Cuando un tropezón es caída Volvió Woody Allen con Blue Jasmine y volvió no sólo a filmar en Estados Unidos, sino a su esencia, a aquella época en donde las películas eran más que postales y recorridas por hermosos lugares europeos. No es que estas últimas películas no estuvieran bien, Allen siempre logra un alto nivel en donde nunca nos deja con las ganas, pero esta vez redobla la apuesta y supera las expectativas. Esta película es una relectura de Un tranvía llamado deseo (Tennessee Williams, 1947) obra en la que se basó también la gran película de Elia Kazan (con el mismo nombre) estrenada en 1951 y protagonizada por Marlon Brando, Vivien Leight y Kim Huner. Woody Allen, desde su versión libre, nos relata los contratiempos de Jasmine (increíblemente actuada por Cate Blanchett) que con gestos femeninos, torpes y extravagantes nos recuerda al personaje de Blanche Dubois (Vivien Leight) en la película citada anteriormente. Jasmine (cuyo verdadero nombre es Jeanette) es una mujer que viste ropa de Chanel, usa valijas de Louis Vuitton, vivió en la Quinta Avenida, pero ahora no tiene dónde caerse muerta, aunque conserva estos objetos como fetiches de un pasado que ya no existe, sólo que ella parece no querer (o poder) darse cuenta. Jasmine es pura apariencia, brillo deslucido de un pasado hipócrita que ya se hizo añicos y lo que queda es un esqueleto femenino llenándose el cuerpo de pastillas, alcohol y espejismos. Jasmine llega a San Francisco luego de haber sufrido un colapso nervioso. La observamos por primera vez hablando (en realidad monologando) con una anciana que le presta su oído durante todo el viaje, pero que no logra emitir sonido alguno. Llega sin un centavo, pero viajando en primera clase, para pasar un tiempo con su hermana adoptiva, Ginger (Sally Hawkins), una trabajadora y simple mujer de los suburbios, divorciada y con dos hijos varones. La película nos muestra el contraste del presente de Jasmine y su pasado, con flashbacks durante toda la película que refuerzan lo que fue y lo que es. Los choques entre las hermanas se hacen visibles, pero lo importante de este antagonismo es lo que cada una de ellas representa. Por un lado Jasmine encarna la idea de vivir en un pasado glorioso (que en realidad nunca lo fue) y Ginger la idea de vivir en un presente, que simplemente está, con las pocas o muchas herramientas que se tengan al alcance de la mano. Woody Allen nos muestra una crítica áspera sobre una sociedad materialista, lujosa y vacía, donde la mayor vergüenza es trabajar en una exclusiva zapatería y que las clientas (antiguas amigas) te miren con compasión; bueno, en realidad, la vergüenza sería simplemente trabajar. Ese es el mundo chato de Jasmine, donde la moneda corriente es la negación y la falta absoluta de independencia, no sólo económica sino (lo que es peor) de criterio y de pensamiento. La incomodidad se vive a flor de piel durante todo el relato, la misma incomodidad que siente Jasmine en ese mundo tan extraño para ella y el cual se le viene encima hasta aplastarla. Sólo por momentos, algunos toques de humor nos hacen relajar (en semejante drama personal) y lo grotesco inunda el relato. Pero no dejamos de sentir tristeza por esta mujer que lo perdió todo, y no estoy hablando de lo material, sino de lo único que nos queda como seres humanos, la cordura. Blue Moon (famosa canción cantada por Frank Sinatra, Elvis Presley, entre otros) recorre de manera recurrente toda la película desde el discurso de Jasmine y la vuelve más “azulada” y melancólica que nunca. Finalmente el círculo se cierra con un diálogo sordo de ella, sin nadie a su lado y nosotros observando (con angustia) la decadencia de esta mujer que ya no le quedan recursos ni para pararse sobre sus propios pies, aunque lleve puestos los zapatos más caros del mundo.
La soportable levedad del ser Los quiero a todos comenzó siendo una obra de teatro para luego convertirse en la ópera prima de un director que promete, Luciano Quilici. La película cuenta la historia de seis personajes y está situada en un día de campo. De manera fragmentada y con cierto aire teatral, el relato nos va introduciendo en las vidas y miserias de estos sujetos de treinta y pico, grupo conformado por una pareja, una chica y tres varones, amigos desde hace más de una década. Si bien los diálogos no son demasiado destacables, son funcionales a la idea de mostrarnos a estos jóvenes adultos desencantados con su entorno y con ellos mismos. Conversaciones algo superficiales, reflexiones sobre el sexo, la pareja, el futuro, la fe, los ideales, pero donde nada parece tener demasiado peso sobre ellos, todo se dicen en un contexto de liviandad, con la mesa puesta y la carne servida. El único peso parece ser el paso del tiempo y la cotidianeidad que los aplasta y de lo cual parecen no poder o querer salir. Los personajes están bien construidos porque no son de una sola cara: conllevan sus miedos, sus paranoias, acarrean con la historia de sus padres; pero el director no elige levantar el dedo índice y juzgarlos, sino que simplemente los observa desde la distancia (que tampoco significa tener una mirada fría) y los deja ser, los quiere a todos a pesar de todo. El relato es impecable, hay mucho cuidado por el detalle, los colores y el vestuario, la ropa tiene un fuerte peso simbólico en la historia. Los planos son simples, pero muy bien logrados, en algunos casos la cámara enmarca, oprime, resaltando el encierro y la falta de movimiento, sobre todo cuando nos cuenta las historias personales de cada uno de los personajes. Estos espacios interiores contrastan con el campo: su amplitud, el viento, los vidrios de la enorme casa que dejan ver el exterior y la luminosidad. Esta ambigüedad interior-exterior es también lo que sucede en cada uno de los personajes. Ellos están en absoluta relación con el espacio y éste los representa, no sólo desde el lugar en donde el director los ubica, sino también desde el universo propio en el que cada uno habita. Por otro lado, la película no deja de tener una mirada crítica sobre la sociedad que contextualiza a estos personajes, sobre todo con la mira puesta en una clase media adinerada, con sus grandes departamentos adornados que parecen absorber a sus (ya adultos) hijos, y donde la comodidad del hogar heredado (y algo endogámico) parece estancar la salida a una vida propia, con todas las dificultades que esto conlleva. Como resultado observamos sujetos profundamente atados a su pasado, confortables y solos, pero sin dejar de tener lucidez sobre lo que les sucede, o sea, personajes angustiados, retrato de una generación. Las historias van desde la imposibilidad de tener relaciones estables, las apariencias, las frustraciones, la disconformidad con la imagen de uno mismo, los años de pareja que se sostienen como se puede, hasta la falta de objetivos ante el futuro. Pero el clima no es denso porque el humor puede salvar cualquier situación asfixiante, y este recurso nos permite también a nosotros como espectadores desdramatizar los conflictos de los personajes y darle un aura etérea que se respira en toda la película. Este clima refuerza la mirada de los personajes sobre lo que los rodea y la mirada del director hacia ellos. Los quiero a todos hace que queramos a estos personajes, que desde algún lugar (mal que nos pese) también son reflejo de nosotros mismos.
Perdidos en el limbo Podría decir que Adoro la fama de Sofía Coppola es una película coherente, esto significa que tiene una historia irrelevante, un guión pobre, un horrendo título y una puesta en escena fragmentada y superficial acompañando la historia. El argumento es simple, un grupo de adolescentes estadounidenses de clase media deciden por diversión y fetichismo robar en las mansiones de algunos famosos (seudo) artistas. Estos hurtos son repetidos en la pantalla una y otra vez hasta llegar al bostezo crónico. Sorprende que esta directora que fue capaz de crear el sutil e intimista universo de Lost in traslation (2003) y de habernos dejado con la boca abierta con la anacrónica y colorida Marie Antoniette (2006) hoy esté contando una historia tan chata y vacía. No podemos negar que sabe dirigir, hay planos interesantes y un uso del sonido y los silencios que refuerzan la imagen, pero nada de esto nos importa cuando lo que hay por debajo es la nada misma. Los personajes tienen una sola cara: son estúpidos. Quizás el protagonista masculino (Marc) un reprimido chico gay tiene alguna pincelada un poco más profunda que el resto, de hecho su mirada cierra la película, pero ahí nos quedamos. Este universo de chicas perfectas que van a estudiar en tacos altos, maquilladas y que pasan las horas sacándose auto-fotos con sus celulares, exaspera. Y el tímido Marc que termina siendo un títere de estas huecas y pequeñas hembras, no hace otra cosa que seguirlas como un perrito faldero. Los objetos son símbolos de poder: autos convertibles, carteras Chanel, vestidos Prada, zapatos de lujo y joyas que valen tantas cifras que ni siquiera podemos contar. Por supuesto que la película es crítica, pero llega a lugares tan vulgares que termina cayendo en lo mismo de lo cual intenta (sin éxito) reírse. ¿Delata un mundo del cuál la directora misma es parte? No, ojalá fuera así, porque sería por lo menos una mirada un poco más sincera. Coppola no cuenta nada y ese es el mayor problema que padece esta película, esta vez todos los adornos y detalles son irrelevantes y no sirven más que para dejar en evidencia todo lo que falta. Los recursos en su cine se vuelven reiterativos y ese mundo que intenta explorar en sus últimas películas, ya sea desde la existencialista Somewhere (2010) o desde esta hibridéz inclasificable que es Adoro la fama, no nos importa en lo más mínimo. Sofía, creo que hasta acá llegó mi amor.
Volver al pasado P3ND3JO5 de Raúl Perrone es una película donde uno tiene que construir y ser parte activa de lo que sucede en la pantalla, no es apto para espectadores cómodos que quieren tener todo digerido, rápido y procesado. Claro que hay que soportar (porque requiere cierto esfuerzo) dos horas y veinte minutos algo excesivas de cine mudo, en blanco y negro y con una estética que nos remite directamente a los orígenes del cine. Digo esto porque me llamó la atención la huida masiva del público de la sala del cine Gaumont el sábado por la noche. Y desde mi butaca no podía entender si la película les resultaba realmente insoportable o si no tenían ni la más mínima idea qué era lo que habían ido a ver. Nunca en mi vida (que ya tiene unos cuantos años) vi tanta gente irse del cine como en esta película y no es un dato menor porque toda la calma y la abstracción que requiere ver un cine de estas características se esfuma si nos distraemos cada vez que una figura se escapa de la sala. Dicho esto, y recomendando verla con cierta comodidad y serenidad, paso a lo que realmente nos interesa. P3ND3JO5 está dividida en tres historias, tres actos y un final dónde los personajes son siempre adolescentes. Historias de skates, droga, embarazo, amor y muerte. Ellos deambulan por las calles del barrio Ituzaingó y pasan las horas andando sobre esas cuatro rueditas. Lo interesante no está en lo que se cuenta, sino en el cómo, o sea en el aspecto formal y no en el argumental. La fotografía es increíble y el uso del sonido y los encuadres, impecable. No sólo son intensos los silencios, sino la música (una especie de cumbia electrónica e instrumental) el ruidos de las ruedas andando y los relámpagos que anticipan la tormenta no sólo en un sentido literal, sino también en un sentido metafórico. Con un blanco y negro despojado y con un juego de luces y sombras, Perrone se las ingenia para hablar sin necesidad de que las palabras surjan de las bocas de los protagonistas. No hay diálogos y los pocos y algo básicos intercambios de palabras los tenemos que leer al mejor estilo del cine mudo o silente como muchos prefieren decirle. Hay un homenaje a los orígenes en donde lo visual y lo sonoro tienen una preponderancia que no suele verse en el cine actual. Hay referencias implícitas y explícitas a La pasión de Juan de Arco (1928) de Carl T. Dreyer y un cierto tinte místico que sobrevuela el final de la película, como si la cotidianeidad empezara a teñirse de religiosidad. Una mirada metafísica donde la muerte como liberación se percibe en aquellos personajes fantasmales que caminan por un pasillo angosto hasta terminar diluyéndose al acercarse a la cámara. Una película con su propio tiempo, con un ritmo lento pero disfrutable, al compás de los bajos que se reiteran una y otra vez, como el sonido de las ruedas que dan vuelta sobre sí mismas, como las vidas de estos jóvenes que parecen no ir hacia ningún lado. Pero en todo caso, ¿hacia dónde van las nuestras? Pendejos parece no dejar a todos conformes, pero ese universo tan fuera de órbita, tan inusual y tan difícil de ver para algunos, abre un camino y demuestra que en estos tiempos todavía hay una esencia en el cine que no se perdió y que tiene que ver con la reivindicación de su propio y único lenguaje.
Cualquiera, menos yo Las razones del corazón de Arturo Ripstein es una adaptación libre de la novela de Madame Bovary, de Gustave Flaubert. El guión fue realizado sin una relectura del libro, según las propias palabras del director, “únicamente con lo que recordábamos de la novela, lo que nos inspiró”. Cada secuencia es una obra de arte lista para enmarcar. La impecable fotografía en blanco y negro nos revela el contraste de las emociones de Emilia, la protagonista de esta historia. La cámara sigilosa y a paso lento sabe perfectamente dónde ubicarse y deambula por la casa como si fuera un espíritu macabro presenciando los últimos días de Emilia. Ella es esposa de Javier, madre de Isabel y amante de Nicolás, toda su identidad va de la mano de alguien más. Sus cuarenta y pico años le pesan y carga la ropa para lavar en un balde como si cargara una cruz que no la deja avanzar. Además de ser abandonada por su amante tiene problemas financieros, como si no bastara el hastío, la monotonía y la inestabilidad con la que convive esta mujer. Su marido es un hombre trabajador y conformista, su hija una chica de diez años que sabe cómo llenarla de reproches porque cree que carece de instinto maternal. Es interesante la ambivalencia que plantea la película, por un lado el vacío y la falta de sentido y por el otro una existencia repleta de un único y enfermizo motivo: Nicolás, un saxofonista cubano que vive en una pequeña habitación en la terraza del mismo edificio. ¿Una relación patológica o demasiado amor para soportar? Toda la película transcurre en un edificio, recorremos sus pasillos, la entrada principal, la terraza y el estrecho departamento de Emilia, angosto no por sus metros sino por el encierro que significa para ella. El desorden y la desidia de su hogar van de la mano de la anarquía mental que la desborda. Un melodrama en su máxima expresión, teñido de un aire teatral y trágico. Ripstein arrasa como un viento a cien kilómetros por hora y nos deja despojados, aunque con una gran pregunta en mente: ¿cuál es el maldito sentido de todo? La cultura marca un camino a seguir pero esta mujer no puede ni siquiera pararse sobre sus propios pies y mucho menos caminar hacia adelante. Entonces la muerte parece ser la única salida posible. Esta es una película no apta para miradas color de rosa y mucho menos para pasar de manera liviana dos horas de sus vidas, están advertidos. Esta película es para quienes no tienen aprensión de ver reflejada en una pantalla las miserias humanas, aunque no hace falta ir al cine para eso. Como dice Pascal, reflexión que abre la película y cierra este texto: “el corazón tiene razones, que la razón no entiende”.
Espejismos Una chica de veinte años (que hasta el final de la película no sabemos su nombre) viene del interior del país por un día a trabajar repartiendo artesanías, pero un error, y luego una decisión, harán que se quede en Buenos Aires durante más tiempo y que termine explorando un mundo completamente ajeno al de ella, el mundo musulmán. No sólo Buenos Aires le es extraña, enorme y ruidosa, sino que dentro de ese entorno descubre otro: el de una pequeña mezquita, con mujeres hablando árabe, comidas típicas y pañuelos coloridos sobre sus cabezas. Y ella decide zambullirse en ese universo. Busca una pensión por la zona, aprende algo del idioma, busca un trabajo y se relaciona con la gente de esa comunidad, pero desde un lugar diferente, con un nombre que no le pertenece (Habi) y una identidad falsa. Hay una pregunta que recorre toda la película: “¿quién sos?” a la cual la protagonista responde “soy lo que ves” y lo que vemos es una adolescente tratando de buscar su espacio, separándose de su ámbito, necesitando matar (en el sentido más simbólico de la palabra) a su madre, para poder encontrar su propio camino. Una road movie sin movimiento, un viaje hasta el Líbano pero dentro de la habitación de una pensión. Una serie de personajes la acompañan: un chico llamado Hassán, una nueva amiga musulmana, una vecina extranjera con un novio violento y varios personajes secundarios que tienen un peso importante en el encadenamiento de situaciones que suceden en la vida de esta chica. Y la nombro como “ella” porque creo que no es ni Habi ni Analía todavía, está en plena formación y en plena crisis y el juego de ser otra persona la va a ir delineando. La película tiene momentos sutiles y sublimes, encuadres que hablan por sí solos, como por ejemplo ella fuera de foco con su túnica, detrás de una reja: ella tapada, encerrada en un cuerpo al cual todavía no parece sentir como propio. Mucho no sabemos acerca de su pasado ni de su familia, sólo que en la provincia la espera su madre para que trabaje con ella en una peluquería, y que le encargaron comprar unas tijeras, esas mismas tijeras que en vez de usarlas para su nuevo oficio van a hacer que “corte” con todo lo que se espera de ella. Muchas preguntas aparecen en mi cabeza (y eso que ya no tengo veinte años como la protagonista de la película): ¿quiénes somos? ¿qué nos define? ¿somos lo que ven los demás en nosotros? ¿somos realmente lo que queremos ser? Parece que la adolescencia es el momento para hacerse éstas preguntas, y a la vez para elegir nuestro destino, decidir nuestra profesión, nuestro oficio, justo cuando no tenemos ni la más mínima idea dónde estamos parados. Que ambigüedad ¿no? Eso le pasa a Analía, o a Habi, no tiene noción hacia dónde caminar pero sigue, porque hay en ella un ansia de saber, de buscar, de aprender. Lo que busca es hablar de un “lugar”, de algo con lo cual identificarnos porque de eso estamos hechos, de identificaciones ajenas, lo que ven los demás en nosotros, lo que esperan, la educación con la que cargamos y la cultura en la que nos tocó vivir, y en base a eso elegimos qué escuchar, qué mirar, qué leer, qué usar y hasta qué detestar… Pareciera que la protagonista para llegar a ese lugar necesitó transitar otros, tan diferentes y opuestos al suyo, pero que la hicieron mirarse al espejo por primera vez. Ella necesitará encontrar un equilibrio, volver a su origen para cortar usando esas “tijeras” las raíces que hoy la atan y que antes la sostenían y la tranquilizaban. Analía (porque al final nos revela su verdadero nombre y hay rasgos que la van definiendo como tal) guarda en su mochila el mapa de esa tierra lejana, su túnica, sus artesanías, y en vez de cargarla sobre sus hombros, la deja. Se va más despojada que cuando vino, y más colmada que nunca. Y relata la película que las escrituras islámicas nos dicen que hay que vivir como un “extranjero”, pasar por este mundo como si no perteneciéramos a él, como si estuviéramos de viaje, y llevarnos solamente lo mínimo indispensable para subsistir y para poder seguir de largo… Analía no se lleva nada y a la vez, se lleva todo.
La parte tibia del wisky La parte de los ángeles (además de ser el título de la película en cuestión, dirigida por Ken Loach) es una frase que se refiere a un proceso que sucede cuando se abre un barril de whisky. Parece que en ese momento hay un porcentaje de alcohol que se evapora y se pierde; para quienes quieran verlo poéticamente, esa pequeña porción que se esfuma, se dice que se “comparte con los ángeles”. Lo clave del título es, en este caso, la pérdida. De alguna forma todos los personajes perdieron algo en el proceso de su vida, como todos nosotros seguramente, pero esa pérdida los une y además, hace que puedan compartir lo que les queda, aquello que todavía no se destruyó, mensaje positivo si los hay. Los personajes son presentados en un juzgado, uno por uno, delito de por medio, y son sentenciados a hacer trabajos comunitarios durante un tiempo. Es así como conocen a Harry, un señor gordito, solitario y agradable (juzguen ustedes si les suena esta descripción) que se encariña especialmente con Robbie, otro de los personajes principales de esta película. El resto: Rhino, encarcelado por hacer algunos disturbios en los monumentos de Glasgow, Albert un ignorante en su máxima potencia y Moe, una chica que no puede salir de los pequeños placeres delictivos, especialmente los robos sin demasiada importancia. Ronnie, por otro lado, con un historial policial más importante, está en pareja con una chica rubia y adinerada llamada Lonie (esto sí que suena trillado) y acaban de tener un hijo en común. Obviamente la familia de la chica, tan mafiosa como Ronnie pero con plata, no está de acuerdo con esta relación (habrán visto esta historia ciento de veces en las novelas de la tarde). Lo demás sucede entre destilerías de whisky, reuniones de catadores y un plan algo simplón de robo, con la idea que este delito hará al grupo tener un futuro mejor, cualquiera sea el significado que cada uno de los personajes le dé a esto. Es una película ideal para quienes quieren ver algo cálido, lo que significa también tibio, cómodo y optimista. Observar cómo un chico de clase baja que se pasó la vida inhalando cocaína y pegándole a quien se le cruzó por el camino, al sostener a su hijo en brazos por primera vez cambia su mirada ante las cosas (aunque por suerte, no tanto, sino ya sería demasiado). A Ronnie lo queremos, como al resto del grupo, y mucho más a Harry, ese señor adulto que le enseña a este muchacho cuál es su talento: el olfato y su capacidad de catar whiskies. Y además guía a los personajes por el “camino correcto”, porque parece que hay un camino correcto, ¿no? Todos son adorables, sí y también algo aburridos. Esta es una comedia que personalmente no me hizo reír demasiado. Los personajes no tienen matices, como si mágicamente todo eso que los llevó a la cárcel desapareciera. Está claro que la unión y la empatía con un grupo de semejantes ayuda, por supuesto, pero deduzco que hasta en estos casos los roces, las contradicciones y hasta el pasado hacen tensión y generan ruido. Pero no, en La parte de los ángeles esto no sucede. Los pocos conflictos que hay se esfuman plácidamente como el alcohol que se pierde cuando se abre el barril, algo poco creíble para una espectadora que evidentemente cada vez se vuelve más cínica. Tampoco el relato es para destacar, acompaña la escueta historia que se está contando. En todo caso, la película no está mal, pero para mí esto no es suficiente. Si quieren ver un lindo final, sonreír y sentir que a pesar de todo hay posibilidades de un “mundo mejor” (aunque sea para algunos) entonces acomódense tranquilamente en sus butacas que esta película es para ustedes.
MUJERES BELLAS Y FUERTES Diálogo trasnochado entre dos redactores. Juan: Viola (María Villar) recorre la ciudad en su bicicleta entregando películas truchas a domicilio. Cecilia (Agustina Muñoz) y Sabrina (Elisa Carricajo) actúan y luego ensayan un fragmento de Noche de Reyes de William Shakespeare. Viola se encuentra con Cecilia y con Ruth (Romina Paula), quienes le enseñan cómo detectar si lo que tiene con su novio es un amor verdadero. No ocurre mucho más, pero sucede que lo interesante está depositado en el cómo, no tanto en el qué. Viola (2012) es parte de una serie de trabajos que Matías Piñeiro se propuso realizar a partir de la obra del dramaturgo inglés, sin correrse de sus obsesiones recurrentes. En todas las películas de Piñeiro el rol principal le corresponde a las mujeres, pero no solamente eso, sino que sus películas son femeninas, respiran un (para ser un poco mersas, sí) perfume a mujer. Tiene una sensibilidad especial y una ambición que es poco frecuente en el cine nacional. Paula: Lo que sucede es que en determinados tramos de la historia se genera una cierta distancia entre los personajes y el espectador. La trama gira en torno a las relaciones humanas, los encuentros, aparentemente casuales (o no tanto), la duda, la confusión, la atracción, el deseo, etc. Temas cotidianos pero que el director necesita, o decide, ubicarlos dentro del enfoque de textos clásicos, y es ahí donde la empatía que uno necesita sentir al mirar una historia no se genera. Y los personajes, próximos en edad, ubicados en la misma ciudad en la que vivimos, con esquinas y calles reconocibles, terminan siendo ajenos. Piñeiro parece querer rescatar en primer lugar la idea de las relaciones personales, marcando pinceladas, dejando lugares abiertos; y eso es interesante, pero a la hora de conectar con estos personajes probablemente algunos se queden afuera. Tampoco hay nada malo en eso, claro, pero sucede. La frialdad que marca la “no empatía” podría venir de la mano de la reflexión, pero tampoco siento que sea el caso. Es una película difícil de digerir, hay que dejarla decantar durante un tiempo, ir desmenuzándola y probablemente recurrir a mayor información para poder apreciarla. La pregunta sería si esto es necesario para poder apreciar una buena historia. Juan: Es un cine intelectual y me parece que no se avergüenza de eso, sino que, haciendo pie en esto, se eleva, se potencia. Es elitista quizás, pero está bien, no es pretencioso al menos. Tiene un estreno reducido y va apuntado a un tipo de público más bien entendido, que sabe lo que está viendo. Habiendo dicho esto, no creo que sea frío, Viola tiene un encanto ingenuo que hace disfrutable su derrotero a lo largo de la ciudad y en el encuentro final con su novio. Las referencias literarias solamente dan un marco, o mejor, un punto de anclaje, donde no hay tantas diferencias como uno creería entre las comedias shakesperianas y los devaneos románticos de estos personajes. Un poco a la manera de Rohmer, o, más acá en el tiempo, a Linklater, pero blanqueando los intereses conceptuales del director, que van desde problematizar la representación o la adaptación, hasta los escarceos de estos jóvenes en busca de un amor. Paula: ¿Entonces no cabe la posibilidad de ir a verla de manera ingenua? De por sí necesitamos saber de antemano que es un cine “para pocos” (intelectuales) y tendríamos que tener en mente los textos fundamentales de Shakespeare para sacarle el jugo a la historia. ¿Qué hacemos los que preferimos ir despojados a ver una película? Bueno, quizás esta historia no sea para nosotros. Pero más allá de las referencias y el contexto literario, a los personajes les falta profundidad. Es verdad que Viola, a quien seguimos a lo largo de la película, es el personaje al que más nos acercamos, porque es el personaje que más se aleja de aquellas “representaciones shakesperianas”, la que va por la ciudad perdida, la más real (?). Sí, ella tiene un “encanto ingenuo”, el mismo tipo de ingenuidad que a mí me gusta tener cuando voy al cine… Juan: En lo que respecta a este tipo de películas, se da por descontado que uno no cae en estas proyecciones sin saber qué es lo que está por ver. Por ende, es lógico razonar que este prototipo de espectador tiene un cierto bagaje o una preparación previa (aunque éste quizás sea un término poco feliz), detalle en el que se apoya toda la obra de Piñeiro. Cuenta con un tipo de espectador preparado, al que no subestima y en quien confía. Y lo que llamas “falta de profundidad” en los personajes en realidad es un link directo al universo de Shakespeare, donde sus criaturas entraban y salían de escena sin mayor desarrollo, sobre todo en las comedias; por lo tanto, es algo inherente al espíritu de la obra original. Particularmente no es algo que me moleste demasiado, en todo caso, el disfrute reposa en las idas y vueltas, en los enredos, en las confusiones y, en última instancia, en las conspiraciones que se tejen alrededor de los enamoramientos. Paula: Quizás mi problema sea que dejé a Shakespeare olvidado entre los libros del secundario hace unos cuantos años (lo confieso) aunque no por eso me considero una espectadora fácil de complacer. Viola no tocó los nervios que hacen que una historia me movilice de alguna manera, ya sea física, emocional o intelectualmente y todavía no logro entender el porqué. Probablemente entremos en terrenos personales que nada tienen que ver con la calidad de la película, pero en última instancia para eso estamos, para dar nuestra propia y única mirada sobre la obra, más allá de estar empapados o no en la bibliografía de turno.
Las últimas horas Algunas horas de primavera de Stéphane Brizé comienza con un hombre que sale de la cárcel, una voz en off y el sonido de las cerraduras y las puertas metálicas que se abren y se cierran que enmarcan los créditos. Interesante analogía entre la vida y la prisión y la libertad como una palabra que resuena durante toda la película. Esta es una historia de soledades profundas, de palabras atragantadas en la garganta, de límites, de decisiones y de muerte. Alain, un cuarentón tosco y ensimismado, que estuvo preso durante varios meses sale de prisión y por falta de dinero se va a vivir con su madre, Yvette. Ella, una mujer con una enfermedad terminal que avanza a pasos rápidos y una extraña devoción por la limpieza y el orden, que vive con su perra y pasa la mayor cantidad del tiempo planchando toallas, cocinando, mirando la televisión y haciendo rompecabezas. Era de esperarse que ambas personalidades chocaran hasta explotar. Y lo interesante es que uno puede sentir empatía por ambos personajes, es muy difícil tomar partido y eso habla de una construcción interesante de la personalidad de los protagonistas. Por otro lado, Alain conoce a una mujer, el único aire fresco y primaveral que tiene esta historia, pero que queda suspendida a lo largo de la película. El relato tiene un tiempo lento, pero necesario porque acompaña el ritmo de la vida de Alain e Yvette y nos hace sentir la rutina, el vacío y la incomodidad en su máxima expresión. Brizé utiliza muy bien el fuera de campo y hay momentos en que la cámara se ubica en el perfil de un personaje y la voz que escuchamos es la del otro. Las escenas tienen muy buenos encuadres que simbolizan el encierro y la distancia entre ambos, aunque estén sentados uno al lado del otro en la misma mesa. La sutileza, los silencios y las miradas prevalecen, junto con aquello que queda latente en el relato y que nosotros tenemos que construir. En algunos momentos decisivos el límite entre la sensibilidad y el golpe bajo se confunde. Reconozco que la muerte siempre es un tema difícil de abordar, pero también efectivo si queremos crispar ese nervio que hay en cada uno. En esta historia en particular hay una cierta distancia ante el dolor y un final bien logrado, pero también hay momentos en el que esa “pincelada” bien construida durante toda la película se convierte en un enchastre. Es ese pequeño límite que con una nota musical menos, un silencio de fondo o un plano general hacen la diferencia. Por momentos se hace demasiado denso de soportar, y si bien es un mérito del director hacernos sentir en carne propia lo que estamos viendo, por otro lado también puede volverse excesivo. Yo rescato la difícil relación entre la madre y el hijo, que podría haberse planteado sin esta situación de muerte de por medio. Además, destaco cómo está representada la tensión entre Alain e Yvette a través de los detalles cotidianos y la idea de la insistencia de las emociones más allá del tiempo, porque el pasado pareciera que nunca se termina de enterrar. Y vuelvo al tema de la libertad porque esta película también nos habla de poder elegir (o no) cómo vivir y cómo morir. Un personaje le pregunta a Yvette “¿Tuvo una vida hermosa” y ella responde: “No lo sé, pero es mi vida…”
El Hombre Orquesta “Mi relación con la muerte no cambió durante los años, es la misma de siempre, estoy totalmente en contra de ella”. Woody Allen En el caso de Woody Allen, el documental dirigido por Robert B. Weide, el punto fuerte no es el aspecto formal, sino el contenido. La película reconstruye la carrera de Allen, sus comienzos, su infancia, su filmografía y su método de trabajo a través de relatos ajenos (actores, críticos, su hermana y productora, conductores de televisión, su madre, etc.) y a través de su propia voz. Allan Stewart Konigsberg, alias Woody Allen comenzó escribiendo chistes para la columna de un diario de Brooklyn mientras estaba en el colegio. Confiesa que tuvo una infancia feliz hasta que a los seis años se dio cuenta de su mortalidad, entonces se volvió gruñón y cínico, mientras se preguntaba quién podía estar tranquilo sabiendo que desapareceremos para siempre: “sáquenme de la lista, no quiero jugar este juego” nos dice y obviamente tiene razón. ¡Yo también quiero que me saquen de la lista! Escritor, comediante, actor, músico, guionista y director fue comparado con Charles Chaplin y llevó el total control de sus cuarenta películas hasta momento. Influenciado por Groucho Marx, Bob Hope, Fellini y Begman (sí, una ensalada que sólo él podría mezclar) se animó a hacer comedias, sátiras, oscuros dramas y hasta un musical. Su método de escritura tiene como soporte una vieja máquina de escribir (nada de computadoras) hojas en blanco, una tijera y una pequeña abrochadora con la que une las ideas escritas en papel como parches que sólo él parece entender, un trabajo artesanal. Apasionado por el clarinete y el jazz, toca religiosamente todos los lunes en el Café Carlyle (aunque tenga que faltar a recibir un Oscar) y compara el ritmo de la música con el ritmo que requiere la comedia. Sostiene también que los festivales son una “pesadilla psicológica” pero que a su mujer le gusta ir a Cannes… La película recorre junto a él las calles donde creció, nos muestra las filmaciones de varias de sus películas, programas de televisión en los que participó y no deja de lado (aunque creo que podría haberlo hecho) el escandaloso divorcio de su ex-pareja Mía Farrow, ausente en los testimonios por motivos obvios. El documental no agrega nada demasiado nuevo al género, algunas escenas simpáticas como la analogía entre una película de espionaje y la forma en que Allen hace llegar a sus actores los guiones. Éste se los entrega por un par de horas y tienen que ser devueltos en el día, la única excentricidad que Allen se da el lujo de tener. Lo demás es dejarnos fascinar por los lúcidos diálogos a cámara de Woody Allen, las escenas emblemáticas de aquellas películas que son imposibles de borrar de nuestras mentes y las anécdotas de cada uno de las personas que rodearon a este genio. Neurótico por excelencia, hipocondríaco declarado y anti-héroe por naturaleza, este sujeto supo poner todas las cartas sobre la mesa con una honestidad pocas veces vista y una claridad que jamás se dejó obnubilar por la fama, ese concepto que él define como un “golpe de suerte”. Todo lo que pueda decir este texto acerca de Woody Allen es poco, su imagen es inabarcable, pero Weide logró condensar su esencia en ciento diez minutos fluidos y entretenidos. Como dice alguien en la película “¿Si la vida realmente es absurda, horrible y brutal entonces, porqué nos estamos riendo?”