Artistas y ladrones Desde la primera secuencia, donde se presenta al protagonista mientras suena “El extraño de pelo largo”, queda claro que El ángel no es una película sobre un asesino múltiple, aunque comparta productores con El clan y explote el interés que despiertan los hechos criminales notorios. Carlitos es un adolescente rebelde, lindo, rubio y desenvuelto, que roba para sentirse libre y tiene veleidades de artista. En todo caso, es un ladrón o un asesino glamoroso como Billy de Kid, como Clyde Barrow o como Butch Cassidy en las películas respectivas. Y también es el Tanguito de Tango Feroz, que no mataba a nadie pero también era un adolescente ingenuo, conflictuado, movido por el arte y la búsqueda del amor. El Robledo Puch de ficción es una criatura de la mitología y la tradición cinematográficas. Desde su debut con Caja negra (2001), tres cosas quedaron claras sobre Luis Ortega: que tiene talento como cineasta, que le interesan los marginales y que es parte de una de las grandes familias del show-business argentino. El ángel es la prueba de ese talento y de ese interés, pero también un homenaje a su padre y al show-business argentino, del cual él mismo viene a ser un heredero inesperado pero nítido. Dos escenas clave de la película tienen a Palito Ortega en la banda de sonido. En la primera, el amigo del protagonista se presenta como aspirante a estrella en un programa de televisión. Canta “Tengo el corazón contento” (en realidad, hace playback del disco de Palito). Carlitos lo ve desde una habitación de hotel y se imagina a sí mismo en la pantalla bailando con su amigo en el set. La escena está inspirada en un clip que Palito hizo con Marisol. El amigo, además, se llama Ramón, como el patriarca de los Ortega. La película coquetea desde el principio con la androginia del protagonista, con su deseo por ese Ramón que es su compañero de escuela y luego de correrías delictivas, un Ramón que la va de macho pero se presta a ser el amante de Federica, un coleccionista de arte que lo vincula con el espectáculo. Curiosamente, nunca se ve a Carlitos en una escena homosexual explícita, pero sí se ve cuando Federica le hace una fellatio a Ramón (en Rocco y sus hermanos hay una escena parecida). La escena en la casa de Federica vincula a los ladrones con los artistas, a los pibes chorros que traen cuadros robados con el coleccionista y su mundo. Carlitos ve a Ramón con Federica pero también mira con asombro la tertulia que preside Fernando Noy. Lo atraen el lujo y la libertad del ambiente artístico, pero también la suntuosidad de las casas en las que entra a robar y en las que se siente cómodo, lugares que contrastan con la modestia de su propia casa pequeñoburguesa con su padre estricto y su madre abnegada. Pero volviendo a la escena en la televisión, Ramón ve en una posible carrera como cantante una salida del delito. En algún momento se dirá en la película que salvo los artistas y los ladrones, el resto de la gente tiene que salir a trabajar (hay un olvido curioso y significativo en esta taxonomía: los hijos de los ricos tampoco necesitan trabajar). Pero Carlitos lo ve de otro modo: lo que lo atrae del arte es que le deja el corazón contento, como la canción (el película podría contarse siguiendo los títulos de las canciones). Una y otra vez el personaje deja en claro que el baile, las joyas, los cuadros, la atracción sexual, su propia audacia para delinquir son más importantes que el dinero. Conviene observar, de todos modos, cómo es el arte que rodea la película, especialmente la música. En la banda de sonido no hay un solo tema que no esté en castellano. Los discos que roba y que escucha Carlitos son también locales. Pero hay una mezcla poco creíble entre los blues de Pappo o de Manal, el rock de Billy Bond, la balada de Gigliola Cinquetti y el rock-pop de El club del clan, el grupo de artistas latinoamericanos que inventó la discográfica RCA con enorme éxito y del que Palito formaba parte. Es raro que un joven de zona norte en 1971 no escuche música en inglés, pero la intención de Ortega es dejar afuera la música extranjera, o de filtrarla mediante covers traducidos. Incluso, el Club del clan es anterior a la época en la que transcurre la película y varias canciones están un poco desfasadas en el tiempo. Pero el efecto es importante: la Argentina de El ángel se autoabastece de cultura, ya que los cuadros son nacionales, los temas musicales también y hasta las referencias son todas criollas (excluyendo una alusión irónica a Frank Sinatra, el gran ídolo de Palito). Hay un momento en el que mientras roban una joyería, Carlos y Ramón se miran en un gran espejo. Los dos tienen un arma en la mano, Carlos se puso joyas encima. Ramón lo toma del hombro y dice: “Somos Fidel y el Che”. Carlitos responde: “No, somos Perón y Evita”. En verdad son Bonnie y Clyde, pero en El ángel, todo está nacionalizado. Así como las discográficas americanas inventaron una música para consumo latinoamericano (y lo volvieron a hacer décadas más tarde), los estudios cinematográficos decidieron en un momento aceptar, convivir y, de algún modo, cooptar los cines nacionales. Hoy el cine mainstream, el que se estrena con cientos de copias incluye las películas de superhéroes pero también El clan o El ángel (distribuida por Fox). Como espejo de lo que fue El club del clan en su momento, hay un cine para consumo local, un cine grande, profesional, con talento en todos sus rubros técnicos. Un cine que remeda el internacional de su época, menos idiosincrásico que el de la era clásica, pero hecho también en casa con altos estándares. Esto no ocurría hace veinte años, cuando el cine argentino era pobre en más de un sentido y estaba separado entre la via mainstream y la via independiente. Hoy, las promesas del ya viejo Nuevo Cine Argentino forman parte del mainstream mientras sus películas se siguen exhibiendo en los grandes festivales: Ortega, Trapero, Caetano, Martel, entre otros nombres, son los artífices del gran cine doméstico donde todo se mezcla, como se mezclan los estilos musicales en la banda de sonido de El ángel. Ortega demuestra su talento de diversos modos. Por ejemplo, en la dirección de actores. No recuerdo una película argentina donde las actuaciones sean tan brillantes. Por supuesto el hallazgo del debutante Lorenzo Ferro, pero también Chino Darín como Ramón, Daniel Fanego como su padre y jefe de la banda en la que Carlitos empieza a delinquir profesionalmente, Mercedes Morán como su madre. Hasta Cecilia Roth está bien y no sobreactúa como la madre de Carlitos. También la ambientación es prodigiosa: El ángel tiene unas locaciones espectaculares. Creo por primera vez desde que escribo críticas voy a citar a la directora de arte o diseñadora de producción: se llama Julia Freid. Ortega filma con garra e imaginación y logra algunas secuencias memorables, como las ya citadas y como lo que marca la otra aparición de Palito en la banda de sonido, esta vez haciendo un largo cover con letra propia de “La casa del sol naciente”, una canción anónima enormemente versionada (sobre todo porque no paga derechos). La música empieza a sonar cuando Carlitos quema un coche que la banda usó para un delito y se ve una explosión hermosa. Luego, sin diálogos, sigue sonando en una escena muy onírica y poco clara, en la que Carlitos abraza a Ramón y este parece como drogado. Después Carlos maneja un auto en un larguísimo túnel (increíble locación) hasta que (por una razón que no entendí) se lanza contra un coche que viene de frente y lo choca. Cuando la música termina, Ramón está muerto y allí podría terminar la película. Hasta ese momento, habíamos visto el ascenso criminal de Carlitos, pero también su infatuación amorosa con Ramón (y también con el padre de Ramón, veterano delincuente y drogadicto, quien le enseña a tirar), su descubrimiento de la pintura, de las joyas, su amor por las motos, por los autos, por las armas de fuego, por el riesgo. Es una sinfonía de sensualidad casi inocente, que le permite a Ortega evocar a su propio padre y jugar con la ambigüedad de su personaje, el ladrón que toca el piano y quiere ser artista. En esa parte de la película, Ortega parece comprometido con su material y entregado a su personaje. Claro que ya habían pasado cosas complicadas. Carlitos había empezado a matar por impulsos repentinos ante situaciones de peligro. La aparición de Miguel (Peter Lanzani), un ladrón mitómano y paranoico le trae a la película un aire lumpen, costumbrista, rastrero. Muerto Ramón, desparecida también de la escena Malena Villa, que hacía de dos gemelas novias de los dos amigos, solo quedan escenas de traición y de violencia, algunas filmadas vistosamente pero sin alma y El ángel se vuelve una película rutinaria, de chorros que se traicionan y de policías desagradables, corruptos y torturadores. Carlitos se fuga de la cárcel, pero ya el personaje no tiene la misma gracia y las escenas de su captura bordean un poco lo grotesco. En esa última parte, El ángel cambia de tono y de registro, acaso presionada por la obligación de filmar la caída del personaje, de reducirlo a su dimensión histórica de criminal después de haberlo glamorizado y se pliega así a la exigencia de sordidez que sigue pesando sobre el cine argentino. Ortega construyó su personaje como un ángel equívoco, alejado de su realidad histórica pero, en lugar de seguir acompañándolo, se limitó al final a justificarlo con excusas endebles: porque las víctimas son vigilantes, hampones, gente desagradable en general o porque Carlos es, en el fondo, la víctima genérica de una sociedad que no acepta que todo sea de todos. La comparación entre ladrones y artistas puede funcionar hacia los dos lados. En esa última parte, los delincuentes invocan los códigos del hampa, pero no hacen más que violarlos y traicionarse. Algo parecido le pasa al film, que invoca el arte como un horizonte de liberación y de sensualidad pero, en un momento, deja de respaldar esa apuesta y se vuelve una película de género ordinaria (una vez más la mezcla de la banda de sonido). Allí, El ángel deja de ser un film sobre ladrones que quieren ser artistas para volverse un film en el que los artistas se comportan como ladrones.
Un camino para dos No se suponía que fuera yo quien cerrara la extensa cobertura de este sitio sobre las misiones imposibles. De hecho, fui al que menos le entusiasmó el capítulo correspondiente (el primero, el de Brian De Palma) y en la semana me di cuenta de que al rever la película y encontrarla bastante fallida le había pisado la cola a un tigre, ya que el film tiene un estatuto mitológico entre cinéfilos. También comprobé que no se puede escribir, como lo hice, que “Tom Cruise es un actor bastante malo que a veces da el tono”, ya que Cruise ha sido elevado a una altura de semidiós, aunque menos por el público en general (que se lo toma un poco en broma) que por la propia cinefilia, siempre dispuesta a repetir gestos de otros cinéfilos (en este caso, lo de “Charlton Heston est un axiome“, una frase de Michel Mourlet escrita hace setenta años). Pero ayer me tocaron el timbre y cuando salí a abrir en medio de la lluvia, una sombra me entregó un paquete a mi nombre. Cuando lo abrí, encontré un pequeño grabador que se puso a andar solo y del que salió una voz distorsionada que decía: “Señor Quintín, esta es su misión si decide aceptarla” y explotó a los cinco segundos. En medio del humo, advertí que el paquete contenía también una entrada para ver Misión: Imposible: Repercusión, el recién estrenado sexto capítulo de la serie. Y así fue como me dirigí al Cinemark de Palermo, donde vi la película en 3D y rodeado por gente que consumía ingentes baldes de pochoclo. Lo del pochoclo no es una metáfora ni una alusión despectiva: me sorprendí verdaderamente ante la cantidad de consumidores y el tamaño de los recipientes. Al fin comprendí que el ritual del pochoclo no es un complemento de la película sino parte esencial de un tipo de experiencia cinematográfica que Netflix no puede ofrecer. Mi reseña de la primera Misión: Imposible hablaba de una película a mitad de camino y al ver la sexta (después de olvidar la segunda y omitir la tercera, la cuarta y la quinta) me doy cuenta de que, efectivamente, había un camino y la serie lo terminó recorriendo para consolidarse en un formato que carece de las contradicciones originales. En ese tiempo, Tom Cruise ha encontrado en el personaje de Ethan Hunt y en Misión: Imposible un vehículo perfecto para sus proyectos, así como un director y guionista como McQuarrie capaz de fijarlos, pulirlos y darles esplendor, como si fuera la Real Academia de Cruise. Esta Misión: Imposible es un producto de una perfección difícil de igualar, en la que Cruise da el tono perfecto y se luce como en los mejores momentos que yo le haya visto: Jack Reacher (2012, del propio McQuarrie) y Ojos bien cerrados (1999, de Kubrick), películas que, por otra parte, no tienen nada que ver entre sí. Pero hay que señalar (y en eso creo que lo subestimé ampliamente), que Cruise fue teniendo cada vez más claro el proyecto asociado a Misión: Imposible, así como su carrera cinematográfica en general, en la que eligió correr riesgos más de una vez. Siempre tendí a pensar con Hitchcock que los actores son ganado, pero Cruise demostró que me equivocaba. Es Cruise, como productor y actor, el factor decisivo detrás de esta brillante sexta parte, perfecta para explotar al máximo a su héroe siempre en movimiento, que corre, salta, pelea, maneja, escala y vuela sin parar durante dos horas y media. Pero la asociación con McQuarrie le da a la película una organización que no es menos importante que la excelencia de las escenas de acción y el uso magistral de los efectos visuales. Misión: Imposible – Repercusión modifica dos constantes del cine popular de los últimos años. Una es que el peso de lo digital en la trama es menor que el de lo mecánico, de lo directamente físico. Las computadoras se usan como una herramienta, no son las que sostienen su mundo de ficción. Son instrumentos como las máscaras, que siguen apareciendo pero ya no son metáforas de nada. En ese sentido, la película es lo contrario de Ready Player One, donde el mundo ha mutado hasta coexistir con el fantasma digital de sí mismo. Y también es lo opuesto al uso de la cultura popular que hace allí Spielberg: ahora, el espectador no necesita de su experiencia como consumidor de películas, series, historietas o videojuegos. Es un espectador renacido, ingenuo, que no ha caído del paraíso. Incluso, de la propia serie de televisión original se toman apenas un par de motivos (sobre todo el indestructible tema musical de Lalo Schiffrin) pero sin que la película necesite de esas referencias, como tampoco necesita de las que hereda de las tramas de las películas anteriores. Este es un modo de hacer cine que no se apoya en la autorreferencia ni el guiño. Si algo desmiente esta Misión: Imposible es la extendida idea de que, a esta altura de su historia, el cine deba apoyarse en la cita, el homenaje, la parodia o el pastiche. Nada de eso importa. No hay un segundo grado al que se le deba prestar atención. La aproximación de Cruise y McQuarrie es la opuesta al reciclaje. Aunque ningún producto artístico salga de la nada, buena parte de la gracia de Misión: Imposible – Repercusión (de paso, ¡qué título tan malo!) proviene de su frescura para tomar los grandes temas del thriller y rehacerlos. Está claro que Cruise y McQuarrie no inventan las persecuciones a pie, en moto, en coche o en helicóptero, ni las peleas a puñetazos, golpes de karate, cuchilladas o tiros en espacios claustrofóbicos o infinitamente abiertos, ni pretenden que sea original una bomba atómica que va a estallar cuando termine la cuenta regresiva y los héroes deben detener, ni mucho menos el famoso cliffhanger, con el héroe y el villano colgados de un precipicio. Son temas del género, como el duelo a pistola lo es del western. Como los chistes, no se trata de inventarlos sino de contarlos bien, sin caer tampoco en la imitación de narradores previos ni en el guiño que los convierte en ironías para espectador que se hace cómplice de ellas. Está claro que los espectadores han visto muchas escenas parecidas, pero también saben distinguir cuando están hechas con frescura e imaginación o, por el contrario, son el resultado de la rutina o de la cita perezosa. En ese sentido, cada escena de acción de esta Misión: Imposible es de primera. Y la larga secuencia de la persecución en París es insuperable por dos razones: es de una variedad y una creatividad mayúsculas y, al mismo tiempo, una de las más bellas exhibiciones de la capital francesa que yo recuerde, con la particularidad de estar hecha a toda velocidad. Solo por la sección parisina, la película sería memorable. Nada de esto sería posible sin la propulsión que el cuerpo en permanente movimiento de Cruise y su dinamismo como productor le imprimen a la película. Pero tampoco sin la fabulosa artesanía de los dobles de riesgo, de los equipos de efectos especiales y de la suntuosidad (nada ostentosa) de la producción en general, que potencia oficios que el cine ha llevado a un desarrollo y una altura extraordinarios y que no dejan de progresar. Hay mucha gente detrás de esta película y la excelencia de su trabajo se nota: la construcción de la película es homóloga con su contenido, porque el trabajo en equipo, importante pilar de la vieja serie, es aquí fundamental en la trama. Y así como en el final hay tres escenas simultáneas de las que depende el futuro de la humanidad, se notan los trabajos al mismo tiempo de distintos técnicos en distintas ciudades que aseguran la multiplicidad y la belleza de los escenarios en Francia, Inglaterra, Nueva Zelanda y Noruega. En el departamento McQuarrie hay que anotar un guión sin ripios pero complejo y lleno de fantasía, con una galería de personajes de muy buena factura y actuaciones impecables. Empezando por la del propio Cruise, que a los 56 años va negociando la curva de la edad con distinción y sobriedad hasta lograr lo mejor de sí mismo. Incluso con la presencia a su lado de un colega-villano como Henry Cavill, un Terminator que parece el doble de grande y de fuerte. O de Ving Rhames y Simon Pegg, los simpáticos secundarios del equipo IMF, clásica mezcla de comic relief y genio tecnológico. Pero hay dos factores que organizan Misión: Imposible – Repercusión, los que le dan organicidad y fuerza como ficción cinematográfica. Uno es la presencia de las mujeres en lugares clave de la trama. Todas lucen hermosas, todas tienen una personalidad magnífica y hacen interesante cada escena en la que les toca intervenir: Rebecca Ferguson como la espía inglesa, Angela Bassett como la jefa de la CIA, Vanessa Kirby como la Viuda Blanca, Michelle Monaghan, como la ex mujer de Ethan Hunt son una maravilla y permiten articular todo lo que ocurre. Me gustaría nombrar a una mujer más, Alix Bénézech, que hace de una agente de policía francesa que se encuentra por casualidad en medio del fuego cruzado entre los buenos y los malos. Ella es también muy linda y la escena en la que Cruise le pide en un francés de turista que se vaya porque su vida está en peligro es buenísima. Pero el personaje resulta fundamental porque condensa lo que la película necesita para hacerse coherente y distinguirse de una mera sucesión de imágenes de acción: el lema del personaje de Ethan Hunt es no permitir que mueran inocentes, aun si esto parece necesario para la misión. Al no aceptar daños colaterales, la película se inscribe en lo que es el corazón ético del cine americano: la necesidad de que un principio moral sea la guía de sus héroes. Si Hollywood llegó a ser importante, fue gracias a ese principio ordenador de sus ficciones. Ethan Hunt es un personaje que encarna simultáneamente la energía americana y su sustento ético-religioso. Tal vez el mayor acierto de la puesta en escena de McQuarrie resida en el modo en que muestra siempre pequeño a Cruise en relación con la dificultad de su tarea, un microbio voluntarioso frente a lo colosal del espacio físico y de los obstáculos a vencer. Es cierto que la película se confunde al final, porque identifica ese costado ético con una ideología política, la de la lucha entre el gobierno americano encarnado en la CIA y las fuerzas de la anarquía cuyo representante es el archivillano Solomon Lane, inspirado claramente en el Unabomber. El parlamento del final, donde Bassett sostiene que Hunt es el sostén de la humanidad porque se preocupa tanto por el individuo como por las multitudes suena en ese contexto como un subrayado innecesario, como si la película dudara de su propio espectador o, lo que es peor, no se tomara en serio el principio que la organiza. Por lo demás, esta es una película perfecta, que debería servir como base para demostrar que el cine no tiene por qué ceder ante la melancolía que él mismo ha engendrado.
Corolario de una tesis La única sala de San Clemente es vetusta y sus asientos son muy incómodos, pero tiene tecnología 3D. El título de la película es en inglés, pero las voces están dobladas al mexicano. Concurro al cine Gran Tuyú desde la década del cincuenta y estoy acostumbrado a la precariedad de las instalaciones. No al doblaje, una novedad abominable. Mi presencia en el cine se asemeja a la situación del protagonista de la película, un adolescente llamado Wade que vive en un tugurio pero tiene unos anteojos que lo introducen en un mundo tridimensional llamado Oasis, donde los pobres pueden disfrutar lo que la realidad les niega. En ambos casos, la vida es miserable pero la tecnología es de punta. Ready Player One transcurre en 2045, después de que la Tierra fuera devastada por alguna catástrofe ecológica. Pero unos años antes de morir, un genio estilo Steve Jobs o Steven Spielberg llamado James Halliday, construyó una estación gigante de realidad virtual en base a la cultura pop de los años ochenta que contiene todas la variedades posibles de canciones, películas y videojuegos. Los que entran a Oasis pueden elegir su avatar y sus armas. Todo el cine está allí; las citas y los homenajes alcanzan una intensidad abrumadora. En una de las secuencias cumbres de la película, Wade y sus amigos se introducen en el hotel de El resplandor de Kubrick. En otra, hay una pelea a muerte entre un descendiente de Godzilla y El gigante de hierro. Y así hasta el infinito. Acaba de aparecer un libro que se llama Spielberg, una vida en el cine. Su autor es Leonardo D’Espósito, quien se propone defender la causa Spielberg, es decir, “ocuparse de un nombre consagrado a quien no se ha tomado debidamente en serio”. Disiento un poco con esa afirmación. Cuando en 1975 se estrenó en la Argentina Tiburón, los críticos “serios” la despreciaron como parte de un cine de segunda categoría. Pero recuerdo que Daniel López escribió en La Opinión una reseña clarividente en defensa de la película (recuerdo incluso que esta apareció un sábado, día destinado a los estrenos poco relevantes). Hoy, en cambio, cuando se estrena una película de Spielberg (Ready Player One, por ejemplo), las reseñas adversas o despectivas son la rara excepción y el elogio respetuoso la regla. En el sentido de la valoración de su nombre, la batalla por Spielberg está ganada. Eso no impide que D’Espósito haya escrito un libro informado, inteligente y luminoso, que permite entender la obra del director con todo los matices necesarios. Aunque sea posterior a la publicación del libro, Ready Player One se puede analizar con los parámetros del libro, porque la película es en muchos sentidos un corolario de sus tesis. En particular del título, que tanto da cuenta de un cineasta refugiado en la pantalla y cuya interacción con la realidad es más bien dificultosa, como de un personaje como Wade que huye de su vida y se sumerge en la realidad audiovisual de Oasis. Ready Player One puede considerarse como la culminación autorreferente de una carrera. D’Espósito lo sintetiza así en el último capítulo: “Spielberg es importante porque logró que el cine más gigantesco y artificial jamás hecho se convirtiera en un vehículo de expresión personal e íntima.” Y agrega una frase notable: “También es probable que se trate de el único director auténticamente superficial del cine. El término ‘superficial’ suele emplearse de modo peyorativo, pero aquí significa que todo aquello que queramos interpretar está en la superficie de la pantalla, no hay nada oculto”. En Ready Player One, efectivamente, no hay nada oculto. Y lo que hay está mostrado con una destreza insuperable. Vuelvo a citar a D’Espósito: “Spielberg fue el primer realizador en sistematizar una revolución que aún tiene que ser evaluada: la de la tecnología que permite crear absolutamente cualquier cosa que imaginemos y ponerla en la pantalla”. En esta oportunidad, la capacidad de plasmar lo imaginado alcanza una especie de acabamiento: Spielberg lo hace con enorme elegancia, sin exagerar la espectacularidad ni regodearse en ella. A su modo, es una película sobria. Ready Player One transcurre en dos universos paralelos: el de Oasis y el del mundo real. Más que los logros visuales del gran videojuego, llaman la atención las transiciones y la habilidad de Spielberg como narrador para pasar de una esfera a la otra. Lo que en principio es una caza del tesoro en Oasis, se convierte en una guerra que transcurre simultáneamente en dos escenarios que se alternan en la pantalla (y que, a su vez, son múltiples). A uno y otro lado tiene lugar un enfrentamiento épico entre Wade y sus amigos por un lado y el villano corporativo Nolan Sorrento, cuya empresa se apoya en el trabajo esclavo y quiere conquistar ambos mundos. Pero como suele ocurrir en el cine de Spielberg, las metáforas de la película la dejan expuesta. En primer lugar, ¿qué alternativa hay contra Sorrento y su capitalismo despiadado? La respuesta es el grupo revolucionario clandestino que encabeza Samantha, la chica de la que Wade se enamora en Oasis bajo el nombre de Art3mis y que después resulta igualmente querible de este lado, como justificando así el amor en las redes sociales, la verdad de los avatares y los disfraces para quienes son puros de espíritu. Es que el tema religioso entendido como la búsqueda del Grial estuvo siempre en Spielberg, como siempre estuvo detrás del cine clásico de Hollywood: baste mencionar que el seudónimo de Wade en Oasis es el de un cruzado, Perceval. Pero ¿está Spielberg a favor de una revolución contra los abusos del capitalismo? No, de ningún modo: Spielberg no es un cínico. La contracara del capitalismo malo es el capitalismo bueno, humano, encarnado por Halliday y la necesidad que plantea la película de equilibrar la inteligencia y la ambición con lo que la realidad virtual y el espíritu emprendedor del capitalismo no pueden ofrecer: sexo y buena comida. Especialmente el sexo, un placer que Halliday no pudo disfrutar por su timidez y que Wade debe alcanzar dando el verdadero salto hacia lo humano con la dulce Samantha. En el capitalismo que Wade propondrá cuando sea dueño de Oasis habrá tiempo para hacer el amor. Pero el suyo seguirá siendo un mundo de líderes y capitanes de la industria. Dice D’Espósito que cuando Spielberg estrena dos películas casi simultáneas, una suele ser la contrapartida de la otra y, aunque no las vio al momento de escribir, se arriesga a suponer que con The Post y Ready Player One ocurrirá lo mismo. Y en cierto modo es así: The Post transcurre hace unos cuarenta años, Ready Player One dentro de otros treinta. En un caso, el optimismo de Spielberg se asienta en el poder de las instituciones democráticas (en particular de la prensa) para enfrentar los abusos del poder. En Ready Player One, ya no hay más instituciones (apenas una policía que no se sabe bien a quién responde porque Sorrento maneja la política), y menos aun prensa: todo es mediático, audiovisual, manipulado, con una tremenda distancia entre el poder fáctico y los ciudadanos, cuyo único capital simbólico y motivo de fraternidad es el conocimiento de la cultura pop. La posibilidad de que ese modelo de producción y gestión no evolucione hacia alguna forma de autoritarismo y sea conducido por líderes bonachones y previsores es absolutamente ínfima. Si The Post es el recuerdo de una era previa a la posmodernidad, Ready Player One es la nostalgia por un mundo racional enunciada desde un planeta destruido. Casi como una autocrítica, Spielberg muestra que la integración definitiva entre el mundo y el cine será mediante el sacrificio del mundo. Al final de la película abandoné el asiento infernal, me saqué los detestables anteojos y mientras el acento mexicano daba lugar a la música, en la pantalla en 2D desfilaron durante larguísimos minutos una serie de nombres. Tras los actores y los puestos históricos de cine aparecieron cientos y cientos de técnicos en efectos visuales. Recordé entonces una escena que se repite en Ready Player One: los empleados de Sorrento, encargados de competir en Oasis contra los héroes, aplicados a sus computadoras o con sus pantallas en la cara jugando para servir a su patrón (al modo en que dicen que operan los trolls en las campañas políticas). Esos empleados se mostraban hábiles e inteligentes y me hicieron pensar en esa lista de gente dedicada a construir pieza por pieza las fantasías de Spielberg. No creo que al cineasta se le haya escapado que los integrantes de su ejército de programadores y animadores se parecen más a los esbirros digitales de Sorrento que a Wade, Samantha y a los otros héroes del film, tan libres, creativos y rebeldes. No hay manera de ocultarlo y Spielberg lo exhibe. Es otra prueba de la transparencia de su cine. Pero, al mismo tiempo, es inevitable que tanto despliegue, tanta acumulación como la de Ready Player One termine sonando vacía.
La verdadera grieta En la primera reseña de Detroit que aparece en la Imdb, leo que la redactora abandonó la sala porque descubrió que no le interesa “la percepción que puedan tener los blancos del dolor negro”. Cuando la Corrección Política alcanza este grado de estupidez impune, es poco lo que puede hacerse en materia artística sin incurrir en falta para la policía ideológica. Detroit, destrozada por la crítica americana, fue también un gran fracaso de taquilla. Eso ya la convierte en un fenómeno curioso, pero lo es más aun porque Kathryn Bigelow es de lo más interesante que se puede encontrar hoy en Hollywood. No solo por la elegancia y la destreza para narrar que le suele reconocer, sino porque piensa contra la corriente. La película anterior de Bigelow, La Noche Más Oscura (Zero Dark Thirty), trataba sobre la captura y ejecución de Osama Bin Laden por parte de un comando de la Marina. Sobre el final, una vez consumada con éxito la operación, la protagonista aparecía llorando desconsoladamente. Esa escena me acecha desde que la vi. El personaje que hace Jessica Chastain dedica años de su vida a cazar a Bin Laden y, cuando lo logra, no solo se siente vacía, sino que en ese llanto se expresa con insuperable elocuencia la distancia entre la Historia y las vidas individuales. En Detroit reaparece la misma mirada, acaso potenciada por un desenlace desolador. Me gustaría comparar Detroit con dos películas que compiten en estos días por el Oscar. Una es The Post, en la que Spielberg convierte en un gesto épico el rechazo de la dueña y el editor del diario a plegarse a las exigencias del gobierno. La otra es Dunkerque, donde Nolan diluye la Historia en la inmediatez de los hechos, como si la única dimensión posible de un acontecimiento fuera la materialidad de los sufrimientos. Hay en Nolan, incluso, la insinuación de que la retirada británica fue una especie de broma que disfrazó la derrota de triunfo. En Detroit, Bigelow no intenta convertir la narración de un episodio de brutalidad policial extrema durante las revueltas negras de 1967 en una fábula edificante ni en un parte de combate. Su épica, en todo caso, esquiva la superioridad moral del pedagogo y del escéptico. El argumento de Detroit (basado en un caso real) es muy simple. Tres inocentes (negros) son asesinados por tres policías (blancos) dirigidos por un psicópata. La justicia absuelve bochornosamente a los culpables y la trama no ofrece al espectador una reparación de ningún tipo. Pero aunque el núcleo dramático de la película son las horas de tortura y muerte en el hotel Algiers, Bigelow no se limita a mostrarlas (la película se encarga de desbaratar la adrenalina que provoca el suspenso) sino que las rodea de una explicación del contexto y un final revelador. La idea es que los hechos narrados ocurrieron en alguna parte aunque no debieron ocurrir y produjeron resultados siniestros. Bigelow se orienta a mostrar que en Detroit 1967 había dos clases de vida: la de una anquilosada burocracia policial y jurídica, cuyo racismo y ferocidad eran una rémora inadmisible y la de la gente común. Hay dos momentos especialmente significativos en ese sentido. La película empieza con una animación inspirada en el pintor afroamericano Jacob Lawrence que explica la inmigración de los negros a Detroit y su hacinamiento en barrios controlados por una policía brava, totalmente fuera de época. En el final de esa introducción, la voz en off dice: “Esto debía cambiar, aunque no se sabía cómo ni cuando”. En Detroit (la película) no hay militantes aunque en Detroit (la ciudad) los hubiera: Bigelow no es una cineasta progresista. Su idea, como la de Chateaubriand ante la Revolución Francesa, es que no hacía falta el Terror para que Francia evolucionara hacia la democracia. Se podría decir que Bigelow está cerca del cada vez más tenue liberalismo republicano, ese que se parecía mucho al liberalismo demócrata: no se trata de una posición reaccionaria, sino antirrevolucionaria, de centro. En aquel momento, esa distinción no era trivial: era la que enfrentaba a Luther King con Malcolm X (uno había sido asesinado dos años antes, el otro lo sería el año siguiente). Bigelow toma partido por el primero, señalando al pasar que la violencia de los más radicales solo se dirige contra su propio bienestar. El otro momento ocurre en pleno furor homicida de los tres policías racistas. El paroxismo de su odio se desata frente a dos chicas blancas que alternan con los negros en el Hotel Algiers. Una de ellas, cuando uno de los oficiales blancos le cuestiona que se acuesten con negros, le contesta: “¿Qué les pasa? Estamos en 1967”. Para Bigelow, como para la chica, la gente ordinaria ya había alcanzado un horizonte de libertad que no estaba en los códigos morales de los más atrasados. Y tanto la violencia en el gueto como la locura represiva son parte de un orden inhumano porque se rige por reglas que ya no están en vigencia en las mentes de la mayoría. La contradicción entre el derecho a la diversión y el afán represivo queda señalada en el comienzo de la película, cuando los disturbios en la calle comienzan porque la policía irrumpe, como si fueran los tiempos de la Ley Seca, en una fiesta clandestina del barrio negro. Pero, paradójicamente en apariencia (y esa es otro de los rasgos originales de Detroit), no se trata de licuar la barbarie en el flujo hacia adelante de la historia. En los años sesenta, en la ciudad de los motores, la vida laboral (en particular la de los negros) giraba en torno a las tres grandes compañías radicadas en Detroit. Había otro fenómeno en la ciudad: Motown, la primera compañía discográfica en manos de un negro, que rompía los charts musicales pero era consumida sobre todo por los blancos (hay una discusión sobre Coltrane y las drogas, no del todo lograda, que ilustra ese punto). Esa paradoja está en el corazón de la película, que usa la música de Motown pero en segundo plano, sin hacer de ella un espectáculo (la tentación era enorme). En el centro de Detroit hay un grupo vocal con aspiraciones de conseguir un contrato en Motown. Dos de sus miembros tienen la desgracia de caer esa noche en el Algiers Hotel. Uno de ellos, Fred, muere asesinado. El otro, Larry, se salva por muy poco, pero vive esa noche infernal en manos de tres energúmenos de uniforme dispuestos a matarlo. Hay otro personaje importante: el guardia de seguridad que no atina a enfrentarse con los policías blancos y resulta un cómplice pasivo. Pero Larry tiene un papel más relevante en el juego moral de Detroit. Tras aparecer en el juicio y ser humillado por el abogado de la defensa, renuncia al grupo y a su carrera musical. Sin empleo, hambriento, se presenta en una parroquia de barrio y pide que lo tomen como director del coro. Más tarde se nos informa que hará eso por el resto de su vida. Larry, según muestra Bigelow, no atraviesa una conversión religiosa ni un rapto militante. Simplemente siente que no está dispuesto a seguir adelante con el juego de entretener blancos después de lo que le ocurrió. Larry decide que la fama le pase por el costado y prefiere que la Historia lo ignore porque se niega a ser parte de su fuerza ciega. Ese es el otro momento decisivo de Detroit, el momento en que Bigelow descubre para los espectadores que la grieta esencial no es la que divide a los blancos de los negros ni a la derecha de la izquierda, sino la que separa a la Historia de los individuos. Pero es una grieta que solo pueden iluminar estos últimos en el momento en que se separan de ella, como hacen Larry en Detroit o el personaje de Chastain en Zero Dark Thirty. No es raro que Detroit haya tenido tan mala prensa en un ambiente en el que acentuar las heridas y las divisiones se considera el único modo de vida lícito.
Payne y sus enanos Las películas de Alexander Payne forman un sistema de fábulas sociales en tono de comedia. Payne no es tan sutil como Lubitsch, ni tan demagogo como Capra, ni tan esnob como Jarmusch, ni tan cínico como los Coen, para nombrar a otros practicantes de ese género en el cine americano. Es más bien un director en busca de temas en los que expresar sus propias contradicciones, que son las de un demócrata al viejo estilo en tiempos difíciles (cada vez más difíciles) para conjugar humanismo y moderación. La última vez que lo encontré fue el día de la elección presidencial de 2008, cuando se dedicaba a recaudar fondos para un grupo llamado “Griegos por Obama”, un asunto de cuyo ridículo era consciente y que, mirado de cerca, revela buena parte de su ideología. Payne nació y se educó en Nebraska, un estado agrícola cuya mayoría es descendiente de inmigrantes europeos, que vota masivamente a los republicanos y donde la vida cultural no es una prioridad. Payne es un tipo cosmopolita, habla varios idiomas (el castellano entre ellos) y no es un campesino de Nebraska, pero el centro de sus preocupaciones son esos americanos de buena fe, anteriores a la grieta actual, de limitados recursos para vivir y de recursos aun más limitados para entender lo que les ocurre, desde la situación familiar hasta los avatares de la economía. Eso le pasa a su serie de protagonistas masculinos en La Elección (Election), Las Confesiones del Señor Schmidt (About Schmidt), Entre Copas (Sideways), Los Descendientes (The Descendants), Nebraska y ahora en Pequeña Gran Vida (Downsizing); el Nicholson de Schmidt y el Clooney de Los Descendientes, por nombrar dos, tienen dinero, pero están tan perdidos en la vida como sus congéneres de clase media, atravesados por dilemas éticos, de esos que resultan difíciles de manejar en la pantalla sin caer en la manipulación y la mentira. Pero Payne se las arregla. Lo suele ayudar una gran inteligencia para estructurar los guiones, un genuino interés por lo que ocurre en el mundo y la elegancia para equilibrar el entorno con la sustancia dramática, el humor con el conflicto social, las locaciones bellas pero discretas y la distancia que toma con la sordidez. Pequeña Gran Vida, un viejo proyecto de Payne y de su coguionista Jim Taylor, es un desafío para su sistema (en otra escala, para hacer un chiste obvio). De la comedia de costumbres, Payne salta aquí a la ciencia ficción distópica con otro presupuesto y otras necesidades de producción. La idea de partida es muy ingeniosa: unos científicos noruegos, preocupados por los desastres ecológicos, descubren la manera de achicar a los seres humanos. De ese modo, el consumo se minimiza y el planeta puede evitar una segura catástrofe. Pero los americanos descubren que achicarse puede ser no solamente un sacrificio, sino una manera de aumentar la riqueza: las familias de clase media como la del protagonista Matt Damon, aquejadas por el deseo y la imposibilidad de progresar económicamente, pueden vender sus modestas propiedades y, con el dinero obtenido, pasar a vivir varios escalones más arriba en una ciudad de liliputienses, donde un anillo de diamantes a su medida cuesta menos de un dólar y el presupuesto mensual en comida no alcanza a los diez. Así, achicarse no es solo un sacrificio para salvar al planeta, sino una impensada vía hacia la riqueza. Dicho de otro modo, la tentación de achicarse es la posibilidad de agrandarse y sobre esa paradoja se asienta la película. Claro que cuando las circunstancias de su matrimonio lo dejan con menos de lo que tiene, el achicamiento empieza a tener otro color y Damon pasa a vivir en un departamento en vez de una mansión y a tener que trabajar en un call center. Con gran ingenio, el relato lleva al espectador a descubrir paulatinamente que la sociedad de los pequeños tiene tantas diferencias sociales como la de los grandes. Así, un viaje en ómnibus hacia la periferia latina en compañía de la refugiada vietnamita que interpreta Hong Chau nos lleva con Damon a conocer regiones aun más miserables, propias de una pesadilla. Ver en grande significa así ver lo pequeño, lo sórdido de la vida de los pobres. A esa altura, el conflicto ético, político, psicológico y económico en el que está envuelto el personaje de Damon llega a su plenitud: es pobre, está solo, la sociedad que lo rodea es tan hostil e injusta como la que abandonó y no puede volver atrás. Pero Pequeña Gran Vida no es un panfleto ni una alegoría del orden social, sino una comedia que tiene que moverse hacia alguna parte. Dos personajes son los encargados de sacar a la película de su potencial parálisis narrativa. Uno es el de Hong Chau, activista, luchadora por los derechos humanos que vive ayudando a su comunidad y arrastra a Damon a obedecerla por falta de algo mejor. El otro es Dusan, contrabandista serbio, traficante en placeres que representa el deseo de disfrutar y de vivir en el lujo así como en el común barro de los mortales, fuera de cualquier mandato religioso. Pero hay otro polo en la película: el de los noruegos, con su rectitud moral, su utopía del Arca de Noé y su comunidad de hippies adoradores de la naturaleza. En Noruega se instala el juego final a tres bandas de Pequeña Gran Vida. A esta altura, Damon está enamorado de Hong Chau, seducido por la posibilidad de hacer historia (otro de sus defectos demasiado humanos es el cholulismo) y abrigado por sus amigos, Dusan y el disipado capitán de barco. Es decir, se debate entre el amor, la lealtad, la solidaridad, la ambición y también la sospecha (lubitschianamente introducida por Dusan, que parece un personaje de Ninotchka) de que los manifiestos y las consignas son nocivos para los individuos. No hay manera de resolver estos dilemas sin un golpe de guión más o menos arbitrario. El de Payne se inclina por los valores más humanos (en el sentido íntimo y terrenal de la palabra). Con su punto de partida absurdo, su continuo cambio de perspectivas y sus peripecias de caricatura, Pequeña Gran Vida resulta una película original, un poco descolocada de los tópicos sociales y de su tratamiento. Y lo que parece un defecto, que las opciones morales no sean nítidas ni lacrimógenas, hacen a su ligereza, que molesta a A.O. Scott, el crítico del New York Times, quien le pide algo “más grande”. En una entrevista con The Guardian, el periodista recuerda una cita de Preston Sturges en Sullivan’s Travels, en el sentido de que el único objetivo de un cineasta es entretener. Payne responde que no está del todo conforme con esa frase. Pero lo bueno que tiene como cineasta es que tampoco está conforme con las utopías, con los grandes discursos. Por eso le salen películas tan raras para Hollywood y tan reconocibles. Payne intenta siempre aclararse algunas dudas sin enfermarse de importancia. Y en general lo logra.
El cine como experiencia vital Aquel querido mes de agosto es un film extraordinario, inspirado, irrepetible y feliz. Muchas películas cabalgan en el límite de la ficción y el documental. Esta es una de las pocas que logra ser una ficción y un documental, como si la película se desdoblara y verla fuera asistir a dos funciones en lugar de una. Y llevarse, de paso, un disco de regalo, ya que además tiene una gran relación con la música. El largometraje de Gomes -ganador de la competencia internacional del BAFICI 2009- es algo muy especial, uno de los films más originales y luminosos que se hayan visto en mucho tiempo, una película tan placentera y brillante que termina por convencernos de que el cine puede seguir siendo una experiencia vital de primer orden. Me dio especial felicidad que a Gomes le saliera un peliculón semejante porque lo conocía desde hace un tiempo, aunque más en calidad de cinéfilo que de director. Hace muchos años, cuando en el BAFICI había una competencia de cortos internacionales (y dinero para pagar el viaje de tantos directores), Gomes vino a Buenos Aires con uno de los suyos (hizo varios buenos). En aquel festival, tuvo una experiencia mística: vio Kenny, el legendario corto de Martín Mainoli, que le produjo un ataque de euforia instantánea. No estoy seguro si yo dirigía el BAFICI en ese momento, pero de todos modos recién vi el corto muchos años después y tuve la misma reacción que Gomes. El secreto es... bueno, es mejor no revelarlo y aconsejarle al lector que vea Kenny. Si no le gusta es porque no sólo es un negado para el cine, sino también para la música. Para el Gomes cineasta, además, la música es esencial en todas sus formas. Es como un chef que cocina utilizando cierto ingrediente de mil y una maneras distintas. En Aquel querido mes de agosto la música juega un papel preponderante y en su cine, además, parecen convivir una vertiente lúdica y otra hermética. Gomes es un cineasta joven, pero no sólo brillante sino notablemente maduro como tal, que tiene una idea muy firme y muy sofisticada sobre el cine. Estamos hablando de un film de tal envergadura que permite agregar a su director a la lista formada por Manoel de Olivera, João Cesar Monteiro y Pedro Costa. (Extractado de dos textos que Quintín escribió en su columna El Inclemente)