De la opera prima de Mazza ya escribí en varios momentos (tras su presentación en el BAFICI y en Venecia) y en distintos medios. Este austero melodrama rural sobre una enigmática cantante de un pueblo perdido de Entre Ríos fue rodado a pulmón, casi sin recursos, y con un resultado sorprendente por su intensidad y personalidad. Un joven extraño y perdido llega a un bar/cabaret de pueblo y queda subyugado por una misteriosa cantante (Gabriela Moyano, toda una revelación). Una película sobre amores obsesivos, construida a base de climas y pequeñas observaciones, que trabaja en los límites imprecisos entre la ficción y lo documental.
Algún lugar en ninguna parte El amarillo, ópera prima de Sergio Mazza, se estrena en el Malba y el Arte Cinema junto a Gallero, su segundo film. Relato denso pero agradable al que hay que darle tiempo para apreciar su encanto, así como le sucede al protagonista con los demás personajes del film. El amarillo es el nombre de un cabaret de mala muerte situado en las afueras de un pueblo entrerriano. Allí llega un extranjero (Alejandro Barratelli), del cual no sabemos absolutamente nada. El hombre quedará impregnado por el lugar y sus habitantes, al igual que por la bella cantante que interpreta Gabriela Moyano. Entre ellos nacerá una particular relación. Sergio Mazza narra a través de los ojos de su protagonista el cotidiano día a día de los habitantes de El Amarillo. Cada persona que llega al lugar valoriza la belleza del sitio por más decadente que sea. El director nos introduce a través de planos largos y morosos en este universo, para describirnos el acontecer de los lugareños, resaltando lo atractivo en semejante espacio olvidado –y abandonado- del mundo. El director construye un relato cansino pero agradable, la frescura de sus criaturas nos permiten conocer El Amarillo. A partir del protagonista, accedemos a este mundo ripsteniano. Pero Mazza, a diferencia de Ripstein, salva a sus interlocutores de la perdición, mostrándolos como seres en su accionar, sin juzgarlos jamás y admirando lo que tienen para dar. Es así como el extranjero recibe el rechazo constante –inicialmente- de los habitantes, y poco a poco, se va ganando su espacio a fuerza de perseverancia y comprensión. Esa perseverancia y comprensión deberá tener el espectador frente a la obra de Sergio Mazza, para poder rescatar sus virtudes y adaptarse a su ritmo. No diga que no le avisamos.
El amarillo, filmada con extrema austeridad, transcurre en La Paz, Entre Ríos, y tiene un registro casi de documental antropológico, con permanente utilización de la cámara en mano. El protagonista masculino (Alejandro Barratelli) es un porteño que llega a esa zona del litoral -nunca sabremos por qué ni su historia, salvo que sufría problemas respiratorios de chico- y se acerca a una misteriosa mujer que toca la guitarra y canta en un bar prostibulario. La música, compuesta e interpretada por Gabriela Moyano, que hace el papel de la mujer del cabaret "El amarillo", es central en el filme. Como también lo hace en Gallero, Mazza narra con pocos trazos y extrema naturalidad un melodrama rural, mientras transmite con eficacia y belleza la atmósfera local, muchas veces rústica, rica en matices cromáticos: en El amarillo, el espectador puede experimentar el calor, la humedad, los sonidos del campo, la resignación siestera, cierta catarsis colectiva, nocturna, a puro chamamé y lucecitas de colores. Bajo su capa melancólica, la película, basada en sutiles observaciones, tiene destellos de humor. Su ritmo es deliberadamente moroso y marca un estilo de vida.
El amarillo, debe juzgarse como un ejercicio a propósito de la siesta entrerriana, una carta de presentación algo fallida de un cineasta que, no obstante demuestra, por un lado, una interesante elaboración estética en función de un eje dramático, pero por el otro lado tiene una resolución no demasiado feliz. Se trata de una muy pequeña historia de pasiones entre Amanda (una destacable Gabriela Moyano), una mujer que canta con profunda melancolía en un burdel y un no menos enigmático forastero que intentará conocerla. Lo que ocurre es que el relato se extiende sin necesidad (quizá se hubiera ajustado mejor al formato de corto), deviene reiterativo y termina siendo víctima de ese exceso sumido en lo oscuro del entorno. Quizás el peor defecto sea entender como necesarias situaciones cuyo principal atractivo tiene que ver con una atmósfera que, hay que reconocerlo, es hipnótica. A pesar de esta suma de debilidades, la ópera prima de Mazza tuvo un largo recorrido festivalero (la semana de la crítica en Venecia, el festival de Locarno; el del Bafici, donde recibió una mención especial del jurado a la actuación y un merecido premio a la música, y Mar del Plata), que facilitó a su autor la realización casi de inmediato de un segundo largometraje.
Un porteño que mira hacia el interior Rodada una en Entre Ríos y la otra en Catamarca, El amarillo, de factura muy casera, es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero, el opus 2 de Mazza, ofrece un excesivo pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. ¿Quién es Sergio Mazza? El estreno conjunto de El amarillo y Gallero permite empezar a contestar una pregunta que en los últimos años circuló en ámbitos muy reducidos. El de los festivales, concretamente. Opera prima de Mazza, El amarillo resultó, tres años atrás, uno de los descubrimientos de la 21ª edición del Festival de Mar del Plata. De allí pasó al Bafici y llegó más tarde a Venecia, Viena y Locarno. Fue nuevamente en Mar del Plata, a fines del año pasado, donde Mazza (recibido en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido y con formación en Artes Plásticas) presentó su opus 2, Gallero. Es una muy buena iniciativa, por parte del Malba y Arte Cinema, estrenar ambas películas en forma coordinada, ya que ello permite hacer foco en lo que constituye, hasta la fecha, la obra “completa” de un cineasta en pleno desarrollo. Siendo Mazza porteño, su cine se localiza, hasta ahora al menos, en el interior. El pueblito de La Paz, Entre Ríos, en el caso de El amarillo, y varias localidades catamarqueñas, en el de Gallero. Ambas se inscriben resueltamente en lo que podría denominarse “minimalismo rural”. De factura netamente casera, El amarillo es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero ofrece un pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. En ambas hay, antes que historias propiamente dichas, embriones de historias posibles o tal vez ni siquiera eso. Hay el encuentro entre un hombre y una mujer. Encuentro que en El amarillo aparece marcado por una tensión sexual que la atraviesa de punta a punta y que en Gallero adquiere el carácter de una lenta e indefectible inminencia. La tensión de El amarillo –que no es sólo sexual, sino también cinematográfica– reconoce una fuente notoria, que lleva el nombre y apellido de Gabriela Moyano. Actriz, cantante, compositora y letrista, esta huesuda morocha constituye uno de los grandes hallazgos no sólo de Mazza, sino del reciente cine argentino en su conjunto. Dueña de una sexualidad hipnótica pero desganada, de un timbre cavernoso y de un hablar raspado, Moyano –ganadora de una Mención Especial en el 8º Bafici– parece, en El amarillo, una femme fatale de cine negro de los ’40, extraviada en un bolichón rasposo del Litoral. Le basta sacarse un zapato, perezosamente, al costado de un plano general, en medio de una cocinita de tres por cuatro, para que la mirada del espectador se clave, a la distancia, en su pie izquierdo. Ni qué decir de cuando agarra la guitarra y, sentada sobre un tablón, con un montón de botellas de gaseosa tamaño familiar por único atrezzo, frasea unas milongas tristonas y unos boleros melanco, cuyas herméticas letras parecen como de otro planeta. De otro planeta es también la tensión que esa presencia genera, en un entorno que, de no ser por ella, sería rotundamente mustio. La cámara, como contagiada de la pereza siestera del lugar, toma ese entorno tal como es, sin hacerse preguntas. De los personajes se sabe poco, casi nada. Del forastero, que viene “de Olivos” y llegó allí en bote. De Amanda, que está ahí desde hace unos meses. De “El Amarillo” (nombre del boliche), que en él, por las noches, los parroquianos bailan chamamés con las chicas. O contratan, si prefieren, “servicio completo”. “¿Tené un cigarrillo, vó?”, pide Amanda, como los presos de la cárcel. “¿Va’ queré algo má, vó?”, pregunta después. Mazza no filma el paisaje: lo da por supuesto. No sucede lo mismo en Gallero. Filmada en un digital de alta definición sumamente pulido, en Gallero se siente la mirada del forastero, no ajena a cierta voluntad de embellecimiento. Una voluntad que choca con la aridez del paisaje y de la gente. El del título es Mario, trabajador golondrina parco y solitario, dedicado casi exclusivamente a sus gallos de riña. Julia le lleva unos treinta años, alguna vez perdió a toda su familia en un accidente y tampoco es de hablarse todo. La cámara observa a distancia un acercamiento que de tan lento se hace casi imperceptible, acoplándose a esos tiempos. Circunstancialmente Mazza da entrada, mediante inserts, a breves –tal vez inadecuados– sueños y fantasías de los personajes, así como a ciertas fotos posadas que recuerdan el pop pobre del fotógrafo Marcos López. Un colega definió a Gallero como un posible cruce entre El romance del Aniceto y la Francisca y Japón (por la relación, eventualmente sexual, entre el cuarentón y la septuagenaria) y está claro que dio en el clavo. No sólo por la justeza de las referencias, sino por el propio hecho de que la segunda película de Mazza parecería recorrer caminos cinematográficos menos singulares que la primera.
Una buena y una mala. En algún momento habrá que hacerle algo de justicia y reconocer, al final, algunos de los frutos de aquella despareja experiencia colectiva de hace unos años que fue el film A propósito de Buenos Aires y la capacidad de Rafael Filipelli como principal factotum de todo el asunto. A los nombres de Matías Piñeiro y de Manuel Ferrari que surgieron de allí, y de quienes se vieron en el 2009 Todos mienten y Como estar muerto/cómo estar muerto respectivamente, se suma ahora el del sorprendente Sergio Mazza, que oficiaba en aquella película de asistente de dirección y que ahora se estrena como director. Resulta que Mazza presenta en esta oportunidad no una sino dos películas en la misma semana: El amarillo (2006) y Gallero (2008). Es cierto que los designios de las distribuidoras han probado a esta altura con creces ser inescrutables, pero también que la desfachatada y caprichosa geometría de la distribución se muestra cada vez más regida por una lógica absurda, contraria al interés de casi todo el mundo. Lo notable es que el espectador curioso y ávido de novedades (a la nada reprochable falta de antecedentes del director se suma el hecho de que las películas fueron lanzadas prácticamente sin promoción de ningún tipo) puede, si tiene tiempo y ganas, pasarse una tarde sumergido en dos versiones del mundo de un mismo cineasta. El amarillo resulta una verdadera curiosidad, una pequeña obra maestra secreta cuya modestia e invisible ambición corren parejas con su carácter auténticamente libre e iconoclasta. La acción transcurre en un piringundín de un pueblito de la provincia de Entre Ríos, al que en la primera escena vemos arribar a un hombre en un bello y largo plano nocturno que se encarga de establecer parte de la arrebatada poética de la película. Mientras la cámara lo sigue caminando por la oscuridad hacia una fuente de luz que refulge en medio de la noche, se oye de pronto una canción a guitarra y voz. La música funciona como acompañamiento de fondo de la marcha del hombre, hasta que en un violento primer plano vemos a la mujer que la está interpretando dentro del lugar al que el hombre se dirige: una cara enmarcada en luz roja, puro misterio, a la que el director no rehúsa acercar la lente hasta exhibir incluso los poros de su piel. En breves contraplanos, caras de hombres en la oscuridad del local que asisten impertérritos, mientras ella desgrana una canción tras otra como una letanía. Es que, sorprendentemente, El amarillo es eso, al final: una película con canciones en la que todo posible argumento se disuelve para dar paso a la inesperada vitalidad y frescura de la música. Por un momento, casi como si le pasara por la mente la idea de un western pero solo para dedicarse enseguida a pulverizar convenientemente su dramaturgia, Mazza sigue los intentos del recién llegado para hacerse valer en ese sitio olvidado, que no es tanto que lo rechace sino que olímpicamente lo ignora. Mientras, la película hace surgir una comicidad lunar derivada de la incongruencia entre la torpeza del hombre y el hosco recibimiento que se empeñan en dispensarle las mujeres del lugar. Sin embargo, igual que el espectador, el tipo se ha quedado extasiado con la cantante del prostíbulo desde la primera vez que la vio. Ella se le hace la difícil, hasta que de pronto deja escapar una sonrisa en medio de algo parecido a una charla. El hombre es un verdadero pelmazo y la mujer parece un hueso más que duro de roer. Con discreta amabilidad, el director dispone el remoto humor de la película en las escenas diurnas y reserva para la noche lo que en verdad importa en El amarillo: esa mujer y sus extraordinarias canciones, pero no solo ella. La cantante, compositora y actriz (a quien no conocía hasta ahora) se llama Gabriela Moyano y descuella por partida triple y se convierte en el motivo central de la película. Además, como generoso bonus, la película exhibe la genuina destreza para el canto de varios lugareños en un largo pasaje bañado por una desusada autenticidad y una emoción realmente inesperada y original. Como en un poderoso acto de fe, la película de Mazza convierte la inasibilidad terminal de sus escenas en estilo, a fuerza de insistir en el conmovedor y misterioso balbuceo de sus planos y en el modo en el que se las arreglan para fluir grácilmente alrededor de la música. Y ahora vamos a la oración con la que comienza esta nota. Es muy curioso el caso de este director. Si en El amarillo destacan la belleza y la gracia, su siguiente película, por el contrario, resulta inesperadamente insípida y afectada. Ambientada en un pueblito perdido (una especialidad del autor), pero esta vez ubicado en Catamarca, Gallero empieza también con la llegada de un hombre, un experto en gallos de riña al que alude el título. Al poco tiempo conoce a una mujer mayor a la que hace algunos arreglitos en la casa. La relación que se establece a partir de allí entre los dos se basa en un mutismo casi absoluto que de a poco va cediendo el paso a breves, casi imperceptibles muestras de afecto. De manera inopinada, cada tanto el director hace irrumpir en la acción unos planos de un onirismo de entrecasa (muy feos, por cierto), con los que el trato entre el hombre y la mujer parece adquirir una consistencia vagamente simbólica, como si se hubiera decidido a suplantar las frágiles, inextricables imágenes de El amarillo por otras en las que el cine se confunde con la automática ilustración de una idea literaria. Cuando el espectador ve la torpe escena de sexo que protagonizan el hombre y la anciana se le prende la lamparita y se acuerda de Japón, la película del mexicano Reygadas, que comparte con Gallero su impostada solemnidad, su paisajística indie qualité y sus efusiones pseudorreligiosas dispuestas a la disparada y con el mayor grado de gravedad imaginable. Un par de escenas con gallos dándose picotazos aportan por su parte la cuota de crueldad pintoresca que no desentonaría tampoco en una película de Reygadas. No sé qué esperar de una nueva película de Mazza. Está claro que el hombre no es un cineasta que admita pronósticos fáciles, aunque en verdad no resulta muy alentador el hecho de que de sus dos películas la mala sea la segunda. Si El amarillo fue un feliz accidente no lo sabemos todavía, habrá que ver. Gallero, en cambio, parece seguro el fruto del cálculo y de la astucia, cualidades que no son muy recomendables para el cine, me parece.
El amarillo, de Sergio Mazza, una película argentina de 2006, que pasó por el festival de Mar del Plata y el Bafici, que cuenta la historia de alguien que llega a un pueblo del Litoral. El amarillo tiene un tono particular para descubrir no solamente a sus personajes sino también y sobre todo el paisaje. Este párrafo que sigue lo escribí cuando vi la película en 2006: “La ópera prima de Sergio Mazza diseña un territorio hecho de una pareja protagónica, música que entra en los momentos precisos y se hace valiosa, un río entre el paisaje y una bienvenida conciencia de que el ascetismo narrativo de alto vuelo no impide la empatía, la calidez ni la poesía.