"El rostro de la medusa": cara a cara. Premiada en el reciente Festival de Mar del Plata, la nueva película de la directora de "Las lindas" se interroga por aquello que hace a la identidad. “Con todos los ojos ve la criatura lo abierto. Pero nuestros ojos están como al revés, y completamente en torno suyo, la cercan como trampas, alrededor de su libre salida. Sólo sabemos lo que hay afuera por la cara del animal”. La cita de Rainer María Rilke, perteneciente a la octava de sus Elegías de Duino, en el comienzo de El rostro de la medusa refleja en cierta medida el oxímoron del título de la película. Forjada en el fragor del cine documental –sus cortometrajes Aquí y allá y Patio y el largo Las lindas recorrieron gran cantidad de festivales internacionales–, la primera aproximación de Melisa Liebenthal al terreno de la ficción tiene sin embargo un punto de partida y de llegada híbrido, en el cual el registro de lo real y la construcción de una realidad cinematográfica que parte de una imposibilidad física caminan de la mano sin soltarse nunca durante el recorrido. En el texto escrito para el catálogo del Festival de Mar del Plata, donde el film tuvo su estreno mundial y obtuvo el premio (ex aequo) a la Mejor Dirección de la Competencia Internacional, la realizadora recuerda que el concepto central del proyecto “nació de tomar imágenes en zoológicos y acuarios. Comencé a preguntarme por la importancia de la cara y su vínculo directo con la identidad, al tiempo que observaba la ausencia de rostro en muchos animales, como las medusas. ¿Qué pasa cuando no hay rostro? ¿Se puede no ser nadie? ¿Qué hay de liberador en no tener identidad?” Esas mismas preguntas son las que se hace, sin explicitarlas, la protagonista, Marina (la actriz Rocío Stellato), una docente universitaria que anda pisando la treintena y un día descubre que su rostro ha cambiado por completo (el anterior, el de nacimiento, como puede verse en cierto momento, es el de la propia Liebenthal). Luego de una consulta médica poco efectiva, dictar clases, salir a hacer las compras, renovar el DNI –sumun de la identidad en términos legales– e incluso encontrarse con su novio se transforman en circunstancias complejas, inquietantes. Los padres parecen acostumbrarse rápidamente al cambio, pero su abuela se muestra fastidiada. Es que, ¿acaso se puede seguir siendo la misma persona ante los demás cuando es imposible reconocer las facciones de quien se tiene delante? Ese mismo punto de origen narrativo podría sentar las bases de películas muy diferentes: las de una comedia romántica o un relato de ciencia ficción que reflexione sobre la identidad y sus límites. Aquí, en cambio, la realizadora opta por la cruza permanente entre ficción y ensayo, atravesando el registro documental de animales en distintos zoos del mundo –y el de aquellos humanos que los observan– con las escenas de ficción pura y dura, además de otras secuencias que podrían describirse como collages audiovisuales. El rostro de la medusa es original, fresca, por momentos lúdica, y sostiene la capacidad de sorpresa cuando el espectador supone que ya ha aprehendido todas sus formas e ideas. Pero, como ocurre con el rostro de algunos animales, los rasgos del largometraje de Liebenthal mutan de manera constante y resultan difíciles de clasificar.
Creado por Melisa Liebenthal, que colaboró con el guión de Agustín Godoy, es una película que se transforma en un híbrido entre la ficción, el documental y el ensayo. La protagonista en un día de sus treinta años se despierta y cuando se mira al espejo y tiene otro rostro. Desde ese punto de partida que no tiene explicación en el film se abre un camino que transita lo fantástico y lo absurdo, pero también reflexiones audiovisuales en torno a las imágenes y el rostro tanto humano como de otras especies. Preguntas tan inquietantes que tienen que ver con lo que significa una cara, una huella, un nombre y qué realmente nos hace ser como somos. Qué queda de nosotros cuando nos miramos en un espejo y no nos reconocemos. Un tránsito que puede llevarnos a la locura o a reflexionar en profundidad sobre significados fundamentales. “Que rol juegan la mirada propia y la ajena, poner nuestra identidad en juego, elegir, como hizo la directora, a los animales que no tienen cara, que no tienen mirada y que no pueden proyectar su otredad”. Una película personal, jugada e interesante.
En la Competencia Internacional se presenta la última película de Melisa Liebenthal («Las lindas», «Constanza», «Aquí y allá»), una de las cuatro películas argentinas en competencia en esta sección. El argumento es curioso: una joven mujer decide consultar a los médicos que ha pasado con su rostro. Su cara actual no tiene nada que ver con la que solía ser. No hay explicaciones sobre este hecho, simplemente una hinchazón y el cambio repentino de rostro. Marina debe seguir adelante con su rutina pero porta otra cara, otra forma de presentarse ante los demás, otra identidad (por lo menos desde lo visual). Las relaciones con su familia, novio y personas que la rodean se modifica hasta que la mayoría, incluso ella, se acostumbran a esa cara, a esa «nueva» Marina. Liebenthal trabaja el tema de la identidad con frescura, sobre todo en la primera parte de la película. Sin pretensiones narrativas, El rostro de la medusa desarrolla lo que le sucede a este personaje en situaciones cotidianas. El rostro es parte de una persona, pero también lo es su naturaleza, su forma de desenvolverse ante los otros, de comportarse. A través de ciertos recursos técnicos que se vuelven reiterativos y por momentos innecesarios, Liebenthal desarrolla la idea de la identidad en los animales (la cámara se detiene por momentos en las caras de diferentes especies). Esa decisión, incluso arriesgada desde lo narrativo, no resulta efectiva para la película. Quizás El rostro de la medusa hubiera funcionado mejor como un cortometraje, pues su argumento se diluye a medida que los minutos avanzan. El filme no logra mantener la atención del espectador y lo que en un principio resulta fresco y novedoso, se torna monótono y reiterativo. Un argumento interesante que se queda en las buenas intenciones
El cambio de apariencia, un concepto que sabe disparar toneladas de historias, con los más variados enfoques. El rostro de la medusa propone el suyo, y tomando un poco de distancia de las convenciones propias de estos relatos. Desde el primer momento, y sin motivo aparente, Marina (Rocío Stellato) asegura que su cara es distinta a la de siempre. Un hecho que la desconcierta, aunque su familia tarda relativamente poco en habituarse. También implica una alteración en su trabajo como docente universitaria y la relación con su novio. Si bien trata de averiguar más sobre sus flamantes rasgos, comienza a experimentar las ventajas de lucir distinta, y hasta entabla relación con un joven. Desde su ópera prima, el documental Las lindas, Melisa Liebenthal explora la identidad, los sentimientos con respecto a la imagen y cómo uno es percibido por el resto. Sin perder el carácter intimista, aquí da con el formato más ambicioso para plasmar sus preocupaciones. A través de situaciones absurdas que vive la protagonista surgen pasos de comedia, pero nunca deja de haber una reflexión explícita. De hecho, las fotos de las imágenes previas de Marina -algunas veces presentadas mediante animaciones y collages- corresponden a las de la directora. En este sentido, funciona como una extensión de Las lindas. Para completar su tesis de formato ficcional, Liebenthal recurre a los animales. Se aprecia desde el título, y más adelante, casi a modo de separadores entre secuencias, incorpora grabaciones de zoológicos y acuarios. Así se impone el elemento documental. Pese a las intenciones que amalgamarlo con la premisa central, el resultado es desconcertante (al menos, para quien suscribe). Sí encaja mejor la intervención del reino animal cuando el gato de la familia de Marina se pierde y luego ella lo encuentra, para descubrir al rato que es otro felino parecido; otro ángulo de la importancia de la imagen. El rostro de la medusa sale airosa por su audacia y deja en claro que Melisa Liebenthal sigue construyendo una obra tan personal como interesante.
A partir de una anécdota la realizadoras Melisa Liebenthal vuelve a indagar sobre la identidad y los cánones de belleza relatando las peripecias de Marina, una mujer a la que el rostro, por alguna razón inexplicable le cambió de un día para otro. El derrotero de su búsqueda de explicaciones, el humor, y la utilización de archivos personales, logran construir un apasionante relato sobre la vida moderna, en donde la identidad tiene que ver más con lo que el otro ve que con aquello que realmente, e internamente, somos.
El film, que tuvo su presentación mundial en la Competencia Internacional en el último Festival de Mar del Plata, en donde ganó los premios a Mejor Dirección, el de La Mujer y el Cine y el de Argentores, se sumerge en un universo de preguntas que buscan respuestas sobre la identidad, los vínculos y las mirada de los otros.
CLISÉS DEL (VIEJO) NUEVO CINE ARGENTINO La obsesión por los rostros y los archivos familiares que ya se vislumbraban en la anterior película de Melisa Liebenthal, Las lindas, se reitera en El rostro de la medusa aunque con resultados poco convincentes. En esta ocasión, las fotografías de la realizadora, más que un motor productivo, son el telón de fondo para una ficción en la que una joven llamada Marina encuentra que su rostro ha cambiado. Si el punto de partida resulta interesante, el tratamiento da cuenta de un desarrollo donde la idea de exploración pretende ser más importante que contar una historia. Es decir, se trata de esa clase de película donde las intenciones son más relevantes que aquellos que vemos. Y esto se nota en la apuesta, porque más allá de la anécdota central, hay imágenes que obedecen a un registro documental más cercano a un informe antropológico que al drama individual insinuado. Son varios los clisés del (viejo) nuevo cine argentino: frases escuetas, diálogos banales, humor solapado, personajes a la deriva atravesados por angustias urbanas y actuaciones parcas. Su espíritu lúdico y su voluntad reflexiva son cuestiones que quedan relegadas a un ejercicio ensayístico. Hay alguna escena simpática (aquellas en las que aparece la familia de la directora), pero, en una visión de conjunto, priman un manejo posible de materiales que conducen a una abstracción carente de alma y de emociones y una forma desganada de comprender cómo funciona el absurdo. Incluso, los primeros planos sobre los animales son portadores de ese gesto ligero y apático.