Tragedia conurbana El particular estilo de José Celestino Campusano se reitera en su nueva película Fango (2012). Un cine crudo y visceral nunca sobre la marginalidad sino desde la marginalidad. En esta oportunidad dos historias coexisten paralelamente hasta que la realidad las cruza de manera violenta. El Brujo (Oscar Génova), reconocido músico de Heavy Metal, tiene un proyecto junto a su amigo El Indio: formar una banda de tango trash. Para ello se embarcan en la búsqueda de los restantes integrantes del grupo. Paralelamente su mujer tiene una relación con un hombre casado y es secuestrada por familiares de la mujer engañada. La situación se complica aún más cuando se entromete gente “pesada” que lejos de destrabar el conflicto lo agravan. Campusano hace un cine desde la marginalidad: historias que surgen en el segundo cordón del Gran Buenos Aires (Florencio Varela en el municipio de La Carolina en este caso), donde existen otros códigos, otro tipo de relaciones y otro tipo de arte (el gran aporte de Fango a su filmografía). En su nuevo film desarrolla dos tramas, la correspondiente a la creación artística, y la que desemboca inexorablemente en tragedia cotidiana. Ambas coexisten en perfecta armonía hasta que la realidad se impone. No puede negársele a Campusano que realiza un cine genuino, auténtico, alejado de todo condicionamiento estético o moral. Allí radica su fuerza y potencia, con el valor añadido de nunca intentar retratar una realidad, sino dejar que la realidad atraviese el lente de la cámara e invada la propia representación.
Bailate un tango pero “trash” FANGO (Argentina, 2012) de José Celestino Campusano es una extraña película protagonizada por actores no profesionales; y es extraña porque por momentos atrae como un imán a la pantalla al espectador. Y en los tiempos que corren eso no es poco. En FANGO se narran paralelamente dos historias, la de dos amantes del heavy y el trash (INDIO y BRUJO), y la de una joven mujer quien al verse engañada por el marido le pide a su prima que la ayude a “solucionar” el inconveniente. Filmada en HD, con el recurso de la cámara en mano, por momentos la cinta se transforma en un documental en el cual asistimos a las entrevistas que los protagonistas realizan a cada uno de los músicos que quieren sumar a su banda, (cada uno que van entrevistando se cree el mejor en lo suyo) la que da título al film (FANGO). Pero no sólo veremos eso, porque como dice el refrán Pueblo chico, Infierno grande, los rockeros del pueblo se ven envueltos (el Brujo y su mujer) en una vorágine de violencia filmada de manera cruda y casi real porque todos se relacionan con todos (otra que seis grados de separación). Beatriz es la mujer del Brujo pero anda “noviando” con el marido del primo de NADIA, una de las capangas del pueblo. Nadia, pelo corto, con buenos recursos vocales, equipos de gimnasia adidas hasta las rodillas y zapatillas neumáticas, dirige un grupo de mujeres que rozan todo el tiempo con la violencia. Este grupo está enfrentado con el de PABLO, el otro “capo” del pueblo desfigurado (no sabemos porque), quien no hace otra cosa que tomar cerveza sentado en la puerta de su casa o el patio. Con muchos cortes y saltos de continuidad y de eje (que ya en este punto no interesan) la película deambula entre la apatía de mostrar situaciones sin tomar posición al respecto y el describir a un personaje en particular (el Brujo). Nadia decide secuestrar a Beatriz, vejarla y flagelarla para evitar así males a su prima. Pero el Brujo comienza con una búsqueda que llevará a enfrentarse con el grupo de mujeres y alinearse al de Pablo. FANGO es una película melancólica, de una persona que intenta jugarse “las últimas fichas”, tal como él mismo lo afirma, en el gran debut de su banda, una banda que fusiona el TANGO y su MELANCOLIA con el TRASH (la RABIA). Muy lograda la escena en la que el Brujo va a visitar a una “grouppie” que está charlando con amigos que no son del “palo” y aman el folklore. Mezcla de la teleserie OKUPAS con “This is Spinal Tap” y “Rock of Ages”, FANGO merece un visionado expectante y libre de prejuicios, y más allá de la violencia, es posible disfrutarla desde el lugar del Brujo, una persona que lucha contra la vejez con optimismo. PUNTAJE: 5/10 Crítica publicada originalmente en http://www.nos-otros.com/bailate-un-tango-pero-trash/
Tango feroz A este penúltimo largometraje del director de Vil romance y Vikingo (luego rodó Fantasmas de la ruta) podrá cuestionársele miles de cosas (cierta desprolijidad, algunos problemas de fluidez, actuaciones desparejas), pero aún con sus carencias resulta un trabajo siempre fascinante y valioso. Como siempre, Campusano filma en locaciones reales del sur más profundo y menos favorecido del conurbano con gente de la zona, verdaderos "pesados" y artistas marginales (en este caso, músicos que mixturan el tango con el heavy metal). El resultado de este largo proceso creativo sin guión fijo, intentando captar en conjunto con sus intérpretes las facetas más verídicas y extremas de estas personas devenidas personajes, está lleno de hallazgos, de pequeños grandes momentos. La relación de amistad entre el Indio y el Brujo (impulsores del tangro trash), los affaires extramatrimoniales, unas lesbianas de armas tomar, los robos y secuestros, los duelos a cuchillo y los sangrientos ajustes de cuentas con los códigos del submundo dan vida a un melodrama tanguero tosco, es cierto, pero lleno de vida, de nobleza y de potencia cinematográfica. El cine de Campusano sigue gozando de buena salud.
El director José Celestino Campusano se mete en el profundo cono urbano donde dos músicos intentan mezclar el tango con el heavy metal mientras se suceden engaños, pedidos de ajuste de cuentas, un secuestro y la violencia desatada entre un jefe violento y una barra de lesbianas temibles. Mucha verdad, mucho sentimiento en crudo, un material para ver y analizar. Distinto y original.
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Cine desde las tripas Nueva obra de un director atípico para la escena local, Fango retrata el sur de un modo que permite la asociación con Borges: nueva perla de un realizador que no conoce corsés estéticos. Hay directores argentinos que filman como europeos y otros que aspiran a hacerlo como norteamericanos. Los que parecen filmar a la carta para el paladar de los programadores internacionales, otros que directamente parecen hacerlo pensando en Bafici y el que sin disimulo se apuesta a sí mismo como candidato a un Oscar. Los que filman como buscando algo y los que sólo lo hacen frente al espejo. Directores de documentales, de cine de género, ensayistas, “auteurs”. Hay grandes y pequeños directores. Y está Campusano. No se trata de que sus películas salgan de un repollo, mucho menos que las haya traído la cigüeña, porque si de algún lado no vienen es de París. Tampoco significa que su trabajo no tenga antepasados ni parientes cercanos: ahí están las obras de Leonardo Favio e incluso la de John Ford para reclamar una paternidad ideológica, espiritual y a ratos también estética, o el antecedente inmediato del prolífico Raúl Perrone en el papel de hermano apenas mayor. Todo eso es cierto. Pero así y todo, con los elogios u objeciones que se le pueden hacer, es innegable que José Celestino Campusano es un número primo del cine. Cada una de sus películas representó un golpe para la cinefilia, porque si algo no ha hecho Campusano es correr detrás del público: fue el espectador quien debió reeducarse para no quedar afuera. Tanto Vil romance (2008) como Vikingo (2009), por hablar de sus trabajos de ficción, cosecharon de todo menos indiferencia. Pero incluso quienes hoy militan con fervor evangélico en su favor debieron superar antes los obstáculos que suponen una producción de emergencia, actores sin formación, diálogos que muchas veces no suenan naturales e historias cuyos protagonistas no sólo son otros, sino que representan, sin vueltas, a un otro social cuya existencia real carga con el estigma del miedo ajeno. Obstáculos nada sencillos para quienes formaron su mirada con el cine clásico estadounidense como patrón (la mayoría). Fango es la tercera película de Campusano (pero no la última: la épica Fantasmas de la ruta todavía no tiene fecha de estreno) y representa un nuevo paso con el que, aunque parezca increíble, ha conseguido ir todavía más allá. Si bien puede pensarse como western, en Fango hay un orden social anárquico en el que ni siquiera existe una figura formal para representar la ley. Acá no hay sheriff, centro simbólico que en Vikingo de algún modo ocupaba el protagonista, y entonces todo es más desolador: cada uno está en el mundo por su cuenta y debe rebuscársela como puede para sobrevivir. La ausencia de un protagonista excluyente hace que Fango sea una película más coral, rasgo que se profundizó en Fantasmas de la ruta. Eso no significa que no haya personajes fuertes: los hay, y entre ellos se destacan dos. Por un lado, El Brujo, veterano del heavy metal que con su amigo El Indio aspira a formar una banda que fusione thrash metal con tango. Por otro, Nadia, una chica de barrio, sensible y temperamental, que no duda en hacer lo que sea por los suyos. Dos antihéroes recorriendo el mismo camino en direcciones opuestas, destinados a chocar. Ella representa un elemento novedoso, teniendo en cuenta que los universos de Campusano suelen regirse por la ley del más fuerte. A pesar de no actuar por fuera de esa norma de esencia viril, Nadia es una mujer con preocupaciones y problemas genuinamente femeninos y su presencia enriquece el universo del director. El escenario, en cambio, vuelve a ser el mismo. Un espacio que al espectador de clase media/alta le resulta exótico, peligroso, ajeno, como si se tratara de otro país y hasta de otro planeta. Un mundo habitado por alienígenas de verdad, cuya invasión profetizan a diario los informativos radiales y los canales de noticias: marginales, descastados, lúmpenes. Pobres y laburantes. Pero aunque para el cine ese otro mundo sea una rareza, hoy en día la mayoría de los argentinos habitan ese limbo en la frontera entre lo urbano y lo rural, entre la supervivencia y la miseria. Campusano filma otra vez una Argentina negada, escondida, rabiosamente real, pero sin pretensión documental. Porque Fango y todas sus películas son bien conscientes de ser lo que son: ficciones. Y justamente es esa palabra (Ficciones) la que remite a un vínculo inesperado: a Borges. Y es que tal vez no ha habido ningún artista después de Borges tan preocupado por abordar desde la ficción ese universo de orilleros, cuchilleros, renegados y matreros como Campusano. Entonces, sin aviso, el héroe de la alta cultura nacional y el cineasta más popular del cine argentino confluyen en un Aleph ubicado al sur del paraíso, para contar –uno con la cabeza, el otro desde las tripas– historias de arrabales y bajos fondos.
El de José Celestino Campusano es un caso atípico en el cine argentino. Sus películas ambientadas en el conurbano profundo, atentas a la sensibilidad de las clases populares, a sus modos de relacionarse, a sus códigos y sus estrategias de supervivencia son casi únicas (Diagnóstico esperanza, de César González, aborda un territorio parecido, pero su perspectiva es levemente diferente). Fango es parte de una filmografía sólida y consistente cuya obra más ambiciosa, Fantasmas en la ruta (una miniserie de trece capítulos pensada para la TV Digital que, transformada por Campusano en un intenso film de tres horas y media) estuvo entre lo mejor del último Bafici. Las novedades que aporta el cine de Campusano son unas cuantas. Una gramática narrativa y actoral sin antecedentes, por momentos insólita si nos atenemos a los parámetros más tradicionales, una notable capacidad para generar sucesos en cada escena que filma (lo contemplativo no forma parte del lenguaje del director) y mucho corazón: los personajes de Campusano suelen ser entrañables, aún cuando muestran sus debilidades y miserias. En Fango hay dos líneas argumentales que se terminan cruzando: por un lado, dos músicos con mucha ruta encima empujan un proyecto de futuro incierto, una banda de "tango trash" que cruza guitarras heavy con el bandoneón de un veterano amateur retirado; por el otro, una chica de armas tomar secuestra a la amante del marido de su prima por una convicción puramente moral y termina desatando un final sangriento. El universo de Fango se limita al de los espacios por el que circulan sus personajes: calles de tierra, vías abandonadas, construcciones más bien precarias y a medio terminar. En ese lugar, los protagonistas parecen aislados del contacto con el mundo exterior, sus historias se cruzan porque no hay mucho más que ellos y su vida cotidiana, marcada por dilemas económicos, vocacionales, familiares, sexuales y existenciales, pero alejada de las lógicas de la gran ciudad. Su vidas son tan periféricas como el cine de Campusano, una anomalía que hay que celebrar.
Tango-rock, con sangre, música y cuchillos La honestidad estética y temática de Campusano nuevamente se corrobora en cada uno de los fotogramas de Fango, anteúltimo opus del director de Vil romance, Legión y Vikingo. La honestidad estética y temática de Campusano nuevamente se corrobora en cada uno de los fotogramas de Fango, anteúltimo opus del director de Vil romance, Legión y Vikingo. Cine de márgenes, de espacios en tensión y personajes sobrevivientes de un contexto, la historia de Fango parte de un pretexto argumental para luego extenderse hacia otras zonas y criaturas del Conurbano. El Indio y el Brujo (Miño, Génova), metaleros de raza, desean conformar una banda que fusione el rock duro con el tango, una especie de tango-crash sin red. Para lograrlo, recorren las calles de tierra y visitan los hogares ajenos a cualquier indicador económico con el propósito de conformar la banda y convencer, entre otros, a un veterano experto con el bandoneón. Pero como ocurre en los films de Campusano, el disparador argumental deja lugar al retrato de personajes duros, pesados, de armas tomar, junto con historias donde se concilia el amor en estado salvaje con la defensa a ultranza del macho o la hembra. De allí que en la trama cobre importancia Nadia (Batista), una mujer que implanta su propia justicia defendiendo a pura sangre con fierro en mano a la cría que necesita su ayuda o a cualquiera que requiera de sus servicios. Pero hay más en el recorrido barrial y sincero de Fango: chulos, cafishios, lesbianas, esposas infieles, músicos rockeros, nostalgia tanguera, junto al ámbito geográfico que el director conoce al detalle, donde la violencia puede estar a la vuelta de esquina, en una casa de la supervivencia o en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo crudo y genuino. Las dos líneas narrativas de Fango –la conformación de la banda y las apariciones de Nadia y su gente– no tardan en reunirse en un mismo punto, momento en que Campusano convierte a la violencia visceral del contexto en una gran tragedia o, en todo caso, en una tragedia tanguera, donde los guapos y guapas transmiten autenticidad, valiéndose del cuchillo en mano en un duelo cerca del final que resultará difícil de olvidar. Como si Borges conviviera con Enrique Medina, y Pappo se reuniera con Homero Manzi, la tango-tragedia que cuenta Fango es una película perfecta que, ya de por sí, se postula como uno de los mejores estrenos del presente año.
Campusano sigue intacto El estreno de Fango vuelve a traer esas imágenes habituales del cine de José Campusano. Un cine surgido del sur del conurbano bonaerense, de los barrios marginados, de los sectores empobrecidos, con los cuales el director construye una historia de violencia y venganzas entre bandas del mismo barrio, articuladas sobre el génesis, apogeo y caída de una de las tantas bandas de rock que surgen y concluyen en esos barrios. Fango es el nombre de la banda de tango trash y es el terreno donde se desarrolla la vida. A pesar de ser un relato coral, el realizador no pierde a ninguno de sus personajes por el camino, ni deja de sostener alguna de las líneas de la narración. Es así que la película, más allá de algunas arbitrariedades que sostienen la progresión dramática, se mantiene atractiva a partir de los diversos relatos. Si tenemos que rescatar dos aspectos que vuelven a este film interesante, tenemos que mencionar por un lado la forma en que se presenta la realidad de las bandas del rock barrial, y por el otro el extraño mundo regulado por mujeres, que lo diferencia de las anteriores películas de Campusano. Fango es una nueva aproximación a un director realmente atractivo por los universos que refleja y la estética que trabaja.
Allá por comienzos de la década del ’90 la por entonces “innovadora” Nacha Guevara aparecía en distintos medios presentando su nueva obra, el Heavy Tango, una risueña versión de tangos clásicos cantados en un estilo techno glam punk muy propio de los ’80. No sabemos sí José Celestino Campusano habrá visto alguna vez el “experimento” de Nacha, pero Fango parte del mismo lugar, de mezclar el tango con el heavy metal, y no sólo nos referimos a géneros musicales. Este es el quinto largometraje del director, anterior a Fantasmas de la ruta, y hay que decirlo, siempre se mantuvo fiel a un estilo, a sus orígenes. Campusano es egresado del Instituto de cine de Avellaneda, y este no es un hecho menor, su espíritu se mantiene siempre ahí, en el Conurbano, más que como una representación, como una toma de posición. A diferencia de Raúl Perrone (otro director acostumbrado a historias del Gran Buenos Aires), Campusano no habla de la abulia juvenil ni del sector marginado en barrios carenciados; trata despojadamente a esa inadaptada, de costumbres que pueden parecer violentas, de decisiones tajantes; el Conurbano trash. En esta oportunidad retoma al protagonista de su película más conocida Vil Romance, Óscar Génova como El Brujo, un músico de Heavy Metal (muy) venido a menos, que tiene el deseo de triunfar con su nuevo proyecto; se junta a El Indio (Claudio Miño) y ambos arman Fango, una banda que fusiona el trash con el tango; mix atípico por lo menos. De mientras, la pareja de El brujo es secuestrada por los familiares de la esposa de su amante; lo cual genera un caos que tendrá mucho de tango trágico y explotación suburbana. En medio de la historia se entremezclan personajes extremos, cada uno más violento que el otro, y la situación poco a poco se irá desbordando, logrando la perfecta fusión entre el trágico tango y el estallido heavy. En 2010 se estrenaba la excelente película guatemalteca Las marimbas del infierno, sobre una banda que fusionaba el rock pesado con las marimbas. Fango tiene mucho de ella, sobre todo en su búsqueda de integrantes para la banda y en el tono algo (muy) disparatado. Pero imagínense mezclar esa obra de Julio Hernández Cordón con Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Ahí tendrían una aproximación de lo que Fango es. Campusano filma sucio, despojado, sin hallazgos estéticos para el regodeo; todo es funcional a lo que se quiere contar. Utiliza no actores y exprime su naturalidad; tanto en el manejo de cámara como en la dirección de ctores deja que todo fluya. Como buen film extremo, Fango no será de público amplio, es una película consiente de lo que habla porque vive en su trama (aunque se permite algunas exageraciones que pueden llevarla al cuasi grotesco). Para quienes quieran ver una verdadera tragedia de la Zona Sur de nuestro Gran Buenos Aires, sepan que Fango es una aproximación áspera pero en cierto punto, realista.
Volvió José Campusano. No se fue, pero es lo mismo: que se vea Fango, ficción “bruta” que transcurre (como Vil Romance, Vikingo o Fantasmas de la ruta) donde termina el Conurbano y empieza el campo. Hay violencia, hay elementos del policial, hay tragedia de venganza y hay un grupo de tango y rock que desea nacer en medio de tanto caos. Lo de Campusano, un cineasta a contrapelo de cualquier convención, visceral y efectivo, es siempre un acontecimiento. Vaya y descubra a este hijo de Howard Hawks y Armando Bó.
Una emoción precaria Campusano tiene un secreto. A menudo el espectador de cine tiene un deseo, que es el de recuperar la felicidad perdida. Ese momento único en que el espectador y la pantalla se enfrentan, cara a cara, como si lo hicieran por primera vez: miramos ese rectángulo donde tiemblan luces y sombras, pero la sucesión de imágenes nos mira también, como integrantes de una familia perdida, que no puede menos que vibrar – incluso incesantemente- para llamar la atención sobre su existencia pero, además, para recordarnos nuestro estado de indefensión gozosa, ahí del otro lado, en la parte oscura de la sala. La felicidad del cine de Campusano proviene de ese encuentro en el que nos vemos dulcemente amenazados, a merced de un golpe de suerte; un ecosistema precario donde las partes se vuelven solidarias: el deseo nunca abiertamente formulado del espectador y la prepotencia del plano (que está ahí para imponérsenos a toda costa); la expectativa incierta del espectador versus lo que está allí con el propósito de exhibirse pero que puede guardar un resto de pudor sorpresivo. Nada menos que un mundo delante de nuestros ojos, que se nos acerca y nos reclama, del mismo modo que reclamamos el derecho a perdernos, ver imágenes para fundirnos, atravesar la pantalla, ser parte de lo que nos mira. Para volvernos a hacer mirar el cine como si no estuviéramos acostumbrados de sobra a sus trucos, su agenda, su dispensario de gestos, Campusano parece empezar siempre de nuevo. Uno de sus secretos es no andar con cuidado, ni andar discretamente. Imprimir imágenes como si se golpeara sobre una superficie metálica con una maza: para hacer ruido, para captar toda nuestra atención, para hacer salir fantasmas, fragmentos de historias olvidadas que parecen inventarse de nuevo, adquirir vida por primera vez. Fango tiene lugar en una zona del conurbano donde todo parece achatarse, las casas ralearse o volverse construcciones informes, derruidas, galpones, aguantaderos. La morfología del paisaje podría funcionar como espejo de la dramaturgia de la película. Fango es una historia de lealtades que no alcanzan, que se rompen o que terminan en desastre. Dos amigos buscan gente para formar una banda de rock (ellos la llaman de “heavy tango”), cuya figura central deberá ser un viejo bandoneonista retirado al que intentan convencer de la viabilidad del proyecto. Por otro lado, dos chicas secuestran, para castigarla, a una mujer que tiene amoríos con el marido de la prima de una de ellas. La amante resulta ser la esposa de uno de los amigos músicos, que mientras trata de armar el grupo se junta con unos tipos pesados para recuperarla. Como se puede ver, en Fango pasan un montón de cosas: el director se las arregla para amalgamar esas líneas paralelas destinadas a juntarse mediante un tono de melodrama que se impone por encima de los atisbos de género derivados con naturalidad de su película Vikingo. Los personajes de Campusano no le deben nada al cine que se ve todos los días, ni a la televisión, ni a la sociología. En realidad están solos; su orgullo es su fuerza, así como la necesidad de establecer lazos de afecto los distingue con el brillo de una ternura violenta, casi sobrehumana. En Fango estamos en tierra yerma; no hay nada, por lo tanto todo es posible. El director puede entonces dedicarse a crear un mundo. Un modo de hablar, de pelear con un cuchillo o un pedazo de lata (todos conmovedores, aunque a veces den miedo); un modo de ejercer la amistad, el amor, el deseo, la devoción o incluso la nostalgia. Campusano ha comprendido desde el minuto uno que el cine es una cosa seria. Más que una técnica o una veleidad, una manera de sostener, contra todo obstáculo, cierta clase depurada de emoción por la precariedad de la vida y la capacidad de las imágenes para dar cuenta de ella. Fango nos devuelve a los espectadores ávidos una alegría extraña, que contrasta con el andar de esas almas solitarias que atraviesan los planos de la película, siempre orgullosas y sufridas. Esa alegría es la de saber que podemos renovarnos en tanto espectadores: mirar desde el principio, como si aprendiéramos todo de nuevo.
La mugre y la furia El Brujo camina algo contrariado, abrumado por los recientes acontecimientos de su vida, y se detiene frente a un caballo que yace en estado de putrefacción en plena calle de tierra. Lo mira a los ojos y puede ver en esos ojos animales en descomposición algún tipo de mal augurio. Los caminos que él y Nadia han tomado van en diferentes direcciones y están a punto de entrar en una inevitable colisión. Es que en este espacio inhóspito (el segundo cordón urbano de la provincia de Buenos Aires, en zona sur), los sujetos que por allí deambulan parecen librados a su propia suerte. Y, sin la posibilidad de poder reconciliar esas diferencias que los separan, las criaturas del universo de José Celestino Campusano siempre parecen estar resignadas a entregarse a destinos trágicos, violentos. Atacar al cine de Campusano por el lado de lo poco creíble de los diálogos, o de la poca preparación de sus actores (Campusano suele utilizar actores no-profesionales, locales), es quedarse corto o no entender que esa misma falencia constituye una parte central en su obra. Casi como un tratado antropológico o sociológico en una obra que, película a película, ha ido conformando un corpus visceral, indomable y poco complaciente. Pero, no por eso, menos urgente, atendible y admirable. En el límite entre lo rural y lo urbano es por donde se mueven El Brujo y El Indio, dos veteranos de las huestes del metal que intentarán plasmar, de una vez y para siempre, ese anhelo de realización musical en un proyecto que combine heavy trash y tango llamado Fango. Ese límite geográfico también demarca la diferencia entre lo salvaje y lo civilizado, entre lo racional y lo pulsional, entre lo exótico y lo cotidiano; donde lo que se respira a diario es tensión, como si de una olla a presión se tratara. Porque Fango no es otra cosa más que un western, con sus antihéroes solitarios (atípicos, por supuesto), errantes, en busca de una paz que no hallarán en un espacio donde la ausencia de instituciones de cualquier tipo da lugar a rivalidades, encumbramientos y el despertar de lo reprimido. El Brujo debe lidiar con el secuestro de su mujer, tejiendo alianzas con seres de una moral por demás cuestionables, y Nadia, la secuestradora, debe lidiar con sus propios demonios y códigos, aferrándose a su propia idea de justicia. Y ambos, intentando hacer las cosas bien, no harán más que chocar, en un ineludible enfrentamiento final. Las imperfecciones del cine de Campusano (todas esas objeciones que los críticos bienpensantes insisten en remarcar: la no-profesionalidad de sus actores, sus diálogos rimbombantes, sus encuadres desprolijos) son, justamente, todo lo contrario: son una marca de estilo, decisiones estéticas que definen su forma de ver el mundo: perentoria y, por sobre todas las cosas, personal. Porque Campusano entiende que no hay otra manera de contar estas historias si no es embarrándose, metiéndose a fondo y comprometiéndose. Por ende, su lógica de trabajo es coherente y es, al mismo tiempo, una toma de posición política, dándole voz y cuerpo a los marginales, a los descastados, a los desplazados del sistema. Exigiéndole al espectador que no se acomode en la butaca sino, más bien, que esté listo para sumarse a ese mundo sucio e indómito. Un mundo que puede escupirle en la cara a su interlocutor, o bien brindarle una áspera caricia.