Acercamiento genuino al universo de lo trucho La Salada es la feria más grande de la Argentina (y una de las más grandes del planeta). Allí se vende de todo (y casi todo trucho) a precios infinitamente más bajos que en el mundo "real". Cientos de vendedores y miles de compradores llegados desde todos los rincones del país desembarcan allí para comerciar de día y de noche. Feria popular y multiétnica, se trata de un ámbito fascinante para un documental, pero al mismo tiempo casi inabarcable. Julián D'Angiolillo (hijo de un veterano realizador y compaginador como Luis César D'Angiolillo) se acerca a esa "selva" humana con respeto, rigor y enorme capacidad de observación para rescatar lo que realmente importa. Por momentos, es cierto, le cuesta encontrar un eje narrativo (aborda quizás demasiados aspectos sin profundizar en ninguno) y el metraje resulta un poco exagerado (algunas situaciones se reiteran un poco), pero las imágenes son contundentes, cautivantes, reveladoras. El director consiguió adentrarse en las casas/talleres textiles, de copiado trucho, en las asambleas, en las festividades, en las negociaciones con los políticos locales y en la intimidad/trastienda de ese verdadero monstruo social y comercial lleno de excesos y contradicciones. La realización (imagen, sonido, edición) es impecable y la ausencia de testimonios a cámara para privilegiar lo narrativo resulta una de las elecciones más acertadas de un documental logrado. Aclaración: Mi hermano Nicolás es uno de los productores del film. A quien le moleste esta "incompatibilidad", que borre de su memoria este texto. (Esta crítica fue publicada durante el BAFICI 2010)
Todo por 2 pesos La Salada es el mercado de lo trucho más famoso de Argentina. En el predio ubicado en Lomas de Zamora se pueden encontrar desde DVDs de películas clonadas o grabadas del cine hasta ropa de las más diversas y extravagantes marcas nacionales e importadas, claro está, falsificada. Hacerme feriante (2010) se introduce en este submundo, compuesto de objetos y personas, para ofrecernos un tour por su “flora” y su “fauna”. Julián D’Angiolillo bosqueja con una cámara y el recurso de la observación una de las ferias más conocidas por la venta de productos adulterados. El anclaje del film no está puesto en la feria en sí misma sino en los feriantes y las autoridades gubernamentales, reflejando un entramado complejo en donde todos son víctimas y victimarios. Dos visiones contrapuestas son las que nos ofrece Hacerme feriante. La primera muestra como se realiza la falsificación de los productos, desde ropa de marca hasta DVDs y CDs, mientras que en la segunda se articula toda la organización que hay por detrás de la feria para que opere como tal. Un sistema regente organizado de manera impecable que se asemeja al de una mega empresa. Uno de los logros de esta ópera prima es la de no utilizar una voz narradora ni la típica entrevista frente a cámara. Para resolverlo, el joven realizador, utiliza el formato coral entrelazando las historias que sólo observa. El único protagonista será el “ojo” de la cámara que actúa delineando las diferentes posturas, tanto en un sector como en el de su opuesto. Sin tomar posición ni juzgar, será el espectador quien dicte el veredicto final. Hay un mundo de productos iguales pero la vez diferentes en La Salada. Un mundo que Julián D’Angiolillo nos muestra a través de una cámara voyeur que desentrama su funcionamiento. Modus operandi que hace que ese pequeño pedazo de tierra tome un valor de tal magnitud que rompa con los límites que separan lo legal de la ilegalidad.
En principio, el debutante Julián D'Angiolillo se propuso exponer un fenómeno suburbano. Sin embargo, aquel punto de partida devino registro de una intervención comercial transgresora, para nada transparente pero no obstante posible, la feria de La Salada. En la localidad de Ingeniero Budge, a pocos kilómetros del Obelisco y donde funcionaron por casi tres décadas balnearios populares visitados incluso por la clase media de los alrededores, se levantaron varias ferias de productos de todo tipo, principalmente de indumentaria y calzado, que tienen como característica principal vender réplicas a pantógrafo de productos famosos a precios de oferta. Quienes allí ejercen la profesión de feriantes se esfuerzan para que sus ofertas se confundan con las originales sin romper la barrera que las hace accesibles a cualquier bolsillo. Las reglas escritas por los ideólogos del marketing y la economía de mercado promovieron, a través de los tiempos y por simple codicia (sin ser en principio demasiado conscientes de que esto ocurriría) esta versión de lo ilegal que suele generar intensas discusiones. Muchas de las prendas que se allí se venden son producidas por mano de obra barata de marcas reconocidas y, quizá por eso, resultan casi idénticas a las auténticas, con mermas de calidad a veces difíciles de detectar. Con algún altibajo, D'Angiolillo expone una intervención no sólo del espacio urbano (la idea de micromundo, de shopping berreta, sin glamour convencional, en una zona que parece liberada estilo Ciudad del Este) sino también de las reglas del mercado, con todo lo que significa como golpe a uno de los pilares de la economía liberal como lo es el tema de la piratería marcaria o audiovisual. Y lo hace con una mirada para nada convencional, sensacionalista o crítica sino casi antropológica que pueda servir de espejo en el que esa sociedad que nadie ve pero existe se pueda reflejar, y para que el resto haga, por qué no, una meditación acerca de las diferencias sociales. El director no interviene con voz ni explicación extra: sólo muestra lo que podría ser un día de tantos en el Paseo de Compras Punta Mogotes, para que lo descubran también los que habitualmente consumen sólo productos genuinos e indaguen por qué existen este tipo de ofertas y hasta quizás algunos otros temas igual o más importantes. De vez en cuando conviene hacerlo, cualquiera sea la conclusión a la que se pueda llegar.
Todos conocemos la feria de La Salada, incluso los que nunca estuvimos ahí. La televisión (a través de los noticieros y programas de investigación) y el boca a boca fueron los principales canales mediante los cuales nos fuimos enterando de la existencia de la feria. Bueno, resulta que, gracias a esa cualidad propia del cine de develar zonas grises o directamente vedadas del mundo, de golpe caemos en la cuenta de que no conocíamos nada. Hacerme feriante traza un recorrido increíblemente abarcativo, que va desde la historia de La Salada y su pasado de balneario hasta la actualidad y el día a día de la feria. Su carácter de mercado abiertamente ilegal (el tema que privilegiaron los medios de comunicación) es velozmente corrido a un lado por d’Angiolillo: a través de un texto subido en internet y filmado, la denuncia internacional del enorme volumen de irregularidades comerciales es contrastada y en cierta medida equilibrada por un testimonio anónimo (también conseguido en la red) que trata a los responsables de la denuncia de “transas” y “corruptos”. Despachado así de rápido el asunto, la película puede dedicarse libremente a esbozar un trayecto histórico por la laguna ubicada en el partido de Lomas de Zamora que, según parece, estaba destinada desde sus comienzos a ser una geografía populosa en constante movimiento y expansión, como lo muestran las imágenes de archivo de los tiempos del balneario, y también a la exploración del predio y del complicado sistema que lo mantiene operando. Desde el carácter infinitamente laberíntico que constituyen las instalaciones, hasta el equilibrio endeble que parece sostener unidos a los ocupantes de los puestos frente a las autoridades (una asamblea caótica es la máscara democrática que se le adosa a la toma de decisiones, claramente impulsada por los administradores), La Salada se revela como un lugar rico en contradicciones y detalles insólitos, un espacio que de a ratos parece regirse por reglas propias, diferentes a las del resto de la sociedad. Es llamativo como el director, si bien bajo la distancia segura del documental, practica una suerte de acercamiento a ese mundo tan particular ya desde los títulos del comienzo, cuando la película se apropia de la estética de los afiches de películas truchas. Ese acercamiento puede apreciarse también en una inspección que no busca el impacto fácil o el detalle pintoresco sino los signos de un fenómeno social irreductible en su complejidad y riqueza: el enorme y artificial colorido que exhibe el paisaje; el tránsito imposible y a altas velocidades de los carritos que reparten mercadería entre los puestos y que circulan casi mágicamente por entre la gente y por los estrechos pasillos de los puestos; la apertura nocturna de la feria, un momento calculado y ensayado hasta el hartazgo que, debido al gigantesco caudal de gente que llega en oleadas a los puestos, de todas formas resulta inmanejable; la imagen de los micros vacíos aparcados de cualquier manera , como si el estacionamiento se hubiese convertido en un espacio desregulado, sin normas; las diferentes negociaciones entre algunos feriantes y el intendente, escenas antológicas que despojan de cualquier posible atisbo de grandiosidad el ejercicio de la política, etc. Todo esto y más era lo que no sabíamos de La Salada, la feria que gracias al cine, incluso los que nunca estuvimos ahí, ahora conocemos mejor que antes.
Viaje al fondo de La Salada Documental de observación sobre la megaferia de lo “trucho”. Hacerme feriante, que hace foco en el inabarcable fenómeno económico, social y hasta político que genera La Salada, es un documental de observación, netamente cinematográfico, que jamás condesciende al informe periodístico. Julián D’Angiolillo no sólo muestra gran capacidad para crear un relato en base a imágenes fragmentarias, sin voces en off de “guía”: también se luce en todos los rubros técnicos. Y logra entrar en el corazón de esta industria/mercado tan famosa como clandestina: la megaferia de lo “trucho”. Hacerme... tiene algo de documental de “construcción” (y desarme), sin protagonistas claros (su carácter es deliberadamente masivo y confuso), con multitudes en tránsito. Al mismo tiempo, sin énfasis ni juicios, muestra sistemas de producción al margen de la legalidad, de consumo, de organización social, de rituales étnicos y de búsquedas de acuerdos políticos, en donde el Estado revela su carácter poco confiable para los trabajadores que están fuera del sistema. Aunque funciona como alegoría del país, la película no subraya ni toma partido. Muestra, con criterio y morosidad, cierta dispersión, muchas virtudes y nulo maniqueísmo, un universo que se abre a la subjetividad del espectador. Otro gran acierto.
Imágenes de nuestro mundo El Cinéfilo Bar presentará hoy en su ciclo de estrenos argentinos un filme de sorprendente actualidad para los cordobeses: Hacerme Feriante, ópera prima de Julián D’Angiolillo, es un documental de estética observacional que se mete en los entresijos más profundos de ese universo tan particular que es La Salada (y que se encuentra a punto de llegar a nuestra ciudad). Al modo de grandes documentalistas como Frederick Wiseman, lo que se propone aquí D’Angiolillo es revisar el funcionamiento integral de una institución, en este caso ilegal y bastante demonizada, lo que podría haber dificultado la empresa: lejos de ello, D’Angiolillo parece haber logrado un acceso privilegiado a este mundo, y si bien no puede llegar a registrar todos los rincones del fenómeno, sí consigue componer un fresco bastante elocuente y revelador sobre la feria de ropa y artículos “truchos” más grande de la Argentina (de las mayores de Latinoamérica). El modo observacional quizás sea la forma documental más cinematográfica por excelencia, porque se trata siempre de una apuesta radical por la imagen, pues intenta capturar la realidad sin ningún tipo de intervención externa a la cámara (como si fuera una “mosca en la pared”). D’Angiolillo es coherente con su elección y jamás cede a la tentación de los modos periodísticos: Hacerme Feriante es un recorrido por el presente y el pasado de la feria sin ninguna explicación en off, sin entrevistas ni otra intervención del director. Cuando necesita explicitar algo, D’Angiolillo recurre a la tecnología: como si fuera su propia investigación, muestra en la pantalla de su computadora las denuncias periodísticas sobre las irregularidades de la feria, aunque las contrastará con algún testimonio de la red de redes. Claro que a continuación se meterá de lleno en este universo, sin emitir juicios ni arriesgar hipótesis, dejando esa tarea al espectador, pues a lo sumo ofrecerá un método comparativo a través del montaje. Veremos así el pasado ilustre del predio donde está instalada la feria como un gran balneario popular, con fotos de suficiente elocuencia como para testimoniar una época política e histórica (la iniciada por el primer peronismo); que podremos contrastar con el presente, que D’Angiolillo registra en su máxima amplitud: no sólo recorriendo los pasillos laberínticos de la feria, sino también (y antes) los talleres de confección de ropa, las cuevas de copia y producción de películas truchas, las asambleas de los integrantes de la feria, sus negociaciones con los representantes del Estado, etcétera. Lo hará, a veces, como si verdaderamente la cámara fuera un insecto (con planos heterodoxos sobre un carrito por ejemplo), aunque lo importante es que podremos vislumbrar un gran sistema vivo, de espíritu cooperativista y social, muy alejado de aquella imagen que nos transmitieron los medios. Un filme bien de su tiempo es Flores del mal, del joven director húngaro David Dusa, que hoy se estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril (ver Agenda). Naturalmente político y filosóficamente pop, el filme de Dusa es un retrato inigualable de la juventud moderna, que acaso esté llamado a despertar cierto furor entre los espectadores de esa edad (como ya lo hiciera hace unos días Los amores imaginarios, de Javier Dolan, también en el cineclub). Su eje narrativo es un amor juvenil entre un joven parisino, que trabaja de botones en un hotel y es un experto bailarín de hip-hop, y una estudiante iraní que se encuentra de viaje en la capital francesa, aunque en su país se ha desatado una violenta revuelta estudiantil que será reprimida con furia por las fuerzas del orden. La pareja recorrerá todos los estadios del romance, que se complicará por el conflicto que genera en la protagonista la situación que viven sus compañeros de la universidad: lo interesante, empero, no es tanto el derrotero amoroso sino el modo en que Dusa integra los diversos lenguajes audiovisuales en su relato, testimoniando el carácter multimedial de la juventud contemporánea. Rachid y Anahita conciben a la tecnología como una segunda naturaleza, y su forma de acercarse al mundo es a través de una pantalla (ya sea el Ipod, el celular o la computadora, que usan no sólo para enterarse de lo que sucede en Irán). Se intuye que también para el director es así: Dusa apela a todos los formatos audiovisuales sin pruritos éticos ni estándares cinéfilos, con un espíritu libertario pero por momentos irreflexivo, pues detrás puede latir una idea problemática, que todas las imágenes son iguales. De allí que el trazo grueso y el golpe de efecto aparezcan de tanto en tanto (sobre todo en las imágenes de la represión en Irán) y se integren sin ruido al relato, que además busca bajar línea a través del montaje. La estética de videoclip, que atraviesa todo el filme, entra dentro de esta misma visión: es la forma que tienen estos jóvenes tanto para construir una identidad como para pensar su tiempo histórico. Por Martín Iparraguirre