Calabria es una sencilla y profunda roadmovie que sin tanta pretensión, nos hace reflexionar sobre de dónde venimos, hacia adónde vamos y qué pasa en el medio, o sea, sobre el desarraigo, la muerte y el amor, que no es poco. Con una música hipnotizante interpretada por uno de los protagonistas, colocan al espectador sobre un plano más aterrizado, aunque sublime de la acción para aplacar la ansiedad que el común de la gente experimenta cuando se sienta frente a una butaca. Aquí, dos compañeros de trabajo –un gitano serbio y un portugués- que trabajan en una empresa funeraria, deben conducir mil cuatrocientos (1400) kilómetros en auto y cruzar las fronteras de Suiza hasta Italia, específicamente a Calabria, con los restos de un trabajador inmigrante, como ellos. La ruta, plagada de túneles, nos invita a cerrar los ojos para reflexionar sobre lo que nos sucede en nuestro interior, como también, la intimidad en el plano más recurrente de ellos sentados en el auto frente a la ruta, pero con la cámara adentro, lo que produce un acertado paralelismo con la posición de nuestras butacas. Con esta película, este director deja entrever su vasta experiencia en retratos documentales y demuestra cómo su conocimiento está al servicio de un relato que lo plantea como la no ficción.
El portugués José Russo Baiâo y el serbio Jovan Nicolic trabajan en una funeraria suiza. Tras la muerte de un migrante calabrés -que también se había radicado en esas tierras en busca de una vida mejor-, deben trasladar el cadáver en una camioneta hasta el sur de Italia para entregárselo a sus familiares. La película -un híbrido que bebe tanto del documental puro como de elementos ficcionales- tiene la estructura y el espíritu de la road-movie, pero nada demasiado trascendente ocurre durante los 1.600 kilómetros de viaje. Es que el guionista y director Pierre-François Sauter apuesta por un relato amable sobre dos antihéroes encantadores que, de alguna manera, simbolizan la diversidad y riqueza étnica de una Europa hoy tan escindida por cuestiones como la inmigración y la xenofobia. Jovan se mostrará como un excelente músico y cantante; José, como un apasionado por la cultura. Con sus problemáticas familiares, sus obsesiones y sus búsquedas, ambos se irán abriendo durante las largas charlas en la ruta, en los hoteles o en los restaurantes. Una película modesta, austera, minimalista, con algo del cine de Carlos Sorín, pero que a la vez sintoniza con el estado de las cosas de esta Europa contemporánea tan contradictoria como atribulada.
El cortejo En Calabria (2016), el director suizo Pierre-François Sauter reflexiona tácitamente con sensibilidad y una buena dosis de buen humor, sobre la inmigración y el sentimiento de pérdida de las raíces. Josè, portugués, y Jovan, un gitano serbio, trabajan en una funeraria en Lausana y deben transportar los restos de un trabajador inmigrante desde Suiza (su país de adopción) hasta Italia, específicamente a Calabria (donde nació y se crió). Esta insólita pareja se ve unida en una misión común: llevar de regreso el cuerpo de este hombre, que parece no tener ni identidad ni pasado, a su país. A pesar de que sus orígenes son distintos y de que proceden de culturas diferentes, Josè y Jovan comparten un sentimiento de pérdida, y sus compases internos ya no pueden mostrarles el camino hacia delante. Suiza, su país de acogida, se convierte en el escenario de su “nueva” vida, un tipo de tierra de nadie en la que empezar de cero sin mirar atrás. Lo último de Pierre-François Sauter es una road movie existencialista. Los numerosos primeros planos de los dos protagonistas sentados en el coche, mientras revelan con timidez los detalles de su pasado, nos permiten acceder, al menos parcialmente, a su lado íntimo. El auto se convierte en un tipo de sofá freudiano en el que se tumban y dan rienda suelta a su subconsciente. Los paisajes que enmarcan el viaje de Josè y Jovan se convierten en un tipo de geográfica y emotiva tierra de nadie en la que liberan los fantasmas de su pasado. Los silencios, a menudo acompañados por las majestuosas imágenes de las carreteras cubiertas de nieve, autopistas que recuerdan al desierto o a la playa por la noche, son más expresivos que el propio diálogo. Para los dos protagonistas su lengua materna es quizás el único vínculo real con sus raíces, un reflejo involuntario y profundamente enraizado que les recuerda a un pasado que podría ser demasiado dolorosamente reciente. Los claroscuros y las escenas rodadas en la penumbra reflejan el mundo interior de los dos personajes, donde existe un equilibrio precario de aceptación y de lucha. Josè y Jovan resisten a su condición de inmigrantes, a la pérdida de su identidad y a la desaparición de su herencia cultural. Sauter filma la peregrinación de dos almas a la deriva que, a pesar de todo, se baten contra el olvido. Calabria es ante todo una película humanista en ciertos aspectos que transforma la sencillez de la vida diaria en poesía.
“Calabria”, de Pierre-François Sauter Por Gustavo Castagna Viajando por Europa con un fiambre atrás o Radiografía contemporánea del viejo continente. Así también podría titularse Calabria, una road movie funeraria que arranca en Suiza y termina al sur de Italia entremezclando dosis (pequeñas) de comedia y drama, junto a grajeas de simpatía y reflexión (en más de una oportunidad con resultados bastante escuálidos). Aclaro que cualquiera de esos dos (otros) títulos para este film livianito del helvético Pierre-Francoise Sauter tampoco son muy originales, como la pequeña trama que se describe en dos horas. Un portugués y un serbio emprenden la travesía con un migrante calabrés dentro del cajón hacia la tierra natal del tercer ocupante del auto fúnebre. Los primeros veinte minutos presentan, con lujo de detalles, la rutina en la morgue, la aclaración del viaje, la cantidad de kilómetros a recorrer. Ese segmento, al final, volverá a describir algo semejante cuando la road movie culmine en suelo calabrés. En medio de ese prólogo y epílogo, como estructura dramática de corte clásico, se manifiestan las charlas entre ambos choféres y pasajeros, los relatos sobre los orígenes de cada uno, la afición por el canto y la música de Jovan, los conocimientos de cultura de Joao, la finitud del tiempo y la vida, el recordatorio de anécdotas alusivas narradas de manera leve y superficial, la intromisión de personajes menos que secundarios como apostilla y presencia efímera. En efecto, Calabria es un documental que parece una ficción y una ficción que se comporta como un falso documental. Su tono amable y de vuelo corto sintetiza el elogio y el desencanto final. Elogio porque no pretende ser más de aquello que propone, en tanto, el desencanto y el vuelo corto del film surgen cuando se recuerdan travesías y viajes en rutas de cemento o de tierra y polvo entremezclados con reflexiones sobre el devenir del tiempo y el (sin)sentido de la vida. El fantasma de Abbas Kiarostami aparece más de una vez en las charlas que se establecen entre Jovan y Joan y el muerto atrás. Y es allí en donde la comparación deja de ser tal para concretar otra abrumadora victoria estética y temática del recordado creador de origen iraní. CALABRIA Calabria. Suiza, 2016. Dirección y guión: Pierre-François Sauter. Fotografía: Joakim Chardonnens y Pierre-François Sauter. Montaje: Anja Bombelli. Sonido: Patrick Becker y Masaki Hatsui. Producción: Nadejda Magnenat, Le Laboratoire Central, Hercli Bundi y Vica Film. Con: José Russo Baiâo y Jovan Nicolic. Duración: 117 minutos.
Un inmigrante italiano muere en Suiza. Una empresa fúnebre se encarga de transportar su cuerpo hasta Calabria. Este documental, con recursos generalmente asociados a la ficción, se convertirá en una road movie un tanto encerrada: dos mil kilómetros de viaje comandados por un portugués y un serbocroata, con atuendos formales y una bonhomía que se transmite incluso en los momentos en los que Calabria bordea lo arenoso y empantanado en términos de narrativa. Sus conversaciones, reflexiones y sobre todo sus canciones son los pilares de este film que exhibe una modesta sabiduría para observar derroteros vitales y desarraigos y dotarlos, por momentos, de cierta plácida poesía.
Nacemos, morimos. El ciclo de la vida es bastante estricto en ese sentido y todas las culturas le otorgan relevancia a estos dos momentos. Se celebran o conmemoran de una u otra manera. Calabria es un documental de Pierre-François Sauter que muestra en primera persona el trabajo de una funeraria, pero que intenta ser una celebración a la vida y la diversidad de Europa, a través de un roadtrip para devolver los restos de un inmigrante a su Italia natal.
Destinos Los protagonistas de este opus de Pierre-François Sauter trabajan en una funeraria en Suiza. Uno es portugués y el otro serbio-croata. El contacto con los muertos para ellos es habitual y en su trabajo son metódicos, rigurosos con la manipulación de los cadáveres. Por eso les encargan transportar a un anciano para darle sepultura en su tierra natal, Gasperina, pequeño pueblito de Calabria y a partir de ese destino la road movie dice presente durante el recorrido de 1.600 kilómetros. François Sauter introduce en la cabina del vehículo fúnebre una cámara para registrar las charlas entre los colegas que van desde lo más trivial hasta lo profundo y claro que en lo profundo la reflexión sobre la vida y la muerte ocupan el centro. Y de ese centro los desprendimientos temáticos pasan por el presente, la familia, la distancia, el trabajo y grageas del pasado de cada uno para ir conociendo otras facetas que se pierden en la rutina cotidiana de lo laboral. Calabria es una película donde los destinos se entrecruzan. En el sentido amplio del término como parte de una llegada a destino para el anciano y como pre destinación de los personajes, quienes no pueden detener su marcha y contemplar el mar Mediterráneo al costado del camino durante la ida fieles a la puntualidad suiza para llegar al pueblo pero que una vez cumplida la misión encuentran ese lapso donde nada importa más que el deseo y la sensación de estar vivo aunque el destino de todos vaya a ser el mismo.
Roadmovie existencialista, muy de moda en Europa por cierto, aquí veremos cómo en el cumplir un objetivo dos extraños potencian sus anhelos y deseos, y también sus diferencias. Película de gestos y de diálogos, hay un material riquísimo en las palabras que cada uno emite, mientras por la ventanilla del auto pasan escenarios y paisajes sublimes.
La película de Pierre Francoise Santer demuestra que siempre, cuando hay talento, creatividad y sensibilidad se puede ser original y emocionar con detalles. Abordar con hondura un tema tan complejo como las consecuencias de la migración. Un hombre calabrés que busco un mejor destino en Suiza, muere y su cuerpo es enviado a sus familiares, al pequeño pueblo donde nació. Dos funebreros, migrantes también, uno portugués y otro servio (de ancestros gitanos) deberán cumplir con esa misión. Entonces nos enfrentamos a una road movie en un coche fúnebre. Con una cámara sobre los dos empleados y otra sobre el camino que dejan atrás desde la perspectiva del ataúd. Con esa sencillez, con largas tomas, con dos grandes actores la película nos atrapa. Religión y recuerdos, reflexiones culturales, diálogos ocasionales con gente que se cruzan en el camino. Una gran frescura para filosofar sobre orígenes y desarraigos. Costumbres heredadas, atavismos y giros actuales, amores y nostalgias. No se necesita más para calar hondo en una problemática con tantas aristas. Con ternura en un tema tan complejo y acuciante, tan parte de la naturaleza humana. Per también un fenómeno actual impulsado por tiempos contemporáneos, presionados por enormes diferencias económicas y sueños de prosperidad, sin reparar en los costos.
Jovan y José son dos migrantes de los tantos que llegaron a Suiza en los últimos años. Jovan viene de Serbia y es gitano; José nació en Lisboa. A los dos les gusta la música y pudieron, con el tiempo, tener un oficio. Quizás sus amigos los cuestionarían, pero ellos desarrollan su profesión de funebreros en una empresa y mantienen una vida digna. Ahora les toca preparar todo para repatriar el cadáver de un calabrés a su pueblo natal. El viaje que van a realizar juntos les servirá como una descarga de sus individualidades en su duro vivir de migrantes. El elegante vehículo en que los dos hombres trasladan el cadáver que prepararon puntillosamente se desplaza por más de 1.600 kilómetros en perfectas rutas que quién sabe el muerto nunca pudo recorrer con tal comodidad y elegancia. Nada sabrán del hombre que conducen estos trabajadores, sólo que fue un migrante como ellos, que un día partió de su pueblo con sus mismas esperanzas que ellos y ahora lo devuelven muerto a su pueblo natal. MIRADA COTIDIANA Nadie se ocupó del muerto tan meticulosamente como estos funebreros, eficientes y correctos. Quizás su madre al nacer. Ahora el cuerpo del desconocido, quién sabe si mirando la ruta (la cámara elige el punto de vista desde el ataúd varias veces), es llevado por dos choferes que reflexionan sobre la vida como dos filósofos de barrio, charla matizada por la música de alguna canción que habla del exilio. Tres palabras despidieron el féretro en la voz de una mujer acompañada de otra, a las que no les vemos las caras: ""Buen viaje, Franco"". Quizás las mismas palabras que sonaron alguna vez cuando Franco partió de la Calabria natal. Más allá del adiós que se repite y el largo viaje por rutas impolutas y túneles impecables, "Calabria" concentra un diálogo que pasa de la religión (uno cree, el otro no) al tema del amor y la música, una charla sencilla en la que dos inmigrantes, con fondo de elegíacas canciones, intentan eso que las letras sugieren. ""Haz lo que tu corazón desee, nadie vive mil años, el tiempo pasa y se lleva la juventud. Disfruta la vida"". Improvisados conversadores que sin saberlo practican ese ""vivir el momento"" (carpe diem) del que hablaba el poeta en una convulsionada Europa.
Un film que se arma ante el espectador El documental del cineasta suizo adopta los motivos principales de la road movie para mostrar cómo dos hombres llevan un féretro hasta Calabria manejando un coche fúnebre. Las películas suelen venir armadas. No en el sentido armamentístico del término sino en cuanto a su hechura: llegan ya terminadas al espectador y a éste sólo le cabe contemplar el acabado. Opera prima del cineasta suizo Pierre-François Sauter, ganadora del premio a la Mejor Película en el Doclisboa International Film Festival, Calabria es una de esas raras películas que se arman ante el espectador, abriéndose con una suerte de magma humano y narrativo indiferenciado, de cuyo interior van tomando forma primero una dirección y una meta, enseguida unos protagonistas y un vehículo, una materia específica, un dispositivo visual, un modo de registro. Y hasta un género, aunque se trate de un documental, ese modo de relato que siempre entraña cierta sospecha sobre su verdadera condición. El género en el que Calabria encuentra su casa es el de la road movie, del cual adopta sus motivos principales: el camino, el destino (en sentido espacial y no metafísico), el chofer (y su acompañante, en este caso), las paradas, los personajes episódicos aguardando en cada una de ellas. Pero el género no es aquí un canon, una cárcel, un mandato a cumplir, sino una simple vestidura, que se adopta porque cae cómoda. En el comienzo, gente trajeada habla en francés y se comporta de modo preciso y maquinal, desplazando féretros y convergiendo eventualmente sobre un edificio cuyas características responden a aquello que el filósofo Marc Augé denominó no-lugares: funcional, enorme como un galpón, impersonal, aséptico. Alguien silba “La Internacional”, se busca en los obituarios el de Paco de Lucía, se comenta que uno de ellos lamentó hasta el llanto esa muerte, por ser gitano, se percibe que la pronunciación en francés no es en todos los casos tan fluida como la de un nativo. Se celebra una reunión que podría ser de consorcistas, de consejo de dirección de alguna firma, de cooperativistas. El hombre sentado al centro anuncia una tarea: hay que trasladar un féretro hasta Calabria. Dos hombres para cumplirla: el portugués José y el serbio Jovan, de origen gitano. Ambos asienten y se dirigen al coche fúnebre en el que deberán recorrer los 1500 km que separan a Suiza del sur de Italia en 18 horas. Suben el féretro, se acomodan en los asientos delanteros y a partir de ese momento la cámara también encuentra su casa, de la que no va a moverse: la parte delantera del auto, desde la que encuadra, en plano fijo y en forma perfectamente simétrica, al chofer y su acompañante. El dispositivo visual recuerda inconfundiblemente al que Abbas Kiarostami patentó en El sabor de la cereza y, sobre todo, en Ten (2002), donde una conductora dialogaba con la decena de pasajeros que subían al auto. Así como el tiempo fue dando de modo insensible una forma al film, es también el tiempo el que va estructurando, de a poco, los temas de conversación y los caracteres de José y Jovan. Parco, caballeresco y melancólico, como un personaje de Manoel de Oliveira, José halla su perfecta contraparte en el serbio Jovan, extrovertido, sanguíneo y vital. Como un personaje de... ¿Emir Kusturica? “¿En serio no sos creyente?”, le pregunta, incrédulo, Jovan a José. “¿Qué pasa después de que nos morimos?”, repregunta, pensando en ese Francesco al que llevan atrás, y que emigró hace mucho tiempo, tal como ellos lo hicieron más recientemente. Ciclos de pobreza y necesidad, la Italia de posguerra, Serbia lo mismo, una Portugal del atraso y Suiza, la rica, atrayendo a todos. El film es narrado en estricto presente. Un breve prólogo toma prestadas de películas de la época, en blanco y negro, imágenes de los trenes que llevan a migrantes del sur italiano a la Europa opulenta. Como habrán llevado a Francesco. En esas horas, Jovan y José tienen tiempo de hablar de sus familias, de lo que representa el amor en sus vidas (el reservado José jamás se atrevería a darle ese nombre; es Jovan quien lo hace), de la muerte (son dos funebreros...), del misterioso mundo de los gatos (José, ahora; su estentóreo compañero parece hombre “de perros”), de si David Oistrach es o no el mejor violinista del mundo. La música tiene un lugar especial, ya que Jovan toca la guitarra y canta (muy bellamente) canciones de su tierra. Algo que su interlocutor sabe apreciar. Vestidos con traje, camisa y corbata iguales, José y Jovan parecen una variante de los agentes del FBI de Hombres de negro, y de hecho sus personalidades también los emparientan con aquéllos. Aunque en este caso no deban hacer frente a una galería de exuberantes extraterrestres sino, por el contrario, a la más anciana tierra italiana, a la que ese Francesco al que trasladan vuelve por pedido de su familia, y que será despedido con un simple “¡Ciao, Franco!” Sin cura, ni responso, ni oración. Ni nada que no sea el franco recuerdo de los suyos.
REFLEXIONES EN VOZ BAJA Los movimientos migratorios que atraviesan a Europa promueven toda clase de lecturas, que muchas veces son altisonantes y de trazo grueso, tanto desde la derecha como desde la izquierda. En ese contexto, un film como Calabria, aún con sus defectos, no deja de ser una especie de aerolito, por cómo apela a un tono moderado, sin remarcaciones, e incluso permitiéndose desvíos hacia otras vías temáticas. El film de Pierre-François Sauter, que combina hábilmente dosis de documental con construcciones ficcionales, arranca con la muerte de un migrante calabrés que arribó a Suiza con un objetivo no precisamente novedoso: encontrar una mejor vida y oportunidades laborales más óptimas. Lo que primero es un análisis casi clínico –y mucho más ligada al documental a partir de la utilización de planos fijos y un seguimiento casi obsesivo de las personas- de los procesos funerarios, deriva luego en otra estructura más propia de una road movie, ya que dos trabajadores deben llevar el cuerpo a su pueblo natal. Ellos también son migrantes: Jovan es un serbio fuertemente aferrado a la creencia de que hay vida después de la muerte; José es un portugués apasionado por las expresiones culturales y definitivamente ateo. Ese largo viaje que ambos se ven obligados a emprender es el punto de partida que utiliza el film para reflexionar sobre las perspectivas respecto a la muerte, la pérdida, la memoria de los orígenes y la hermandad casi casual que puede surgir entre individuos que están en territorios ajenos. El mérito principal de Calabria consiste en jamás entrar en remarcaciones o confrontaciones innecesarias. De hecho, hasta pareciera eludir la conflictividad, como si estuviera más interesada en explorar las chances de encontrar puntos de coincidencia entre los sujetos. El viaje de Jovan y José es de descubrimiento y autodescubrimiento: de ellos mismos como personas, de su respectivo compañero de viaje, de los paisajes y personajes con los que se van encontrando, y ese nunca deja de ser el foco de la película. Al mismo tiempo, ese tono medido le quita algo de potencia al relato, que además se estira en demasía, cayendo en ciertas repeticiones de situaciones y reflexiones. Aún así, con ese estiramiento y pasajes donde la narración gira sobre sí misma, sin un rumbo del todo claro, Calabria construye un relato donde se entrecruzan la melancolía y la vitalidad, en una Europa marcada el cambio constante, pero también por la permanencia de tradiciones casi indestructibles.
Pierre-François Sauter, documentalista suizo, propone en Calabria una road movie funeraria. La travesía, en un coche fúnebre, de dos inmigrantes o, mejor dicho, tres. Sucede que uno está muerto y viaja en un cajón. Es un italiano que vivía en Suiza. Los otros dos son un músico serbio y un culto portugués, ambos empleados de una empresa funeraria ubicada en Lausana. De allí partirán rumbo a Gasperina, Calabria, para dar sepultura al italiano. Sensible, con mínimas dosis de humor y a veces excesivo acartonamiento, Calabria se propone ser una reflexión y metáfora del desarraigo, de los cruces migratorios y de la variedad de comportamientos de los distintos grupos culturales que conforman Europa. Calabria es una mezcla entre documental puro con mínimos elementos de ficción porque, en definitiva, algún que otro elemento se debe haber agregado para provocar alguna situación que diera pie a los diálogos. No demasiados, ya que por momentos la película parece empantanarse en uno de los protagonistas (el músico serbio, a todas luces el más histriónico de los dos) mientras que el portugués es el que cita a grandes poetas portugueses y el más enigmático y escéptico. Atravesando túneles y autopistas, los dos personajes tendrán diálogos amables, intentarán sacar fotos sin detener el auto, se contarán problemas familiares, uno recitará, otro cantará en varios momentos. Y así discurrirá el tiempo, a veces con algunas pretensiones de trascendencia que no serán reveladoras. La cámara se sitúa fija en los rostros de los que ocupan los asientos de adelante, por lo cual, tanto los paisajes como algún que otro diálogo suceden fuera de campo. En otros momentos es el cajón y el vidrio posterior del coche fúnebre lo que ocupa la pantalla.
Calabria podría ser una ficción, un relato hiperrealista con los condimentos necesarios de una minitrama en formato de road movie. El hallazgo inicial y definitorio es que no estamos frente a una construcción ficcional sino frente a un discurso de corte documental con todo el pliegue narrativo de la ficción que conocemos de antaño. La historia nos narra el viaje de dos empleados (inmigrantes habitantes de Suiza) que viajan desde una casa fúnebre en su país de residencia hacia el sur de Italia para repatriar los restos de otro inmigrante, un italiano fallecido en esas tierras extranjeras. El mandato es volver a llevar esos restos de vida a su germen natal, a su cuna de identidad donde alguien esperará la llegada del cuerpo para lo que suponemos será el ritual de la despedida. Una larga secuencia inicial nos propone recorrer todas las actividades alrededor del cuerpo sin vida, haciéndonos testigos de toda la fajina que se realiza para preparar el ataúd, el cuerpo y sus vestiduras, los detalles de los detalles, todo el preámbulo del largo viaje que viene por delante. Jovan y José son los dos trabajadores se constituyen como protagonistas del filme, ellos y la omnisciente presencia de la muerte durante todo el viaje. Un inmigrante ha muerto y ellos son los otros dos que lo escoltan. En ese punto se juega la similitud de mundos entre los vivos y el muerto, más las preguntas que los mismos choferes se hacen sobre a quien transportan y sobre sus propias vidas. La mayor parte del relato discurre dentro de la cabina del auto con José y Jovan al frente del viaje debatiéndose sobre temas de la vida y sus nimiedades, a la vez que reflexionan sobre sus creencias religiosas o morales, sus miradas opuestas sobre el mundo, sus deseos y anhelos, sus pasiones y sus contradicciones. Uno es inmigrante gitano de origen balcánico, el otro es portugués y así ambos dejan ver sus marcas de origen claramente diferentes en sus formas y percepciones subjetivas del discurrir de sus vidas. Jovan es amante de Paco de Lucía, de la música y del baile pasión que despliega en una escena de hotel donde canta con su guitarra canciones de su mundo gitano. José es un hombre más terrenal, hiper pragmático lejos de la fantasía de la música y los enamoramientos del canto. El contraste entre ambos mantiene una dinámica fluida, estamos siempre muy cerca de ellos y podemos apreciar el armado de este vínculo, de esos que son casi circunstanciales y que se nos presentan en la vida sin aviso. Sus diálogos colman los minutos en pantalla, y el humor cotidiano marca pinceladas sobre temas como la muerte, la familia, el amor y el desarraigo. La muerte es el tema, sin duda, más vivo en la trama vincular de estos personajes. La observación minuciosa de sus rostros y acciones nos impone una cámara instalada entre ellos registrando cada detalle de este viaje peculiar. El final genera un intenso golpe de efecto documental, pues si dudábamos de la realidad determinante del filme ahora se nos impone con toda su simpleza, pues tal vez en una ficción el cierre hubiera sido estridente y pomposo mostrando parientes emocionados que reciben al fallecido en un acto monumental. En cambio la aridez de la realidad es otra, y el final de los finales dura lo que dura la vida, tan solo un instante. Por Victoria Leven @LevenVictoria