Los sonidos de mi amor En El loro y el cisne (2013) Alejo Moguillansky construye dos películas dentro de una. Un documental sobre danza contemporánea derivará en la historia de amor entre el sonidista y una actriz-bailarina, donde ficción y documental producen cruces permanentes rompiendo los límites que separan ambos géneros. El loro (Rodrigo Sánchez Mariño) es sonidista y trabaja para una productora que está realizando un documental sobre danza contemporánea en Argentina. Luciana (Luciana Acuña) es una actriz-bailarina que interviene en ese documental. Poco a poco entre ambos nacerá una extraña amistad que a medida que el tiempo avance se irá transformando en una idílica historia de amor. Alejo Moguillansky trabaja la primera parte del film entrelazando lo que sería la filmación del documental con testimonios de diferentes bailarines y coreógrafos del Teatro San Martín, el Teatro Argentino de La Plata y el Ballet Folklórico Nacional, mientras por otra parte va presentando a los diferentes personajes que forman parte del detrás de escena del rodaje. Pero cuando entra en acción el Grupo Krapp el relato comienza a mutar paulatinamente hacia una ficción, aunque siempre aparecerá lo documental, para centrarse en la historia de amor entre Luciana, la actriz, y Loro, el sonidista. El loro y el cisne se sale de toda solemnidad estética y narrativa para construir un relato original, dinámico, cargado de humor (y amor) con una estructura que se aleja de todos los lugares comunes a los que muchas veces el cine recurre por sus propios vicios. Alejo Moguillansky ya había demostrado con Castro (2009) ser un realizador con una búsqueda diferente dentro del llamado Nuevo Cine Argentino, algo que ahora revalida con un relato mucho más narrativo pero que cruza permanentemente la ficción y lo real, sin que el espectador sepa muy bien que es cierto y mentira dentro de lo que se le está mostrando. Es inevitable encuadrar a El loro y el cisne dentro de la llamada escuela de Mariano Llinás cuya empresa produce el film. Un nombre que ya es marca registrada y que se asocia a un cine argentino que "cuenta historias" pero que las muestra de una forma no convencional. Algo no muy frecuente dentro del Nuevo Cine Argentino más preocupado por como muestra lo que no cuenta.
En qué baile me metí... Sobre el director: Nació en Buenos Aires, en 1978. Dirigió La prisionera (2006, con Fermín Villanueva) y Castro (ganadora de la Competencia Argentina en el BAFICI 2009). Como montajista trabajó con Mariano Llinás, Albertina Carri y Juan Villegas, entre otros. En este nuevo trabajo del director de Castro conviven -no siempre con armonía- varias películas: es un film sobre la danza (y las compañías de danza); sobre el cine (con un equipo de rodaje que está haciendo un documental sobre ballet contemporáneo y “vanguardista”); y, finalmente, sobre el amor entre personajes que vienen bastante golpeados por la vida. El problema principal de El loro y el cisne es que las escenas de danza (y sobre la trastienda de bailarines y coreógrafos) no son particularmente inspiradas y, por lo tanto -sobre todo durante la primera mitad- resultan demasiado largas. El protagonista, Loro, un sonidista abandonado por su novia (que se va llevando progresivamente cosas de la casa que compartían), es poco atractivo; y el humor con que se aborda el mundillo del cine (con las imposiciones de los productores extranjeros) tampoco resulta particularmente ingenioso. Sin embargo, en la segunda parte aparece en escena Luciana, bailarina de una de los troupes de danza-teatro retratadas en el documental en que Loro participa, y la película adquiere una dimensión humana, una intensidad emocional y un humor negro y absurdo que mejoran bastante la cosa. Entre ellos hay una creciente atracción, pero tampoco pasa demasiado. Hasta que, después de unos meses, ella vuelve embarazada. Ambos deberán enfrentarse a sus nuevas realidades y tomar decisiones de vida que venían postergando. Como siempre, Moguillansky hace gala de un indudable virtuosismo y de una gran libertad formal (se permite, por ejemplo, insertar una escena dentro de otra). Hay momentos, atisbos, irrupciones de gran cine dentro de una película algo caótica, derivativa, mutante, que tarda mucho en encontrar un eje que pueda sostener el relato. Cuando lo hace -quizás un poco tarde y con una trama algo convencional de comedia romántica (el chico que sale corriendo a encontrar a la chica)- la película nos sumerge en ese universo de sensaciones íntimas de gente que sale de su encierro interior en busca del amor. (Esta reseña fue publicada durante la cobertura del BAFICI 2013)
Cuestión de oficio Rodrigo Sánchez Mariño, el protagonista, es además el director de sonido. Y actúa al mismo tiempo que microfonea. Pero a pesar de ese marco de irrealidad, se hace un retrato “realista” del personaje. El sonido es fundamental en la trama y el devenir de El loro y el cisne, tercera película del argentino Alejo Moguillansky, tal vez tan importante como en pocas películas lo fue antes. Seguramente, aparecerán títulos en los que el trabajo con el sonido, los efectos y la edición son notables, incluso obras maestras de lo sonoro aplicado al cine, pero en ningún caso el sonido fue tan relevante dentro de la estructura narrativa como en El loro y el cisne. Sucede que el protagonista es además el director de sonido de la película. Se podrá decir que no es nuevo que un miembro del equipo se encargue de varios rubros técnicos o artísticos en la producción de un film: sin ir más lejos, el propio director oficia acá de guionista y montajista. Pero no es lo mismo, porque en este caso Rodrigo Sánchez Mariño realiza ambas tareas de manera simultánea. Es decir, actúa su personaje (el Loro del título) al mismo tiempo que microfonea y graba el sonido directo de todas las escenas. No sería extraño que algún lector necesite releer lo recién expuesto, pensando que hay algo que no entendió bien o que la información ha sido mal expresada, pero no. Es exactamente como se ha dicho y no hay problema en explicarlo con mayor detalle: el actor que encarna el papel protagónico literalmente carga y usa su equipo de sonido, incluyendo los aparatosos micrófonos que se utilizan en cine, la grabadora portátil y los auriculares, durante casi la totalidad de las escenas que componen la película. Una premisa tan absurda que puede parecer imposible, infilmable y hasta anticinematográfica, y sin embargo ahí está El loro y el cisne, que este año fue parte de la Competencia Argentina del 15º Bafici. Caso extraño de juego del cine dentro del cine, la película comienza retratando a un reducido equipo de rodaje que se dedica a filmar material para una serie de documentales sobre danza financiados por una productora de Miami. El Loro es el encargado del registro sonoro y al principio, mientras el equipo se aboca a la tarea de recolectar escenas de los ensayos de diferentes cuerpos de ballet, la cosa pasa inadvertida, porque es lógico que el sonidista vaya de acá para allá con su equipo a cuestas. Pero cuando el Loro no deja de actuar del mismo modo durante las escenas de su vida, las discusiones con su novia (una chica obsesionada y celosa), o las charlas con los amigos en un bar, el efecto sobre quien observa como espectador es tan desconcertante como cómico. Como el psicólogo que no puede dejar de analizar a quienes forman su círculo íntimo, el caso del Loro es el non plus ultra del tipo que vive con su oficio a cuestas. Pero a pesar de ese marco de irrealidad, salvo contados detalles que vienen a oficiar de excepciones que confirman la regla, Moguillansky hace un retrato perfectamente realista de la vida de su personaje. De sus de-sengaños y de cómo poco a poco va enamorándose de Luciana, una bailarina que forma parte de un grupo de “danza contemporánea” tan ridículo como posible. Que la película comience dentro del ámbito de la danza no es un elemento menor. Por un lado, porque la estructura del relato intenta replicar el dispositivo narrativo de una pieza de ballet (en este caso, El lago de los cisnes, de Tchaikovsky, algo que la película manifiesta con humor y abiertamente). Por otro, hay un indudable trabajo coreográfico en muchas de las escenas para hacer posible que este personaje pueda integrarse a la realidad con su equipo a cuestas y que todo el movimiento se vea natural. Aunque tiene un primer tercio muy innovador, donde parece que cualquier ilusión es posible, pronto el relato va perdiendo sorpresa hasta estabilizarse e incluso, en algunas escenas sobre el final, llega a olvidar su premisa distintiva, como si no consiguiera estar a la altura de la brillantez del inicio. Y aunque no deja de ser una comedia encantadora, queda la sensación de que El loro y el cisne pudo haber sido una película de verdad notable.
Esta curiosa e intrigante película del director de CASTRO recupera en parte la forma lúdica de acercarse a lo cinematográfico de aquel filme, pero sin el particular sistema (“todos corren”) que aquella tenía, aunque aquí podría ser reemplazado, al menos al principio, con un “todos bailan”. Moguillansky parece disfrutar los cuerpos en movimiento -en veloces movimientos-, algo que es muy inusual en un cine como el argentino en el que todo el mundo parece moverse en cámara lenta, a la mitad de la velocidad normal. Ese movimiento dentro del cuadro se extiende a lo narrativo: EL LORO Y EL CISNE es una película que, usando lenguaje coloquial, se puede decir que todo el tiempo se va por las ramas, se fuga de sí misma, no se deja atrapar. Y eso, que en una primera instancia descoloca -ya que uno se acomoda a un tema y a unos personajes y al rato todo cambia-, se aprecia más y mejor al finalizar el filme y repasando sus desvíos y juegos. El filme empieza centrándose en un equipo de filmación que rueda un documental sobre danza para una cadena de televisión norteamericana. Los vemos filmar y entrevistar a responsables de varios ballets, en lo que parece ser un juego entre documental y ficción, ya que el eje está puesto en las desventuras del equipo, con el sonidista, un hombre con problemas de pareja, como personaje principal. Filmando a uno de esos grupos (el Krapp) conoce a una de las bailarinas con la que inicia una relación bastante poco convencional. LORO 3De a poco la película irá escapándose de sí misma, profundizando en la vida de la bailarina (un personaje más interesante que el algo apático sonidista) y siempre manteniendo ese espíritu casi de musical, de teatro absurdo, donde -como dice un personaje- todo parece correrse siempre de las convenciones, como con intención de nunca hacer lo que el espectador espera. Ni de los personajes ni de la narración EL LORO… (que es el apodo del protagonista en un título que juega con EL LAGO DE LOS CISNES) parece un documental y no lo es, parece una película de danza y no lo es, parece una comedia y no lo es, y parece una historia de amor y acaso tampoco lo sea. Al menos no del todo. Es una película juguetona de un director que parece gustar del costado más delirante del cine francés de los ’60 y que hace un arte de la fuga permanente. Lo suyo es una suerte de absurdo reflexivo y casi melancólico (tipo Jacques Tati): una danza de cuerpos que, cada vez que se acercan, siguen de largo y se chocan, para alejarse y volverse a acercar y a chocar. Contra sí mismo, o contra otro cuerpo…
El comienzo desorienta rápidamente; la película pasa de una filmación de un documental salpicado con gags discretos a la inclusión de fragmentos que no se sabe bien a cuál de los dos films pertenecen, si al que se encuentra en rodaje o al que estamos viendo en la sala. El loro y el cisne se mueve así, con un ojo disperso pero atento a los detalles: dos de los integrantes de la compañía de ballet contemporáneo parecieran estar claramente actuando sus papeles, pero cuando llega el momento de los ensayos, tocan sus instrumentos, cantan y bailan totalmente incorporados a la escena, como si algo de esa mentira calculada que es la ficción alcanzara a dar con el clima justo de lo que se cuenta. El recorrer la historia y sus espacios disímiles tomando un camino sinuoso e incierto es la operación central que despliega el curioso dispositivo narrativo de Alejo Moguillansky. Incluso el conflicto romántico, verdadero corazón del relato, está construido con cierta despreocupación por las convenciones del género y hasta por una narración medianamente lineal: el guión nos informa cosas más de una vez hasta volverse redundante (las escenas de Loro y Valeria), o deliberadamente fragmenta el progreso con Luciana (la bailarina de la que se enamora el protagonista) hasta que la relación resulta confusa y el relato acaba por ubicarnos en un lugar de cercanía con el personaje: como Loro, nosotros tampoco sabemos muy bien qué le pasa a Luciana con él. La película huye de cualquier clase de sistema o de estructura que aporte alguna clase de previsibilidad, siempre opta por el desvío impensado. El resultado es un cine que procede de manera irregular y siempre ateniéndose a su programa inicial: a una masculina charla entre amigos que hablan de mujeres puede seguirle una escena en la que Loro quiere seducir a Luciana haciéndose el payaso; el realismo de las escenas filmadas para el documental se choca con el “efecto especial” que realiza el protagonista cuando cambia de escenario mágicamente en el plano y sorprende a Luciana. El loro y el cisne se convierte en un cine capaz de contenerlo todo, aunque a veces esa atípica apertura hacia lo imprevisto termine por restarle solidez a los personajes y acabe por transmitir la sensación de que la película no se compromete del todo con sus criaturas; como si, a fin de cuentas, le diera más o menos lo mismo que alcancen sus metas y sean felices. Sin embargo, de esa voluntad por dejar entrar elementos extraños a la trama quedan los momentos de documental del comienzo; momentos en los que la película, lejos de la ficción y de la búsqueda de expansión de sus herramientas narrativas, se permite reposar sin sobresaltos en los cuerpos en movimiento de los bailarines y en los ensayos de las obras. Allí, en ese particular pedazo de metatexto, Moguillansky, quizás despreocupado por no tener adosarle ninguna clase de juguete cinematográfico a la historia, logra captar algunas imágenes de una belleza y una frescura notables que habrán de reverberar en las escenas restantes.
Poco atractiva historia de un sonidista con su caña Lo primero que vemos es la reproducción a cámara de una carta de mujer ofendida con el novio. Salvo lindo, le dice de todo. Cuando al fin se despeja la carta y vemos al sujeto propiamente dicho, comprobamos que tiene razón. Ese tipo, irónicamente apodado Loro por lo poco expresivo, es un autista vocacional, un pelmazo desatento, el ser más inapropiado para la vida en pareja. Pero la recriminadora tampoco es la mujer ideal. Esa vendrá mucho después, con pinta de patito feo buena onda que ante sus ojos se convierte en Cisne. Y ahí el Loro habla, con ternura y lucidez inesperadas. Paradójicamente, no lo escuchamos. No importa. Lo escucha la interesada y ambos actuarán en consecuencia, o al menos eso es lo que cabe esperar. Eso, en cuanto a la historia. Respecto al modo en que está hecha, cabe esperar todavía menos, aunque los panegiristas la proclamen como una comedia de enorme virtuosismo, profundidad, audacia formal y cuanto otro calificativo elogioso encuentren en los catálogos de venta de los festivales snobs. La verdad, se trata de una sucesión de episodios sueltos y registros documentales que se van entremezclando sin mayor gracia hasta encontrar un tono medianamente atractivo recién cuando está terminando, eso es todo. Los episodios ilustran la vida sentimental y laboral del Loro, que es sonidista de un equipo de filmación y anda todo el día con la caña del micrófono, los auriculares puestos y demás parafernalia (suerte que no es montajista, sino andaría con la mesa de edición hasta en el colectivo). Los registros corresponden a ensayos de cuatro cuerpos de ballet: el Clásico del Teatro Argentino de La Plata, el Contemporáneo del Teatro Municipal General San Martín, el Folklórico Nacional, y unos modernosos medio raros. Lo mejor de esa parte es cuando el maestro Mario Galizzi, director artístico del Clásico, se pone a contar como de entrecasa el argumento de "El lago de los cisnes". Ahí, de veras, dan ganas de seguir escuchando. Pero la película no nos deja. Autor, Alejo Moguillevsky. Protagonistas, Laura Acuña (su esposa en la vida real) y Rodrigo Sánchez Mariño (sonidista en la vida real y en esta cinta en particular). En la banda sonora, Chaicovsky, Carl Orff, Pedro Maranessi con la hermosa marcha "Avenida de las camelias", Mariano Prietto, Fernando Tur, Gabriel Almendros y la Mona Jiménez, que se escucha muy poquito.
La danza, en clave de humor El mundo de la danza es desacralizado por el documentalista Alejo Moguillansky a través de esta película, en la que mezcla elementos de ficción y el documental. En clave de absurdo, muestra lo que ocurre con un equipo de rodaje, cuyo director intenta hacer un registro fílmico para enviar al exterior, de las compañías de ballet clásico, contemporáneo y folclórico, que forman parte de organismos oficiales, como el teatro Argentino, de La Plata; el Ballet Contemporáneo del San Martín, o el Ballet Folclórico Nacional. A estos se unirá después el grupo de danza-teatro Krapp, con la coreógrafa Luciana Acuña. ALGO ATIPICO Mientras por un lado se intenta otorgarle a las imágenes de los ensayos de las distintas compañías, una impronta de humor, incluso con Mario Galizzi (del teatro Argentino, de La Plata), explicando frente a la cámara de qué trata el ballet "El lago de los cisnes"; paralelamente se muestra lo que ocurre en el equipo de filmación, cuyo sonidista, al que se conoce como Loro (Rodrigo Sánchez Mariño), vive los instantes de una separación y se siente atraído por la coreógrafa Luciana Acuña. "El loro y el cisne" es un documental atípico, en el que Moguillansky se interroga sobre por qué a veces los procesos creativos, se mezclan con las historias personales y al revés.
Cuerpos en fuga La tercera película del realizador Alejo Moguillansky, El loro y el cisne, reafirma la misma cualidad que asomaba en Castro y que parece ya una parte constitutiva del estilo del director que tiene que ver con mantener de manera constante algo impredecible, además de su permanente mutación y fuga que se extiende desde lo narrativo hasta los personajes de sus obras. La enunciación, el meta discurso y la ruptura con lo convencional prevalecen tanto en Castro (2009) como en este nuevo trabajo que pone en escena la idea del cine que se filma a sí mismo mientras la vida sigue su curso. La primera sensación apenas comienza la película responde a una sorpresa que ya toma al espectador desprevenido y que en esencia traza un falso rumbo en el relato: la transcripción en pantalla de una carta dirigida al protagonista del film, Loro (Rodrigo Sánchez Mariño) donde su novia Valeria descarga toda su furia y lo trata de denostar con adjetivos calificativos que incluso terminan confesando arrepentimiento por los besos dados. Desde ese inusual inicio rápidamente tomamos contacto con la tarea de Loro en el film de Alejo Moguillansky, el registro de todo lo concerniente al sonido en medio de jornadas de rodaje de un documental para los Estados Unidos que gira en torno al mundo de la danza; a los testimonios de los bailarines y claro está a las conversaciones banales que surgen en el trabajo o en esos momentos de descanso entre los de integrantes del equipo de rodaje, entre ellos el director de cámara (Walter Jakob) o cada uno de los entrevistados para los documentales particularmente aquellos vinculados con una representación de El lago de los cisnes. Entre esos personajes circunstanciales destaca Luciana (Luciana Acuña), una bailarina poco convencional que integra un grupo de danza contemporánea llamado Krapp y que para el film aporta el costado snob pero también el reflexivo desde el meta discurso porque si hay algo que Krapp no tiene es precisamente cohesión y sus performances implican desestructurar al límite la normalidad, desde los movimientos espasmódicos hasta las propias palabras para reinventar el lenguaje. Lenguaje o texto; formas de decir; coloquialismo o retórica absurda atraviesan el universo de este relato que celebra lo lúdico por encima de una estructura narrativa rígida o clásica pero que en ningún sentido cae en una atmósfera de irrealidad a pesar de todos sus virajes, que pasan por el documental hasta un cine de búsqueda permanente que coquetea con el ensayo o la puesta a prueba de ciertos elementos. La particularidad de El loro y el cisne consiste en compartir desde el propio proceso creativo sus limitaciones y desvaríos que pueden resultar algo perturbadores para un público necesitado de otro tipo de historias. Ahora bien, cuando aparece la necesidad del cable a tierra emerge un registro íntimo que bucea por la superficie de cada criatura o personaje desde una distancia adecuada y en ese momento resalta la justeza de los diálogos, las coordenadas sólidas de un guión meticuloso y las ganas de hacer cine que hable, además de sus personajes o de los cuerpos que estos ocupan en una danza de desengaños amorosos, del cine mismo.
Inclasificable y seductora Son múltiples las lecturas que la nueva película de Alejo Moguillansky (ganador de la competencia argentina del Bafici 2009 con Castro) propone. Lo que empieza como una clásica historia de cine dentro del cine termina en el terreno de la comedia romántica, previo paso por una serie de situaciones bien diversas que incluye el resumen argumental del famoso ballet de Chaikovski El lago de los cisnes -cuya trama se entrelaza cuidadosamente con la de los protagonistas de la película de Moguillansky-, los exóticos ensayos de un grupo de danza contemporánea (los Krapp, referencia muy importante del teatro argentino independiente de los últimos años) y hasta algunas entrevistas improvisadas que terminan en flirteos románticos que no prosperan demasiado. Lo que atrapa de El loro y el cisne es la habilidad del director para lograr una convivencia armónica entre varios registros distintos y su inquebrantable apuesta a un humor ligero y juguetón. Ya en Castro Moguillansky había exhibido sin tapujos esa voluntad lúdica, pero esta vez ha sumado también una serie de capas temáticas que enriquecen mucho la narración. Aparece, por caso, la alusión a las dificultades que enfrenta cualquier colectivo de artistas independientes en esta parte del mundo, un tema que también atravesaba la exquisita obra Por el dinero, estrenada este año en el Centro Cultural Rojas. En este caso, las exigencias para el bizarro grupo de trabajo integrado por un director superado por las circunstancias (gran trabajo de Walter Jakob), un taciturno sonidista que termina una relación y se embarca de inmediato en otra con una bailarina a la que transforma en su propia Odette y un productor extranjero agobiado por las presiones de una productora bautizada oportunamente Capone terminan desarticulando un proyecto de filmación de por sí anárquico. Al tiempo que la historia de amor se va desarrollando con candidez y sensibilidad, debajo de la superficie circula un discurso consistente sobre una manera de entender el trabajo artístico, más relacionada con los impulsos vitales que con las fantasías del éxito en la taquilla y los pingües negocios.
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El loro y el cisne cuenta la historia del Loro, un sonidista que junto con un equipo reducido -un camarógrafo, un director y un productor yanqui- está haciendo un documental sobre la danza. El grupo recorre los ensayos de diferentes elencos de Buenos Aires, desde el ballet del Teatro Colón, pasando por el Ballet Folcrórico Nacional hasta un grupo independiente de danza-teatro. A primera vista, la película parece un documental que usa a la ficción como una excusa para registrar todo el trabajo que implica una puesta de danza. Sin embargo, ya en la primera escena se pueden anticipar algunas de las coordenadas dentro de las que se moverá la película. El Loro lee una carta en un auto estacionado al costado de la ruta mientras se escuchan unas personas que tratan de solucionar un desperfecto mecánico. El contenido de la carta no se nos revela a partir de los recursos típicos: no se recita, ni desde la voz del protagonista ni desde la voz de la persona que la escribió; la cámara no nos deja ver exactamente qué está escrito en ella, si está hecha a mano o si es un texto impreso. En su lugar, cada una de las líneas está insertada sobre la pantalla de la misma manera que aparecían los intertítulos en las películas mudas, sólo que en este caso sobre la imagen del protagonista y no sobre un fondo negro. Gracias a ese recurso, por demás artificial, leemos –y entendemos- que al Loro lo están abandonando. La mujer no sólo le dice eso, sino que enumera varios aspectos que le repugnan de su novio y sentencia la carta diciendo: voy a tratar de hacerte todo el mal que pueda. Inmutable, el Loro desliza su mirada sobre cada uno de los renglones y, al terminar, sale del auto, se acerca al capot e inserta allí su micrófono para registrar el sonido del motor que arranca. La actitud genera un contrapunto con la seriedad de la carta en un recurso propio de la comedia. De allí en más la película se alejará progresivamente de esa primera densidad. La película de Alejo Moguillansky se fuga, en todos los niveles, de la solemnidad que poseen ciertas prácticas, espacios y modos de decir. La inquietud sobre la danza clásica, por ejemplo, está presente en varios momentos, pero finalmente el Loro –y todo el equipo que lo acompaña- encuentra cabida en un grupo mucho más reducido de danza-teatro. Allí, además de un romance, surge un tipo de lazo que no está atravesado por una idea de profesionalismo, en el sentido más acartonado y burocrático de la palabra. El punto central de esta comedia fresca y arriesgada, que se toma todas las atribuciones que puede, es la defensa de un modo amateur de entender el quehacer artístico. La experiencia del arte, para los personajes y para Moguillansky, puede ser intensa pero no necesariamente solemne. Uno puede escarbar en las profundidades de su propia práctica, indagar en las formas y las texturas del cine, del teatro, de la danza o de cualquier disciplina, pero sin perder por eso la capacidad lúdica. Esa parece la máxima que persiguen no sólo los personajes o el director sino también todas las producciones de El Pampero Cine, desde Historias extraordinarias hasta esta última. Lo amateur no implica necesariamente informalidad en las relaciones laborales o falta de compromiso, sino la certeza de que las personas que están cerca no sólo son compañeros de la misma empresa. Cada uno de ellos es parte fundamental de un grupo humano que convive en distintos niveles. Más allá del humor, algunas veces delirante y otras veces sutil, los personajes están para los otros, pueden hablar de lo que les pasa, darse consejos y sacar conclusiones colectivas. El loro y el cisne no es sólo la historia del Loro, ni tampoco la del Cisne, esa mujer hermosa que se lo lleva a San Francisco (Córdoba). Quizás tampoco sea una historia, entendida esta como una estructura con un eje más o menos definido, sino el retrato móvil de un grupo humano que indaga con alegría en las profundidades de una disciplina todavía extraña como la de la danza contemporánea. En algún punto, la película de Alejo Moguillansky es una comedia romántica un poco delirante que piensa con habilidad sobre el arte. Y por otro lado, teniendo en cuenta el aire que permite respirar, se parece a una gran canción pop: no es seria, no es solemne, pisa un terreno reconocible pero de una manera distinta a la vez, se ríe de sí misma y, al final de cuentas, te parte la cabeza.
Publicada en la edición digital #259 de la revista.