¿Por dónde empezar a hacer una crítica de un film de Charlie Kaufman, el primero como director? Se hace casi imprescindible comenzar por hacer referencia a sus trabajos previos como guionista, porque allí se encuentran todos los elementos que en Todas las vidas, mi vida se elevan a la décima potencia. Algo interesante sucede con este guionista devenido director, y es que aunque éste sea su primer film, ya se habla de él como una figura de autor: nadie recuerda con exactitud quién dirigió sus anteriores trabajos, sólo se recuerda que eran sus películas. ¿Cuáles son, entonces, estas marcas de autor que arrastra desde su primer trabajo en cine ¿Quieres ser John Malkovich?(1999), pasando por Confesiones de una mente peligrosa (2002), El ladrón de orquídeas (2002) hasta Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004)? En primer lugar, su concepción sobre el tiempo y el espacio. En sus films los espacios son construcciones imposibles, laberintos que son reflejo de la mente. El espacio es tan sólo la manifestación física del cerebro humano. El tiempo discurre de manera imposible también, porque ambas vivencias, las de lo témporo-espacial, son exactamente eso, vivencias subjetivas. Para pensar en su último trabajo, resulta más adecuado el título original del film, puesto que la sinécdoque es un “tropo que consiste en extender, restringir o alterar de algún modo la significación de las palabras, para designar un todo con el nombre de una de sus partes, o viceversa” (Diccionario de la Real Academia Española) Y esto es precisamente lo que sucede en Todas las vidas, mi vida: se toma la parte por el todo, y al final, el todo por la parte. Dados estos dos elementos, la concepción del tiempo y el espacio y su trabajo con esta figura del lenguaje, podemos pensar el film como una obra barroca. Otros elementos se suman y es la ficción dentro de la ficción; la duplicación de personajes; la repetición como un mecanismo estructural de construcción del relato; la idea de la desmesura, de exceso que presiona los límites. El director de teatro, Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) está creando una obra nueva, que va a hablar de su vida, de la manera más honesta y trascendental. Su esposa Adele (Catherine Keener), lo abandona y se instala junto a su mejor amiga María (Jennifer Jason Leigh) y su hija, en Alemania. Está por comenzar una relación con su asistente Hazel (Samantha Morton) pero finalmente se casa con su primera actriz, Claire (Michelle Williams). Una misteriosa enfermedad va afectando las funciones de su cuerpo (como si Kaufman nos estuviese remarcando la importancia de la mente por sobre la materia). Obra y vida comienzan a fundirse y confundirse, la obra se transforma en algo más grande que la vida misma, ocupando cada vez más espacios, contratando cada vez más actores que dupliquen su existencia real en esta obra de honestidad extrema. Los conflictos entre Sammy (Tom Noonan)-su doble teatral- y Tammy (Emily Watson) – la doble de Hazel- empieza a modificar su propia relación con Hazel. El guión nunca puede finalizarse, los años pasan, el set de ensayo se transforma poco a poco en una ciudad, la ciudad de New York… A su vez, el propio film es una sinécdoque de la obra de Kaufman. En este sentido, por momentos se transforma en un ser viviente que todo lo abarca, como si el guionista y director hubiese perdido control sobre su propia obra, que parece cada vez crecer más, introducir más personajes que se relacionan en modos intrincados. ¿Tal vez Kaufman nos está hablando de su propia vida a través de Caden Cotard, quien habla a través de Sammy…? En muchas maneras este film nos hace acordar a All that jazz (1979), sólo que mientras que Bob Fosse miraba su vida desde el show business, del modo más cínico posible, Kaufman construye desde el prisma de la sacralidad del arte, desde la densidad de lo serio, no nos deja un momento de respiro. Todas las vidas, mi vida es una obra de difícil digestión, de exacerbada autorreferencialidad, todo allí es superlativo hasta el punto de que incluso los amantes de Kaufman pueden sentirse agobiados.
Si hay algo que fascina en la pantalla es ver a un superhéroe con características de antihéroe y que nos conquiste de todas formas. Esto es lo que logra Robert Downey Jr. en su rol de Tony Stark. Como recordamos del final de Iron man 1, Stark anuncia a la prensa que él es el hombre de acero, contraponiéndose de este modo a todos los superhéroes de Marvel que luchan por ocultar su alter ego. Hecho público su secreto, su personalidad narcisista y arrogante se magnifica y no conoce límites, llegando a anunciar que ha logrado “privatizar la paz mundial” (recibiendo una salva de aplausos por semejante declaración). Sus archienemigos serán Ivan Vanko (interpretado por Mickey Rourke, quien ha resucitado su carrera tras El luchador), el hijo del ignoto socio de Stark Sr., el único que puede competir en inteligencia con nuestro héroe. Pero carece de recursos económicos, los cuales serán aportados por Justin Hammer (Sam Rockwell), el mayor competidor de Stark Industries. Hammer es de alguna manera la némesis en cuanto a egocentrismo, sólo que sin el charm… Como ayudantes del protagonista se encuentran la siempre fiel Pepper Potts (Gwyneth Paltrow), la bella y enigmática Natalie Rushman (Scarlett Johansson), el Tte. James Rhodes (Don Cheadle) y Nick Fury (Samuel L. Jackson), la cara visible de Los Vengadores. Todo lo que hace Stark es superlativo: tiene su propia feria de inventos que está en exhibición durante un año, conduce su propio auto en la pista del Grand Prix de Mónaco y hasta inventa un nuevo elemento que no se halla en la tabla periódica…sólo un actor como Downey Jr. puede interpretar a semejante personaje desagradable y hacer que lo adoremos (un poco como su propia vida fuera de las cámaras). Un film de esos donde los autos vuelan a montones, las explosiones están a la orden del día, el bien triunfa sobre el mal y hay un mensaje para la juventud: más vale caer gracioso que en gracia…¿o era al revés? No importa, definitivamente Stark cae de las dos maneras.
El segundo film de Gabriela David, premiado en los festivales de Huelva y Kerala, nos habla de un tema en torno al cual se enredan muchos otros: la prostitución. En este caso, David nos cuenta la historia de Nancy (Ma. Laura Cáccamo) y Pato (Paloma Contreras) que provenientes de un pueblito perdido en el noroeste argentino, viajan a Buenos Aires con la ilusión de poder trabajar como servicio doméstico y ayudar a sus familias. Al menos esas son todas las intenciones de Nancy, analfabeta y no muy inteligente. A Pato, en cambio, muy desde el principio del film, se la muestra decidida a terminar sus estudios en la gran ciudad. No es ninguna sorpresa que viajen engañadas, y que cuando arriban, sean secuestradas por Oscar (Luciano Cáceres) y Susana (Cecilia Rossetto), los regentes de un prostíbulo en la calle Agüero, en un barrio de clase media. Pato se negará rotundamente a ser prostituída y por ello será golpeada y dejada de lado. Nancy, no tan combativa, le sigue la corriente a sus captores, que le prometen que si paga la deuda suya y de su amiga, se podrán ir. El film, estrenado el 25 de marzo, un día después del feriado en repudio al golpe de Estado de 1976, nos habla también de la desaparición de personas. Una desaparición que si bien no es realizada por el Estado, cuenta con una organización tan siniestra como aquella. La película de David detalla muy claramente todas las personas que por acción u omisión participan en este crimen: la señora que las engaña con promesas de trabajo en la capital, los regentes del prostíbulo, los “clientes” que pagan para tener sexo aún sabiendo que algunas son menores de edad y que todas son retenidas contra su voluntad, el policía que permite que esa sea una “zona liberada”, los vecinos que prefieren mirar a otro lado y hacer oídos sordos y por qué no, el Estado, que permite que ciudadanos sean analfabetos y desocupados crónicos, posibilitando la red de trata de mujeres. Toda la sociedad es, si no culpable, responsable. La película no tiene golpes bajos. No está hecha con ningún afán documental, en el sentido de mostrarnos con lujo de detalles la sórdida realidad que implica la red de prostitución en la Argentina (sabemos por investigaciones periodísticas que las chicas no sólo son secuestradas, sino que son drogadas, golpeadas, violadas). En cambio, la directora nos cuenta una historia donde lo peor es sugerido, donde lo importante es hacerle reflexionar al espectador hasta qué punto como sociedad permitimos que esto suceda. El foco está puesto en la liberación, y es precisamente metáfora de esto el título de la película: la mosca en la ceniza alude al truco de campo por el cual una mosca ahogada en el agua puede revivir si se la cubre de ceniza. Realmente el contexto de estreno del film es importante, porque si bien la desaparición de personas en la red de la prostitución no tiene una relación aparente con los hechos acaecidos en la década del ’70 en la Argentina, pone en evidencia que estamos lejos de decir que nunca más estas cosas sucederán en nuestro país. Siguen ocurriendo, en democracia, y debido a que como sociedad lo permitimos. Esta lectura del film es tan sólo un recorrido posible, quizá muy influenciado por lo vivido en una Plaza de Mayo que a 34 años del golpe, estaba repleta, donde la gente salió a la calle a reclamar no sólo memoria, sino verdad y justicia. Pero de cualquier manera, más allá de los hechos políticos que rodean la fecha de estreno, el film tiene una clara intención de alerta social, de remarcar la importancia de la educación, por un lado, y de la solidaridad, por el otro.
Frank Goode (Robert de Niro) se convierte en un ama de casa de los años cincuenta. No sólo debe limpiar y hacer las compras, sino que tras la muerte de su mujer, queda a cargo de mantener a la familia unida. Sus hijos (Kate Beckinsale, Sam Rockwell y Drew Barrymore) están desperdigados por todo el país y él trata de reunirlos en la mesa familiar. Pero todo sale mal. Ninguno puede llegar. Y entonces decide que si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma. En una suerte de road trip improvisado, Frank recorre el país para des-econtrarse con sus hijos. El film de Kirk Jones pone todo el énfasis en la cuestión de la comunicación familiar. Cuán irónico que mientras Frank dedicó toda su vida a recubrir con PVC los cables que permiten las llamadas telefónicas (motivo por el cual tiene fibrosis pulmonar) para que sus hijos “triunfen”, hoy no pueda comunicarse con ellos. Por otro lado, sus hijos se mantienen comunicados entre sí para tratar de ocultarle que uno de sus hermanos está desaparecido en México. No es la primera vez que vemos esta clase de films, aunque por lo general suelen aparecer cerca de la navidad, momento de reunión y reflexión familiar. A la vez que se nos muestran los conflictos entre padres e hijos, vemos los dilemas de cada integrante de la familia por encontrar su lugar en el mundo. Es el tipo de film que mezcla escenas de comicidad con otras de alto dramatismo (pensemos en The Family Stone, 2005). También Jodie Foster dirigió uno de estos films, Home for the holidays (1995) donde realmente salió más que airosa de la situación, con un elenco de estrellas impecable (Anne Bancroft, Charles Durning, Robert Downey Jr entre otros). Ciertas temáticas se repiten (los hijos que tratan de complacer infructuosamente a los padres en absolutamente todo, los hijos exitosos, los hijos bohemios, los hijos heterosexuales y sus matrimonios, los hijos homosexuales y sus matrimonios, los hijos totalmente perdidos en su propio caos personal) pero al fin y al cabo, todos terminan estando bien. En el sentido de que todas estas luchas internas que hacen pensar a los padres que han fallado en su tarea de educadores, sólo ponen de manifiesto la imposibilidad de evitarles a quienes amamos que sufran y se equivoquen y crezcan. En líneas generales es una película entretenida, emotiva, pero muy poco memorable. Dejando de lado que algunas cuestiones se resuelven de una manera un tanto surrealista (la anagnórisis de Frank respecto a la realidad de cada uno de sus hijos llega en la forma de una situación onírica) es un film muy lineal y bastante predecible, más bien dedicado a la generación de padres de los años cincuenta, aquellos que creían que sacrificar sus propios intereses en pos del de sus hijos era un boleto seguro a la felicidad.
“Ten el valor de la astucia que frena la cólera y espera el momento propio para desencadenarla” Gengis Kan Es una de las grandes fascinaciones del cine contar la historia de cómo un héroe llega a convertirse en ese ser mítico. El director ruso Sergei Bodrov eligió relatarnos cómo Gengis Kan se convirtió en uno de los hombres más poderosos de la Historia. Lo realmente interesante de este film es cómo elige estructurar el relato. Porque a pesar de que hay una clara intención de revitalizar una de las grandes leyendas de oriente, el modo en que elige hacerlo es profundamente occidental. Bodrov se sirve de numerosos elementos de la tragedia griega y del mito del héroe en particular para desentrañar a este personaje tan célebre. En primer lugar está el hecho de que, al igual que en las tragedias, se toma a un personaje de la realeza, de una familia gobernante, que tiene poder (y puede perderlo). Temudgin, nombre de nacimiento de Gengis Kan, interpretado por el actor japonés Tadanobu Asano (Zatoichi, 2003), es hijo del “rey” de su clan. Sus desventuras comienzan a la edad de nueve años, cuando su padre lo lleva a una tribu vecina para que elija esposa. Allí se compromete con Borte. Esta relación marcará la trama del film, que básicamente atraviesa los momentos de unión y separación de la pareja, mientras Temudgin lucha por recuperar el poder que le fue arrebatado cuando asesinaron a su padre y a él lo convirtieron en esclavo. Ya sea que Bodrov haya extraído la idea del poema “La historia secreta de los Mongoles”, ya sea que lo haya especulado de sus otras investigaciones sobre el tema, lo cierto es que la relación entre Temudgin y Borte está llevada a la pantalla de una forma muy moderna y occidental. Si bien el film está ambientado en la segunda mitad del siglo XII, Bodrov nos habla de un hombre fiel a su esposa, capaz de ir a la guerra por recuperarla y dispuesto a aceptar como propios a los hijos que ha tenido con otros hombres durante sus ausencias. La otra relación que marca la vida de este príncipe es con su hermano Jamukha (Honglei Sun). Éste es otro ingrediente típico de los relatos clásicos, el de los amigos que se convierten en enemigos. El actor chino aporta las pocas dosis de humor del film, creando un personaje que es la contraparte ideal del protagonista. Pero quizá el elemento más propio de la tragedia es la idea de que por un acto de hybris (una suerte de ceguera producida por la soberbia), la familia queda de alguna manera maldita. Son los hijos quienes deben pagar por estos actos de arrogancia de los padres. Así, el padre de Temudgin roba a su madre de uno de los clanes enemigos – incluso cuando ella ya estaba casada. Muchos años después, este marido despechado robará a la esposa de Temudgin. El concepto de venganza por las ofensas realizadas es lo que desencadena la mayoría de las desventuras de este personaje. Un dato interesante es la banda de sonido. La conducción orquestal estuvo a cargo del compositor finlandés Tuomas Kantelin, pero el film cuenta además con la participación de una banda folk-rock mongola de ocho integrantes llamada Altan Urag, quienes proporcionan unos ritmos vocales guturales que realmente aportan mucho a la construcción del relato. Mongol, que estuvo nominado al Oscar en el 2008 como mejor película de habla no inglesa y como mejor película en los Premios del Cine Europeo el mismo año, no tiene una intención biográfica. Si bien el director ha hecho un extenso trabajo de investigación, es evidente el propósito de construir un cuento, una leyenda, haciendo uso de todos los elementos espectaculares que el medio cinematográfico le ofrece. Así, la ambientación de época, los vestuarios, las escenas de batalla, no tienen nada que envidiarle a otras producciones que se han realizado en Hollywood.
Un reptil avanza por el agua que inunda una cárcel de New Orleans tras el huracán Katrina. Ésta es la imagen con la que Herzog abre su film más reciente, una suerte de remake del film homónimo de Abel Ferrara de 1992 protagonizado por Harvey Keitel. En realidad se podría decir que el personaje está inspirado en dicho film, porque la trama varía. El sargento Terence McDonough (Nicolas Cage) salva de ahogarse a un prisionero que quedó atrapado, y al hacerlo lastima severamente su espalda, teniendo que depender de medicación contra los dolores para el resto de su vida. A partir de este acto heroico lo promueven a Teniente. Pero como el título en inglés nos advierte, no será uno muy bueno. Terence desarrolla una adicción a las drogas y a las apuestas que cada vez compromete más su integridad como policía. No ayuda el hecho de que su novia (Eva Mendes) sea una prostituta que también abusa de las drogas para escapar de su sórdida realidad. Ni que su padre (Tom Bower) y su madrastra (Jennifer Coolidge) sean alcohólicos. McDonough es puesto al frente de la investigación por el asesinato de cinco integrantes de una familia senegalesa como resultado de la lucha por el control del tráfico de drogas en la zona. El personaje de Cage deberá hacer malabares para poder seguir robando droga del departamento de policía, chantajear a celebridades y ciudadanos por igual, esquivar a los matones que vienen a cobrar sus deudas de juego, y a la vez esclarecer los asesinatos. Herzog lleva la narración de manera magistral, haciendo uso de los recursos propios del género policial norteamericano, a la vez que introduce elementos totalmente ajenos y que nos hacen conscientes de que el film es una construcción. Nos dice que como espectadores nunca tenemos que olvidarnos que ahí hay una cámara y una persona que construye el relato. Generalmente estos momentos están asociados a las alucinaciones del protagonista. La cámara digital y en mano que enfoca a los caimanes con música de fondo irrumpe en medio de la escena sin justificación aparente. El tono del film, lejos de ser serio, es de un humor ácido, corrosivo. La actuación de Nicolas Cage en sus momentos de enajenación es perfecta en su cometido de ser desubicada. New Orleans como ciudad devastada por la naturaleza es casi una metáfora de la destrucción del personaje principal. También es interesante reflexionar acerca de qué sentido se construye en torno al agua y los animales acuáticos, dado que el film abre y cierra con imágenes de animales nadando y se concede una importancia especial al pez del niño senegalés que vive en un vaso de agua. Tal vez Herzog nos dice sin palabras, al modo cinematográfico de puras imágenes, que así es su personaje, alguien que está ahogándose y que de todas formas sigue nadando, sobreviviendo.
“Acepta todo con humildad” Rashi. Ambientada en los años ’60, Un hombre serio nos muestra el descenso por una espiral infernal de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg). Su mujer Judith (Sari Lennik) sólo quiere el divorcio para casarse con Sy Ableman (Fred Melamed), quien trata de consolarlo y convencerlo que este cambio de vida es lo mejor para todos. Su hijo Danny sólo quiere recuperar su radio – confiscada por el rabino- fumar marihuana y que su padre le arregle la antena para poder ver la televisión. Su hija Sarah sólo quiere que el tío Arthur (Richard Kind) deje de drenar su quiste sebáceo y salga del baño para poder lavarse el cabello. Su alumno de matemáticas en la universidad sólo quiere que lo apruebe y está dispuesto a coimearlo, o chantajearlo por coima, si eso no lo arregla. Y Larry busca a los rabinos de su comunidad para que le den una respuesta acerca de su desamparo existencial. Él sólo quiere entender por qué le suceden estas cosas, no es que quiera evitarlas. Quizá sea ésta la temática que atraviesa la filmografía de los geniales hermanos: abrir interrogantes que no tienen respuesta. Tanto el prólogo como el epílogo son precisamente un diálogo con el espectador basado en esta misma premisa. Es difícil en un arte como el cinematográfico establecer un diálogo con el espectador en el mismo momento en que se produce el hecho artístico. Algunos directores lo hacen por medio de ciertos encuadres o miradas a cámara que interpelan al sujeto frente a la pantalla. Pero Ethan y Joel Coen lo hacen a través de la propia construcción del relato. Ya en su anterior película (Quémese después de leerse, 2008), todo parecía rondar en la cuestión del conocimiento – quién sabía qué y cómo se utilizaba esa información. En definitiva los hechos se sucedían y mientras los agentes de la CIA trataban de darles infructuosamente algún sentido, uno intuía que todo el film era acerca de buscar respuestas en vano. Y también, el tono cómico nos llevaba a pensar que se burlaban del espectador, quien trata de hacer con las películas lo que no puede hacer en la vida: entender el porqué de todo. Aquí estamos frente a la misma agudeza que ya encontráramos en Barton Fink (1991). Absolutamente todos los elementos del film refuerzan esta idea de la búsqueda por respuestas: el Mentaculus pergeñado por Arthur Gopnik, un mapa caótico de probabilidades; las formulaciones matemáticas para el principio de incertidumbre de Heisenberg sobre las que Larry trabaja – no es casual que se aferre a la ciencia con la esperanza de que exista una verdad absoluta donde todo finalmente tiene respuesta, otorgándole una suerte de paz mental; el sueño acerca de una despedida ideal con su hermano Arthur, que termina con el humor más negro posible… cada situación que los hermanos Coen introducen en su relato es una suerte de dibujo fractal, una repetición al infinito del mismo esquema. Algo es evidente: estos directores no necesitan del star system para que sus historias funcionen – aunque hasta ahora siempre lo había hecho de esta manera. No queda duda de que se trata de un cine de Autor, atravesado por las mismas preocupaciones. Ya sea que lo hagan en tono dramático, o de humor negro, el resultado es siempre superlativo.
Existen al menos tres constantes en la filmografía de Terry Gilliam que lo convierten en un Autor. La primera es el cruce entre lo fantástico y lo real. Sus películas están situadas a medio camino entre este mundo moderno, caótico y corrupto, lleno de hastío, y un mundo fantástico, pletórico de imágenes y sensaciones. Un mundo donde lo mítico es moneda corriente, donde lo atemporal habla de la esencia del hombre. La segunda característica es la idea de Sacrificio: para obtener el objeto más preciado de nuestro deseo debemos renunciar a él. Allí radica una contradicción fundamental y es uno de los motivos por el que las películas de Gilliam son objeto de culto. Y finalmente la tercera, casi a caballo de la primera, es que la Ficción sostiene lo Real. Son los relatos que nos contamos los que sustentan nuestra realidad. La palabra es una potencia creadora. El lenguaje (oral, visual, sonoro…) no es un desdoblamiento del mundo, sino el acto de creación del mismo. En El imaginario… estos tres elementos están presentes y en abundancia. Parnassus (Christopher Plummer) es un nómade, que junto con su hija Valentina (Lily Cole), Anton (Andrew Garfield) y Percy (Verne Troyer), montan un espectáculo de feria al mejor estilo teatro medieval. El show requiere que alguien de la audiencia atraviese un espejo que lo lleva a un mundo imaginario (controlado por el Doctor) que le muestra lo que más anhela. Allí deberá elegir entre dos caminos: uno lo lleva a un lugar de iluminación, el otro lo lleva a su autodestrucción. Los que eligen este segundo pasaje, lo hacen bajo la influencia del Sr. Nick (Tom Waits), alias el Diablo, quien ha concedido a Parnassus su inmortalidad a cambio de que le entregue a su hija cuando ésta cumpla los 16 años. Ya a punto de cumplirse el plazo, el Sr. Nick le ofrece al Doctor una apuesta: el primero que recolecte cinco almas antes del cumpleaños se queda con Valentina. Entretanto, los trovadores encuentran colgando de un puente a Tony (Heath Ledger), quien tiene un pasado oscuro con una entidad de beneficencia para niños. Tony ayudará de manera un tanto dudosa al grupo del Doctor a juntar las cinco almas. Probablemente lo que más se recordará de este film es el hecho de que el actor Heath Ledger murió durante su filmación, obligando a Terry Gilliam a introducir una serie de modificaciones en el guión – cada vez que Tony ingresa al Imaginarium su rostro cambia. De esta manera, la película cuenta con las participaciones de Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell en el mismo rol. Una nota interesante es el hecho de que la banda de sonido fue hecha por el mismo Terry Gilliam. La música, como siempre en los films de este director, es fundamental. El viraje al jazz o blues cada vez que aparece en escena el Sr. Nick, la cacofonía en la presentación del espectáculo de feria, son elementos que construyen, junto con los efectos visuales, estos mundos fantásticos del ex integrante de los Monty Python. Las actuaciones son impecables, al igual que el guión. Quienes amen los films de este director encontrarán todos los elementos que son objeto de fascinación: la relación entre amistad y enemistad que sostienen el Doctor Parnassus y su némesis el Sr. Nick, los desdoblamientos de Tony, la figura de la mujer representada por Valentina – que conjuga a todas en una (la niña, la seductora, la vengativa, la comprensiva, la hija, la madre, la esposa…) Se puede decir con toda seguridad que en El Imaginario del Dr. Parnassus, Terry Gilliam hace una síntesis de su carrera como guionista y director. Y no nos defrauda.
“La guerra es una droga” Eso reza la leyenda que da comienzo al film y es lo que se trata de transmitir durante poco más de dos horas. El guión está basado en las observaciones del periodista Mark Boal durante su acompañamiento a un grupo desarma bombas en la guerra de Irak, y esta suerte de efecto de crónica deja una huella muy fuerte en la construcción del relato. La historia es muy lineal, no hay una trama que se complique con el correr de los minutos. Casi se podría decir que el film se construye como una iteración de los diez primeros minutos de película, y eso es lo que genera la tensión. El Sargento William James (interpretado por Jeremy Renner) llega a la compañía desarma bombas Bravo, para suplantar al anterior líder (Guy Pearce) muerto en acción. A su cargo quedan el Sargento JT Sanborn (Anthony Mackie) y Owen Eldridge (Brian Geraghty). La compañía Bravo sólo necesita permanecer viva durante 28 días antes de regresar a sus hogares, pero la llegada de James complica la situación. La gran contradicción de la guerra: los hombres se hacen soldados para ir a la guerra, llegan a la guerra y sólo quieren regresar a sus hogares. Excepto por el Sgto. James; a él no parece importarle demasiado si vive o muere, mientras muera haciendo lo que le gusta: desarmar bombas en la guerra. Frente a esta actitud cuasi suicida, su compañía se debate entre matarlo o ayudarlo a hacer aquello en lo que es el mejor. Resulta renovador ver un film bélico que no se detenga a analizar el contexto político de la guerra de Irak. Bigelow va más allá de la necesidad económica o política de un país para tomar acciones bélicas. La directora de “Point break” y de “Strange days” nos enfrenta a lo más oscuro del hombre: ¿qué sucede cuando la guerra es lo que genera el único motivo para mantenernos vivos, cuando es aquello que nos genera placer y es lo que auténticamente deseamos hacer? En sus films, Bigelow nos muestra la espiritualidad detrás de lo que la sociedad considera abyecto y condena (los robos, las drogas, los asesinatos, la guerra) y lo hace de una manera única, asiéndose de todos los recursos espectaculares del género de acción. Sin duda, es una maestra en el arte de reflexionar de una manera atrayente para la mayoría del público acerca de cómo el núcleo más bestial del hombre es lo que lo hace ser humano.
Vampiros del día…o cómo Matrix se encuentra con Tarantino en un film con destellos del cine negro. Y es que los hermanos Spierig conjugan tres géneros cinematográficos: el futurismo, el gore y el noir… y para los que soportan esta clase de cócteles, sale bastante airoso. El año es 2019 y casi toda la población mundial se ha convertido en vampiro. Los autos, las casas, la ciudad, todo está adaptado para el estilo de vida de los bebedores de sangre. Sólo hay un problema y es el de la alimentación: ya casi no quedan humanos para abastecer a la población vampírica. En este contexto, Edward Dalton (Ethan Hawke), un vampiro hematólogo no muy feliz con su condición de no-muerto, busca un sustituto para la sangre humana. Su proyecto es financiado por la empresa de Charles Bromley (Sam Neill), aunque su motivación es la potencial ganancia económica y no la extinción de ninguna de las dos razas. Encontrar una salida a este desabastecimiento es imperativo, ya que debido al hambre, algunos vampiros beben su propia sangre, degenerándose tanto física como mentalmente – se convierten en una especie de murciélagos gigantes (claramente no es lo más original del film). En medio del creciente caos urbano, un grupo de humanos rebeldes liderado por Audrey Benett (Claudia Karvan), contacta a Dalton alegando tener la cura al vampirismo. Como prueba de ello aparece el personaje de Willem Dafoe (Lionel ‘Elvis’ Cormac) un ex humano-ex vampiro-nuevamente humano. Obviamente, ayudar a estos mortales a escapar es visto como una traición, por lo que Bromley manda al propio hermano de Edward, Frankie Dalton (Michael Dorman), a perseguirlos. Dos cosas llaman la atención en este film, aparte de toda la sangre que salpica la pantalla. Una es la construcción del personaje de Ethan Hawke al estilo de un héroe-antihéroe del film noir. Todo, desde su vestimenta, los espacios que lo rodean plagados de sombras y el humo de sus cigarrillos, la sociedad violenta, cínica y corrupta en un clima generalizado de pesimismo fatalista es una reminiscencia de este género de mediados del siglo XX. La otra cosa que llama la atención son las similitudes entre Daybreakers y Matrix de los hermanos Wachowski. Vamos a hacer de cuenta que las coincidencias son citas y no plagio, porque la imagen de máquinas que se dedican a extraerles a los humanos la esencia carmesí es muy conocida como para alegar inocencia. Incluso el final, con la voz del protagonista interpelando a otros ciudadanos, pero también en un guiño al espectador es casi textual el final de Matrix. Así y todo, resultan interesantes estos puentes que se tienden entre el pasado y el futuro. De hecho, los mejores films de ciencia ficción recurren a la mitología, dado que comparten muchas características. Y no es casual que tanto la ciencia ficción como la mayoría de los mitos (incluyendo, por supuesto, la mitología vampírica) tengan en común la pregunta por la humanidad (no es, acaso, el vampirismo una forma de pensar lo humano desde el lugar de lo monstruoso, ya sea como un exceso o como una carencia de humanidad. En definitiva la medida siempre es el Hombre) Sobra decir que no es un film para cualquiera, que no a todos los que les guste el género vampírico les va a parecer genial, ni a todos los que les guste el gore les va a satisfacer. Sin embargo, los hermanos Spierig llevan a cabo decentemente esta experimentación genérica. No se convertirá en una película de culto como probablemente suceda con la sueca Criaturas de la Noche (basada en el libro de John Ajvide Lindqvist, "Déjame entrar") pero tampoco es la peor película de vampiros de la historia del cine.