Un colaborador de Philippe Garrel me contó que este filma todo en una sola toma, que pocas veces repite y que jamás mira por un monitor o revisa lo que acaba de rodar. Según afirmaba este viejo amigo del cineasta, Garrel filma con la totalidad de la escena en su imaginación; para él filmar es algo así como una acción de desplegar algo que ya ha sido visto potencialmente y que necesita de una materialización inmediata porque se ha decidido plasmar una visión en una película. Lo extraordinario de L’amant d’un jour es la precisión autónoma de sus planos y sus escenas.
En apenas 75 minutos, el gran realizador francés de “Los amantes regulares” entrega otra pequeña gran joya sobre las dificultades de las relaciones románticas. La película, centrada en la historia de amor entre un profesor y su alumna que se complica cuando la hija de él se muda a vivir con ellos, es uno de los mejores estrenos de los últimos meses. En los últimos años, especialmente, el cine de Philippe Garrel ha empezado a imitar los ritmos y la mecánica de cineastas como Hong Sangsoo o Woody Allen. Por un lado, por la regularidad y velocidad con la que todos ellos filman. Y, por otro, por la continuidad temática y estilística de casi todos sus filmes. Que además sus películas tengan habitualmente a los problemas románticos como tema central es un plus que comparten. Al menos mientras dure esta etapa de su carrera (muchos de sus filmes del Siglo XX son muy distintos), uno ya sabe, al entrar, que se encontrará con variantes de una misma búsqueda temática y estilística que se extiende a lo largo del tiempo. LOVER FOR A DAY acaso sea una de las más livianas, simples y transparentes películas del francés en mucho tiempo. Se centra en la relación romántica entre Gilles (Eric Caravaca), un profesor universitario, y su alumna Ariane (Louise Chevillote), la que mantienen secreta al resto del alumnado, amigos y conocidos. Se aman –o eso creen–, pero tienen una relación supuestamente abierta: pueden –o eso creen– vivir con las infidelidades del otro, mientras sigan siendo, uno para el otro, prioritarios en sus respectivas vidas.En medio de su relación aparece en escena Jeanne (Esther Garrel, la hija del realizador), que es hija de Gilles y que acaba de separarse de su novio. La chica está angustiada y en medio de una gran crisis nerviosa. Jeanne se muda a la casa con ellos y de a poco establece una buena relación con Ariane, que tiene su misma edad. Ella trata de sacarla de su malestar y empiezan a salir y a conocer gente. No pasará mucho tiempo para que los problemas, inconvenientes, desencuentros, reencuentros y affaires comiencen a aparecer, especialmente entre Ariane y Gilles. Otro eje importante será la relación padre e hija, en la que también juegan su parte los celos y ciertas emociones mezcladas. Garrel filma en blanco y con los recursos formales ya clásicos de cierto cine francés de los 70 y, claro, de sus propios filmes: voz en off, muchos exteriores y un granuloso 16mm, con los también habituales diálogos en bares y caminatas por las calles. Los temas no se alejan de lo esperable: la fidelidad, la depresión, el amor y el desamor, las diferencias generacionales. Pese a la seriedad de los asuntos y hasta de los problems psicológicos que deparan (hay hasta un intento de suicidio), el tono de la película nunca deja de ser ligero y ágil, con escenas llamativamente cortas. Garrel dijo que AMANTES POR UN DIA forma parte de una trilogía con JEALOUSY y IN THE SHADOW OF WOMEN cuyas constantes, además de los temas de relaciones personales, son estar filmados en 21 días, cada escena en una sola toma y con menos de 80 minutos de duración, en una suerte de liviano y disfrutable “dogma” propio. Y las tres funcionan a la perfección. En apenas 75 minutos, el francés –que contó con la colaboración de Jean-Claude Carriere y otros en el guión– plantea, construye y luego deja (no cierra, porque estas cosas nunca se cierran del todo) una serie de situaciones que hemos visto cientos de veces en miles de versiones diferentes pero que, cuando son tratadas con la sensibilidad, naturalidad e inteligencia con la que aquí lo hace el realizador de LA CICATRIZ INTERIOR, nunca agotan. El amor y sus consecuencias son un tema infinito.
El alquimista Cincuenta años después de Marie pour mémoire, Philippe Garrel sigue filmando en presente. Los rostros, los cuerpos, las miradas, las respiraciones y las voces: el cineasta celebra la humanidad en cada rincón, entre susurros y caricias, con una discreción elegante y una intensidad secreta. En su cine, la intimidad se convierte en una sustancia suspendida en el aire, en una luz sublime que fluye entre los seres cuando están parados juntos o caminando lado a lado, cuando se tocan, se hablan o se miran en silencio, cuando se encuentran solos pensando en el otro. Su nueva película vuelve sobre la amistad, los celos, la traición, el deseo, los encuentros y las separaciones, que se revelan en la ligera vibración del rostro de una joven, en la musicalidad de las voces en off o en la imagen de un hombre desdichado que camina solo en la noche de París. Amantes por un día transmite una emoción simple, física, cotidiana, sexual, parisina, joven y musical. Estamos en un territorio conocido: las calles de París y los cafés populares del centro, fotografiados en un blanco y negro exquisito bajo una melodía de Jean Louis Aubert. Pero hay una energía sexual inédita y rupturas de tono inesperadas. La película comienza de un modo sorprendente con dos picos consecutivos de gran intensidad que unen el placer y el dolor en un mismo movimiento. Una estudiante se precipita por las escaleras de la universidad para unirse a su amante en el baño. Una segunda joven, abandonada por su novio, se lanza hacia la vereda y se funde en lágrimas. La estudiante vive una historia de amor con su profesor de filosofía, con quien comparte el departamento. La otra joven es la hija del profesor que llama a su puerta después de la ruptura. Las dos mujeres comienzan a habitar el mismo espacio, se apoyan mutuamente y comparten sus secretos. Garrel presta atención a los pequeños detalles y plantea la relación amorosa como un constante titubeo entre el deseo y la filiación. Combinando dos momentos contradictorios del ciclo sentimental, el cineasta examina con una agudeza profundamente conmovedora esta paradoja emocional. Las dos mujeres no comparten la misma relación con el cuerpo: la sensualidad radiante de aquella que accede al deseo presente se contrapone con la aparente fragilidad de la que permanece anclada en un proyecto para restablecer su pareja. El vínculo filial es palpable: Esther Garrel, hija veinteañera de Philippe, aporta una notable energía juvenil a la película. Louise Chevillotte, por su parte, es todo un descubrimiento: un rostro-paisaje y un cuerpo magnético, adolescente y adulta, enigmática y presente. Las mujeres aman, desean, cambian de hábitos, sacuden al hombre y hacen avanzar la historia. El cineasta encuentra una belleza singular en la encarnación ligera y justa de estas historias de continuas decepciones amorosas. El trabajo interno de la película, sus ecos y los efectos de los encuentros y desencuentros, conforman una estructura delicada, precisa y compleja que fluye con una genial simplicidad. Garrel sigue depurando su cine con una precisión sintética que concentra la sustancia de los sentimientos amorosos, conjurando su fugacidad con una alquimia misteriosa.
“No sé muy bien qué sea el amor, pero de lo que sí estoy convencido es de que es algo muy distinto al sexo y a la reproducción, con los que lo confunde mi vecino. El amor es puro; el sexo, entretenido y sano; y la reproducción criminal.” La cita es parte de una conferencia de Fernando Vallejo, el cáustico escritor colombiano, cuyas palabras se leen y se sienten como heridas, como parte de esa desazón suprema que tan bien retratara Luis Ospina en el documental consagrado al autor. En el cine de Garrel no hay criminales porque en general las cuestiones no pasan por tener hijos. Sí hay sexo y amor, y este último se sufre. Heredero de los mejores exponentes de la Nouvelle Vague, sus películas trazaron un camino donde la clave es la separación y las consecuencias que dicha experiencia genera en los amantes. Cuando las palabras ya no alcanzan, lo que resta es la mirada sobre los cuerpos, la necesidad de explorar cada uno de sus rincones en los espacios que los circundan. Los ambientes en el cine de Garrel aparecen desprovistos de gente, como si una invasión alienígena hubiera absorbido al resto de la humanidad. Son pocas presencias pero intensas (el dolor tampoco es algo que tenga que masificarse; por el contrario, cada individuo lo vive de manera particular). En La cicatriz interior (1972), primer largometraje, inspirado directamente en su tormentosa relación con la cantante Nico, el diálogo ya no es posible y el sufrimiento se vive como adicción. De allí los largos aullidos de la mujer ante el amante que la arrastra por un paraje desértico. Por primera vez, Garrel utiliza un procedimiento que será un caballito de batalla, a saber, el hecho de otorgarle al llanto un sentido musical. Cuatro décadas más tarde, su última película, Amantes por un día (2017) nos recuerda la escena y nos habla del amor con bellísimas imágenes en blanco y negro. Una joven alumna sale del aula de la facultad y espera en un pasillo al profesor. Se encierran en el baño para tener sexo. Corte. Títulos. Otra joven llora desconsoladamente el fin de una relación. Sexo y amor. Dos estampas, dos maneras de sentir. La primera: goce y calentura teñida de clandestinidad; la segunda, la caída al abismo de la ausencia materializada en la desesperación, en la cicatriz interior, y un cuerpo que la sufre. El juego se abre y, como no podría ser de otro modo, haciendo honor a la tradición, se basa en un trío (padre, novia más joven e hija). A partir de que la hija vuelve a la casa de su padre, los tres desarrollarán una dinámica parsimoniosamente trabajada por Garrel donde las cuestiones del amor, de la fidelidad, de las relaciones pasajeras y del dolor serán moneda de intercambio según las circunstancias. Enamorarse es parte de un terreno movedizo, propio de una fragilidad que ya lleva su fecha de vencimiento y el desafío es asumirlo como tal. Puede salir bien y que el tiempo cure parcialmente las marcas, o en su defecto, la vía puede conducir al suicidio (tópico escenificado con recurrencia por el director francés). Fue Gilles Deleuze quien hablaba del cine de Garrel como el fundador de un cine de cuerpos paradójicamente desde la ausencia. Es esta la que justifica en Amantes por un día una cámara que se detiene en los rostros femeninos, en sus posturas, como escrutándolos, indagándolos. Si en La cicatriz interior el movimiento físico era circular para mostrar la cárcel en la que estaban inmersos los amantes, aquí se abre una dimensión donde el estatismo gobierna el plano y en todo caso son los personajes los que reiteran los momentos de placer y de sufrimiento (no hay forma de concebir uno sin el otro): la alumna elige el baño como lugar de deseo y de goce pero se queda sola, el profesor camina en círculos desde la facultad hacia la casa para llenar un espacio que confirmará su fracaso y la hija vuelve con su novio luego del despecho. Como Vallejo, nunca se sabrá qué es muy bien el amor. Solo hace falta sentirlo en todas sus facetas. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Intensidad e ironías del corazón Y Philippe Garrel continúa haciendo exactamente lo que se espera de él: Amantes por un Día (L'Amant d'un Jour, 2017) viene a cerrar la denominada “trilogía del amor” del parisino, esa que está compuesta además por las igualmente amables Jealousy (La Jalousie, 2013) y A la Sombra de las Mujeres (L'Ombre des Femmes, 2015), todos trabajos en blanco y negro y encarados desde ese romanticismo elegante tan característico de los galos. Aquí una vez más el director y guionista, uno de los pocos con vida cuyo pasado profesional se remonta a nada menos que los inicios de la Nouvelle Vague, deja bien en claro que su horizonte artístico para analizar el amor sigue siendo el cine de François Truffaut, tomando como referencia a Jules y Jim (Jules et Jim, 1962), La Piel Suave (La Peau Douce, 1964) y la pentalogía de Antoine Doinel, en especial Antoine y Colette (Antoine et Colette, 1962). En cierto sentido se podría afirmar que la película que nos ocupa es la más minimalista de la trilogía, lo que ya es decir mucho porque todas son muy despojadas a nivel formal y se mueven gustosas en un registro -entre naturalista y semi poético- en el que lo único rimbombante son las emociones de los protagonistas, las cuales por supuesto siempre giran en torno a los vaivenes más honestos del corazón, esos que hoy por hoy casi no encuentran representación dentro de los confines del séptimo arte. De hecho, qué desahuciado estará el ámbito cinematográfico contemporáneo en materia de historias mínimas de calidad que Garrel, un típico “autor de segunda línea” de antaño, viene experimentando un revival moderado desde la década anterior que permite que sus obras se estrenen en geografías tan inhóspitas como la Argentina y hasta se lo invite al BAFICI, como ocurrió recientemente. Ahora la trama gira alrededor de tres personajes principales, el profesor universitario Gilles (Éric Caravaca), su hija veinteañera Jeanne (Esther Garrel) y la novia del primero Ariane (Louise Chevillotte), otrora una de sus estudiantes. Todo comienza cuando Jeanne se aparece en el departamento de Gilles porque su pareja Matéo (Paul Toucang) la echó del hogar compartido, pidiéndole asilo por el momento a su padre entre lágrimas. La muchacha descubre de inmediato que Gilles está en una relación con Ariane, una chica que tiene prácticamente su misma edad y que vive con el hombre. La convivencia resulta llevadera y sobrepasa las suspicacias iniciales, generando secretos dolorosos entre las mujeres que deciden ocultar a Gilles: Jeanne es rescatada por Ariane de un intento de suicidio (pretendía saltar por la ventana por no poder soportar el calvario provocado por la ruptura) y Jeanne a su vez se topa en un kiosco de revistas con Ariane desnuda en la portada de una publicación (la joven se sometió a una sesión de fotos pornos simplemente porque necesitaba el dinero). Como siempre en el caso de Garrel, las verdaderas complicaciones llegan de la mano de las infidelidades y de una falsa actitud de tolerancia -clásica de los burgueses- que se hace añicos porque la tendencia a la monogamia es más fuerte que cualquier planteo orientado a mostrarse abierto ante los caprichos del deseo: los repetidos encuentros sexuales de Ariane con diversos hombres hacen que Gilles termine de estallar. Por otro lado, Amantes por un Día juega asimismo con la ironía que trae a colación el vínculo de Jeanne con Matéo, ya que lo que parecía roto de a poco se reconstruye en clara contraposición con la relación entre Gilles y Ariane, un enlace que parecía firme al principio y progresivamente se desvanece. Sin llegar a ser una maravilla pero portadora de momentos de una verdad sutil acerca de la intensidad amatoria, la película es interesante por derecho propio a condición de que se acepte que no aporta nada original y que funciona como un “retro relato” que pretende duplicar -con un éxito más que respetable- el trasfondo de la Nouvelle Vague…
El padre, la hija y la amante En su largo número 26, Amantes por un día (L’Amant d’un jour,2017), Philippe Garrel, vuelve a trabajar cuestiones estéticas que lo definen como la atemporalidad, el blanco y negro, y la narración a través de la voz en off. Una sutil y delicada aproximación a los laberintos del amor. Gilles (Eric Caravaca), es profesor de filosofía, y esta es evidentemente una de las ironías de la trama, puesto que no por ello es menos hombre (“la filosofía no está divorciada de la vida”), y la cinta comienza con una sesión de sexo en los baños de la universidad entre él y Ariane (Louise Chevillotte), una de sus alumnas, con quien mantiene un romance secreto desde hace varios meses. Pero este amante también es un padre, y una noche su hija Jeanne (Esther Garrel) aparece en su casa, llorando, con una valija, tras ser abandonada por su novio. Jeanne, sin tener donde ir, cae en casa de padre e irrumpe en la vida de los dos amantes, Jeanne inunda la casa con su profundo y obsesivo sufrimiento. Ariane, que al principio trata de consolarla y escuchar sus penas, va experimentando cada vez más celos por el afecto paternal de Gilles por su hija, y comparte además grandes secretos con Jeanne, que empieza a entretejer —conscientes o inconscientes— para seguir siendo el centro de atención. Porque si ambas comparten aparantemente la cercanía y complicidad de estar en un momento de la vida en el que el deseo las domina, las dos jóvenes protagonizan en realidad una guerra subterránea, pues el enemigo sigue siendo “el enemigo, aunque uno sepa que está ocupando indebidamente su territorio”. Garrel abre un abánico narrativo sobre tópicos de la vida amorosa —la libertad, la diferencia de edad, las relaciones físicas, la intelectualidad, etc.— sin emitir juicio en ningún momento, limitándose a erigirse en espejo de las sutiles inflexiones de la vida y del ciclo sempiterno del deseo y el amor. Y esta novelación de la vida es envuelta por el cineasta en una forma visual que demuestra un dominio y una depuración excepcionales. Un estilo que hace de Amantes por un día una obra que va completamente contra la corriente predominante de un cine moderno lleno de efectismos y espejitos de colores.
En fílmico, en blanco y negro, y con su acostumbrada austeridad, el realizador de Los amantes regulares narra la historia de Gilles (Eric Caravaca), un profesor universitario de filosofía que inicia una relación amorosa y empieza a convivir con Ariane (Louise Chevillotte), una de sus estudiantes. Las cosas se complican todavía más cuando Jeanne, su angustiada hija de 23 años (la misma edad que tiene su falamante novia) se instala en su departamento tras ser abandonada por su pareja. Como dato adicional cabe consignar que el personaje de Jeanne es interpretado por Esther Garrel, hija del director en la vida real. El creador de La cicatriz interior, J'entends plus la guitare, A la sombra de las mujeres y La jalousie se acerca a las distintas relaciones que se van estableciendo entre estos tres personajes (y con otros que van apareciendo) con una ligereza seductora para una tragicomedia llena de enredos sobre la infidelidad, los celos, las diferencias generacionales y las manipulaciones cruzadas. Garrel -autor fundamental del cine francés de las últimas cinco décadas- filma con continuidad y desenfado y mínimas variaciones sobre los mismos temas de siempre y con conflictos y personajes similares, en la línea de su colega coreano Hong Sang-soo. El placer del (re)encuentro.
La joya de la semana que nos regala un director como Phillipe Garell, que filma rápido, en escenas resueltas en un plano secuencia, en blanco y negro, en 16 milímetros, porque es lo que le gusta, con lo que se siente cómodo. Igual que hablar del amor y sus infinitas consecuencias. Donde todo parece leve, moderno, superado y nunca es así. Un profesor universitario y su romance con una alumna. Conviven, ocultan socialmente su relación, eso le pone un condimento especial a la relación. Y se supone que forman una pareja n libre y abierta mientras sea honesta y cada uno sea la prioridad del otro. Nunca es tan fácil. Y en esa vida, irrumpe una hija del profesor echada de su casa por su pareja, que pasa a convivir con el profesor y la alumna. La hija y la amante casi tienen la misma edad. Ese es el otro punto de tensión, la relación de esa hija con su padre y la relación con esa chica que se ofrece a pasearla y divertirla. Todo parece leve, aun con situaciones graves, pero nada será como parece. La libertad siempre es difícil de digerir cuando la ejerce el otro. Nada nuevo, pero complejo, inteligente, hecho con talento. Y además muy bien actuada.
A los 70 años, Philippe Garrel es, junto a Woody Allen, Hong Sang-soo y tal vez Clint Eastwood, uno de los pocos cineastas en el mundo que hace lo que muchos de sus colegas quisieran: filmar casi sin solución de continuidad. Garrel es también, junto a sus connacionales Jean-Luc Godard, Agnès Varda y el propio Allen, uno de los realizadores en actividad con una filmografía extendida en el tiempo. Si dejamos de lado su corto Les Enfants Desaccordés, que filmó a la insólita edad de 16 años (este dato entra directamente para el Guinness), y contamos solo los largos, advertimos que el primero lo rodó en 1967, a la edad no menos insólita de 19 años. Viene de cumplir, entonces, sus primeros cincuenta años como realizador, faena no tan conocida fuera de su país. Su treintena de largos, su obra en pleno desarrollo, constituye uno de los bloques más consistentes e inconfundibles del cine contemporáneo, tal como pudo comprobarse hace unos días en la vigésima edición del Bafici, que programó la más voluminosa retrospectiva de sus films vista hasta ahora en Argentina (catorce películas, entre largos, medios y cortos). Artista resuelto a seguir una y otra vez sus propios caminos, aunque éstos no coincidan en absoluto con los de sus contemporáneos, Garrel -hijo del actor Maurice, padre de los actores Louis y Esther, hermano del célebre productor Thierry Garrel, especializado en documentales y cine de arte desde los años 70- sigue filmando casi todas sus películas en blanco y negro, tal como en sus inicios. Garrel es la clase de cineasta que se comporta como un escritor, y no de best sellers precisamente, en el sentido de contar solo las historias que le interesan. Como Hong Sang-soo, estas historias suelen tener que ver con su vida personal, y esto es así desde que en los años 70 filmó varias películas protagonizadas por su mujer de ese momento, no otra que Nico, la mítica cantante de Velvet Underground. Tras el suicidio de esta fueron varias sus películas que trataron el tema, así como son frecuentes los films en los que aparecen personajes que son cineastas o figuras equivalentes. Garrel es, entre otras cosas, un sobreviviente de la París del 68 (filmó Actua 1, que Godard considera el mejor corto documental sobre los episodios de mayo, y más recientemente Los amantes regulares, sobre esos mismos episodios), así como es un sobreviviente de los tiempos de sexo, droga y rock and roll, tanto como pueden serlo Keith Richards, Pete Townsend o Brian Wilson. Aunque, por suerte para él, tiene la cabeza mucho más en su lugar que este último, que la pasó mucho peor. Siempre en blanco y negro, su película más reciente, Amantes por un día (parte de la retro del Bafici) es un Garrel auténtico. O sea: una película sobre relaciones humanas y sobre todo amorosas, que transcurre en París y está protagonizada por personajes de clase media, que oscilan entre el arte, la bohemia y la intelectualidad. En este caso Gilles, profesor de filosofía (Éric Caravaca), que tiene una relación con su alumna Ariane (Louise Chevillotte) y acoge en su casa a su hija Jeanne (Esther Garrel), a quien su novio acaba de echar de la suya. Y punto. En términos de lo que suele llamarse trama eso es todo, pues a Garrel no le interesa echar sobre el relato ninguna red de acontecimientos que no sea generada por la propia lógica de los personajes. Eso es lo que trata en Amantes por un día, como en todos sus trabajos: las relaciones entre los personajes (cambiantes, intensas, esenciales). Lo de “cambiantes” queda bien claro en la estructura misma de la película (que casi no haya trama no quiere decir que no haya estructura), donde uno de los personajes consuela al comienzo a otro que está absolutamente desconsolado (y que quiere suicidarse, como tantos otros en la obra del autor), mientras que en el final la situación se invierte de modo matemático. Aunque las películas de Garrel, y ésta no es la excepción, tienen un aire improvisatorio -tanto por la libertad con que los personajes atraviesan la historia como por la sensación que dejan sus acciones y diálogos- desde comienzos de los 90 el realizador las coescribe sistemáticamente junto a un par o más de colaboradores. Como en la previa A L’Ombre des Femmes, para Amantes por un día Garrel convocó a quien tal vez sea el guionista más famoso del mundo, Jean-Claude Carrière, que supo trabajar a las órdenes de Luis Buñuel, Roman Polanski y Nagisa Oshima. En el cine del autor, cuestiones como el trabajo, la rutina, las propias escenas de transición, importan poco. Lo que importa son los amores, los dolores, las pasiones, los celos, los polvos incluso, como bien ejemplifica Amantes por un día, que prácticamente comienza con una larga escena de sexo de apuro, en un baño, e incluye más tarde una escena que le hace eco, con otro protagonista masculino. Desde ya que no hay el menor ánimo de explotación, sensacionalismo o excitación de la platea en el sexo según Garrel. No se trata de eso sino de incorporar el sexo como parte de la vida cotidiana. Lo que sí hay en su cine, desde los comienzos hasta hoy, es un desfile de chicas hermosas (y también a veces de chicos hermosos, teniendo en cuenta que Louis Garrel aparece en varias), sin duda una tradición en el cine francés. Garrel , uno de los cineastas más heterosexuales del cine contemporáneo (otra vez junto con Hong Sang-soo y, sí, Woody Allen, aunque sin su costado viejo verde), hereda esta característica de su admirado Godard, y también de Truffaut, cuyas obras son entre otras cosas -en el caso de Godard, durante los años 60; en el de Truffaut hasta su muerte- verdaderos cantos a la belleza femenina. En Amantes por un día esta rendición ante la mujer bella se hace evidente por una simple cuestión de tamaño de planos: Garrel filma a Caravaca y su hija Esther en planos medios, mientras que a la bella pecosa Chevillotte le dedica una buena cantidad de primeros planos, que recuerdan sobre todo los de Vivir su vida, no casualmente una de sus películas favoritas. Otra tradición francesa que recoge Amantes por un día (pero esta trasciende el cine y se remonta hasta la literatura) es la del amour fou o amor loco, que abunda tan poco en las prudentes, calculadas, cuasi robóticas relaciones amorosas contemporáneas (nos referimos a las del cine o la literatura, nadie vaya a pensar que tenemos tan mala opinión de las de la vida real). Aquí, a falta de un amor loco hay dos, y ambos están a cargo de mujeres (toda una opinión del autor en cuestión de géneros). Se trata de las dos protagonistas: Jeanne, que irrumpe en la película con una angustiante crisis por causa de su novio, y Ariane, que parece mucho más cool y sin embargo es igualmente hot. Fotografiada por el legendario Renato Berta, que tuvo a su cargo la iluminación de varias películas de Manoel de Oliveira -aparte de Godard, Alain Resnais y los suizos Claude Goretta y Alain Tanner, entre muchos otros- en Amantes por un día las relaciones y las cosas (los personajes están muy poco aferrados a ellas en el cine de Garrel) son provisorias y cambiantes. Pero no pasajeras. Muy por el contrario, dejan en esas criaturas una huella tan intensa como la de una marca a fuego.
Philippe Garrel es un cineasta al que le gusta reflejar mundos personales, universos íntimos, relaciones interpersonales, si no complejas, al menos algo intrincadas. El amor, bah, y cómo cada quien lo siente y lo lleva adelante. En Amantes por un día, rodada en fílmico -hoy, toda una herejía- y en blanco y negro -para remarcar la herejía-, los protagonistas son tres. El espectador podrá optar con quién se siente más representado. Los tres terminan habitando el mismo departamento. Son Gilles (Eric Caravaca), profesor de filosofía en la Universidad, que desde hace pocos meses convive con su novia, Ariane (Louise Chevillotte), estudiante de sus cursos. La que llega para quedarse, al menos momentáneamente, es Jeanne (Esther Garrel, hija del director de Los amantes regulares), quien argumenta haber sido abandonada por su pareja. El hecho de que Ariane y Jeanne tenga la misma edad (23) no ha de ser un dato menor, y Garrell, volviendo sobre sus temáticas predilectas, obsesiones e inquietudes, echará mano a su ironía para revelar celos e infidelidades, autoengaños, enojos y caricias entre tres personajes que están unidos por el amor. Y pone en claro que pese a las diferencias generacionales entre Gilles y las mujeres, los sentimientos son los mismos y nadie (o todos) son dueños de sus verdades. Las acciones, sea que transcurran en el departamento, la calle, la universidad o esos infaltables cafés del cine francés, están casi siempre supeditadas a lo que los diálogos ofrecen. Obedecen más a reacciones que a toma de decisiones por voluntad propia. Garrel es un estilista en el sentido de que filma pulcro, permite a sus actores elaborar las escenas de adentro hacia afuera y la mayoría de las veces las secuencias, cuando llegan a su desenlace, suelen sorprender al espectador. Amantes por un día, título poético más que engañoso, está bien lejos del cine anquilosado que solemos ver.
Herida por amor, Jeanne llega a lo de su padre y ve que él está en pareja con una chica de su edad. Desesperaciones, pasiones, tormentas: las cosas cambian, los lazos pasados se reconfiguran desde el presente. Pero Garrel sigue vigente y hace películas hacia el futuro. Nacido como creador en el cierre del período de gloria de la nouvelle vague, Garrel -a diferencia de Jean Eustache- es un sobreviviente (del 68, de las drogas, de otras intensidades). Es alguien que podría haberse retirado en unas cuantas ocasiones, en parte porque tiende a ser puesto en un lugar mítico; sin embargo, demostró su cercanía y hasta calidez en su reciente visita a Buenos Aires. Garrel, autor curtido, agrega con Amantes por un día el tercer eslabón de la trilogía iniciada con Jealousy (2013) y continuada con A la sombra de las mujeres (2015), en la que decidió autoimponerse límites: blanco y negro, menos de 80 minutos, pocos días de rodaje. Pero los resultados no son en absoluto los de un cine pobre: guion a ocho manos de complejidad aparentemente simple, nocturnidad iluminada en modo amenazante y a la vez protector, seguridad en el estilo, etc. El cine de Garrel discurre sobre sentimientos y pasiones de hombres y mujeres que se aman, se desean y se mienten con no pocas verdades, y con esos temblores que anulan y a la vez disparan temores y abismos: el cine y el amor -o, mejor dicho, el amor en el cine y el amor desde el cine- soplan donde quieren.
“Amantes por un día” la nueva propuesta del mítico realizador francés Philipe Garrel es un viaje hacia los sentimientos de sus protagonistas, sus ideas sobre el amor, el desengaño y el desencuentro. Garrel narra en un estricto blanco y negro, los avatares de sus personajes sin emitir una opinión. Los deja que hablen, griten, lloren, amen, y ese dejar ser ante la cámara es la principal virtud de una propuesta que refuerza el sentido de su obra.
Como un retrato cubista En el nuevo film de Garrel hay una precisión, una capacidad de síntesis y una limpieza de ejecución que hablan de un cineasta en plena forma, relajado tanto en su relación con los personajes como con los actores. En su film más reciente, premiado en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes del año pasado, Philippe Garrel vuelve a demostrar que sigue teniendo un pulso impecable para contar pequeñas historias de amor y desamor en blanco y negro, como su película inmediatamente anterior, A la sombra de las mujeres, que la temporada anterior pasó injustamente inadvertida por la cartelera de Buenos Aires. Un poco como el coreano Hong Sang-soo, que también trabaja en una escala íntima y suele privilegiar la imagen monocromática, Garrel cuenta siempre un poco la misma historia, la de un desencuentro amoroso, pero con distintas variaciones. En este caso, el de un profesor de Filosofía cincuentón (Eric Caravaca), enamorado de una bella estudiante (Louise Chevillotte) que tiene la edad de su hija (Esther Garrel), quien a su vez se muda con ellos después de tener una terrible crisis con su novio. Nada más, pero tampoco nada menos, considerando que en el guion colabora por segunda vez con Garrel el legendario Jean-Claude Carrière (ver entrevista aparte) y en la fotografía está el exquisito Renato Berta, un auténtico maestro de la luz. La novedad importante en el cine de Garrel está en que aquí, por primera vez, las mujeres atraen en su totalidad la atención del director, que hasta su film inmediatamente anterior siempre ponía en pie de igualdad a la pareja, con sus idas y vueltas, con sus lealtades y traiciones. Las dos chicas de Amantes por un día –título que alude a una famosa canción interpretada dolorosamente por Edith Piaf– se apoyan mutuamente, dejando al hombre en un evidente segundo plano: una para intentar paliar los tormentos de su reciente y traumática separación; la otra para esconder sus frecuentes travesuras e imprudencias. Desconfiadas entre sí al comienzo, no tardarán en hacerse amigas, cómplices y confidentes incluso. Al fin y al cabo, tienen la misma edad y pueden compartir sus secretos: un intento de suicidio o unas fotos comprometedoras las asocian impensadamente a la espalda del hombre con quien conviven y que es, a la vez, padre y amante. Y que no la tiene fácil en ese doble rol, donde siempre parece quedar desubicado, haga lo que haga. Cierto humor fino pero no por ello menos absurdo pareciera asomar también por primera vez en el cine de Garrel, cortesía quizás de Monsieur Carrière, que siempre supo encontrar el punto de irrisión entre el hombre y la mujer, o entre un hombre y sus dos mujeres, que por momentos parecen un poco la misma, como sucedía en Ese obscuro objeto del deseo (1977), de Luis Buñuel. En el nuevo film de Garrel hay una precisión, una capacidad de síntesis (apenas 75 minutos dura la película) y una limpieza de ejecución en cada escena que hablan de un cineasta en plena forma, muy seguro de sí mismo y relajado tanto en su relación con los personajes como con los actores que los interpretan. La figura geométrica del triángulo adopta nuevos aspectos, los vértices parecen cambiar permanentemente de lugar y la trama juega con sus criaturas como si tratara de un cuadro cubista, donde no se sabe bien donde comienza una y dónde termina la otra. El trío protagónico está excelente en su totalidad, pero no se puede dejar de hacer una mención aparte para Esther Garrel, la nueva revelación de la familia: nieta de Maurice y hermana de Louis, dos tremendos actores, la hija menor del director Philippe le hace honor al apellido con una interpretación y una fotogenia fuera de norma. Todo el amor, el humor, el dolor e incluso el ridículo conviven en ella con una naturalidad no exenta de cierto pathos trágico que le da al personaje una profundidad que de otra manera quizás no tendría.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Toda rodada en blanco y negro, la historia gira mostrando los distintos momentos que viven tres protagonistas: un profesor de filosofía de la Universidad Gilles (Éric Caravaca), hace poco tiempo que esta conviviendo con la joven Ariane (Louise Chevillotte), su alumna e inesperadamente llega la hija de Gilles, Jeanne (Esther Garrel, es la hija de Philippe Garrel), para quedarse con ellos porque su novio la echó. En este film refleja el amor, la fidelidad, los celos, el deseo sexual, infidelidades, autoengaños, enojos y el desenfreno, entre estos tres seres que viven al borde de distintas crisis, y comienza a estar presente la amistad y la convivencia entre Jeanne y Ariane y una relación algo extraña; por un lado entre la hijastra y madrastra, ambas tienen 23 años, van surgiendo ciertas incomodidades. Se van creando buenas atmosferas, climas y es intimista, fascinante. Varias escenas son como una pintura no solo de buen gusto, planos y contraplanos refinados, diálogos inteligentes, un humor sutil, tierno, armonioso, y pasional.
Al burro viejo le gusta el pasto verde, por eso algunos tipos se enredan con chicas de la edad de sus hijas. En el caso que nos ocupa, una chica rompe con su novio, vuelve a casa, y advierte que su querido padre, profesor universitario, anda en amores secretos con una de sus alumnas. Con el tiempo, las muchachas se harán amigas. Claro que el tiempo también es un gran renovador de amores y amoríos. El asunto se cuenta con ligereza, pero tiene su moraleja. Philippe Garrel cierra de este modo la llamada "trilogía de los celos", que empezó con "La jalousie" (un actor abandona a la familia por una actriz) y "A la sombra de las mujeres" (un vago alterna entre su esposa y otra mujer). Como de costumbre en este autor, acá hay idas y vueltas sobre asuntos de amores y desamores, presencias y ausencias, y demás temas habituales, a los que se agrega el amor paterno-filial, siempre en el mismo tono y siempre por lindos rincones de Paris, lo que se agradece, igual que la fotografía del veterano Renato Berta en blanco y negro y ese aire de film post Nouvelle Vague que lo caracteriza. No diremos que es la octava maravilla como proclaman los fanáticos de Garrel, pero se pasa el rato, las chicas son fotogénicas, y el conjunto es bastante llevadero y tiene cierta gracia elegante y ligera. En el guión, su esposa Caroline Deruas y el maestro Jean-Claude Carrière, que ayudó a darle mayor brevedad y un poquito más de gracia.
El amor es desordenado y sorpresivo. Y el cine del francés Philippe Garrel siempre lo reitera. En este nuevo film (siempre en blanco y negro) se mete otra vez en las aguas cambiantes de un par de relaciones que no hacen otra cosa que jugar con las idas y vueltas de un sentimiento que da volantazos permanentemente. Hay tres protagonistas: una pareja - profesor que convive con una de sus alumnas- y su hija, que llega desesperada porque rompió con su primer novio. La chica tiene la edad del amante de su padre. Y entre ellas, después del recelo inicial, se establecerá un vínculo que tiene algo de complicidad. Cada una guardará un secreto de la otra. Como en otros films de Garrel, el amor, siempre inmanejable, invertirá los roles: el profesor amado será el amante engañado; la desconsolada será consoladora, y la más frágil será la más segura. El amor es un viento que agita a todos, sin permiso. Y cada uno lo busca como puede. Se intercambia, se reacomoda y se refleja. Al comienzo hay una escena de sexo contra una pared. Después se repetirá, con otro intérprete masculino. Y será la intimidad la que definirá acciones y personajes: la casa, la mesa, las camas, las ventanas. No hay exteriores. Y, como pasa en las películas de Hong Sang-soo (El día después), lo que importan son las dudas, los celos, los arrepentimientos, los engaños y esa inseguridad que siempre acecha a los enamorados. Nada más. Film minimalista, que más allá de su clima naturalista y de su aire improvisado, peca de una sencillez narrativa que le quita espesor. Lo que está, está bien, pero suena a poco. Su cine no hace ningún esfuerzo por sumarle más profundidad a este desfile de gente sacudida por amores que no entiende, pero que sufre y disfruta. Son criaturas que están, esencialmente, enamoradas del amor. Por eso son amantes por un día. “Lloro –dice la hija- porque me siento engañada, pero no por él, sino por el amor”.
A veces la anécdota más pequeña puede dar lugar a un relato muy elaborado. Este es el caso de Amantes por un día, un drama francés que descansa en los climas y las actuaciones para llenar al espectador de emoción. Jeanne rompió con su novio y vuelve a la casa de su padre para buscar asilo. Allí lo encuentra viviendo con una joven de casi su misma edad, con la cual ella también se verá forzada a vivir. En esa especie de vínculo amistoso que se genera, Jeanne comenzará un proceso en el cual podrá reordenar sus ideas y reacomodar su vida amorosa. Muy emparentada estéticamente con la Nouvelle vague, pero con una clara búsqueda hacia el cine francés de principios del siglo XX, abundan en esta película los primeros planos y las referencias religiosas que hacen pensar en La pasión de Juana de Arco (Carl Dreyer, 1928). La forma en la que el director muestra y reflexiona sobre la imagen femenina contraponiendo la pulsión sexual de Ariane con la falta absoluta de deseo de Jeanne. Amantes por un día no es una película usual, pero tampoco es de esas que sólo se pueden disfrutar en el contexto de un festival de cine. Las emociones que transmite y la excelencia en las actuaciones, pero sobre todo la fotografía, hacen de este film un producto más que logrado. El blanco y negro del film le agrega una atmósfera mítica que hace sentir al espectador que esta historia no tiene un momento preciso en el tiempo y, de la misma forma, la cámara muestra un París irreconocible, vacío y carente de referencias arquitectónicas, que refleja la soledad y la devastación del personaje principal. La facilidad con la que cualquier espectador puede relacionarse con el personaje que atraviesa el duelo de la separación, hace que lo aparentemente críptico del relato se vuelva accesible a cualquiera.
De visita reciente en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, la posibilidad de ver la más reciente película de Philippe Garrel en la cartelera comercial agrega un corolario feliz. Que su nombre esté donde debe estar ‑en las salas de cine (o en la única sala que en esta ciudad lo permite)‑ vislumbra por un momento breve lo que el cine debiera ser: un lugar de encuentro de propuestas diferentes y plurales. Amantes por un día significa, por un lado, una relación triádica, que el film completa con las anteriores La jalousie y A la sombra de las mujeres; a la vez, comparte con esta última el mismo guionista: Jean‑Claude Carrière. De manera tal que el gusto viene depurado, entre dos veteranos del cine prestos a sostener una de esas relaciones que no pueden menos que resultar irresistibles. (Un vínculo que podría pensarse de manera similar al que han encontrado Woody Allen y el fotógrafo Vittorio Storaro.) Desde una impresión general, puede emparentarse Amantes por un día con ciertos aspectos del cine de la Nouvelle vague, debidos a la gracia inmanente de la participación joven y femenina ‑los rostros y el caminar, las frases sesgadas, el disfrute sexual, la tristeza‑, los comentarios omniscientes a la manera de Truffaut ‑desde una voz en off (femenina) que introduce, aclara, infiere; y también, por ser una voz omnisciente femenina, nada impide pensar que Dios, que todo lo sabe, es mujer‑, y las elipsis godardianas, en tanto saltos (aparentemente) bruscos en el relato. Hay, también, una belleza compositiva que une todos estos elementos como unidad, a la manera de un fresco pintado en blanco y negro (así como sucede con las dos películas anteriores), en donde la ciudad ‑o sus fragmentos, específicos ydefinidos‑ se convierte en un escenario apenas habitado o suficientemente poblado para permitir que sean los personajes elegidos quienes tengan primacía de movimientos. En este mundo de cine premeditado, de naturalidad dada por oficio, viene a recalar Jeanne (Esther Garrel), abatida por dejar a su pareja en medio de la noche, con su valija a cuestas, mientras golpea la puerta del departamento de su padre. Es la voz en off la que sutura los vacíos que la imagen no puede comentar, para que las dos historias converjan en una: el padre vive ahora con otra pareja, una chica de la misma edad que Jeanne. De manera relacional, sin subsumir las acciones a lógicas de narrativa causal, el film de Garrel provocará gradualmente la asociación libre entre las diversas escenas. Por un lado, el ordenamiento de las mismas es suficiente para encontrar la ilación temporal, para que el relato prosiga, pero lo más interesante habrá de surgir allí cuando el vínculo asociativo se sitúe por encima de la mera concatenación, y alcance momentos espejados, tendientes a suponer una o varias posibilidades dramáticas. En este sentido, Jeanne es espejo de Ariane (Louise Chevillotte), la amante de Gilles, su padre (Éric Caravaca). Y Ariane lo es a su vez de Jeanne. Pero también ‑inevitablemente‑ de la otrora esposa de Gilles, sin olvidar que ella es (¿ha sido?) alumna de éste en la facultad; Gilles, a su vez, es amante y profesor, padre y esposo. Son varias las caras que cada uno de los personajes tiene para sí, mientras replican características concomitantes. En suma, podría pensarse la llegada de Jeanne al nido del padre ‑complejo de Edipo mediante‑ como el inicio de la rivalidad femenina, con un mismo hombre como vértice. Pero también hay entre ellas una amistad casi imprevista, que deriva en una especie de lealtad adolescente. Nada de todo esto guarda explicación alguna o sugerencia evidente por parte del film, sino sólo la preocupación formal por el discurrir verosímil de la historia y sus múltiples resonancias. Se advierte, por ello, una maestría narradora que atiende a la construcción de escenas perfectas, de diálogos precisos, apenas dichos, de pocas palabras, acodadas en cuerpos de movimientos ajustados; por ejemplo: cuando Jeanne sea encontrada por Ariane al borde de la ventana, dispuesta a saltar, no hará falta ver el proceso anterior (que tanto cine banal se esmeraría en ofrecer para, así, explicar y psicologizar), sino sólo la silueta de ese cuerpo recortado por el recuadro que significa la ventana. Hay, por eso, una atención puesta en lo esencial de lo que se ve y escucha, en donde la plasmación de estos aspectos sean mínimos pero indispensables. Por otra parte, la reiteración de ciertos comportamientos tiene en los decorados una de sus fijaciones, así como lo sugiere el lugar elegido para el sexo, oculto pero a la vista, como si fuese un umbral frágil (cuando el sexo sucede, el encuadre y ángulo es siempre el mismo, reiterado, como un disfrute corporal que se aplaca y repite). El deseo amenaza una y otra vez el equilibrio de las parejas, así como las une también las resquebraja. Las miradas tienden otros puentes, y lo curioso es cómo las reorganizaciones que surgen persisten en la reiteración de un mismo patrón. Como si las fichas del tablero se reordenaran con formas que no dejan de ser similares a las anteriores. Es por esto que al concluir Amantes por un día, se tiene la impresión de que lo que hizo la película fue trazar una curva que la devuelve sobre sus primeros pasos, para quedar situada ‑como Charles Foster Kane‑ entre dos espejos de réplicas interminables.
El amor en fuga Como una oda a la Nouvelle Vague, llega Amantes por un día, un film pequeño, de aspiraciones discretas pero excelente resultado. ¿De qué se trata Amantes por un día? Una joven de 23 años (Esther Garrel) rompe con su novio y regresa a la casa de su padre (Éric Caravaca). Allí descubrirá que él está en pareja con una chica de sus misma edad (Louise Chevillotte). El amor, el compromiso, la fidelidad y la libertad serán puestos en jaque tras varios días de convivencia. Sobre Amantes por un día Algunas películas provocan explayarse. Con Amantes por un día lo primero que viene a la cabeza -y que resume bien la cuestión- es decir que es una una película muy Nouvelle Vague. No porque sea en blanco y negro y hablada en francés, evidentemente (aunque eso le suma), sino por el tema y la forma de abordarlo. Amantes por un día es una película muy François Truffaut. Eso de mostrar el microconflicto romántico, el amor como un algo inexplicable, con ribetes morales vagos y una cierta libertad que actúa antes de cuestionarse, es muy propio del cine de la Nouvelle Vague, pero sobre todo de Truffaut. La atmósfera remite a las clásicas películas de Antoine Doinel adulto u otras como Jules et Jim. Así, sin mayores pretensiones, el director Philippe Garrel entrega esta pequeña película sobre las relaciones de pareja. Un pequeño hallazgo en medio de una cartelera copada por la grandilocuencia, los efectos especiales y los presupuestos millonarios. Una dosis de arte, una mirada a la vida cotidiana como quien espía por una cerradura. Lo impredecible, no como sorpresivo sino como ambiguo. De eso va Amantes por un día, un film bien hecho, bien contado y con excelentes acuaciones. Ideal para los amantes del cine arte con historia. Puntaje: 8/10 Título original: L’amant d’un jour Duración: 75 minutos País: Francia Año: 2017
EL PROFESOR, SU HIJA Y SU AMANTE Philippe Garrel parece hacer, con variaciones, siempre la misma película: dramas existenciales sobre el amor y la sexualidad como elementos políticos, que a veces prescinden de algunos recursos narrativos como la estructura dramática. Explícitamente escritas (no desprecian el guión aunque pretenden hacerlo invisible), sus películas transcurren entre diálogos profundos y la histeria que los sentimientos provocan en sus personajes. Y el director hace esto, también, repitiendo algunos recursos audiovisuales como el blanco y negro que reina en su último film, Amantes por un día y que se relaciona con la anterior A la sombra de las mujeres. Heredero de la Nouvelle Vague, Garrel -además- es un realizador veterano que ha venido filmando durante los últimos 40 años con envidiable regularidad. Por eso que sus películas puedan ser vistas como un todo, una obra gigante que reflexiona sobre los vínculos entre las personas atravesados por el tiempo que habitan, no sólo en la película sino también fuera de ella. El amor y la sexualidad, o la mirada sobre ellos, necesariamente tallados por el clima de época. Aquí el feminismo es un elemento fundamental. Los hombres son propensos a engañar, por eso hay que engañarlos antes de que eso suceda. Palabras más palabras menos es lo que Ariane le dice a Jeanne, la hija de su amante. Ambas comparten edad y espacio: la joven Jeanne fue cortada por su novio y se fue a refugiar al hogar paterno. La sorpresa es que su padre, un profesor, vive con una joven, que es su alumna. Relación secreta que ambos mantienen en una convivencia no declarada y que alimentan con encuentros subrepticios en el baño del colegio. La dinámica que se va generando entre los tres personajes es lo principal en Amantes por un día, muy especialmente lo que sucede entre las dos mujeres: en un comienzo, será Ariane la que busque consolar a Jeanne, la que le diga que todos los hombres son iguales, que la vida es larga y los amantes se acumularán, que nadie vale tanto como para despreciarnos a nosotros mismos. Hay una amistad femenina que se va construyendo, que crece en implicancias a partir del vínculo que cada una tiene con el hombre en cuestión: la amante y la hija. Y hay un hombre que, a pesar de cierto aire progresista en su mirada, no puede más que reproducir una estructura conservadora. En esta suerte de lucha de géneros, Garrel nos dice que si en el presente el sexo puede ser un elemento prescindible y hasta un material de intercambio, el amor es otra cosa y es ahí donde todo se complica y se enturbia. El gran acierto de Garrel y sus tres guionistas (entre ellos, el mítico Jean-Claude Carrière) es que a pesar de registrar un universo intelectual, sus criaturas nunca dejan de ser seres humanos. Parece una tontería, pero no lo es: la seducción por la palabra, por la introspección y la reflexión existencialista lleva muchas veces a un cine académico y recargado. Por el contrario, Amantes por un día seduce al espectador no sólo por una duración mínima (75 minutos) que obliga a la concentración dramática, sino además por la inteligencia con la que el director va moviendo las piezas sutilmente hasta atraparnos en ese triángulo. Tal vez para una película que busca hacer invisible su guión, hay una circularidad hacia el final (quién consuela a quién en un principio, y cómo y por qué las cosas se revierten luego) que resulta demasiado marcada y hace evidente el recurso. Es apenas un pequeño ruido en un film que tal vez por su concentración en tres personajes carece de otros niveles de lectura, pero que indudablemente demuestra la sabiduría de un director veterano que siempre logra ser actual.
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Especial para cinéfilos, nada original pero muy bien realizada Estamos en 2018, vamos a ver una película francesa actual, pero ¡oh sorpresa!, es en blanco y negro, con una estética y una fotografía muy particular, que nos remite a los años `60, época de la nouvelle vague. Entonces ¿es un film perdido de aquellos tiempos?, definitivamente no, pero se le parece y mucho. Porque con ese criterio estético el director Philippe Garrel decidió realizar su obra para contarnos una crónica de amores, desencuentros, infidelidades, abandonos, etc., basados en dos historias, con un punto en común, un hombre, pero que, en este caso, no lleva la batuta de la trama sino todo lo contrario. Nos relata el mundo de las mujeres desde otro ángulo, y con una voz en off femenina de apoyo, para ubicarnos en los diferentes problemas que atraviesan los personajes. Jeanne (Esther Garrel) deja el departamento que comparte con su novio Mateo (Paul Toucang), desolada, desesperada, y recala en la vivienda de su padre, Gilles (Éric Caravaca), un profesor universitario de filosofía. Lo que no sabía ella es que él había formado una nueva pareja. Pero lo chocante no es eso, sino que Ariane (Louise Chevillotte) es su alumna y tiene la misma edad que Jeanne. Los tres viven ajustadamente y como pueden, tratan de contener emocionalmente a la recién separada. La pareja transita en armonía los primeros meses de convivencia, aunque no todo es lo que parece, Ariane es, y se siente, libre. Tanto es así que cada vez que puede mantiene un encuentro sexual con un hombre por una única vez. Por otro lado, Jeanne trata de recomponerse emocionalmente, aunque le cuesta horrores, mientras Gilles le deja tener su espacio propio, no la cela, hasta cierto punto. El film transita las cuerdas dramáticas propias del cine francés, tiene muchos diálogos profundos, sufrimiento, y congoja. Filosofan sobre la vida y las relaciones humanas. La intensidad que transmiten las mujeres es superlativa y contrasta claramente con la mansedumbre y la madurez de Gilles. La narración es una atracción-repulsión permanente entre los conflictuados personajes. El desprejuicio y la seguridad que muestra Ariane, con una personalidad egoísta y manipuladora, donde los hombres son un mero instrumento para su placer, se opone claramente a Jeanne, que es conservadora y extraña horrores a Mateo. Hay una manifiesta tensión en esa casa y se espera que algo estalle en cualquier momento. La sumatoria de estos elementos, en conjunción con la exacta dirección y las buenas actuaciones, produce una obra especial para cinéfilos, que quieran ver una película para nada original, pero bien contada.
Es extraño que el mismo fin de semana en el que se estrena un hipertanque como Avengers se estrene, también, un filme totalmente opuesto. Garrel, uno de los últimos alumnos de la Nouvelle Vague, narra dos historias en una: la de un hombre enamorado de una chica muy joven, la de la hija de ese hombre y su amistad con la novia de su padre. Lo hace con la sensibilidad del realismo estilizado y con poquísimos elementos, mientras apela a una síntesis que busca la belleza (plástica) en cada plano. Muy bien, es lo que uno espera de Garrel o de su generación reflexiva. Pero la pregunta sobre el tanque también es pertinente aquí: ¿Es esto realmente una película o la ilustración de una tesis autobiográfica? Por momentos, da la impresión de que a Garrel le interes más lo bello que se ve el plano que su pertinencia; en otros, lo gana la emoción de sus personajes. Pero como el mundo de la historieta, mantiene una enorme distancia con la realidad. Otra fantasía, vestida de realismo.
En Amantes por un día, el director francés Philippe Garrel continúa buceando en las relaciones de pareja como en sus dos películas anteriores, y completa una trilogía única sobre el amor y la fidelidad. Una alumna se escapa del aula y se queda esperando en un pasillo. Un profesor se encuentra con la alumna y se van al baño a amarse. Jeanne llega llorando a casa de su padre después de cortar con su novio. El padre es Gilles, el profesor, quien vive con Ariane, la alumna mucho más joven que él. Así empieza Amantes por un día, la nueva película de Philippe Garrel, algo así como una leyenda viva del cine francés. Ariane y Jeanne tienen la misma edad (23 años), y la convivencia entre los tres da inicio a uno de esos típicos tríos garreleanos que ponen sobre el tapete el tema de la infidelidad. En este caso, la película cierra lo que sería la trilogía en blanco y negro y de corta duración integrada además por La jalousie y A la sombra de las mujeres. Ninguna de las tres películas supera los 80 minutos y todas están rodadas en poco tiempo, como si hubieran sido concebidas en una sola escena larga; tres historias que se explayan sobre el amor y las relaciones de pareja, y todo en un tono espontáneo, natural, con una sencillez que sólo pueden alcanzar los viejos sabios como Garrel. “¿Qué es la fidelidad?”, le pregunta Jeanne a su padre. “Nadie lo sabrá nunca”, le responde. No sería descabellado pensar que el profesor de filosofía es el alter ego de Garrel, uno de los primeros hijos de la Nouvelle vague, sobreviviente del Mayo del ‘68, de las drogas, de la tortura con electroshocks. Garrel es un director que pertenece a una generación devastada por el fracaso de la revolución, pero que aún tiene algunas cosas para decir, y con un optimismo propio de los titanes de la vida. Sus últimas películas son una apuesta por el futuro y los buenos sentimientos, como si en sus años maduros lo único que le interesara fuera el amor y el mundo de los jóvenes, y como si lo único que deseara fuera la reconciliación con ese pasado traumático para soportar el presente. Amantes por un día es una película de un clasicismo diáfano, que cuenta una historia simple, en cuya pequeñez reside, justamente, toda su grandeza. La sencillez hace más claro el optimismo del director en las nuevas generaciones (los hijos son la esperanza) y su fe en el amor, lo único que nos puede salvar. La cita es impostergable, y sería una imprudencia y una falta de respeto calificarla con menos de cuatro estrellas. El gran director francés es un alquimista de los estados de ánimo, un maestro de las sutilezas y los detalles, un grande del cine de todos los tiempos. Garrel sigue vigente.
Esta película del año 2017 es dirigida por Phillipe Garrel y es la tercera de la llamada “trilogía del amor” de este director, siendo las dos entregas anteriores La Jalousie (2013) y L’ombre des femmes (2015). Aquí nos encontramos con la historia de Jeanne, una joven de 23 años que tras una ruptura amorosa vuelve a vivir con su padre y la nueva pareja de éste, quien tiene la misma edad que ella. Si bien, al principio creemos que la historia se va a centrar en Jeanne, más tarde nos iremos dando cuenta que la trama va a girar alrededor de estas tres personas y los vínculos que se van estableciendo entre ellas, tanto amorosos como de amistad, lo mismo cuando se vuelven hostiles. La película reflexiona sobre las relaciones modernas, el romance entre personas de distintas generaciones, la (in)fidelidad y cuánto estamos dispuestos a tolerar de las personas que amamos. El estilo de Garrel tiene una clara influencia de la Nouvelle vague, o nueva ola de cine francés, y esto es evidente desde el principio, ya sea por la voz en off que guía las acciones (cuando en realidad no es tan necesario) o por la elección de filmar en blanco y negro. Por momentos la película hasta parece una sátira de lo que el común de la gente entiende por “cine francés”: algo pretencioso y aburrido. En lo positivo, esta obra solamente dura 75 minutos, por lo que cada escena va al grano y no hay demasiado relleno que estire la trama innecesariamente. También despliega una sensualidad que, pese a que nunca termina de explotar, nos deja queriendo saber más sobre las peripecias eróticas de estas tres personas, interpretadas por sus actores y actrices de manera sutil pero efectiva. Amantes por un día es entonces un ejercicio interesante que intenta reflejar problemáticas modernas pero que peca de tibieza, y no termina de redondear sus ideas ni de desarrollar por completo a sus personajes (excepto a Ariane). Después de verla el recuerdo de ella posiblemente sea tan fugaz como el acto amatorio descrito en el título.