de esta cámara sobre sí mismo. La primera escena nos muestra una actuación, un grupo de personas realizando la obra Julio César, de Shakespeare, una representación dentro de una representación. Los colores, el escenario y los trajes de época enmarcan la situación. Luego la película se tiñe de blanco y negro y se sitúa en una cárcel. Sí, los actores (algunos muy destacables en su papel) están presos. Todo lo que vamos a ver después son los ensayos de esta obra dentro de los diferentes lugares de la prisión. Por momentos la ficción se mezcla con la realidad, aunque suene difícil hablar de “realidad” cuando alguien está encerrado durante años entre rejas. Pero como bien sabemos no siempre hace falta tener custodia, cadenas, ni barrotes para sentirse encerrado… Una serie de personajes se nos presentan con una mirada a cámara, con su nombre, condena y delito escrito por debajo de su rostro. En este punto disiento, no me parece necesario saber el motivo por el cual están presos, porque de alguna manera los etiqueta. Justamente lo que importa es que son personas que tienen un objetivo en común y para lograrlo tienen que trabajar en equipo, pero en este caso el objetivo no es lavar el patio, ni aprender oficios, sino representar la obra de uno de los autores más importantes de la literatura universal. Y es fácil identificarnos con ellos, aunque no hayamos asesinado a nadie, ni participado en el tráfico de drogas, ni en el crimen organizado, porque no son formalmente artistas (como muchos de nosotros) pero a través del arte (ajeno) pueden sublimar y sentirse “reyes” por lo menos por un rato. Vemos en una puesta en escena un mural de un mar y una isla, un decorado de cartón que contrasta con la asfixiante prisión, llena de puertas de hierro y cables de alta tensión. En la película el arte está representado por los colores, la diversidad de tonalidades y matices, y la realidad (carcelaria en este caso) por la ausencia de los mismos, una realidad en blanco y negro donde todo parece tener dos caras: los buenos y los malos, los que tienen el poder y los que acatan, los que están adentro y los que están afuera. Pero además podríamos inferir que la película nos está diciendo que la vida sin arte, se torna oscura. Luego de escuchar el sonido de las cerraduras que se traban y de la puerta indestructible que se cierra a su espalda, alguien nos mira de frente y nos dice: “una vez que me familiaricé con el arte, esta cárcel se convirtió en una prisión”. Claro, cuando se nos muestra cualquier tipo de belleza su ausencia nos deja un sabor amargo, pero en este caso un detalle es fundamental: ahora todo lo que vemos en ese encuadre dentro de la celda es a color. Es evidente que en los personajes hubo un cambio durante el recorrido de la obra. Porque si hay algo que nos hace sentir libres, aunque sea por un instante, es el arte.
Mirarse al espejo Antes de la medianoche, de Richard Linklater es una de esas películas difíciles de racionalizar. Vi Antes del amanecer (1995) con veinte años de edad, Antes del atardecer (2004) con veintinueve y finalmente Antes de la medianoche (2013) a mis treinta y ocho, todas en el cine. Con lo cuál, más allá de confesar mi edad, crecí junto a estos personajes. La gran diferencia entre las dos primeras y la tercera es un detalle fundamental: la ausencia. Esa que antes era el motor y que ahora se les viene encima como una montaña de cemento sobre sus espaldas. Tanto en la primera como en la segunda entre cada encuentro había una larga distancia, física y geográfica. Pero en la tercera, no. En este caso el único espacio que hay entre Jesse y Celine es el que va del living al dormitorio, pasando por la cocina. La película comienza con la cámara mostrándonos unos pies que avanzan, podemos metaforizar que hay un camino recorrido (y recorriéndose) y que el paso del tiempo está más presente que nunca. Al principio nos confundimos un poco, pero más tarde nos damos cuenta (y nos sorprendemos para bien) que Celine está esperándolo, hermosa como siempre. Ella es un ejemplo de mujer de una generación en la cual el mayor miedo es ser una ama de casa, convertirse en una aspiradora, vivir pendiente de la peluquería y creer que Romeo y Julieta es una película. Una despedida inaugura la historia, porque hay cosas que se van, a veces para no volver. Entonces para verla hay que “despedirse” de las utopías, del romanticismo adolescente, de los encuentros casuales (o no tanto) y de las largas caminatas sin rumbo alguno. Dejé descansar mi pañuelo por un rato, para sonreír mucho más de lo pensaba, porque claro, no hay mejor manera de enfrentar las propias miserias que reírse de uno mismo. La primera parte de la película nos pone en contexto: unas vacaciones en Grecia y el encuentro con una serie de personajes que rodean a la pareja y que representan muy bien todas las diferentes etapas del “amor” (cualquiera sea el significado que cada uno le dé a esta palabra). Tengo que reconocer que por un momento tuve un poco de miedo que las hijas de Jesse y Celine, unas gemelas rubias un tanto insulsas, tomaran demasiado protagonismo en la historia, pero gracias a la sabiduría de Linklater esto no fue así. La película sigue a quienes realmente queremos ver y escuchar con todos nuestros sentidos despiertos: a Jesse y a Celine. Entonces recorremos las antiguas calles empedradas de Grecia escuchando sus lúcidas reflexiones acerca de la pareja, las expectativas, lo que se pierde, el tiempo, el sexo, lo cotidiano, el lugar de la mujer y podría seguir así llenando espacios que no debería porque los caracteres de esta nota son limitados. Hay que verla. Es el reflejo (sí, duro) de los años que pasan, de las curvas que ya no están tan bien delineadas en Celine (pero que muy bien se lo banca) y de la pelirrroja barba de Jesse que ahora se mezcla con algunas tonalidades de color blanco. Hay conciencia que algo quedó en el pasado, pero también que algo sobrevivió a través de los años. La película no deja una sensación amarga, simplemente nos da una pequeña cachetada y nos hace poner los pies sobre la tierra para sentir las asperezas del suelo, pero también para poder seguir caminando sin caernos desde un precipicio.
PUEBLO CHICO, INFIERNO GRANDE Situada en algún pequeño pueblo de Dinamarca, el film cuenta la historia de Lucas, un ex-profesor divorciado, padre de un hijo adolescente, que trabaja en una guardería para chicos. La realidad de Lucas se cruza con la de Klara (la hija menor de uno de sus mejores amigos) que va a esa misma guardería, probablemente la única que existe en el pueblo. Esta nena tiene una “gran cuota de imaginación” como se la define en la película y entabla una relación especial con Lucas. Pero al poco tiempo, de la boca de ella salen explícitas frases repetidas de memoria dejando en evidencia un supuesto abuso sexual por parte de él. En este pueblo la cacería es el deporte por excelencia e incorporado por el grupo de amigos de la infancia de Lucas, que además del placer que les provoca matar ciervos, se juntan a tomar litros de alcohol durante largas horas de la noche. Esta misma gente que después de las acusaciones empieza a darle la espalda. La película nos muestra la decadencia de este hombre en un pueblo endogámico y hostil, con un poder de sugestión extremadamente potente. Lucas queda solo. Su hijo Marcus, que lo visita durante un tiempo y su padrino, son los únicos que lo sostienen en semejante calvario. Ni siquiera puede hacer sus compras en el mercado de la zona, porque hasta el carnicero se niega a venderle carne y llega al límite de golpearlo. Paradójica escena porque lo que sí se vende en ese pueblo a lo largo de toda la película es la carne humana, la de Lucas. “Los niños nunca mienten”, se repite una y otra vez durante todo el relato. Más allá que Klara confiesa la inocencia de Lucas, la idea del abuso ya está instalada en la comunidad, como un tumor que se extiende y que es imposible de extirpar. Porque siempre es más fácil sacar la culpa afuera y seguir yendo a misa en Navidad a cantar villancicos como si el demonio estuviera lejos de nosotros. Sin embargo, un sótano que supuestamente existe en la casa del presunto abusador se convierte en un detalle importante. Un “sótano” que si lo metaforizamos y lo ampliamos de sentido es un oscuro lugar bajo tierra, donde uno guarda lo que no está en uso o lo que no quiere ver. Pero este “sótano” no es parte de la casa del protagonista porque no hay lugares escondidos en él. Lo fascinante de esta historia es la analogía entre la cacería de ciervos y la cacería humana. Vemos varias tomas del bosque, de los animales y de Lucas como si fuera uno de ellos, confiado e inofensivo caminando tranquilamente entre los árboles, con el sol que encandila su vista, en la mira de los ojos que lo apuntan constantemente. Esto le pasa a ambos, a los ciervos en su hábitat natural con los cazadores y a Lucas en su pueblo, con esas miradas torcidas que se fijan sobre él sin darle respiro. Un año después se reencuentra todo el grupo para una de sus clásicas cacerías. Caminan por el inmenso bosque cuando Lucas queda solo. De pronto se oye un tiro, se ve el reflejo de una luz y una figura que desaparece. ¿Una alucinación? Tal vez, o simplemente una huella que jamás va a poder borrarse.
Detrás del muro Bárbara es una película austera que habla sobre decisiones, una mujer de espaldas a su pasado y de frente al futuro que tiene que elegir hacia dónde dirigirse. La historia está situada a principios de los años ochenta en una Alemania dividida. Ella es una médica de La Charité (prestigiosa clínica de Berlín del este) que es obligada a mudarse a una pequeña provincia, luego que se le denegara un pedido para salir del país. Ahí trabajará en un hospital, pero sin dejar de ser vigilada constantemente. Poco sabemos de su pasado, sólo que hay un hombre en su vida que la esperará en Dinamarca y que ambos tienen un plan para escapar. Tampoco podemos deducir su futuro, pero todo indicaría que será lejos de Alemania. El director Christian Petzold elige no decirnos demasiado, y lo bien que hace, es uno de esos autores que nos obligan a construir nuestra propia percepción del personaje y de quienes lo rodean. Bárbara es una mujer fuerte, distante y ajena a su nuevo entorno. Le aconsejan que no “se separe demasiado” porque la gente del pueblo es muy susceptible y tiende a sentirse de “segunda clase”, pero a ella poco le importa los complejos de inferioridad de sus nuevos compañeros. La vemos fumando casi todo el tiempo, esos “cigarrillos occidentales” que guarda en su maletín rojo, que la anclan a su antigua vida, el humo que la aleja todavía más de los demás, como una especia de niebla en la que se esconde cada vez que alguien intenta acercarse. Pero es entendible, es difícil encajar en un lugar en donde uno no quiere estar. A lo largo de toda la película hay una constante dicotomía, la contradicción entre Berlín Occidental y Oriental que está representada en Bárbara y la gente del pueblo. Pero también ésta oposición la vemos en ella a medida que avanza la película: sus silenciosos planteos sobre su pareja, su profesión, su idea de la libertad y progreso que parecen estancarse en medio de las calles de tierra de ese pueblo, a simple vista, chato. Por otro lado, esta ambivalencia está presente en todos los personajes, ellos oscilan entre la sensibilidad y la frialdad, entre la confianza y la desconfianza, entre el poder y la sumisión, entre la verdad y la mentira. Nadie tiene una sola cara y eso los hace humanos y creíbles. La película nos muestra una situación política y social contada desde la mirada intimista de una mujer. Los personajes a su alrededor tampoco están en mejores condiciones. André, su jefe y compañero, para silenciar un error en su profesión acepta la propuesta de trasladarse al pueblo y encargarse de dirigir el hospital de la zona. Stella, una chica que trabaja en “campos de exterminio, pero socialistas”, como tan duramente lo define Bárbara, que de manera recurrente vuelve al hospital fingiendo estar enferma, hasta que un día realmente lo está, y no sólo eso, sino también embarazada. Mario, un adolescente que intenta suicidarse tirándose del tercer piso por creer que su novia lo engaña, llegando al hospital casi al borde de la muerte. Y hasta el funcionario que vigila y persigue a Bárbara carga con una densa historia familiar, más allá de su antipática personalidad. Todos de alguna manera están atrapados. Y finalmente Bárbara tiene que elegir. Llega el momento y la hora indicada (el segundero del reloj exacerbado como una banda sonora) en donde el camino a seguir está marcado. Entonces deja de tocar el piano, sale del departamento, sube a su bicicleta y pedalea hasta la playa, pero con una pequeña variante en su plan: no está sola. Lo demás lo verán con sus propios ojos, si es que les interesa hacerlo, porque este final es un nuevo comienzo y no sólo para ella… La decisión fue tomada y todo lo que queda detrás, es historia.