Es sabido que Gus Van Sant realiza dos proyectos anuales bien marcados, un estreno comercial que últimamente está vinculado a historias reales (Elephant, Last Days, Milk) y otra indie, arty. Restless es la obra artie del año y una decepción también. Personalmente llegué a una altura de cansancio al tener que ver films donde no fluyen sus relatos, donde el peso de experiencia transita lo visual, la elección de un buen score y transitar por diálogos superfluos, cool, de tinte independiente...
My own private love story Una rara combinación de sordidez y de inocencia, de dolor y de belleza, caracterizan a los mejores trabajos de Gus Van Sant (1954, Louisville, EEUU). Ya en algunas de sus primeras películas, como Drugstore cowboy (1989) y My own private Idaho (1991) demostraba un talento particular para alear lo oscuro y lo luminoso, logrando que entre las angustias cotidianas de adolescentes adictos o dedicados a la prostitución, irremediablamente desamparados, asomaran destellos de ternura, de hermandad, de poesía. Algo de eso hay en el fondo de Restless, que describe el encuentro de Annabel, una cándida chica que padece una enfermedad terminal, con Enoch, un joven introvertido que ha perdido a sus padres en un accidente. Es bienvenida su mirada desprejuiciada sobre la muerte, rozando ligeramente algunas cuestiones delicadas, porque sorprende e inquieta a los espectadores sin herirlos. Sin embargo, el film hace de Annabel y Enoch una pareja de aspecto premeditadamente dark y frescura impostada, cuyas acciones parecen consecuencia de la labor de un guionista astuto (el bisoño Jason Lew) antes que de las espontáneas experiencias de dos seres creíbles. En algún momento Restless se burla de las convenciones melodramáticas, con una escena lacrimógena que termina siendo, en realidad, una dramatización de la pareja –un guiño caprichosamente metido dentro de la trama–, pero, al mismo tiempo, no elude escenas previsibles, más propias de un telefilm remilgado que de la obra de Gus Van Sant. El resultado recuerda tanto al tipo de comedias dramáticas con melancólicos freaks y familias disfuncionales que llegan a los cines después de recibir la bendición del Sundance, como a la recordada Love story (1970, Arthur Hiller). La audacia y la libertad que Van Sant puso de manifiesto en varias de sus películas más recientes (Gerry, Last days, Paranoid Park, ninguna de ellas estrenadas comercialmente en Rosario) apenas se insinúa en escenas aisladas, como cuando Enoch mira a la hermana de Annabel a través de un calidoscopio o en el encuentro íntimo de la pareja –silencioso, penumbroso– en una cabaña aparecida casi mágicamente. A su favor, Restless (mejor ignorar el título en castellano) cuenta con el ingenuo pero simpático recurso de una suerte de amigo invisible de Enoch, la creación de una atmósfera melancólica a partir de pequeños detalles y de una sedante banda sonora, y, sobre todo, el carisma de los protagonistas: el casi debutante Henry Hopper, con cierto look James Dean (no podía ser de otra manera), y la angelical Mia Wasikowska, que en el cine ya había sido Alicia y Jane Eyre, nada menos.
Historias del amor y de la angustia La última película de Gus Van Sant, Cuando el amor es para siempre, será proyectada mañana junto a la realización rusa Elena, premiada en el último Festival de Cannes en el espacio alternativo. Doble programa para disfrute de todo el público. El "doble programa" que Cine Club ofrece mañana, en la sala de Asociación Médica de Rosario (Tucumán y España), es notable. Por un lado, habrá de señalarse la bienvenida costumbre que significa la selección fílmica habitual de la entidad, con una compañía de público numerosa así como abierta a quienes no sean asociados (basta con pagar la entrada). Por otro lado, porque la circunstancia da cita a dos películas que resultan ser dos grandes films, pendientes de la posibilidad de estreno comercial. En el horario de las 20, podrá verse Elena (2011), tercera película del realizador ruso Andrei Zvyagintsev, que mereciera el galardón Una cierta mirada, durante el Festival de Cannes. Elena introduce al espectador desde una planificación de la puesta en escena que se admira: planos fragmentados dibujan lentamente el espacio de la acción --el departamento de un edificio lujoso-?, así como a sus personajes --una pareja mayor conformada entre un hombre adinerado y su segunda mujer, Elena?-. A través de ella se percibirá el hacer de rutina, del día tras día, para así dejar que el montaje fílmico omita donde ya se sabe y haga trabajar la elipsis. A la vez, el personaje oscilará entre estas primeras imágenes de sosiego y dinero hacia otras más subterráneas, de paredes descascaradas, con una historia familiar cercana. Es así que el contraste que se perfila desde los minutos iniciales del film de Zvyagintsev habilita un cruce que será frontera definitoria; esto es: lugar desde el cual decidir qué hacer y cómo. Más aún cuando de lo que se trata es de la salud familiar. Es decir: cuidar el nido del que toda (¿toda?) madre dice ser custodio. Cueste lo que cueste. Cuando la decisión aparece, Elena se vuelve un gran film. Con un pulso de relato que embriaga a quien mira, mientras lo hunde en broncas, congoja, dudas, incertidumbre. Casi como si no se pudiera tomar partido por ninguno de los personajes que habitan dentro de la pantalla. En algún momento se habla de "la mala semilla de la que todos salimos". Cuando padre e hija discuten para, por fin, acercar sus afectos. Génesis y embrión común que escapa a cualquier definición material, mientras incomoda al dar cuenta desde una problematización social donde la violencia está allí donde también los afectos. O, en otras palabras, cuando la violencia es garante de éstos. O al revés. Porque la película lo permite. Por las dudas y otra vez: Elena es un gran film. A partir de las 22, Cine Club ofrecerá la última película del laureado realizador norteamericano Gus Van Sant: Cuando el amor es para siempre (2011). Restless, tal su título original, ahonda en una historia de amor desde el prisma adolescente, mundo de edad que el cine de Van Sant ha elegido desde tantos films: recordar, entre otras, Mi mundo privado (1991), Elephant (2003), Paranoid Park (2007). Afortunadamente ya lejos del glamour vacuo que supusieran la remake Psicosis (1998) o la lastimera Descubriendo a Forrester (2000), el cine de Gus Van Sant ha cimentado una obra de cariz personal, con el tempo necesario como para captar, sin los vértigos que supondría, al mundo adolescente, hasta llegar a la plasmación de ese fresco de celebración que es Milk (2008). El caso de Cuando el amor es para siempre sólo puede ser posible, en este sentido, desde alguien cuyo cine es sensibilidad pura, porque ¿de qué otra manera podría contarse una historia de amor donde el cáncer, parece, jugaría un rol central? Esto dicho por lo que rápidamente sería entendido como punto nodal. A partir de allí, lo "esperable": llantos, sentimentalismos, y más situaciones parecidas. Pero el film de Gus Van Sant es nada de esto y mucho de lo otro: es una gran película donde el mundo del amor aflora para cambiar la vida. La muerte, se sabe (si bien se niega), es parte de la misma. Sea la manera que sea para alcanzarla, lo cierto es que finalmente se la alcanza. Y lo bellísimo de Restless (Cuando el amor es para siempre resulta, cuando menos, un título burdo con el que nada tiene que ver el film) es el retrato de estos sentimientos tan íntimos y humanos, con un afecto que los personajes descubren por vez primera, entre tanta muerte como la que les rodea, con tanta celebración fúnebre como bombas atómicas, más las pocas sonrisas que sólo una Noche de brujas parece contener. Las imágenes, llegado el momento necesario, van a quedar sin capacidad de decir más. Hasta un último montaje de sonrisas que es contrapunto con el que iniciara la película. Vale agregar: ¿puede filmarse el amor? La respuesta: sí. La pareja protagonista de Restless la conforman Mia Wasikowska ?recuperada del traspié burtoniano que fuera Alicia en el País de las Maravillas? y Henry Hopper, hijo del fallecido actor y director Dennis Hopper, a quien Gus Van Sant dedica, justamente, la película.
LA MUERTE EN ROSA Cuando la lágrima es inducida La última película de Gus Van Sant. Restless, pésimamente titulada Cuando el amor es para siempre para quienes vemos y consumimos en español. Una película perdida y escondida entre páginas de internet, de la que poco se habló, de la que casi ni nos enteramos, y que paradoja mediante, no fue estrenada en las multi-salas de nuestro país, sino que fue directamente exportada y empacada a dvd. La historia de dos adolescentes Indie (tópico por excelencia del director), Enoch y Annabel (Henry Hopper y Mia Wasikowska respectivamente), que se conocen en un funeral ajeno a la vida de ambos, pero que marcará el punto de partida de una relación de amor y comprensión mutua, que tendrá sus días contados a partir de la noticia de un cáncer terminal con el que Annabel tendrá que lidiar. Información que recibimos prontamente y que nos predispone de una manera particular ante un vínculo de amor que recién comienza. ¿Cómo sobrevive y cómo se sobrelleva una relación que tiene su final inminentemente marcado por la fatalidad de la vida? Tema más que interesante de tratar, pero lamentablemente muy maltratado en esta producción. Porque lo que podría ser distinto, no lo es, y porque la angustia de la existencia, no pareciera casi contar en esta película, "rosada" de principio a fin. Tenemos a dos jóvenes en proceso de enamoramiento, a los que pareciera darles lo mismo el saber que en tres meses uno de ellos no va a "estar más". Pero no porque las actuaciones sean malas (de hecho, no lo son), sino porque ningún dejo de profundidad es puesto en escena. No hay preguntas, no hay peleas, ni diálogos que valgan la pena. No se profundiza en el sentir de los personajes y en su proceso o no de aceptación, cuando la historia realmente lo amerita y lo pide. Mia Wasikowska y Henry Hopper, hijo del fallecido actor y director Dennis Hopper, a quien Van Sant dedica esta película. Lo que vemos es un relato superficial, literalmente "de película", en el que no se aprovecha la carga vital que una historia de este tipo podría desarrollar. El claro ejemplo de esto, es la escena en que la "angustia" de Enoch llega a uno de sus clímax, y es entonces cuando lo vemos en el cementerio rompiendo la tumba de sus padres. Y lo pongo de ejemplo porque es en mi opinión un procedimiento simplista, un símbolo vacío y convencional, una forma fácil y ligera de hacer imagen lo que por la cabeza de este personaje realmente pasa o pareciera pasar. Y lo que más se lamenta de una película así, además del hecho de tener al mismo director que supo hacer aquellos tan logrados planos secuencia que construyen aquella gran película que fue y que es Elephant, es el sentir la sensación de cuando una buena historia es mal contada. Porque así como es interesante la pregunta principal que plantea el film, son interesantes los mal aprovechados los rasgos psicológicos de los personajes: el hecho de que Enoch frecuente funerales ajenos de gente desconocida, por el trauma que le produjo no solo la pérdida de sus padres, sino el no poder haber estado en su funeral (cuando los padres murieron, él estaba internado, producto del mismo accidente, al cual pudo sobrevivir); el vínculo y la naturalidad ante la muerte de un personaje como el de Annabel, acostumbrado a las constantes operaciones y al devenir en un ambiente tan particular y frío como lo es un hospital; o inclusive la presencia de Hiroshi, el fantasma acompañante de Enoch, que en su vida pasada fue envíado a la muerte como kamikaze en la guerra, y al que lo único que parece interesarle en su actualidad fantasmal es jugar a la "batalla naval". Y el final es otra de las grandes decepciones de esta cinta, porque por más que uno sepa ya a la mitad de la película que todo va a terminar nada más y nada menos que en la muerte, uno espera una resolución un poco más inteligente, más significativa, que diga algo más, que deje algo más. Pero no. Lo vemos a Enoch a punto de dar un discurso en el funeral, con los momentos de felicidad de Annabel intercalados por medio de flashbacks. Recurso fácil e inducido, como el conjunto de la película en sí. Como la música, como los diálogos, como la prescindible escena de la noche de "Halloween". Y hablo de inducir, porque es una película que carece de lo sutil, que se sustenta en el manejo del espectador, que lo induce a la lágrima, sin dejarlo preguntar, sin dejarlo pensar más que, lo puro que pareciera ser el amor así visto y así mostrado en la pantalla. Planos publicitarios. Imágenes que bien podrían formar parte de las nuevas tendencias de la temporada de invierno 2012. En síntesis: un film con buenas ideas, fatalmente llevadas a la práctica. Desde el guión y desde la puesta en escena. Una gran brecha que se abre entre historia y relato, porque tenemos una historia interesante, a la que realmente se le podría sacar el jugo, pero que finalmente es relatada de mala manera, cayendo en la cursilería y en los clichés de cualquier comedia comercialmente romántica. Chico-chica, se conocen, se enamoran, se pelean una vez, y se terminan casando rodeados de todos los "simpáticos" personajes secundarios. Aquí no tenemos este final, pero están puestos todos los condimentos en la mesa para que la sensación del espectador, muerte mediante, no diste de eso. Pero con lágrimas para todos, claro está.
Enoch, un joven de diecisiete años que parece un muñeco de torta, ingresa a un funeral. Observa con distancia todo lo que ocurre y escucha, también con distancia, los discursos de despedida. Sólo unos segundos después descubrimos que no lo une ninguna relación con el difunto. El joven encuentra a otra intrusa; Annabel, una chica de aproximadamente su misma edad, vestida como para acompañarlo en la cúspide de la torta. Ambos son turistas y pasean por funerales sin ninguna razón clara, como indagando una experiencia lejana. En esta primera secuencia, la película presenta distancias enormes, tanto de los personajes frente a lo que sucede en su entorno como de los personajes entre sí. Sin embargo, Enoch y Annabel empiezan a pasar más tiempo juntos y descubren varias cosas del otro. Hace un tiempo, Enoch perdió a sus padres en un accidente de tránsito y ni siquiera pudo despedirse. Annabel sufre una enfermedad que, según los médicos, es irreversible y la va a matar en pocos meses. La distancia inicial se rompe y encuentra otros riesgos, posibles atajos narrativos que podrían terminar en un mal melodrama. Sin embargo, Gus Vant Sant sale airoso una vez más y entrega un relato que se ubica en la distancia justa, mérito también de un trabajo actoral medido y de una música casi omnipresente que instala un clima melancólico. Cuando llegamos a esta instancia resulta casi imposible no remitirse a los universos creados por el director en los últimos años. Al menos en tres de sus mejores películas, los protagonistas son jóvenes que se relacionan con la muerte de diferentes maneras. Desde Elefante -su obra maestra-, en la que hacía desfilar a los personajes por eternos planos secuencia mientras se acercaban a un final prematuro, pasando por Los últimos días, la versión retorcida de un Kurt Cobain que habitaba la muerte antes de morir, hasta Paranoid Park, la historia de un chico que accidentalmente mataba a un guardia ferroviario y decidía no contárselo a nadie. En Restless ocurren cosas parecidas. Enoch no puede superar la muerte de sus padres y Annabel no puede comprender que está cerca de ella. La dificultad de relacionarse con la muerte parece insuperable y los suspende fuera del espacio y del tiempo. Ese es el gran mérito de la película y de aquellas mencionadas más arriba. Son obras que no se asientan nunca sobre la tierra sino que construyen una suerte de universo paralelo y que, como en Restless, tienen una lógica emocional y distante a la vez. En la última escena, cuando ya esta todo dicho, Gus Vant Sant nos regala un rostro callado y nos dice que sólo queda escuchar The fairest off de seasons cantada por Nico, una mujer que tampoco pertenece al pasado, ni al futuro, ni al presente, sino a la dimensión desconocida que algunos llaman cine.