Resulta un dato de color que Santiago Mitre y Manuela Martelli hayan decidido titular a sus recientes películas, referidas a las dictaduras argentina y chilena respectivamente, con un año en particular, como queriendo dejar consignados sendos periodos que marcaron a fuego a ambos países. Las coincidencias, sin embargo, terminan ahí. Si el 1985 de Mitre alude a un hecho puntual cuando lo peor había pasado (el Juicio a las Juntas), el 1976 de Martelli (actriz que, tras dirigir dos cortos, debuta en largometraje) se sitúa en pleno régimen pinochetista y probablemente tenga más que ver con La larga noche de Francisco Sanctis (2016) o Rojo (2018), que no mostraban el horror en primer plano pero dejaban entrever cómo su atmósfera opresiva se colaba en la sociedad.
El próximo jueves 16 de marzo se estrena en Argentina la ópera prima de Manuela Martelli, llamada “1976”. Una película dramática filmada con mucha intensidad e intriga, que explora la lucha de una mujer contra la misoginia y la corrupción bajo el régimen de Pinochet. Una producción que ya se proyectó en la Quincena de Realizadores de Cannes 2022 y ha pasado por más de dos docenas de festivales internacionales, obteniendo varios premios en distintas categorías de mejor ópera prima o mejor actriz para su protagonista, Aline Kuppenheim.
Manuela Martelli trabajó como actriz con Andrés Wood (uno de los coproductores de este film), Sebastián Lelio, Gonzalo Justiniano, Alicia Scherson y varios directores argentinos como Ezequiel Acuña, Manuel Ferrari y Martín Rejtman. Seguramente esas experiencias delante de cámara le sirvieron en mayor o menor medida para animarse a incursionar como realizadora en este drama familiar con ciertos elementos de thriller psicológico. La protagonista absoluta del film (dueña del punto de vista y presente en casi todos los planos) es Carmen (Aline Kuppenheim), una mujer de clase acomodada que abandona Santiago y viaja a una casa ubicada en un balneario para supervisar la renovación del lugar. Mientras su marido, hijos y nietos (es una abuela joven y atractiva) van y vienen, ella se instala en el lugar en plenas vacaciones inviernales. Apenas llega a esa casa de playa, Carmen -cuyos familiares está ligada a la medicina- se topará con el padre Sánchez (Hugo Medina), quien le pide cuide a Elías (Nicolás Sepúlveda), un joven herido de bala en una pierna del que poco sabemos pero intuimos está metido en la lucha contra la dictadura de Augusto Pinochet. Las diferencias generacionales, ideológicas y de clase quedarán expuestas de forma inmediata y evidente en el film, pero el aspecto más interesante de 1976 pasa por el viaje íntimo y externo que realiza Carmen, quien empieza a obsesionarse cada vez más por la historia y la situación de Elías. Y en esa búsqueda, esa creciente indagación, irá descubriendo un universo muy distinto y se irá topando con personajes de otros orígenes y realidades. Entre los personajes secundarios que aparecen en el film está Germán de Silva, seguramente como forma de justificar una coproducción con Argentina que incluye también a las siempre talentosas Yarará Rodríguez en la dirección de fotografía y Jesica Suárez en el sonido. En ese sentido, si bien es cierto que 1976 tiene una idiosincracia, localismos y observaciones propias de la historia chilena, hay múltiples elementos que remiten también a la realidad que se vivía en esa misma época en otros países de la región (en algunos momentos me hizo recordar a Rojo, de Benjamín Naishtat). Más allá de cuestiones evidentes -como los operativos represivos o los toques de queda-, en todos lados se experimentaba un clima ominoso, de inquietud, angustia y temor generalizado.
Potente ópera prima que revisa el despertar de una mujer en medio de la sangrienta dictadura chilena. Celebro su existencia y el vínculo con nuestra La Historia Oficial. Manuela Martelli debuta en la dirección con precisión y maestría.
No es el primer relato sobre gente que ocultan personas perseguidas por el poder de turno, ni será el último, como icono se estatuye “El Diario de Ana Frank”. Lo que se establece como diferente es que Manuela Martelli, la actriz devenida en directora, en su debut, pone el foco en el recorrido que realiza su protagonista, quien cuida a un joven herido al que lo nominan como delincuente. 1976, Chile. Carmen se va a la playa para supervisar la remodelación de su casa. Su marido, sus hijos y sus nietos van y vienen en las vacaciones de
Unas gotas de pintura rosada manchan el coqueto zapato de Carmen (Aline Kuppenheim) mientras espera encontrar el color definitivo para su nueva casa de veraneo. El símbolo se hace carne en la incierta conciencia del personaje que observa lo que ocurre en Chile en 1976 con cierta intriga y algo de asombro. Disparos en la calle, un zapato de mujer bajo su auto, un país en tensión que apenas rasga la rutina de sus días. Pero cuando emprende un viaje a la playa para remodelar la casa que alberga a su familia en los recreos semanales descubre que ese mundo desconocido toca a su puerta con el rostro del padre Sánchez (Hugo Medina) y sus preocupaciones cristianas, con la pierna herida del joven Elías (Nicolás Sepúlveda), un feligrés refugiado en la sacristía ¿Quién es Elías en realidad? ¿Un delincuente herido en un robo por hambre? ¿O un militante opositor perseguido en esos días álgidos del gobierno de Augusto Pinochet? La actriz Manuela Martelli construye su ópera prima como directora sobre el punto de vista de Carmen, una mujer de clase acomodada cuyo pasado en la Cruz Roja y compromiso cristiano modelan su costado humanitario. Frente a ello se erige la presión de su entorno: el discurso orgánico con el régimen militar de su marido, jefe médico en un hospital de Santiago; las declaraciones de su yerno en relación con las bondades del nuevo capitalismo; o de sus amigos en sintonía con la mano dura ante a los rebeldes. Esa fractura interior del personaje se vislumbra a través de las claves del melodrama, colores opuestos que delinean la casa en refacción, espejos partidos que muestran las dos caras de Carmen, planos amplios y desoladores que recogen la misma melancolía que podía verse en las películas de Douglas Sirk de los años 50. Pero el mundo exterior que registra Martelli asedia la vida de Carmen según dos claves, que de alguna manera definen la encrucijada que transita la película. Por un lado, un terror íntimo y sugerente, influido por el cine de Andrés Wood –productor de la película y director de Martelli en Machuca (2004) y La buena vida (2008)-, también cercano a la experiencia de la argentina La noche de Francisco Sanctis (2016) de Francisco Márquez y Andrea Testa, modelada sobre planos cerrados y opresivos, sobre la silueta de un exterior nocturno y brutal. Allí la película permite palpar el clima de la época sin discursos ni declaraciones, solo con aquellos escalofríos que definen la peregrinación de Carmen a una realidad que había decidido ignorar. Sin embargo, la otra clave ofrece los tópicos del thriller político convencional, con sujetos amenazantes, autos policiales y cadáveres en la orilla del mar. En ese doble juego, 1976 sostiene el ritmo narrativo pero aligera su contundencia, hace efectivo su relato pero sacrifica cierta originalidad, atada a universos que ya hemos visto demasiado en el cine. El gran mérito en el viaje inquietante que propone 1976 es de Aline Kuppenheim, actriz de una fisonomía perfecta para cargar con el peso de una historia apremiante y la tensión de ese mundo dividido. Una y otra vez su rostro se revela como el mapa de una realidad indecible, cuya violencia subterránea rasga esa aparente armonía que preanuncia el peor final.
"1976": recuerdos de la dictadura chilena La película nunca deja de ser un drama histórico e íntimo, pero las reglas de la narración también se amoldan en varias secuencias al cine de suspenso. La señora anda de compras por Santiago. La casa de descanso en la costa atraviesa una serie de renovaciones y hay que elegir el color correcto para una de las paredes del living comedor. En el local, la mezcla de rojo terracota está a punto de lograrse cuando unos gritos y disparos en la calle sobresaltan a clientes y vendedores. Unas pocas gotas manchan el impoluto zapato azul de Carmen y no es necesario pensar demasiado para asimilar esas pequeñas manchas de pintura mate con las de la sangre derramada (el título en pantalla cubriéndose del mismo color reafirma la metáfora). De esa manera, desde el primer minuto, 1976, la opera prima como realizadora de la actriz Manuela Martelli –rostro inconfundible del cine chileno, presente en producciones de su país como Machuca y en films argentinos como Dos disparos– entrelaza de forma inseparable dos mundos en principio escindidos. Por un lado, el universo cotidiano de una señora “bien”, esposa, madre y abuela ocupada de las tareas hogareñas, acompañante de su marido médico en cenas y reuniones, y el terreno de lo social y político, en un Chile que cumple tres años desde el golpe que derrocó a Salvador Allende. Cuando Carmen (Aline Küppenheim, otra actriz trasandina de extensa trayectoria) llega a la pequeña comunidad balnearia fuera de temporada, semanas antes que su esposo, hijos y nietos, para ocuparse de los arreglos edilicios, la visita de un párroco amigo de la familia le acerca un cambio de rutina inesperado. Hay un joven convaleciente, un delincuente común que, dicen, robaba para comer cuando fue herido con un arma de fuego en una pierna. Mucho tiempo atrás Carmen fue enfermera de la Cruz Roja y esos escasos pero valiosos conocimientos pueden venir bien para curar al enfermo. Pero el pedido de silencio del cura y la ubicación secreta del cuarto en la parroquia no dejan lugar a duda: Elías no parece tanto un ladrón como uno de esos jóvenes “extremistas” que se andan enfrentando en las calles con los carabineros. ¿Qué es lo que hace que esa mujer deje de lado el confort de las tradiciones familiares y sociales y se ponga en movimiento para proteger a Elías, tomando incluso riesgos mayúsculos cuando se impone la necesidad de una mudanza? Ese es el eje central de la película de Martelli, en tanto su protagonista comienza a dejar de lado la pasividad indicada para su condición social y género. 1976 nunca deja de ser un drama histórico e íntimo, pero las reglas de la narración también se amoldan en varias secuencias al cine de suspenso: Carmen (alias Cleopatra) comienza a transitar una clandestinidad temporal y el miedo y la paranoia a apoderarse de su vida cotidiana. Hay ecos de La mujer sin cabeza, el film de Lucrecia Martel, en la manera en la cual la realizadora registra la doble vida de su heroína, mientras las actividades públicas y las secretas van desdibujando y reescribiendo su identidad. El horror llega de la mano del cadáver de una joven en la playa, que Carmen observa junto a sus nietos durante un paseo, y los nuevos miedos se ven aguzados por la simple presencia de un policía en la ruta o un discurso de Pinochet en la televisión. Con la excepción de una escena explicativa y verborrágica, que parece más acorde a un film de la vuelta de la democracia filmado décadas atrás, 1976 logra sostener la tensión entre lo personal y lo colectivo, el confort de la neutralidad y la inmersión en la resistencia, por pequeña que esta fuere, utilizando una estrategia narrativa inteligente y sutil, elementos sostenidos por la banda de sonido disruptiva de la brasileña Mariá Portugal, que utiliza la mezcla de trombones y el sintetizador Minimoog para reforzar un clima crecientemente enrarecido. Como el del propio país en aquellos años.
El horror de una situación muchas veces nos golpea más cuando imaginamos la dimensión de la negrura fuera de campo, cuando adivinamos y comprobamos con la protagonista que la sangrienta dictadura de Pinochet es una realidad muy distinta a lo que comenta su familia, sus hijos, su clase social, su mejor amiga que asegura “los chilenos somos flojos y mediocre, necesitamos mano dura”. Esta señora de vida acomodada, de marido e hijos profesionales, entrara de casualidad a otro mundo. Un cura amigo le pide que cuide a un joven herido, un delincuente, que pronto descubrirá que es un militante, “una manzana roja”. Para la protagonista será caminar en un campo minado, en territorios desconocidos, practicar una dramática doble vida, donde se cuelan persecuciones, los cadáveres, el tiempo más violento y dictatorial. La directora, Manuela Martelli, en su primer largometraje ( es también una muy conocida actriz) acierta en redondear una tensión permanente entre los dos mundos de la protagonista, en el clima de peligro y suspenso, pero también en una cuidadosa visión de la realidad. Cuenta con una actriz perfecta para el rol, Aline Kuppenheim , realiza una compleja y pensada elaboración visual, y acierta en la visión y la acción de una mujer valiente.
Como su título lo anuncia, la película transcurre en 1976, en Chile. La protagonista de la historia, Carmen, viaja a la playa para supervisar la remodelación de su casa. Su marido, sus hijos y sus nietos van y vienen en las vacaciones de invierno. Cuando el sacerdote de su familia le pide que cuide a un joven que está alojando en secreto, Carmen sabe que está arriesgándose. El joven es un perseguido y ocultarlo puede tener un precio, ya sea por motivos legales o por motivos políticos. Su mundo se dará vuelta de un momento a otro al decidir que su espíritu cristiano anteponga la solidaridad a la seguridad. Es difícil hacer películas sobre las dictaduras latinoamericanas, en este caso la chilena, sin caer en lugares comunes o la rutina de una temática que el cine ha explotado y explota en repetidas ocasiones. No hay un límite para esta clase de realizaciones, mientras los espectadores quieran seguir viéndolas y los artistas quieran seguir filmándolas, se podrán seguir haciendo. Sobre que los espectadores quieran seguir viéndolas son más las excepciones que la mayoría. Fuera de los festivales, una entre muchas despierta interés, la mayoría es un asunto entre el cineasta y sus financistas. En el caso de 1976 la original viene por la estética. Mientras que en todo lo demás es un montón de cosas ya muy vistas, en lo estético la búsqueda del artificio la hace verse como una película clásica, incluso previa a la época donde está ambientada. Eso sí, no toda la película es tan cuidada, solo algunas escenas. Quien no esté interesado de forma exhaustiva en esta clase de narraciones, no encontrará nada nuevo para ver. Lo que diferencia a este título del resto no es suficiente para considerarla un exponente relevante del género cine sobre dictaduras.
UNA MUJER Y UN CONTEXTO Suerte de viaje ideológico de un sujeto pasivo, descripción de un contexto repleto de silencios y miedos interiores y sutil mirada sobre una sociedad que en buena parte disfruta de su tercer año golpista, la opera prima de Manuela Martelli (actriz de renombre acá y en su país de origen) manifiesta un determinado estado de las cosas con un punto de vista declaradamente unívoco. Carmen (gran trabajo actoral de Aline Küppenheim) representa a la alta burguesía chilena pero sin voz ni voto en conversaciones con íntimos o no tanto cuando se refiere a ese estado de las cosas. El accionar criminal de la dictadura pinochetista (cívica, militar, económica) permanece en un espacio en off como se expresa en la primera escena de la película: algo ocurrió pero no se sabe qué fue, ya está, no se observa en el plano. Desde ahí Carmen observará y luego tomará decisiones, a su manera, claro, como si de a poco armara su propio rompecabezas ideológico, qué es aquello que sucede a su alrededor y cómo de ahí en adelante se desarrollarán sus relaciones privadas: con el padre, el esposo, en un almuerzo, en una fiesta. Ahí Carmen desovilla su identidad, su actualidad fluctuante, más aun, cuando deba ocultar a un joven supuestamente militante y opositor al régimen imperante. 1976 es un viaje hacia el interior de un personaje que descubre acontecimientos y hechos impensados para ella: el rol que ocupó la iglesia contra la dictadura, el papel que jugaron los medios (en la película constantemente se observan televisores encendidos anoticiando informaciones sobre el régimen), la rabiosa colaboración de las capas altas de la sociedad chilena con las autoridades, en especial, en esas conversaciones que se ven interrumpidas cuando se intenta hablar de política. La directora Martelli nunca recurre a la información abundante sobre ese estado de las cosas. Retacea explicaciones, descarta escenas de alto impacto ideológico, elabora una narración donde ese sujeto actuante, pasivo en principio, activa su mirada a medida que descubre hechos y acontecimientos. En esas caminatas de Carmen, siempre cigarrillo en mano, la película decide modificar a su personaje central, adentrándose en los bordes del infierno, en la periferia de una dictadura que silencia voces u obliga a hablar en forma tenue y hasta temerosa. Un buen ejercicio comparativo podría establecerse entre 1976 y La historia oficial de Luis Puenzo. Dos miradas, dos mujeres, dos paisajes criminales, dos tomas de conciencia. ¿Opuestas o complementarias? ¿Qué conecta o separa a Carmen y Alicia, la profesora de literatura del oscarizado film local? Creo entender que lo esencial es la forma en que se transmite el discurso, por extensión, la manera en que se construye la puesta en escena. Desde allí podría sugerirse que entre ambas películas subyacen más diferencias que similitudes. Y en algunos tramos, de acuerdo al devenir de los relatos, esas distinciones terminan resultando amplias y concluyentes.
TODO SE TIÑE DE ROJO 1976 es una película sobre la dictadura, sobre la de Augusto Pinochet en Chile, o mejor dicho sobre los bordes, sobre aquellos sectores de la sociedad que no se auto-percibían como parte del asunto. Claro, esos bordes siempre eran alcanzados de una u otra manera, ya sea por la violencia física y directa, o por la violencia psicológica e intangible, aunque perdurable en el tiempo. La protagonista es Carmen, una mujer que viaja a la casa de descanso de la familia para supervisar las tareas de remodelación que allí se llevan adelante, sin pensar que el viaje la llevará a lugares insospechados: a partir de la injerencia de un cura, y debido a que en el pasado trabajó como asistente de la Cruz Roja, Carmen terminará asistiendo a un joven malherido, integrante de alguna facción subversiva, que el párroco está alojando en secreto. La vida de la protagonista, por tanto, se irá tiñendo como la pintura que compra en el comienzo o como la secuencia de títulos que juega con esa misma idea. Un parsimonioso avance del rojo sobre el blanco, de la violencia sobre la placidez de una clase chilena acomodada que mira todo con desdén y distancia. La puesta en escena de la directora Manuela Martelli juega incluso con esa idea; 1976 es un relato que comienza casi en un tono trivial, aunque el clima ominoso se respira inmediatamente desde el fuera de campo, con diálogos y situaciones que suponen una instancia de descanso y placer. Pero se va volviendo más complejo, y el riesgo para la protagonista se vuelve real, a medida que avanza, lo mismo que la música de Mariá Portugal, un poco machacona y demasiado presente tal vez, pero que aporta en definitiva a la generación de climas. Un acierto de Martelli es que lo climático no supone una construcción psicológica, sino más bien algo vivido y físico: Carmen lleva adelante su acción a espaldas de su familia, como consciente de que está realizando algo prohibido (su marido, de hecho, se codea con sectores sociales cercanos ideológicamente a la dictadura), pero motivada por algo cercano a lo vocacional, a lo humanitario. A un criterio, si se quiere, de absoluta coherencia ética. Esa virtud es la que corre a la película de la toma de posición respecto de una idea. Es decir, sabemos que la dictadura es mala, pero la película esquiva las definiciones simplificadas, los diálogos inflamados y el tono panfletario. Eso tiene que ver, claro, con la elección de personajes que llevan adelante sus acciones desde una convicción que por momentos parece doblegarse, tanto en el caso de Carmen como en el caso del sacerdote. Eso no impide que 1976 caiga reiteradamente en algunos lugares comunes del cine ambientado en los años de las dictaduras sudamericanas, como por ejemplo la maniquea construcción de clases sociales y su relación con los gobiernos de facto. Es la presencia de Carmen la que vuelve todo más complejo, incluso la actuación de Aline Küppenheim que construye a su criatura desde un heroísmo asordinado y trágico que la vuelven un enigma para el espectador. Así, la protagonista no termina siendo ni la señora de clase acomodada que se sorprende por lo que ve, ni la señora de clase acomodada que adquiere una repentina conciencia. Dos arquetipos habituales de este tipo de producciones, que saludablemente 1976 elige eludir.
Uno de los años más crudos de la dictadura chilena titula a la ópera prima en la pantalla grande de la actriz y realizadora Manuela Martelli. El gen de una historia familiar se traslada a la ficción, para esta nominada a Mejor Película Iberoamericana en los Premios Goya, y también participante competidora del 26° Festival de Lima. La coproducción argentino chilena visibiliza el trauma latente de dictaduras cuyas heridas abiertas hermanan a ambos países, a un lado y otro de la Cordillera. Durante los años ’70, Chile se encuentra hundida bajo el oscuro mandato de facto de Augusto Pinochet, sumiéndose en un toque de queda que se prolongará por décadas. Una detallada puesta en escena presta atención a lo simbólico en cada plano, en pos de resaltar lo paradójico de un tiempo atravesado por el dolor. “1976” describe la complejidad que anida en un estancamiento político, social y cultural. El rimo y movimiento de la cámara, el manejo de tiempos y recursos técnicos, así como la música incidental, se convierten en herramientas valiosas que recrean, con detenimiento, tan amargas sensaciones. Con ideas claras, la directora indaga en la memoria de un pueblo, porque lo ambiguo y resbaladizo de la moral conoce lo que ocurre alrededor: gran parte de la sociedad hace oídos sordos; cómplices de instituciones que espejan la peor de las condenas. Porque ‘el no querer ver’ (o no elegir ver) encarna de lleno en nuestra idiosincrasia. En las calles se palpa la paranoia circundante que instala una suerte de relación interpersonal, desde la desconfianza que inscribe un carácter colectivo hasta modelar y perdurar en el individuo social de la actualidad. Porque aún quedan daños por sanar. Semejante panorama turbulento, previamente llevado al cine por una obra más que loable como “Machuca” (2004), ejemplifica la búsqueda de la industria trasandina por revisar hechos históricos. Heredera de la calidad de films de exponentes locales notables como Sebastián Lelio y Pablo Larrain, “1976” remueve con contundencia siniestros mecanismos y cimientos sociales. La violencia, implícita o explícita, se impregna en una porción social putrefacta. De modo sugerente, la naturaleza delatora a veces se resuelve en off, describiendo el accionar de aquellos ocultos tras las máscaras: parásitos de la patria arraigados dentro de una estructura dividida y contaminada desde su propio centro. Con valentía, no teme el film causar incomodidad a la hora de denunciar. Indagando en la humanidad de sus personajes, entabla un diálogo constructivo, con miras a comprender el presente, porque sabe que no hay provenir próspero posible sin mejorar el pasado que nos trajo hasta aquí.