En la resistencia de una familia, que tiene por sabido la desaparición de su lugar de trabajo y supervivencia, se construye un fresco sobre la vida de aquellos que han dedicado gran parte de su vida a la perpetuidad de tradiciones que saben que inevitablemente desaparecerán, a pesar de los esfuerzos.
Es el retrato de un grupo familiar signado por altibajos emocionales y contratiempos en una localidad rural de Cataluña. Con un ritmo y una sensibilidad que la vuelven física y comunicativa, recorre las situaciones que atraviesan los distintos integrantes de la familia, amenazada por el riesgo de no poder continuar trabajando en su granja debido a que el heredero del terreno desea abandonar el cultivo de duraznos y poner paneles solares. Si bien maniobra algunos tópicos muy frecuentados por el cine (los chicos envueltos en travesuras y disfraces, el abuelo entonando enternecido una vieja canción), abre zonas de conflicto sin caer en el patetismo o la crueldad, con chispazos musicales y la vitalidad que se desprende del ámbito natural donde transcurre. Detrás de la cámara inquieta, en busca de gestos y reacciones, se advierte una directora sagaz.
En 2017 la directora Carla Simón apareció en nuestro radar luego de haber debutado con su película «Verano, 1993», la cual fue seleccionada para representar a España en los Oscars. El film ahondaba en la pérdida y el duelo desde la mirada de una niña que debía adaptarse a una nueva familia. Y no es casualidad que su nueva obra esté corriendo la misma suerte, recibiendo críticas positivas en cada festival en el que se presentó el año pasado, desde el de Berlín hasta el Festival de Cine de Mar del Plata. Es una muestra más de la pericia de la directora para contar historias reales y sentidas. Con «Alcarrás» la directora retoma su interés sobre los vínculos familiares para contar la historia de una familia que vive del cultivo del durazno. Sin embargo, al haber adquirido esas tierras simplemente de palabra y no tener ningún contrato es obligada a abandonar su hogar cuando finalice la cosecha. Los diferentes puntos de vista sobre el tema, la tensa relación entre los miembros del clan y el inminente desalojo servirán como punto de partida para un drama familiar más que satisfactorio y honesto. Es así como se va a ahondar en el arraigo, las relaciones de sangre, la mirada del otro, la necesidad de satisfacer a los padres, el volver a empezar, entre otras cuestiones, a partir de una historia universal contada desde distintos puntos de vista. Si bien es un drama por todas las situaciones que tienen que atravesar los protagonistas, el humor está presente en gran parte del film, desde el comportamiento de los más pequeños hasta la reacción de los adultos. Esto permite que, como todo en la vida, obtengamos momentos agridulces. La película presenta una gran cantidad de personajes, pero lejos de generar confusión o no darle a todos el mismo tratamiento, se toma el tiempo para construir subtramas interesantes y equilibradas. Tenemos la mirada de los jóvenes, con una mentalidad más abierta y con problemas propios del crecimiento; los más pequeños que toman todo como un juego y muchas veces no saben la magnitud de lo que dicen; los tíos que están dispuestos a seguir otros rumbos y adaptarse a la situación actual; y los más reacios que no consiguen superar el conflicto y están empecinados en continuar en el lugar. El elenco está muy bien seleccionado, haciéndonos creer que se trata de una verdadera familia, con sus discusiones cotidianas y sus momentos de ocio. Además, los actores hacen un buen trabajo para componer a sus personajes. Son muy naturales y tienen buena química entre sí. Sin dudas el terreno en donde viven y cultivan es fundamental para que la historia se desarrolle. Es el principal foco de conflicto pero también donde están los recuerdos y momentos familiares. Además, permite generar una crítica entre la agricultura y la industria, el avance de la tecnología y la puja entre los que cultivan y los terratenientes. Todo está apañado por un aire nostálgico presente en cada escena. En síntesis, «Alcarrás» es una de esas historias particulares pero que en algún punto todos nos podemos sentir identificados, por los vínculos familiares, los conflictos y el amor. Un drama con tintes de comedia que nunca deja caer a la trama en golpes bajos, y que además presenta un gran desarrollo de personajes y un elenco que los lleva a buen puerto.
Este segundo filme de la directora de la sorprendente “Verano 93”, vuelve con una historia que se siente semi autobiográfica, otra vez aunque en menor medida, los niños son los elegidos para impulsar el relato. Todo transcurre en el pueblo que da titulo al filme, cerca de Barcelona El filme abre con tres niños jugando en un auto abandonado, cual si fuera una nave espacial, Iris (Ainet Jounou) y sus dos primos gemelos Pere y Pau (Joel e Isaac Rovira), son desalojados del lugar por una topadora que da cuenta de los eventos que se sucederán. La familia Sole lleva cuatro generaciones trabajando la plantación, lo que fue un arreglo de palabra entre el bisabuelo de Iris y el terrateniente en ese momento el jefe del clan Pinyol. No fue gratuito, fue
La película veraniega que incluyen a la familia como unidad son siempre muy palpables, cálidas y reconfortantes. ¿Por qué prácticamente en todos los viajes en familia siempre hay peleas? Bueno, básicamente porque así son los viajes en familias. Alcarràs de Carla Simón, ganadora del Oso de Oro en Berlín, no transcurre precisamente durante unas vacaciones, pero si transita un viaje hacia el final de una etapa. Solo queda esperar que del otro lado no falten los duraznos. La vida del Clan Solé, una pequeña familia rural que cosecha duraznos en Cataluña, está por cambiar. Los verdaderos dueños de las tierras decidieron modernizar el negocio e instalar paneles solares, solo que para hacer eso hay que destruir el huerto. Sin mucho que poder hacer para cambiar esta historia, Quimet (Jordi Pujol Dolcet) terco y amargado pelea con las pocas armas que tiene, mientras su familia lidia con muchas cosas. El retrato de Carla Simón logra entrelazar los elementos de la vida de familia, la tradición agrícola y más importante, el pasado y futuro. «Estamos en guerra», grita la pequeña y adorable Iris (Ainet Jounou), mientras juega con sus primos. Es eso mismo. Los comportamientos y tradiciones del antes están en peligro. La palabra no vale, se necesitan contratos firmados. Lo orgánico no es suficiente, hay que producir con fertilizantes. Ya no se vive en el campo, hay que mudarse a la ciudad. Esta familia ve llegar de a poco todo lo que amenaza su forma de vida. También están los que quieren ver hacia el futuro como el cuñado y la hermana de Quimet, pero son tratados de traidores. O los que no tienen fuerzas para pelear más, como el gran abuelo de la familia. Incluso el mismo Quimet sabe que no hay mucho más que hacer, por eso insiste en que su hijo estudie. Simón a través de esta simple historia logra capturar el sentido de familia, pero sin intervenir. Hay algo de neorrealismo en el film. Como testigo recoge los hermosos paisajes, el sudor del trabajo o juegos infantiles, la imaginación de los chicos, la rabia de la adolescencia, la mirada perdida de aquel que perdió, el baile frenético del que busca respuestas, el dulce de las frutas y la contemplación de un mundo que ya no es. A destacar como inicia y termina Alcarràs. Al principio vemos a los pequeños chicos jugando en un carro hasta que una máquina de construcción llega y se lleva al carro. Como si se tratara de un virus, el último plano (uno de los mejores de este año) es otra maquina devorando los huertos mientras ellos juegan como si no pasara nada. Todo el film resumido allí. Ahora si me disculpan, necesito urgentemente conseguir algunos duraznos, sepan entender.
Es innegable que a lo largo de la última década, el cine español ha tenido una cosecha abundante de títulos cuyas historias se han movido por latitudes, estaciones y edades muy similares. De tal modo que las ya conocidas como “películas de verano en el pueblo” podrían considerarse como un género fílmico en sí mismo: Ojos negros, de Marta Lallana, Ivet Castelo, Iván Alarcón y Sandra García; La vida sense la Sara Amat, de Laura Jou; Les Perseides, de Alberto Dexeus y Ànnia Gabarró; Libertad, de Clara Roquet; La inocencia, de Lucía Alemany, incluso algunos tramos de Las niñas, de Pilar Palomero, y por supuesto, Estiu 1993 / Verano 1993, de la propia Carla Simón. Estamos ante films bañados en el calor veraniego intenso y en el sudor que producen los juegos infantiles; narraciones marcadas por momentos observacionales dilatados en el tiempo. Por todo esto, y por el deseo compartido de operar con la cámara a través de la mimetización de la mirada de las jóvenes protagonistas; niñas o adolescentes cuyos procederes y cuya manera de encajar sus propias vivencias canalizan las tesis de un texto focalizado en el abordaje de un gran tema. La pérdida de un ser querido, el primer enamoramiento, el dejar atrás la niñez (en un contexto de educación y culpabilidad cristiana) o las diferencias entre clases sociales resultan cruciales en la construcción de relaciones de amistad inevitablemente marcadas por el sentido de propiedad… Lo mismo sucede con el nuevo trabajo de Carla Simón, a quien hay que mirar como una de las autoras clave en la eclosión de dicha corriente. Alcarràs nos sitúa en la población del título, un núcleo rural cerca de Lleida, la capital de la provincia. La película abre con una serie de planos generales de los caminos de tierra y los cultivos que allí articulan la vida. Tomas iluminadas y escuchadas de forma natural: calentadas suavemente con la luz anaranjada del Sol, pero también refrescadas con un viento que mece suavemente esa vegetación domesticada. Un paisaje que transmite paz, pues todo en él parece estar en equilibrio, pero -como descubriremos a continuación- a poco que se escarbe en esta tierra saldrán las tensiones que fluyen por debajo, cual lagos de aguas subterráneas. De repente, la calma se va al traste: una niña juega con sus dos primos. Ninguno de los ahí presentes debe alcanzar los diez años de edad y, claro, se relacionan con el mundo (y entre ellos) con el ruidoso éxtasis de quienes todavía sienten como un descubrimiento increíble todo lo que ven y oyen. Y, por supuesto, todo lo que se imaginan. Los tres pequeños han encontrado un coche abandonado en medio del campo, tan viejo que en su cristal trasero ya casi se han desteñido del todo sus pegatinas decorativas: un nostálgico recuerdo de los “Tazos”, aquellos coleccionables que monopolizaron las competencias estudiantiles en los recreos de España, allá por la década de los '90. El caso es que, gracias a la incontenible energía de estos personajes, el vehículo destartalado se ha convertido en una magnífica nave espacial que surca los confines del universo. El único efecto especial utilizado para que esta aventura fantástica cobre vida es el de los saltos y gritos de los niños. La cámara de Carla Simón se contagia de su fuerza cinética y parece que se debate entre el mirar y el participar en dicho juego… hasta que un desagradable estruendo ahoga las voces de los intrépidos cosmonautas. Una grúa entra en escena y agarra con fuerza el coche, y lo hace “volar”… para despejar el terreno que estaba ocupando; una explanada que muy pronto será ocupada por paneles solares. Ahí está ese gran tema: la muerte del medio rural; de un modo de vida en el que antes se cultivaba la tierra y ahora se almacena la luz del Sol. Es el eterno conflicto entre el ayer y el hoy, un combate desigual cuyo resultado se conoce de antemano; lo que está por verse es hasta qué punto se podrá prorrogar lo improrrogable. Alcarràs es por ello una película cuyo relato fija un marco “macro”, pero la escala desde la que trabaja es “micro” hasta el punto en que tras dos horas de metraje se puede hacer el recuento y llegar a la conclusión de que los planos paisajísticos de apertura seguramente sean los únicos momentos en los que no hemos estado en compañía de alguno de los protagonistas de esta historia. Estos son los miembros de la familia Solé, tres generaciones de un árbol genealógico que ha echado raíces en una finca que, en principio, no les pertenece. El campo donde trabajan fue una cesión que una familia adinerada concedió al abuelo en tiempos de la Guerra Civil. Un “contrato de palabra” que evidentemente no consta por escrito, y que consecuentemente está a punto de ser llevado por el viento; por los inamovibles designios del destino. Queda solo una cosecha, una más, la última, antes de que el mundo imponga una lógica contra la que no se puede luchar, porque contra ella, como se ha dicho, no hay victoria posible: “Trabajar menos, ganar más”. Dulces promesas traídas por nuevos modelos económicos y energéticos; a lo mejor, la única salida digna de la ecuación irresoluble en la que se ha convertido la agricultura en determinados territorios. Pero, claro, nada ni nadie puede maquillar esta espantosa evidencia: la salvación es el fin. Carla Simón se asienta en mecanismos reconocibles de ese cine de “veranos en el pueblo”, pero contraviene algunos de sus principales mandamientos. La cámara ya no está de paso, sino que se instala en dicho ecosistema y allí salta constantemente de un punto de vista al otro. Empieza la campaña de recogida de duraznos y la familia Solé, junto a un grupo de temporeros, se pone manos a la obra. Carla Simón sigue con atención detallista cada uno de los pequeños procesos que marcan este gran ritual de la tierra, incidiendo en la dureza del trabajo en el campo, pero distendiéndose también en los momentos de respiro que este permite. Del mismo modo, los niños siguen en lo suyo, trasteando entre los árboles y, cuando toca, quedándose hipnotizados ante el cuento que narra una tía-abuela. Esta suerte de arca memorística del pueblo recuerda a la gente que se fue y a la que todavía está ahí, y la cámara sigue moviéndose, contemplando cestas rebosantes de frutos y manos perdiéndose entre las hojas. El montaje de sonido, lógicamente naturalista, modula la intensidad en la voz de la “tieta”, dependiendo de la distancia a la que se encuentre, respecto al punto de observación. Su voz nos lleva a los ojos del abuelo, el “avi”, quien parece que va a hablar, pero no, de momento prefiere seguir mirando. Cuando finalmente abre la boca, es para que su nieta se queje cariñosamente: “¡Avi, esta historia ya me la contaste!”. Pero no importa, él la vuelve a contar y ella, encantada, la vuelve a escuchar. En la mayor parte de tiempo, Alcarràs se comporta exactamente así: como esa batallita, ese olor, ese sabor y esa sensación que ya experimentaste, pero a la que podrías volver siempre, en cualquier momento, hasta quedarte a vivir allí. El seguimiento generacionalmente transversal que propone su narración se descubre como una especie de río de estímulos filo-proustianos: las brasas para cocinar “cargols”, las tardes somnolientas ante la tele, los labios del padre deformándose para beber vino de un porrón... ¡formidable espectáculo! Conexiones directas con este pasado que está quedando enterrado, pero también con un presente que no ve por qué debería quedarse anclado en la melancolía. Un tema popular, cantado en un catalán difícilmente comprensible para la gente de ciudad, deja paso a una versión del Ton pare no té nas, interpretada por un coro episcopal; después, el sonido infernal de las grallas entona aquel mítico tema de la Companyia Elèctrica Dharma, y luego vemos a unas chicas ensayando una coreografía reguetonera, hasta que cae la noche y el ska dels països catalans suena con fuerza en la plaza del pueblo… hasta que ya solo quedan los pocos valientes que, con los golpes atronadores de fondo de greatest hits del tecno, aguantarán en pie, esperando la llegada de un nuevo día con los lentes de sol ya puestos. Los ritmos y las líricas de la vida a través de música diegética, la que está realmente en una escena coherentemente poblada por actores que no lo son. Gente “de verdad”, lo dice su cara y su manera de hablar, y la manera con la que se relacionan entre ellos. Aquel de ahí, por ejemplo, no es Sergi López sino Jordi Pujol Dolcet, que no queda claro si está interpretando el rol del pater familias o si se limita a continuar en el rodaje con la vida que lleva fuera de él. Alcarràs es una ficción, no hay duda, pero casi siempre se mueve como un documental de Franco Piavoli, el maestro eternamente instalado en la arcadia rural. El set como ecosistema autónomo; de hecho, parece que cada escena esté pensada solo al principio; que a partir de un punto de partida pactado adquiera vida propia y se mueva con la misma libertad que aquellos niños en el “coche-espacial”. Carla Simón y la sublimación de la mirada omnipresente, pero para nada omnipotente. Está en todos lados, pero igualmente se le pierden conversaciones y decisiones importantes: su actitud no-intervencionista late en la manera en que la película se deja desbordar por la vida que la rodea, sin nunca tratar de situarse por encima de ella. La altura de la cámara la marca el personaje; el momento por el que este pasa. Del mismo modo, el guion firmado junto a Arnau Vilaró está llevado por el convencimiento de que nada es definitivo y de que, hagamos lo que hagamos, la vida va a seguir. Para bien y para mal. Por todo esto, ningún personaje recibe la condena de sus creadores, ni tampoco la alabanza desproporcionada. Todos cuentan, esto sí, con su cariño. No es naïf y, desde luego, tampoco es fatalista; son las emisiones humanistas de esa energía que tanto reconforta, la que solo puede encontrarse en una familia cuyos miembros se quieren. El paraíso es esto.
Si Verano 1993 suponía la presentación del talento y la mirada de la catalana Carla Simón, Alcarràs la confirma como una de las directoras más importantes del cine español de la actualidad. Lúcida, audaz y profundamente emotiva, su película ahonda sobre la memoria de un país y su tierra a partir de personajes aferrados a sus raíces y al mismo tiempo tratando de trascender, y discute ese legado a la luz del presente, esquivando la tentación fácil de la nostalgia. Alcarràs es un salto hacia adelante en su universo, supone la madurez de una voz que ya asomaba con fuerza en su ópera prima, y resulta una película que expande la tradición realista del cine ibérico con una pulsión poética original. La familia Solé habita en las afueras del pequeño pueblo de Alcarràs, dedicada a la agricultura y la recolección de frutas. Han llegado los cálidos aires del verano y los duraznos ya caen maduros de los árboles. Las voces superpuestas pueblan el lugar pero la que asoma con fuerza es la de Iris (Ainet Jounou), una niña atenta e imaginativa que juega en el campo con sus primos. En el frondoso mundo de sus creaciones, un viejo Citroën abandonado oficia de nave espacial, o de improvisado trasbordador hacia sus aventuras. Pero para sorpresa de los niños, una enorme grúa levanta su codiciado vehículo y se lo lleva junto con sus horas de juego. La intempestiva desaparición del inmenso juguete y la voz de alerta de Iris anuncian la llegada de un inminente cambio: el final de una promesa que unía a los Solé con los dueños de la tierra y el arribo de la última recolección. Agricultores devenidos en cuidadores de paneles solares, dispuestos en esa tierra ahora concebida como depósito de un nuevo negocio rentable. Lo que filma Simón no es tanto la ominosa presencia de los dictados capitalistas, sino la erosión interna que sobreviene en la familia ante ese cambio; el hermano mayor que quiere sostener el legado de su padre, la hermana y su familia que prueban otros horizontes, los chicos y los viejos que intentan comprender un mundo que escapa a su voluntad y sus deseos. Mientras tanto, los rituales del pueblo tiñen de colores esa inminente tristeza, revelan la convivencia de lo ancestral y lo moderno, una Cataluña vital y contradictoria. La cámara se acerca con firmeza a las texturas de ese universo, consiguiendo una poética atípica para el cine español, quizás heredada de los tiempos breves de Víctor Erice, de un ánimo más meditado que el feroz de aquella Escuela de Barcelona con Vicente Aranda y Bigas Luna a la cabeza. Simón se apropia de lo autobiográfico sin ninguna ingenuidad, lo recrea con temple y pasión, lo magnifica con única intuición. Y Alcarràs descubre increíbles personajes, no solo Iris y sus primos –los mellizos con los que comparte travesuras– sino el extraordinario Quimet de Jordi Pujol Dorcet, hermético y testarudo, quien intenta sostener esa familia sobre sus espaldas, silenciar sus miedos, llorar en soledad sus pérdidas. En su aspereza, Quimet batalla lo inevitable con una rebeldía bienvenida. La tierra que lo sostiene es la misma que Simón delinea como suelo de batallas todavía no saldadas. Allí, en ese verde fértil, se fija su mirada; allí se engrandece su película.
Aquello de pinta tu aldea y pintarás el mundo pudo haber sido dicho por León Tolstoi, pero la catalana Carla Simón apela en Alcarràs al relato coral familiar para contar un drama social bien profundo. En la primera escena de la película, los chicos más pequeños están jugando en un auto abandonado, en medio del campo. Y pronto verán cómo alguien, montado a una grúa, les arrebatará su "juguete", allí, en plena huerta. Es el primero de muchos porrazos que se pegará, de allí en más, la familia Solé. Ambientada en esa localidad de Cataluña, los Solé vienen cultivando la tierra desde hace 80 años. Básicamente, duraznos. El presente no es auspicioso: les pagan centavos de euros por su mercancía, pero lo que es peor, al morir el dueño de la finca, el heredero decide vender esos terrenos. Y como Rogelio (Josep Abad), el pater familiae, no tiene ni un solo papel que testimonie que esas tierras son suyas, están a punto de perderlo todo. Simón, quien obtuvo el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Cine de Berlín el año pasado, como decíamos al comienzo, se preocupa por retratar lo personal de cada integrante de la familia para saltar a lo colectivo. Muestra a los Solé, con el obstinado Quimet (Jordi Pujol Dolcet) a la cabeza, en sus tareas cotidianas. El riego, la cosecha, las comidas grupales, la mesa grande cuando llegan hermanos, los juegos imaginarios de los chicos, las fiestas en el pueblo, las salidas nocturnas de los hijos adolescentes... Y, también, las rispideces originadas por el hecho que precipitará la última cosecha. No todos ven las cosas de la misma manera que Quimet, ni los mayores ni sus hijos adolescentes. Cuando llegue el final del verano, deberán marcharse. Sensibilidad Simón retrata lo personal para transformarlo en colectivo. Utiliza mucha cámara en mano y no le tiene miedo a mostrar la sensibilidad, a veces exacerbada, de sus protagonistas. Por supuesto que hay mucho de Neorrealismo en el filme, y un apego a las tradiciones y costumbres bien arraigado. La película está inspirada en la familia de la propia guionista y directora. Y Alcarràs sigue a la que fue su opera prima, igualmente autobiográfica, Verano 1993. Si se enfrentan al desalojo es porque el abuelo, un tipo afable, querendón con sus nietos -como la directora se preocupa por mostrar cada vez que Rogelio aparece en la pantalla- nunca se quejó de los terratenientes, tanto como nunca obtuvo un contrato firmado. El hecho de que los dueños de la tierra hayan sido protegidos por los Solé cuando los fascistas los perseguían no modifica el presente. Eran épocas en las que un apretón de manos bastaba. Ahora los propietarios planean talar los árboles frutales e instalar paneles solares. Modernidad y tradición, solidaridad y despreocupación en medio del capitalismo, Alcarràs conmueve en buena ley.
Las primeras imágenes que abren el film muestran enormes espacios librados por la naturaleza, escenarios extensos del campo de un pueblo de Cataluña, que lleva el mismo nombre del film, en los que predomina el verde que ofrecen los árboles y la hierba, junto al celeste del cielo y el color pardo de la tierra. A continuación, la cámara olvida la belleza del paisaje para exponer de inmediato a un auto abandonado, allí una niña llamada Iris (Ainet Jounou) y sus primos gemelos, hijos de una familia cultivadora de duraznos, se divierten fantaseando aventuras. Un viaje imaginario que será interrumpido cuando el ruido feroz de la garra de una excavadora rompa el hechizo asustando a los niños, quienes saldrán corriendo en busca de sus padres.
En su segundo largometraje como realizadora, Carla Simón regresa a un escenario que ya le resulta familiar: la Cataluña rural y los vínculos familiares que ya trabajara maravillosamente en Estiu 1993. En esta ocasión, Simón cuenta con una desventaja: ya no está la sorpresa de aquella primera película, está sola con su talento y eso la pone en el arduo desafío de empatarle a su opera prima o, en el mejor de los casos, expandir y profundizar aquel universo suyo, lleno de calidez y detalles. Es algo que logra parcialmente. Alcarràs reconfirma el talento de la realizadora a la hora de retratar la infancia (consiguiendo, nuevamente, actuaciones extraordinariamente naturalistas de sus pequeños intérpretes), a la vez que procura adentrarse de una manera más abiertamente política en el universo de los personajes adultos. Sí, Estiu 1993 también era (discretamente, solapadamente) política, pero en esta ocasión la lucha de los trabajadores de la tierra contra los usureros empresariales amenaza con arruinar para siempre aquella cosmogonía familiar. Por momentos, Alcarràs es dos películas: una es una saga familiar más ambiciosa en la que tres generaciones se reparten el trabajo con la tierra para intentar salvar su patrimonio, y además está la otra, el anecdotario, la película pequeña de detalles significativos que a la directora tan bien le sale. El problema ocurre cuando la segunda empieza a parecer el subterfugio de la primera, un lugar seguro al cual recurrir cuando el conflicto (más clásico, más nítido, acaso más convencional) no permite sostener, o no alcanza, o amenaza con caer en territorio remanido. A pesar de todo, hay algo en la voz de Carla Simón que a todo le otorga a todo una especificidad, una hondura que termina de construirse con ese final que es un golpe al corazón. Un golpe más seco, más moderado, más amargo también, que el de aquella primera película tan buena. De Alcarràs puede decirse lo mejor cuando hablamos de una segunda película: Carla Simón está buscando.
"Alcarràs": una España rural casi al margen del tiempo Lo que el film añora es un mundo que parece en vías de extinción, una realidad y una lógica ancladas en el siglo XX, pero destinadas a sucumbir frente al arrollador avance de la cultura global. Elegida por España como precandidata al Oscar a Mejor Película Internacional (aunque luego no pasó ni el primer corte, quedando fuera de la short list de 15 títulos previa al anuncio de las cinco nominadas), Alcarràs llega a las salas locales con buenos antecedentes. Por un lado están los de su directora, Carla Simón, cuya opera prima, Verano 1993, fue una de las sorpresas de 2017, una de las mejores películas estrenadas ese año. Por el otro, los de la propia película, la segunda de esta cineasta catalana, que hace exactamente un año se alzó con el Oso de Oro en la Berlinale y cosechó 11 nominaciones en los Goya, aunque al final no se llevó ninguno. Los puntos de contacto entre las dos películas no son pocos, tanto que podrían formar parte de una misma saga. Ambas transcurren en una España rural casi al margen del tiempo, están narradas con un ritmo que respeta la cadencia de la vida en esos espacios, fueron fotografiadas con una luz anaranjada mágica y crepuscular, y la mirada infantil es fundamental a la hora de darle forma al relato. Pero si esto último constituía el núcleo de Verano 1993, en Alcarràs es apenas una de varias líneas que se entrelazan para contar una historia organizada a partir del modelo coral. De esta forma se cuenta la vida de una familia que vive de la cosecha del durazno y que está a punto de perder sus tierras, cuya propiedad dependía de un endeble y arcaico acuerdo de palabra entre el patriarca y un viejo amigo que acaba de fallecer. Como el trabajo anterior de Simón, Alcarràs también está cargada de nostalgia. Solo que si en Verano 1993 lo que se extrañaba era un lugar y un tiempo específico vinculados a la idea de la niñez, acá lo que se añora es algo más complejo: un mundo que parece en vías de extinción. Una realidad y una lógica ancladas en el siglo XX, pero destinadas a sucumbir, ahora sí, frente al arrollador avance de la cultura global. Una puja que en términos tecnológicos puede reducirse a lo analógico versus lo digital, pero que en su dimensión más humana implica una nueva forma de vincularse con el mundo, menos física, menos concreta, menos “humana”. Que la historia transcurra en la España profunda, que en muchos aspectos parece anclada en una burbuja temporal previa a la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX, hace que ese choque se perciba todavía más brutal. Con todo, Alcarràs es una película que de manera sostenida se propone dar en el blanco de las emociones del espectador. Dueño de una ternura y un humor que en muchos momentos logran ser genuinos, el opus dos de Simón sin embargo se acaba percibiendo como un modelo para armar. Un diorama en el que Simón parece haber tomado todo aquello que funcionaba muy bien en su largo previo, para reorganizarlo aquí en busca de obtener el mismo efecto. Y si bien por momentos lo consigue (la catalana se confirma como una extraordinaria directora de niños y adolescentes), nunca logra hacer que se desvanezca del todo esa sensación de estar frente a un montaje emotivo demasiado calculado.
Una ficción de la directora Carla Simón que se muestra como un documental, con actores no profesionales. Es el retrato veraniego y final de un estilo de vida condenado a cambiar. En la población del título un núcleo familiar se enfrenta a un destino desgarrador: durante tres generaciones han cultivado la tierra que solo les pertenece por un acuerdo de palabra nunca llevado al documento. Los herederos del lugar quieren terminar con esa agricultura artesanal que el mundo industrial no respeta y lo piensan arrasar con la tecnología de paneles de energía solar. En esa casa que si les pertenece, donde conviven los abuelos, los hijos ya casados, los nietos de distintas edades, con un estilo de vida encantador, con sus trabajos y sus días, la noticia del final tan temido no provoca una conmoción inmediata. Pero las reacciones particulares no se hacen esperar, revelando secretos y angustias. Pero a la vez, el ritmo de la vida en familia se sostiene, hay conversaciones sobre recetas, chismes de pueblo, injusticias entre hermanos, y la seducción innegable de una forma de vivir de intensidad bucólica, de una convivencia campestre por momentos idílica y envidiable. Todo el detalle de los juegos infantiles, de las vergüenzas preadolescentes, de los bailes en las discotecas, las siestas, la comunicación con una naturaleza pródiga, rezuman naturalidad y vitalidad.
Ganadora del máximo premio en el último Festival de Berlín -aunque apabullada por «As Bestas» en los Goya-, “Alcarrás” llega a las salas locales para apropiarse del término ‘realismo cinematográfico’ con total personalidad. Podríamos traer al presente la frase <No hay principio, ni hay fin, lo único que hay es pasión por la vida>, dicha por el insigne Federico Fellini, quien hiciera del realismo un factor con el cual jugar a piacere. Porque esta es la palabra clave aquí. Realismo cinematográfico que fuera capaz de superar la propia realidad para captar su esencia, en palabras del emérito crítico André Bazin. Por ello, el realismo no significa representar la ‘realidad’ tal cual ‘es’ sino honrar a la acción que sucede en ese espacio, siendo capaz de sustituir la misma por una mimesis que capte a la perfección su esencia. La nueva película de Carla Simón hace todo ello maravillosamente. Hurga en mecanismos de recuerdos, mientras una cámara en mano sosegada se introduce en la intimidad del hogar. Obra con bondad sobre las herramientas del lenguaje cinematográfico. Nos hace formar parte de la propia película y sus espacios, es un acto de cinefilia de lo más puro. La singular “Alcarrás” parte de un anecdotario relato en tierras trabajadas por una familia. Pasan los tiempos y el progreso llega en forma de capitalismo voraz; pareciera querer venir a matar la armonía. En su microcosmos habita un factor común que visita tiempos de la infancia; en gran acierto, Simón extrae pedazos de memoria para trabajar con valentía lo melodramático sin caer en la nostalgia de una época mejor. Allí, la poderosa y bella mirada de la autora consigue una transformación casi alquímica, representando un salto cualitativo gigantesco respecto a su anterior film. Complejizan la mirada múltiples puntos de vista, los cuales, perfectamente retratados, se conjugan en un relato acerca de ‘lo ajeno’ que mantiene indemne la mirada personal y extremadamente natural. Gracias a «Alcarrás», la directora barcelonesa, responsable de “Verano 1993”, pertenece con todos los honores a una nueva generación de directoras, la cual encabeza con total autoridad.
Un segundo último verano para Carla Simón La segunda película de la catalana Carla Simón (“Verano 1993”), que mereció el Oso de Oro en la Berlinale 2022, retrata desde la coralidad la taciturna vida de una familia que, tras casi un siglo de cultivar la tierra, se enfrenta a lo que será la última cosecha. Ambientada en la zona rural de Cataluña, Alcarrás (2022) se centra en la rutinaria vida de una familia que durante más de 80 años se dedicó a la cosecha de melocotones (o duraznos), pero el problema es que ésta actividad dejó de ser rentable, y pese a que transitan la diaria como si hubiera esperanza, todos y todas saben que ese será el último verano. El desahucio es un hecho, aunque nadie hable de ello. Simón es una directora extremadamente inteligente que convierte en grandilocuente lo insignificante. Porque la historia de Alcarrás es sutil, simple, de personajes que se refugian en en su interior y no recurren a las palabras para expresarse. Alcarrás se construye como un álbum de fotos familiares, de momentos perdidos en el tiempo, donde lo que la foto muestra difiere del recuerdo que se tiene de ese instante. Porque un recuerdo es una construcción de cómo se cree que algo sucedió y no lo que en realidad se vivió. Alcarrás, que apela a un relato coral familiar para contar un drama social, se toma su tiempo para en poco menos de dos horas, a través de un naturalismo cercano al neorrealismo, indagar en el interior de cada uno de los integrantes de los Solé. Entre juegos infantiles, largas jornadas laborales, comilonas, fiestas pueblerinas, canciones y salidas nocturnas, Simón retrata lo personal para transformarlo en colectivo. La lucha de unos pocos en la lucha de todos. Porque Alcarrás interpela desde todas las capas que la conforman y es incapaz de generar indiferencia, pero también de juzgar. Con una puesta en escena de mucha cámara en mano, aunque sin marear a los personajes (ni al espectador), Simón logra capturar la vida misma y convertirla en cinematográfica, disolviendo los límites entre quién es observado y quién observa, alcanzando casi un estado simbiótico. Sin metáforas, sin analogías, sin intelectualizaciones innecesarias ni manipulaciones estilísticas. Sólo con inteligencia y la maestría suficiente para contar una historia con simpleza y sencillez. Una historia de la que brotan destellos de enorme belleza.
Durante generaciones la familia Solé cultiva una gran extensión de melocotoneros en Alcarràs, una pequeña localidad rural de Cataluña, en España. Pero este verano, después de décadas cultivando la misma tierra, puede que sea su última cosecha. Con ese punto de partida la directora Carla Simón construye un relato sutil y minucioso que describe la vida cotidiana de esa forma de vida que parece estar llegando a su fin. Se mueve por escenas que parecen triviales pero que resumen en todos los aspectos posibles las reflexiones de la realizadora acerca del mundo, de la familia, de la condición humana en el presente. La película es muy ambiciosa aunque tenga un aspecto muy despojado que juega todo el tiempo con el realismo documental. Se ha comparado este premiado film con las ambiciones estéticas de Víctor Erice. Bueno, eso es demasiado, aunque la película pueda responder más a ese universo que a otros del cine español.