El horizonte de expectativas que auguran estas primeras imágenes remite inmediatamente al boom contemporáneo de documentales autobiográficos donde archivos familiares se convierten en pistas que realizadores (devenidos en una suerte de detectives de la intimidad) indagan alrededor de intrigas del pasado –Esquirlas en Argentina o la irlandesa The Image You Missed son ejemplos resonantes–. Pero Charlotte Wells aprovecha la ley del arte que dicta que todo puede ser ficcionalizado y entrega una narración puramente ficcional donde incluye esos videos de aparente cariz documental como una de sus partes. La propia realizadora advierte en una carta dirigida a los espectadores: “Esta película es inequívocamente ficción, pero dentro de ella hay una verdad que es mía; un amor que es mio”. Una verdad y amor que tienen que ver, según también dice, con dos viejas fotos que fueron punto de partida para la película. En estas están ella y su padre, él con 30 y pico y ella con 11. Están juntos, es verano y son unas vacaciones en un resort de Turquía.
La información se filtra por hendijas breves, los diálogos son escuetos y justos. De allí aprendemos que la soledad del personaje de Mora Arenillas deviene de una reciente orfandad y un viejo abandono paterno, características que donan a su vida callejera en Buenos Aires de un cariz lastimoso y a su huida al sur de total verosimilitud. Arenillas es un ser herido que huye, pero no como esos animales que se refugian en la soledad de una madriguera a lamer sus heridas, ese estadío parece ya haber sucedido y estar escondido en el fuera de campo del pasado. La chica va hacia adelante y enfila su futuro hacia un hermano, un trabajador de una fábrica de celulares de Río Grande, en los bordes fueguinos del fin del mundo.
Fórmula de desmarque de la media contemporánea, fórmula de éxito estirada a lo largo de los años: lucha de opuestos, manierismos ampulosos en la puesta en escena, sátira burlesca y reduccionista de los representantes del arte contemporáneo y provocación que no provoca, sal que no sala. Al menos aquí, dentro de este juego de choques, la dupla argentina no destila su desprecio de clase como en El hombre de al lado ni se engalana con su propia ignorancia y sus prejuicios como en El ciudadano ilustre; en Competencia Oficial todo es menor.
En Almodóvar todo es cruce, intersección, choque de partículas que deviene en caos y transfiguración. El título de su nuevo film, Madres paralelas, encierra al menos una mentira: Janis, una fotógrafa que vislumbra en su embarazo no deseado la concreción de un deseo por ser madre, y Ana, una jovencita de clase alta sobre cuyo embarazo pesa el signo de la violencia, son entre sí todo menos paralelas. Con estas madres solteras se entreteje un relato que, como todo buen melodrama, no está exento de padecimientos, identidades ocultas, deseos velados y una puesta en crisis de la idea de familia. Madres paralelas es eso, pero solo en la superficie: ningún film del realizador de ¡Átame! o Volver se define en la unidimensionalidad. En julio de 1936, el bisabuelo de Janis, fotógrafo, tal como ella, es ejecutado en manos de falangistas y sepultado junto a otras nueve personas en la vera de un camino rural. Pero hay un enterrado que vive y ochenta años después, en el 2016 donde transcurre el film, ante el desfinanciamiento y la inoperancia del Estado, Janis aume aquel legado atravesado por la represión y la sangre transmitido por generaciones y se embarca en la tarea de movilizarse para hacer posible la exhumación de aquella fosa común.
Tal como con Phantom Thread, Licorice Pizza no tuvo ninguna proyección en un festival de cine antes de su estreno. La lógica contemporánea de première mundial en grandes festivales como instancia de cosecha de críticas, laureles, prensa y flashes se ve reemplazada por otra idea donde se adivina un acercamiento a lo popular: un título y un público que se une simultáneamente el día de estreno en diferentes salas.