Proveniente del mundo de la literatura, Gonzalo Castro apareció hace tres años como un verdadero alien en el cine argentino para convertirse en un director autogestionario en el más absoluto de los sentidos (se ocupa de todos los rubros, salvo -claro- de las actuaciones). El BAFICI lo "adoptó" de inmediato y es así que por tercera vez consecutiva -Resfriada (2008), Cocina (2009) e Invernadero compitieron en la sección oficial argentina. La más reciente película, además, se quedó con el premio mayor. Si bien a mí me había interesado más Resfriada que Cocina, es muy interesante apreciar la evolución como director (en lo técnico, en lo narrativo) de Castro a lo largo de estos tres films rodados de manera casi ininterrumpida. Este director todoterreno -alejado de los prejuicios y lugares comunes de la industria local- ha madurado en poco tiempo y del caótico encanto de Resfriado llegó ahora a la mucho más cuidada, sofisticada, austera (sólo planos fijos) y, en algún sentido, profunda Invernadero. Con una calidad de imagen y sonido muy superior, con un meticuloso trabajo en el encuadre, Castro filma a una persona real, el reconocido escritor mexicano Mario Bellatín, que "interpreta" a un personaje querible e insufrible a la vez, culto y divertido, ególatra e irónico, que se reconoce musulmán pero no tiene ningún rasgo de fanatismo. La cámara de Castro captura diálogos muy simpáticos y situaciones que no parecen forzadas a pesar de la construcción ficcional (su hija no es su hija, sus asistentes no son sus asistentes en la realidad). Es cierto que algunas situaciones son menos atrapantes que otras y que quizás la película ganaría con unos minutos menos, pero el multifacético trabajo de Castro no deja de ser digno de admiración.; La relación con su (supuesta) hija -que acaba de llegar de un viaje por Africa-, con sus colaboradoras y con una veterana colega conforman este encantador retrato ficcional (que se ve con la frescura de un documental) sobra la intimidad cotidiana y el proceso creativo de un artista/personaje como Bellatín.
Alrededor de la rutina del escritor mexicano Mario Bellatín, Gonzalo Castro compone de nuevo una película límite que, en el carácter extremo de su propuesta, parece rechazar el diálogo con otras películas e incluso con el cine nacional en general. Castro, acaso el director argentino que pudo delinear el modo de producción más original y personal de los últimos años (todavía más que el de Llinás en Historias extraordinarias), se entrega a la observación de la realidad y la ficción desde un lugar nuevo, capturando espacios, gestos o formas de hablar cotidianos que antes de él se escurrían y perdían irremediablemente. El cine de Castro representa la realización del mito del autor total, un salto en la manera de hacer películas que conecta fuertemente el cine con la literatura (Castro también es escritor): el director y guionista cumple a la vez los roles de sonidista, fotógrafo y editor (aunque jamás será músico, ya que el realizador de Cocina reniega de la música extradiegética por constituir un subrayado innecesario). Resfriada y Cocina, sus dos películas anteriores, con sus universos reducidos, íntimos y hechos a base de palabras, irrumpían de manera discordante y feliz en el panorama del cine argentino, pero a la vez planteaban un interrogante: el modelo ensayado por Castro, ¿permitía innovaciones, cambios, o estaba condenado a una repetición interminable que amenazaba con agotar la novedad y la frescura de esos primeros planos temblorosos y filmados con cámara en mano, sonido directo y luz natural? Invernadero es la respuesta a ese interrogante, porque en su tercera película Castro logra romper algo del extenuamiento que empezaba a dejar ver su modo de hacer cine, sin por eso alterar su propuesta básica (que sigue siendo borde en términos cinematográficos) y el clima intimista de sus historias. A diferencia de sus antecesoras, en Invernadero la cámara no se mueve, la luz es brillante e ilumina las escenas de manera desbordante, el sonido se escucha claro y, si bien el ruido ambiente cumple un papel fundamental, los diálogos son nítidos y destacan en la banda de sonido, y los encuadres demuestran una planificación mayor que da cuenta de un minucioso trabajo de puesta en escena. Sin restarle importancia a sus dos películas anteriores, Invernadero es el resultado de una madurez estilística notable, que prueba hasta qué punto el modelo de Castro es flexible y soporta la variedad de propuestas cinematográficas. En comparación con Resfriada y Cocina, hasta podría llegar a decirse que hay un cierto clasicismo en Invernadero, una elegancia fruto del aprendizaje y del aprovechamiento inteligente de las herramientas del cine.
Cine de autor Invernadero (2010), tercera película del literato y cineasta Gonzalo Castro (Resfriada, Cocina) resulta ser una mezcla extraña entre cine- literatura y ficción-documental. Ganadora de la competencia argentina del último BAFICI podrá verse durante marzo en la sala del Malba. El film fija su mirada sobre el escritor mexicano Mario Bellatín y el ámbito que lo rodea. Mediante el recurso de la observación se construye un ¿falso documental? en donde el límite que separa la ficción de lo real se funde para retroalimentarse el uno del otro. Bellatín interpreta a un escritor, que podría ser el mismo o no, pero su entorno es falso. Hay una construcción ficcional de los personajes que rodean al protagonista, a pesar de que parezca lo contrario, gracias al naturalismo impuesto por los actores. De manera clara se ponen en crisis los géneros cinematográficos provocando en el espectador una especie de confusión entre lo real y lo falso. La puesta de Invernadero es casi mínima, sólo una cámara que sigue a los personajes centrándose en la relación que mantienen entre ellos. Una hija que acaba de llegar de un viaje, un grupo de colaboradoras, una escritora amiga, son quienes se circunscriben dentro de un universo tan real como apócrifo, en donde la temporalidad no existe y los hechos se van mostrando sin ninguna cohesión lógica, algo que hace aún más interesante la búsqueda que el film propone. Castro es un director que filma fuera de todas las convencionalidades clásicas que el cine impone. Independiente al máximo, sus películas no sólo están hechas por fuera del sistema clásico de producción sino que además proponen temas y narrativas que rara vez pueden verse en el cine convencional, siendo fiel a una forma de encarar el cine más allá de cual fuese la reacción en el receptor. Un cine que genera preguntas más allá de las respuestas que pueda dar.
El extraño caso del señor Bellatin Como en Resfriada y Cocina, Castro planta su cámara frente al mundo y no la mueve, hasta sentir que el mundo le pide una próxima escena. Pero aquí ese mundo es más interesante porque se trata del mundo del escritor mexicano Mario Bellatin. A esta altura todo un clásico anual del Bafici, ya se trate de Resfriada (exhibida tres años atrás en la competencia argentina de ese festival), Cocina (en 2009) o Invernadero (ganadora de esa misma competencia, el año pasado), el método de Gonzalo Castro es tan sencillo y riguroso como límpido y sistemático. Escritor, editor y desde hace menos de un lustro director, guionista, director de fotografía y montajista, Castro (Buenos Aires, 1972) planta su cámara frente al mundo y no la mueve, hasta sentir que el mundo le pide una próxima escena. Aunque su cuarto oficio cinematográfico (el de montajista), tal vez no esté todavía a la altura de los otros tres, haciéndolo tropezar aquí y allá, es posible que en Invernadero el método Castro se haya hecho más fluido, más transparente y atractivo que nunca. ¿Mérito del mundo filmado o del modo en que Castro aprendió a filmarlo? Quizás en semanas más haya ocasión de verificar, en la nueva edición del Bafici, si es una cosa u otra. Eso, siempre y cuando el director con apellido de película del Bafici mantenga su producción de una por año. El mundo filmado es en esta ocasión el mundo Bellatin. O un recorte o visión de él. Conocido en Argentina por algunas de sus novelas (Poeta ciego, El jardín de la señora Murakami, Perros héroes) y editado en la editorial del propio Castro (Los fantasmas del masajista, Eterna Cadencia, 2009), el mexicano Mario Bellatin tiene una hija argentina, vive de a ratos en Buenos Aires y le falta una mano. La derecha, para más datos. Su hija, su departamento porteño y su mano son algunos de los protagonistas de Invernadero. Otros son su escritura, la corrección de sus originales, su asistente, sus cuatro perros, su desmemoria literaria, sus viajes, sus viajes por el mundo de los sueños y sus viajes por la mística oriental. Pero más que nada su cualidad de dialoguista indolente, dispersivo y sorprendente. Todo eso, en 94 minutos. ¿94 minutos y cuántos planos? ¿Quince, veinte? En cualquier caso son contables. Lo que más importa, no suenan impostadamente fijos, ni aburridos, ni interminables. Todo lo contrario (mérito de Bellatin, mérito de Castro: tal vez no haya que esperar hasta el próximo Bafici para salir de dudas), esos quince o veinte planos de Invernadero son enormemente naturales, fluidos e interesantes. Ya se trate de Bellatin afeitándose (con la mano izquierda), de Bellatin y su hija sacándole fotos a uno de sus perros, de Bellatin contando cómo era cuando tenía una mano biónica, de Bellatin mirando por la ventana las antenas del Departamento de Policía, de Bellatin confiándole a la escritora y editora Graciela Goldchluk sus olvidos (de todo aquello que escribe, de todo aquello de lo que habla), de Bellatin charlando con su amiga y colega Margo Glantz sobre heterónimos, narcisismos, palabras raras del idioma, bueyes perdidos y la idea conjetural de “escribir sin escribir”. O de Bellatin convirtiendo su garfio de metal en un jardín público: de allí, tal vez, lo de Invernadero. Si es documental, ficción o ninguna de ambas cosas, importa tanto como el metal del que está hecho ese garfio de pirata.
LOS ACTOS COTIDIANOS La tercera película de Castro consigue plasmar una búsqueda teórica y práctica del cineasta; una película mucho más importante de lo que se cree, y una actualización de la vieja política de los autores en un nuevo contexto. En Obra reunida, de Mario Bellatin, se puede leer en la solapa: “Soy Mario Bellatin y odio narrar”. Esta declaración del protagonista de Invernadero, tercera película de Gonzalo Castro, ganadora en el BAFICI y Gijón en 2010, es una aseveración paradójica: los escritores de novelas, se supone, desean contar una historia. Muchos dirán lo mismo del cine: quien filma pretende contar algo. En el cine de Castro la voluntad narrativa es homeopática: el relato se destila hasta casi su desaparición, lo que no significa que nada pase. Invernadero muestra la cotidianidad de un escritor. Bellatin se interpreta a sí mismo. Corrige sus textos, pasea con sus perros, decora con hojas su brazo ortopédico, se afeita, dialoga con su acupunturista, escucha a un exégeta de sus escritos y comparte tiempo con su hija (Marcela Castañeda, mujer de Castro y una revelación), que suele coser y también baila. Entre el sugestivo plano inicial en un jardín hasta el bellísimo plano de cierre en donde la hija abraza a su padre, ningún pasaje propone tensión dramática, ni denota un mensaje a descifrar. Se discutirá sobre la obra de Bellatin. Su puntuación, por ejemplo, parece más cercana al entendimiento infantil. El punto indica el fin de la respiración, no la demarcación del sentido en una oración. En una secuencia absolutamente lúdica y lúcida, el escritor y una amiga cercana hablarán del proyecto de Bellatin como una literatura sin palabras. No se trata de transmitir ideas sino de que la literatura exista. Lo mismo se podría decir del cine de Castro. No se trata de ilustrar ideas sino de que la materialidad de las imágenes devele un mundo, un habla, una interacción entre quienes lo habitan. Castro filma relaciones y oraciones. La existencia lingüística es su especialidad indiscutible, de allí su búsqueda de cómo encuadrar la actividad verbal compartida. Jamás un plano-contraplano. El procedimiento de registro consiste en dejar quieta la cámara y eventualmente cambiar de plano, tal vez acercándose un poco al orador en cuestión, lo que implica un entendimiento sonoro de cómo registrar el habla. Doble fascinación y obsesión de encuadre: los sonidos que emite la boca y los gestos del rostro deben ser combinados en un registro orgánico preciso. ¿Cómo filmar la conversación? ¿Cómo mirar lo que define la cualidad singular de nuestra especie? Pero también: ¿cómo encuadrar lo que se retiene, se escapa y eventualmente se olvida o permanece ausente? Bellatin dice no acordarse de su obra, y no se reconoce en lo que alguna vez escribió. Cuando su hija le cuente sobre un extraño diagnóstico de su osteópata sobre un dolor muscular vinculado a un no movimiento, es decir, una dolencia que no responde a la lógica de un desgarro o un tirón típicos de la vida de un bailarín, pues lo que ocasiona malestar es la ausencia de un movimiento corporal, Bellatin mostrará asombro y se reconocerá en esa idea. En efecto, en esas paradojas se inscribe su literatura; y quizás también el formalismo amable de Castro. A menudo, por afán de seguir un método al pie de la letra, los personajes quedan en fuera de campo, ausentes, o quizás a medio camino. Otro director lo corregiría, pero Castro prefiere una inesperada asimetría. Tal vez es así porque el cineasta intuye que una cámara no funciona como un arpón con el que se debe cazar sin piedad lo real en su acontecer. La imperfección permitida es un resguardo, una concesión y un reconocimiento ante el devenir de los acontecimientos, que no son del todo filmables. Algo queda afuera, siempre. Castro, que filma, edita, ilumina, registra el sonido y escribe su película completamente solo, revivifica y radicaliza la vieja idea de cine de autor. No se trata de un viaje narcisista, sino de una aventura técnica en la que se descubre inesperadamente una estética. Su película es la verificación de una hipótesis de trabajo, después de una larga investigación sobre la naturaleza del sonido directo y la luz natural, en un estadio del cine cuya mutación digital todavía es novedosa, extraña y sospechosa. En primera instancia, Castro sugiere cómo la digitalización del cine implica una nueva concepción del autor. Pero la gran provocación de Castro no consiste solamente en impugnar ciertas supersticiones sobre las condiciones de producción, casi siempre el eco de una fantasía insólita en donde cine e industria son connaturales. Su austeridad ostensible es compatible con resultados visuales y sonoros que pueden despertar cierta envidia entre sus colegas. La provocación de Castro es negarse a una superstición mayor y mayúscula, que excede el orden cinematográfico: que todos los instantes de nuestras vidas siguen un orden secreto y una dirección, es decir, que nuestras vidas funcionan como un relato, un guión inconsciente que seguimos e interpretamos. Trastocar este artículo de fe entre los mortales puede resultar muy caro. De ahí el fastidio que ocasiona entre muchos espectadores, porque narrar es un modo de lidiar con el sinsentido, una conjura del mero paso de la existencia. Cuando un cineasta se convierte en un desertor pone en tela de juicio una metafísica que salvaguarda la cotidianidad. Lo extraño es que Castro, sin embargo, halla belleza y ternura en los actos cotidianos. Son 72 planos en donde la vida crece porque sí, pues el capricho de la materia y sus formas alcanza para escribir, desear y reír.
Cine del azar El circuito de exhibición alternativo sigue ofreciendo, casi invariablemente cada semana, lo más interesante para ver en cuanto al llamado séptimo arte se refiere: ya sabemos que la hegemonía norteamericana campea en las grandes salas, y hoy más que nunca la crítica tiene la obligación deontológica de proponer nuevos horizontes a sus lectores (aunque sin asumir ninguna misión evangelizadora, sin pensarse a sí misma como una fuente de sabiduría superior, sino dispuesta al debate y la crítica). El cine contemporáneo es múltiple, riquísimo y sorprendente, lleno de tesoros escondidos a la vuelta de la esquina, que sólo un tremendo aparato de poder y sujeción colectiva puede ocultar de la mirada pública, de un espectador potencial que termina resignado a ver siempre lo mismo. Toda película tiene un público esperando a descubrirla, el problema es que pueda llegar a él, y por eso vale la pena ofrecer otras posibilidades, otras propuestas al lector. Esta vez, el estreno a destacar ocurrió el jueves pasado, cuando el Cineclub Municipal Hugo del Carril presentó, en un programa doble imperdible con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, de Apichatpong Weerasethakul (ver esta columna de hace dos semanas), el último filme de Gonzalo Castro, Invernadero, ganador de la Competencia Argentina del Bafici 2010, una película que con todos los desniveles que se le puedan encontrar tiene, a priori, el mérito de no parecerse a nada que no sea a sí misma (o quizás a la obra previa del director). A medio camino entre el documental y la ficción (o mejor: es una ficción filmada con herramientas del documental), Invernadero hace eje en el reconocido escritor mexicano Mario Bellatin, convertido en una especie de personaje de sí mismo, capaz de exponer su más íntima cotidianeidad a la mirada atenta y detallista de Castro. Escritor, director, productor, montajista, sonidista y distribuidor de sus propios filmes, Castro es además un autor en un sentido absoluto del término, cómo sólo en otras artes (sobre todo, literatura) se habían podido manifestar, una radicalidad que actualiza y pone en cuestión la tradicional concepción de la política de los autores, ya demasiado meneada por la crítica y la publicidad planetarias. Sin embargo, como sostiene Fernando Pujato (crítico muy recomendable, ver en www.nochedelcazador.wordpress.com), todo esto no implica una especie de absolución anticipada para Invernadero, que le permita inocularse de las críticas: todo filme debe valerse por sí mismo, más allá de sus condiciones de producción, aunque éstas incidan en su forma y su contenido (ya que suelen determinar su puesta en escena). Invernadero es, entonces, un filme valioso no sólo porque es el resultado de una independencia radical por parte de su creador, sino también por lo expone: una subjetividad plena de matices (la de Bellatin escritor, ocasionalmente místico, pensador siempre desafiante), una exploración pocas veces tan genuina de la amistad y los vínculos afectivos, cierta voluntad por privilegiar el diálogo como práctica del gozo y del placer. En base a planos siempre fijos, la mayoría de la veces medios y algunos primeros planos, Invernadero sigue la rutina cotidiana de Bellatin en México y en Buenos Aires, en sus charlas con su hija (ficticia, ya que se trata de la esposa del director), sus asistentes (también ficticias) y su editora, discurriendo sobre temas tan variados como los viajes por Africa, el misticismo oriental, su pasado familiar (aunque tal vez sea falso), sus perros o la vida y la literatura de Bellatin, escritor manco dueño de una inusual pero desafiante idea de la escritura. Es más, en cierto pasaje (uno de los mejores, cuando Bellatin charla con la escritora Margo Glantz) se puede intuir una especie de correspondencia estética entre las ideas literarias de Bellatin (que desafía las concepciones canónicas de la escritura, y propone – metafóricamente – “escribir sin palabras”) y el cine de Castro, que reniega de todo convencionalismo narrativo y hace del azar y el instante su núcleo esencial. “Me fascina el tiempo detenido, alcanzar ese estado, cierta fruición del tiempo. Claro que se trata de alcanzar un detenimiento gozoso, fértil, porque el riesgo cuando no se encienden los motores narrativos es la frustración, aunque éste es un riesgo sobredimensionado”, afirmó el director en una entrevista con Roger Koza (www.ojosabiertos.wordpress.com). Puede decirse que el riesgo no es sorteado del mismo modo durante todo el metraje, que por su misma naturaleza narrativa se vuelve episódico, acaso desnivelado, con momentos de gran lucidez y otros que no llegan a cerrar, y con algún error de montaje incluso. Pero lo magnífico de Invernadero es su capacidad de abrirse a múltiples lecturas, de disparar ideas por doquier, y de sorprender las expectativas, mérito compartido tanto por Castro como por Bellatin, pero que culmina en un filme que tiene muchísimo más que decir que cualquier tanque hollywoodense. Por Martín Iparraguirre