Realismo mágico en Brasil Girimunho, imaginando la vida (2011), film de los realizadores brasileños Helvecio Marins Jr. y Clarissa Campolina , tuvo su estreno argentino en el 26 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En un pueblo del interior del Brasil vive Bastu, una mujer de 81 años que será la encargada de llevar adelante un relato que borra los límites existentes entre lo ficcional y documental, una historia que traspasa lo onírico para volverse real. Qué es un girimunho (remolino) sino un estado de movimiento capaz de romper con lo establecido. Un pueblo en el interior brasileño detenido en el tiempo será el escenario para contar una historia de muertos que no quieren irse y pistoleros que hace tiempo dejaron de serlo. Seres que deambulan como fantasmas dentro de un universo particular, en donde la sensatez se torna en locura y la imaginación en realidad. Un Brasil desconocido, monótono, desolado, en donde el colorido estará en la fotografía saturada de su paisaje y el ritmo anodino del tiempo se mezclará con algunas canciones que, sin un sentido alguno, aparecerán dentro del cuento para darle sonoridad a una historia de palabras escasas y grandes silencios. Girimunho, imaginando la vida es una ficción pero también es un documental de observación. Cuánto hay de mentira y cuanto de verdad no lo sabremos, ni tampoco es lo importante. Hay una historia puesta al servicio de una serie de personajes ricos en su esencia y que como un remolino dará vueltas hasta romper con los límites que separán el mundo real del inventado.Realismo mágico que el cine brasileño supo interpretar y ponerlo en imágenes.
“Quedan pocas imágenes”, dice Werner Herzog en esa perfecta escena de Tokio-Ga en la que él y Wim Wenders se encuentran en el mirador de la Torre de Tokio. “Observando el panorama desde aquí, sólo se ven los edificios. Las imágenes ya no son posibles. Tendría que ser arqueólogo y excavar con una pala para lograr encontrar algo en este paisaje agredido”. El enojo de Herzog crece mientras la ciudad desde lo alto parece un tetris de cemento que se resuelve en piloto automático, sin vértigo. “Necesitamos imágenes que estén en armonía con nuestra civilización y nuestra intimidad más profunda”, reclama el director de Fitzcarraldo, y así comienza a embalarse y asegura que para hallar esas imágenes se iría a filmar a Marte o a Saturno si una nave espacial lo llevara. En ese instante Tokio deja de importarnos porque es el mismo Herzog, su megalomanía, lo que llama la atención de Wenders. ¿Pero qué busca su paisano? ¿Acaso el Japón moderno no es un claro producto de “nuestra civilización”? Herzog sigue en la suya: “Se debe ascender una montaña de 8.000 metros para encontrar imágenes limpias, claras y transparentes. Aquí no hay más nada.” Lejos de subir, Wenders decide dejar a su amigo y bajar de la torre. Aún hay mucho por descubrir en el llano. Por suerte Herzog se dedicó a explorar cumbres, hielos, cuevas y océanos y nunca dejó de regalarnos esas imágenes que él anhelaba. Existen. Están ahí. Y es evidente, por otro lado, que en su diagnóstico agorero el director se refería específicamente a los daños que el capitalismo le provoca al paisaje. Si bien al escucharlo sabemos que el planeta no puede reducirse a ese pedacito de Tokio, resulta inevitable sintonizar con su nostalgia por todo eso que hoy ya no podemos ver. Son demasiadas las imágenes que resignamos por ser bichos urbanos. Aquí es donde un film como Girimunho se convierte en un preciado tesoro, como también lo son Alamar, La Tigra-Chaco, Le quattro volte y Border (la del búfalo en Armenia), por nombrar solo algunas obras vistas en los últimos dos años. Ante estas películas uno cree palpar esa "pureza" que tanto obsesiona al realizador de Aguirre. El problema es que la pureza prácticamente no se puede explicar. Como la magia. La sabia afabilidad de Girimunho me llevó a Ozu y de allí a Wenders. Sepan disculpar esta larga digresión que sólo intenta intuir cuáles podrían ser hoy nuestras imágenes necesarias. O prioritarias. O esenciales. Girimunho es a la vez documento y fantasía. Un Brasil de una paz desconocida, un paraíso de música y sol en donde un hombre puede volver de la muerte hecho fantasma porque adora trabajar en su taller y no quiere abandonarlo. “Sólo una vez lloré, hace mucho tiempo”, dice Bastu, la abuela protagonista de film, y le creemos. Y justo cuando la ficción está a punto de transformarse en un sueño hermoso pero imposible, Bastu saca un arma de un cajón y confiesa su pasado de pistolera, y entonces la historia aterriza en lo real, por esa manía instintiva que nos hace asociar lo real únicamente con la violencia. Más tarde un nieto de Bastu llevará el arma a la ciudad para venderla como si fuera una reliquia, un objeto curioso que ya no cumple función alguna en este mundo. Entonces dan ganas de pensar que Girimunho es una película futurista, y recién ahí nos cae la ficha que Herzog nos pedía: la única imagen verdaderamente universal e imprescindible es la de la utopía.
Calma ancestral no apta para público ansioso Esta película puede ser un deleite inefable para unos, y motivo de una buena y profunda siesta para otros, y en ambos casos por la misma razón: la placidez ancestral que se desprende de sus imágenes y sus criaturas, registradas en uno de esos pueblos perdidos en el tiempo y en los montes, pueblos de viejos, donde todo transcurre en calma y las puertas permanecen abiertas sin problema. Apenas hay unos pocos jóvenes, también calmos, y muy de vez en cuando una noche de fiesta. La acción, si así puede llamarse, transcurre a las orillas del rio San Francisco, en el norte de Minas Gerais. Allí pasa sus días una viuda octogenaria, con la cercanía de quienes la aprecian y también la cercanía del espíritu del finado, que en cierto modo no la abandona. Nadie tiene mucho que hacer y casi nadie hace nada, salvo pasar el tiempo, charlar despacio, lanzar al aire un canto que viene de quién sabe qué abuelos, sentarse al fresco de la noche, fantasear un poco, preparar un viaje. "El tiempo no para. Quien para somos nosotros", reflexiona la vieja. Pero como algo natural, distinto al dramatismo de la portuguesa Argentina Santos cuando canta aquel fado que empieza pidiendo "Volta atrás, vida vivida", y culmina con la misma constatación: "Meu Deus, como o tempo passa / dizemos de quando em quando. / Afinal, o tempo fica (queda)/ A gente é que vai passando".
Una película para ver Debido a que gran parte del cine comercial no es otra cosa que una incitación sistemática a la adolescencia eterna y a los temas que la definen, cualquier película cuyo protagonista pase los 80 años merece atención. Es el caso de Girimunho, ópera prima de Clarissa Campolina y Helvécio Marins Jr. Con la presencia física de Bastú alcanza: más allá de la ficción, su lugar y su tiempo en el mundo exceden al guión, pues hay un entendimiento de otro orden. La anciana es de por sí tiempo condensado, y cuando dice "El tiempo no para, paramos nosotros" es una clarividencia vivida. La cotidianidad en una zona rural de Minas Gerais es el evanescente tema. La palabra del título significa 'remolino'; en cierto momento, el fenómeno natural tendrá su aparición como si se tratara de un fantasma: efímero acontecimiento de la naturaleza, tan contingente como la vida de cualquiera de nosotros. Una noche como tantas otras, el esposo de Bastú, Feliciano, muere dormido. A esta altura de la vida llorar es una acción inadecuada. Si bien el espectro del difunto parece merodear, después de unos días la vida continúa para Bastú. Cantar, hacer bicicleta y caminar refuerzan su decisión: vivir es insistir, y Bastú sabe comunicarlo, por ejemplo a una de sus nietas, que quiere ir a estudiar a la ciudad. Por momentos, Girimunho da un par de vueltas de más por cierto costumbrismo característico del cine independiente que dispensa el costado cómico de las prácticas de un grupo y lo sustituye por la curiosidad antropológica. Un poco de carnaval y folclore y algún que otro ritual cumplen la función de decorar innecesariamente la sencillez de una vida sin grandes sobresaltos, aunque Bastú tenga guardada un arma de fuego como si fuera un juguete del pasado remoto. El registro es riguroso: las panorámicas son sobresalientes y el modo de filmar los interiores, en gran medida mediante planos generales recortados por los marcos de puertas y ventanas, es exquisito. La hermosura amenaza convertirse en postal, pero triunfa la voluntad estética de mostrar fielmente un lugar. En cierto pasaje menor, Bastú, sentada en la entrada de su casa, le dice a su nieta que está "Imaginando la vida". Cuando Girimunho sintoniza con esa acción anímica de su protagonista, se libera de la antropología de exportación y pone en escena una experiencia de vida.
Girimunho, a dream-like Brazilian gem “She’s the most charming person ever. Not only with me, it’s the same with anyone who arrives in her home. You go there, an Argentine, you don’t speak Portuguese, and nonetheless Bastu will greet you with a wonderful smile, she’ll give you a warm hug and it won’t matter that you speak a foreign language and don’t understand it all. Hers is a universal language, she’s a woman who exudes love, tenderness, bliss. She says she’s cried only once in her life, when she was a kid, and it’s true. Her only worry is simply to live, without thinking she’s old,” says Brazilian director Helvécio Marins Jr. about his remarkable début feature Girimunho (2011), co-directed with Clarissa Campolina, and written by Felipe Bragança — now showing at the Leopoldo Lugones Auditorium of the San Martín Theatre (1530 Corrientes Ave.) Girimunho, a fiction film with a strong documentary edge, tells the story of Bastu, an 81-year-old woman living in a small town in the Brazilian sertão (backcountry), whose husband, Feliciano, has just passed away. Bastu does mourn her loss, indeed, but her life does not come to a halt because of his death. Instead, she moves on. She says time is a gift, so why waste it? Bastu has always thrived on life, so it’s not surprising she enjoys dancing in the batucada, having seemingly trivial conversations with her longtime friend María, going about her daily routine, or even telling her husband’s ghost to stop bothering her with all the noise he makes in the workshop. She happens to like imagining life as she contemplates the landscape surrounding her. She can be meditative and introspective enough to have a most intimate contact with nature in its entire splendour, and yet she’s also outgoing and outspoken so as to be in touch with her loved ones and other folks as well. There’s also the story of Maria, a friend of Bastu’s, another wise old lady who’s also young at heart; and there’s Branca, the girl who wants to leave the small town to go to nursing school. In a sense, Girimunho is about all of them, even if it focuses on Bastu. It’s a film about a place and its soul, its inhabitants and their everyday occurrences. Helvécio Marins Jr. and Clarissa Campolina go for an intimate portrayal of people and the environment they live in with an uncommon subtlety and a poetic sense of looking at life. They also go for what lies inside the people’s hearts. In depicting Bastu’s routine, the filmmakers explore her sense of pride, what she treasures in life, how she manages to find pleasure and joy in the simplest things, how she overcomes adversity and what she does with the past when it has become a burden for the present and future. She misses her husband dearly, but she also reckons there’s no need to keep ghosts around her life. That’s mainly why she doesn’t hesitate when she decides to get rid of old stuff that belonged to him. It’s like starting over — at 81, that is. Girimunho is not film made out of words, although it’s spoken and there are some interesting lines to remember (“We don’t live or die, we are neither old nor young, we just live,” says Bastu at the ending), but a film made of pristine images, both austere and seducing. It’s easy to see that the cinematography is a key asset here, but not because it’s so technically accomplished (which is a plus, of course), but mostly because the visual design conveys a sense of place which is so tangible and immediate that you can’t help being emotionally and sensorially immersed into it. Not only into the place itself, but also into the diverse moods it conjures. Dark shadows and half-shadows encompass characters and things, which seem to exist in a suspended time. A dream-like atmosphere permeates the entire film, characters appear and disappear, and, in the meantime, small changes take place. And, unlike many films with a strong formalistic edge, Girimunho is never self-indulgent or distractive. It’s not one of those films that only look great and fail to communicate anything other than its own beauty. Perhaps it’s because it speaks about the people, what they think and feel, and how they behave, and this is what makes Girimunho such a sensitive, heartfelt cinematic experience. By the way, the people depicted here are playing themselves, with their own joys and tribulations, and much of what happens actually took and takes place in their real, unscripted lives — but this is not to say Girimunho is a documentary one hundred percent. Much has been created especially for the film, and a storyline to have these characters interact was also written. But that doesn’t make it into a fiction film one hundred percent either. It so happens that Girimunho lies somewhere between the blurry frontier that separates reality from fiction, and the fact that you can’t tell whether something came straight out of reality or was instead scripted only adds to the appeal of such a unique piece of work. It makes it all the more special.