Todos acusan En octubre de 1894, un joven oficial del ejército francés, el capitán Alfred Dreyfus, es detenido y acusado de haber entregado información confidencial a Alemania. Un consejo de guerra, luego de un juicio plagado de irregularidades, condena a Dreyfus a ser deportado de por vida a la Isla del Diablo, de donde será liberado años después y finalmente indultado. El “Caso Dreyfus” es uno de los hitos en la historia política francesa, donde el antisemitismo y los secretos de estado, dejaron al descubierto cuestiones intrínsecas de su accionar. J'accuse (An Officer and a Spy, 2019) lleva a la pantalla esta historia que pocas veces el cine había retratado. Sin embargo, no es cualquier director el que se puso tras las cámaras. Roman Polanski representa actualmente la encarnación del mal. Hace más de 40 años cometió un hecho aberrante, por lo que gran parte del público sigue despreciando su obra por el condenable acto que cometió al abusar de una menor de edad. No cabe duda que la elección de Polanski no fue azarosa. Aunque el realizador en alguna entrevista sostuvo que “es realmente aberrante y estúpido decir que me creo Dreyfus”, el paralelismo que intenta deslizar el director es más que evidente. Por ello, algunas presentaciones de la película fueron escenario de protestas. En el plano estrictamente cinematográfico, J'accuse se destaca principalmente por su valor en la minuciosa reconstrucción histórica. Con una puesta en escena y una narración clásica – cuasi teatral –, la película desmenuza los pormenores del proceso viciado de irregularidades que condenó al joven oficial francés. Polanski decide contar la historia desde la mirada del Teniente Coronel Georges Picquart, un militar antisemita que pasa de ser uno de los acusadores a defensor de la inocencia de Dreyfus. “Los judíos siguen sin gustarme, pero usted es inocente” le dice a Dreyfus (un irreconocible Louis Garrel). La sólida interpretación de Jean Dujardin, refleja en su actuación el camino que recorre a medida que avanza en el descubrimiento de la verdad de los hechos. La corrupción, la doble moral, el falso patriotismo, la defensa de las instituciones por sobre las personas, los prejuicios, la moral y la ética son algunos de los diversos tópicos que recorre la última obra de Polanski. Tal vez no sea la más lograda de su filmografía, pero igualmente se destaca en el panorama del cine contemporáneo, ya que es una película que invita a la reflexión y al debate. Actualmente, pocas obras cuentan con esas invaluables virtudes.
La condición de inocencia Como hiciese en ocasión de El Pianista (The Pianist, 2002), fundamentalmente señalando la generosa proporción de cómplices pasivos y activos con el nazismo en lo que respecta a los judíos del Gueto de Varsovia, ahora Roman Polanski en la prodigiosa El Oficial y el Espía (J’Accuse, 2019), su última película, va mucho más allá de la simple denuncia del antisemitismo que suele enmarcar a los films que han explorado el tristemente célebre Caso Dreyfus, como por ejemplo La Vida de Émile Zola (The Life of Émile Zola, 1937) o ¡Yo Acuso! (I Accuse!, 1958), optando en cambio por acercarse a la complejidad de la también admirable Prisionero del Honor (Prisoner of Honor, 1991), opus de Ken Russell sobre el mismo tópico: en su exhaustivo y fascinante análisis de la falsa acusación contra el Capitán Alfred Dreyfus (1859-1935) por parte del nauseabundo Ejército Francés de haber revelado secretos militares a Alemania, el polaco se mete con el enrevesado popurrí de factores que intervinieron a la hora de cristalizar el martirio del susodicho y el prolongado proceso que tuvo que atravesar tanto el Coronel Georges Picquart como el escritor Émile Zola para probar su inocencia; una colección del espanto que por cierto incluye al corporativismo fanático de la milicia gala, el nacionalismo acrítico y descerebrado de buena parte del vulgo, una burocracia estatal que tiende a replegarse en sus propias mentiras, la acción de supuestos expertos calígrafos que subrayan lo que sea que les pida el poder o sus propios prejuicios, la misma crueldad del sistema jurídico y penal de Francia, la influencia de una prensa amarilla dominante que incentiva la caza de brujas, el sustrato bastante ridículo y caprichoso de los servicios de inteligencia, la idiotez infantilizada/ condicionada de las clases populares, la inclinación del ser humano a buscar “chivos expiatorios” facilistas en todos los ámbitos y circunstancias, y finalmente ese odio delirante contra el pueblo hebreo que generó una infinidad de pogromos durante siglos a lo largo de toda Europa y más allá. El guión del propio Polanski junto a Robert Harris, basado en la novela del segundo An Officer and a Spy (2013), comienza con la pompa ceremonial de 1894 de degradación de Dreyfus (Louis Garrel) y su reclusión en la Isla del Diablo, un centro penitenciario inhóspito y de características por demás inhumanas que pertenece a la Guayana Francesa. Pronto el Coronel Picquart (Jean Dujardin), quien fuera profesor de Dreyfus en la Escuela Superior de Guerra y veedor en el primer juicio contra el capitán, es designado por el General Gonse (Hervé Pierre), jefe máximo del Servicio Secreto, como el nuevo mandamás de lo que se dio en llamar eufemísticamente la “Sección de Estadísticas”, en términos prácticos la rama del servicio de inteligencia del Estado Francés encargada de vigilar y abrir la correspondencia de los agregados militares y diplomáticos extranjeros para evitar fugas de información sensible, debido a que la autoridad previa del sector, el Coronel Sandherr (Eric Ruf), está consumido por la sífilis. Apenas asume como el nuevo jerarca y recibe de parte de su segundo al mando, el Mayor Henry (Grégory Gadebois), toda la información en lo que atañe al trabajo cotidiano del sector, Picquart primero se entera cómo consiguen los telegramas, cartas y documentos oficiales varios en el caso de las autoridades alemanas (específicamente a través de la señora de limpieza de la embajada germana, la cual les entrega el contenido del tacho de basura una vez a la semana) y luego descubre horrorizado que el Mayor Ferdinand Walsin Esterhazy (Laurent Natrella) es el verdadero espía que vende secretos franceses a los enemigos, no el “perejil” circunstancial de Dreyfus (entre la basura robada el coronel encuentra un telegrama cuya letra es idéntica a la de una nota atribuida al capitán y utilizada en su condena, en esencia siendo el principal elemento acusatorio en ocasión de lo que fue un tribunal militar hiper sesgado por formar parte Dreyfus de la estirpe judía, lo que lo posicionó de inmediato como el sospechoso estrella). Como el impresentable experto calígrafo que testificó contra el acusado, Alphonse Bertillon (Mathieu Amalric), reconoce que ambos trazos son iguales pero al mismo tiempo se inventa historias desquiciadas para seguir justificando la culpabilidad del capitán, Picquart recurre a las autoridades de turno, el General Boisdeffre (Didier Sandre), el General Billot (Vincent Grass) y el citado General Gonse, sin embargo de manera paulatina todos empiezan a destruir evidencia e inventar nuevas “pruebas” cuando toman conciencia de que reconocer la inocencia de Dreyfus equivaldría al desprestigio del Ejército Francés y a una merma de la confianza pública en la rama ejecutora del imperio, amén de un gran escándalo político. Decidido a no abandonar el asunto, sus superiores lo expulsan de París y dan comienzo a un periplo interminable que lo paseará por diversas guarniciones en Francia y el extranjero con vistas a garantizar su silencio, incluidos un persistente seguimiento, la apertura de su correspondencia personal, el allanamiento de su departamento y hasta la revelación de su affaire de larga data con Pauline Monnier (Emmanuelle Seigner), esposa de un miembro prominente de la oficina de Asuntos Exteriores, Philippe Monnier (Luca Barbareschi). El abogado Leblois (Vincent Pérez) conecta a un Picquart desesperado y ya cansado de la persecución y la impunidad castrense con editores de periódicos, senadores, diputados, columnistas, Mathieu Dreyfus (Nicolas Bridet), hermano de Alfred y militante incansable por su liberación, y Émile Zola (André Marcon), escritor de renombre que firma el famoso artículo ¡Yo Acuso…! (J’Accuse…!, 1898), un alegato en favor del capitán encarcelado bajo la forma de carta abierta al presidente de Francia Félix Faure y publicado por el diario L’Aurore en su primera plana, a su vez disparador de violencia, disturbios antisemitas y una serie de procesos judiciales farsescos para amedrentar a Picquart, Zola y el mismo Dreyfus, quien tendría un segundo juicio donde también sería declarado culpable de modo insólito. Retomando la arquitectura retórica de encubrimientos, perfidia y mentiras institucionales de Búsqueda Frenética (Frantic, 1988), La Última Puerta (The Ninth Gate, 1999) y El Escritor Oculto (The Ghost Writer, 2010), su anterior colaboración con Harris, y el estudio de la delgada línea que separa a lo público de lo privado al punto de diluir toda frontera y dejar al descubierto los prejuicios de cada quien, esa comarca bien difusa que sopesó sobre todo en Macbeth (1971), Barrio Chino (Chinatown, 1974), La Muerte y la Doncella (Death and the Maiden, 1994), La Piel de Venus (La Vénus à la Fourrure, 2013) y Basada en Hechos Reales (D’Après une Histoire Vraie, 2017), Polanski en esta oportunidad no sólo consigue llevar a la pantalla grande una de sus obsesiones personales de siempre, el Caso Dreyfus, sino que lo hace de manera en verdad sublime, a la vez respetando cada uno de los pormenores involucrados y regalándonos un retrato abarcador que -como afirmábamos con anterioridad- ve al episodio en su conjunto desde distintas aristas, con una bienvenida astucia y evitando caer en reduccionismos históricos/ formales/ discursivos/ comunales que pidiesen volcar todo el relato hacia determinada perspectiva de análisis en detrimento de otra. Ahora bien, por supuesto que el film es subrepticiamente una nueva excusa camuflada para recuperar la temática que más ha interesado al director y guionista a lo largo de una trayectoria de lo más itinerante, léase los juegos de poder y sus consecuencias, un trasfondo semi autobiográfico que siempre está presente en la producción de Polanski por su misma condición de exiliado y por este doble rol de víctima/ victimario que lo acompaña desde el asesinato en 1969 de su esposa embarazada Sharon Tate por el Clan Manson y desde que en 1978 abandonase sin más su carrera hollywoodense y los Estados Unidos en general por la violación de una menor llamada Samantha Gailey, caso que eventualmente se resolvería en 1997 fuera del aparato procesal yanqui, arreglo monetario de por medio entre ambas partes. Esta historia de secretitos barridos debajo de la alfombra y en simultáneo a la vista de todo el mundo, sumado al acoso desproporcionado y absurdo del que fue objeto el señor a lo largo de las décadas posteriores por parte de los cerdos de la corrección política, las imbéciles de las feminazis y diversos especímenes burgueses semejantes, le han concedido involuntariamente a la obra del polaco un manto macabro y visceral que se siente de modo muy patente en cada nuevo opus, detalle que por cierto maximiza lo que de por sí ya era un delicioso marco de perversión intimista/ pública que puede rastrearse sin problemas en su ópera prima, El Cuchillo bajo el Agua (Nóz w Wodzie, 1962), y en su sucesora, Repulsión (1965), propuestas que dejaban bien en claro el poderío narrativo subconsciente de un realizador que llevaba mucho más allá la dialéctica manipuladora y sardónica de Alfred Hitchcock y hasta de los popes del surrealismo de antaño. Apoyándose en una puesta en escena sobria acorde con el cine testimonial más clásico, en un ritmo perfecto en materia de la andanada de los acontecimientos y en un gran desempeño de Dujardin como Picquart, aquel de El Artista (The Artist, 2011), Möbius (2013), Conexión Marsella (La French, 2014), Un + Une (2015), Un Hombre a la Altura (Un Homme à la Hauteur, 2016) y La Chaqueta de Piel de Ciervo (Le Daim, 2019), Polanski construye una parábola magistral y muy agresiva acerca del fundamentalismo chauvinista, militarista y religioso y los demagogos que se escudan en la hipocresía y la tergiversación cíclica para llevar adelante agendas políticas que sólo los benefician a ellos mismos y a su séquito de lambiscones, esos diletantes de la infame “obediencia debida” cual autómatas sumisos sin conciencia ni voluntad propias. El pueblo como todo heterogéneo, por otra parte, tampoco termina con una buena imagen en el relato porque siempre aparece conformado por una manada de energúmenos que vitorean o condenan según las estupideces en boga entre las elites dirigentes, asimismo dejando en evidencia que la mesura, la imparcialidad y la verdad poco importan en las sociedades y administraciones modernas al momento de impartir justicia; basta con tener presentes estas mil vueltas para exonerar a Dreyfus y la ausencia de un mínimo castigo para el responsable real, Esterhazy, un antisemita porfiado producto de una época que parió al nazismo así como este último engendró al execrable Estado de Israel, propulsor a posteriori en Medio Oriente de las mismas políticas imperialistas y las mismas masacres y locuras cometidas por los alemanes durante aquella Segunda Guerra Mundial…
La extraordinaria filmografía de Roman Polanski arranca en Polonia en la década del sesenta, pasa por Gran Bretaña, va a Hollywood, vuelve a Europa, pasando por distintos países y coproducciones. Su vida privada, el mundo y sus problemas con la justicia amenazaron varias veces con detener su carrera. Pasó por diferentes etapas de prestigio e infamia y sobrevivió llegando incluso ganando un Oscar a mejor director por su film El pianista (2002). Cuando una vez más parecía que su carrera estaba terminada, en el año 2019 estrenó El oficial y el espía (J’accuse/The Officer and the Spy) una producción de alto presupuesto coproducida entre Francia e Italia, con un elenco de estrellas del cine francés. Aunque no se puede saber que deparará el futuro, esta película lo muestra en excelente forma como realizador y a la vez muy crítico de la situación actual del mundo, al mismo tiempo que expone su propia experiencia actual como centro de una polémica que resurgió una vez más a su alrededor. Desde que apareció la película, ponerse a favor o en contra de Roman Polanski es una obligación. Boicotear o no la película se convirtió en una posición política que llegó hasta las más altas esferas de Francia. Hubo que cancelar entrevistas televisivas y el propio Polanski no concurrió a varias presentaciones. En lo premios César del cine francés Polanski ganó el premio a mejor director y en el festival de Venecia la película obtuvo cuatro premios. La circulación mundial del film, así como su reconocimiento o rechazo se vio truncado por la pandemia. La película narra el famoso Caso Dreyfus, ocurrido a finales del siglo XIX en Francia. Alfred Dreyfus (Louis Garrel), capitán del ejército francés, es uno de los pocos judíos que forma parte de la fuerza. Cuando el coronel Georges Picquart (Jean Dujardin) es nombrado jefe de la sección de inteligencia del ejército en 1895, descubre que se usaron pruebas falsas para condenar a Dreyfus, a quien se acusó de pasar secretos militares al imperio alemán. La película cuenta la lucha de Picquart por averiguar la verdad, aun a costa de destruir su carrera o incluso su vida. Mientras tanto, Dreyfus cumple su condena en La isla del diablo. La película se basa en la novela de Robert Harris del año 2013. El autor, amigo de Roman Polanski, fue impulsado por el cineasta a escribirla, debido a su enorme interés en el caso Dreyfus. Sin duda Polanski se sintió siempre cerca de esta historia, una de las más notorias de la historia de Francia. Roman Polanski, como víctima o victimario, atravesó el siglo XX sobreviviendo al Holocausto donde perdió parte de su familia, un asesino serial en Polonia del que escapó por poco, una masacre en su casa en Hollywood en la que murió su esposa embarazada y finalmente fue acusado en 1977 de tener sexo con una niña de trece años. En este último caso, los cargos eran mucho más graves, pero se redujeron a eso por un acuerdo con la fiscalía, en mitad de ese proceso Roman Polanski huyó de la justicia y no pudo volver a pisar nunca más Estados Unidos. En el 2009 estuvo un tiempo en arresto domiciliario y en el año 2016 se desestimó, posiblemente de forma definitiva, abrir nuevamente el caso. En el camino y hasta hoy otras acusaciones surgieron, todos por hechos ocurridos en la década del setenta. Roman Polanski, casado desde el año 1989 con Emmanuelle Seigner, con quien tiene dos hijos, sigue estando en el ojo del huracán de tanto en tanto. Se han hecho varios documentales y se escrito mucho sobre el tema que tiene tantas aristas como la vida del propio realizador. Todo este elemento biográfico viene a cuento aquí más que en otros films suyos porque la temática del hombre perseguido y encerrado le es muy cercana al director, aun antes de la década del setenta mencionada. Su obra ha estado marcada por este tema, como films sombríos y claustrofóbicos, filmados en diferentes épocas, países y estilos. Ese es el mundo de Roman Polanski desde siempre. Acá le agrega el elemento histórico y la clara connotación antisemita que la historia ha tenido. Hablar de antisemitismo y de conspiraciones ideológicas en el mundo de hoy, y en la Francia actual, lo vuelve a colocar al director en la parte más alta de la agenda contemporánea. Las multitudes pidiendo la cabeza no solo de Dreyfus, sino también de quien intenta averiguar la verdad, son todo un retrato del mundo de cualquier época, pero muy del presente también. Juzgar sin conocer, tomar partido de forma multitudinaria sin conocer las pruebas, todos elementos que siempre han existido y aun hoy persisten. Tal vez uno de los elementos más interesantes es que el coronel Georges Picquart se reconoce antisemita y aun sin embargo es capaz de dejar todo para defender a un judío ya condenado por la justicia y por la opinión pública. Sus valores van mucho más allá de su mirada personal y ese es uno de los temas de la película y uno de los puntos notables que se desprenden del caso. Roman Polanski consigue hacer una gran producción de época y al mismo tiempo sostener el drama íntimo del protagonista. Con una reconstrucción de época que alcanza momentos de una minuciosidad apasionante. Polanski se nota fascinado por el espionaje y la investigación de aquellos años y no escatima en mostrar los métodos y los objetos de los especialistas. Los peritos, tan perfeccionistas como corruptibles, también son objeto de observación por parte del director. Es todo un trabajo que este aspecto del film no opaque la lucha del coronel por saber la verdad como tema central. Polanski consigue, además, hacernos recordar lo que es un gran director de cine. En este año escaso de cine real, con los espectadores encerrados mayormente con producciones mediocres de servicios de streaming, aparece un director de cine de verdad. Polanski está en pleno dominio del lenguaje del cine, cuenta de forma clara, fluida, con algunos detalles menos clásicos para algunas escenas, pero esencialmente narrando de forma transparente, sin trucos baratos ni golpes de efecto. Cree en la historia que cuenta, el guión y el tema son contundentes, no necesita otra cosa más que usar su oficio de cineasta. Para quienes no conozcan el Caso Dreyfus ni el famoso alegato en su defensa que escribió Émile Zola con el título de ¡Yo acuso…! En 1898, la película será además un apasionante film policial. Para todos lo es, pero la sorpresa es más fuerte para los que no sepan nada. También es todo un hallazgo la mirada sobre el espionaje de aquellos años, seguida de forma tan exacta. Pero el corazón de la película es la lucha de un hombre que, a pesar de sus prejuicios, su carrera, su vida privada y pública, entabla una pelea por la verdad y por lo que cree que es correcto. A veces la justicia conspira y a veces la mayoría se equivoca de forma rotunda. Se necesita coraje para enfrentarse a eso y de eso habla esta nueva mirada sobre uno de los casos más famosos de la historia.
El antisemitismo francés de finales del siglo XIX donde se enmarcó el “caso Dreyfus” (extendido entre 1894 y 1906), no fue solamente el rasgo vergonzante de una sociedad y una cultura sino un “importante concepto político” asociado a la Iglesia, como lo señaló Hannah Arendt en “Los orígenes del totalitarismo”. Así lo consideraba, por ejemplo, el escritor católico Georges Bernanos, el mismo que llenó de curitas rurales su literatura y que años después pronunció una de las frases más infames que registra la historia: “Hitler deshonró el antisemitismo”. Es decir, el nazismo y sus crímenes fueron el “exceso” de un concepto político legítimo. Pero Bernanos no fue el peor de los antisemitas; lo precedió, con mayor virulencia, el periodista, ensayista e historiador católico Édouard Drumont, auténtico precursor de “Mein Kampf” con su infame libro “La France juive” (“La Francia judía”, 1866), y por quien Bernanos jamás ocultó ni su admiración ni su defensa: a él le dedicó el libro “La grande peur des bien-pensants” (1931). La verba inflamada de Drumont, quien en 1890 fundó la Liga Antisemita Nacional de Francia, no terminaba en los círculos intelectuales parisienses sino que gozó de amplio eco en las clases populares, aquellas que en los films sobre el caso Dreyfus se apiñan para gritar a coro “Muerte al judío” durante la ceremonia de degradación. “Bernanos tiene indudablemente razón por lo que se refiere al populacho”, escribe Arendt en la obra citada. “Había sido ensayado previamente en Berlín y en Viena por Ahlwart y Stoecker, por Schoenerer y Lueger, pero en ningún lugar resultó su eficacia más claramente probada que en Francia”. Y sobre la colaboración de la Iglesia con esa corriente ideológica en Europa expresa: “Fueron los jesuitas quienes siempre habían representado mejor, tanto por escrito como verbalmente, la escuela antisemita del clero católico. Este hecho es en amplia medida consecuencia de sus estatutos, de acuerdo con los cuales todo novicio debía probar que carecía de sangre judía hasta la cuarta generación. Y resultado de que a comienzos del siglo XIX la dirección de la política internacional de la Iglesia hubiera pasado a sus manos”. El valioso, desencantado film de Roman Polanski J’accuse posee un concepto en común con la obra de Hannah Arendt, aunque tal vez en sentido inverso: el de “la banalidad del bien”. Así como la autora de “Eichmann en Jerusalén” definió al nazi al que juzgaban como un burócrata, un hombre gris que hablaba de los crímenes contra la humanidad como si lo hiciera de un mero trámite, lo que ella formuló como “la banalidad del mal”, en la reivindicación que hace Polanski de Dreyfus tampoco existe la exaltación del heroísmo y de la función reparadora de la historia que había en muchas de las películas previas, sobre todo las de Hollywood: es un expediente revisado, y sólo a medias, porque se le otorgó un indulto y no un nuevo fallo que lo declarara inocente. [Lo que sigue hasta el final de este párrafo es un spoiler: el lector puede saltearlo hasta el inicio del próximo, pero es preciso mencionarlo para completar la idea de la “banalidad del bien” en Polanski]. A Dreyfus, una vez reincorporado al Ejército en un acto más bien frío, deliberadamente poco emotivo, no le preocupan los honores; sólo que le reconozcan el ascenso que burocráticamente perdió durante los años que pasó encarcelado. Y ni eso logra. Un final impresionante. El relato de J’accuse no difiere demasiado de sus antecedentes cinematográficos en su línea narrativa, aunque sí en el tratamiento de esa historia. El oficial Alfred Dreyfus (Louis Garrel) es injustamente condenado por traición a la patria tras la acusación de haber vendido secretos militares a los alemanes. Como judío, es el chivo expiatorio de los altos mandos, y aunque entre los generales, jueces y ministros son pocos los que creen en su culpabilidad, y menos aun con el correr de los días, termina degradado y prisionero en la Isla del Diablo, en el Caribe, durante largos años. En ese período tuvo lugar la famosa carta abierta “J’acusse”, que Émile Zola publicó en la primera página del diario L’Aurore, en la que clamó por la inocencia de Dreyfus ante el presidente de la República, Felix Faure, que poco caso le hizo (Faure fue el que murió por excesos eróticos en el palacio del Elíseo, y al que hoy en Paris recuerda una calle y una estación de la línea 8 del metro. Dreyfus sólo tiene una placita, en la avenida Émile Zola). Hay un personaje clave en la película de Polanski, cuya contrastante caracterización con la que tuvo en versiones anteriores permite apreciar bien la mirada diferente del director de El pianista. Se trata del coronel Georges Picquart (Jean Dujardin), el único aliado con el que contó Dreyfus durante el proceso, el único que se propuso demostrar, en vano, su inocencia, y desenmascarar al auténtico traidor, el comandante Ferdinand Walsin Esterhazy (Laurent Natrella). Pero Picquart, protagonista de la novela de Robert Harris “An Officer and A Spy” (2013), sobre la que se basa el guión del film, es un antisemita más. En una de las primeras escenas, Dreyfus, alumno de Picquart en la escuela militar, le pregunta por qué recibe bajas calificaciones, y si eso tiene que ver con su condición de judío. “Seré honesto con usted”, le responde Picquart. “No me gustan los judíos, pero no permito que eso condicione mi juicio”. A lo largo del film, la lucha del coronel por demostrar la inocencia de su subordinado carece de épica: lo hace porque, una vez que descubre la cama que le tendieron a Dreyfus, así se lo impone su sentido de justicia, aunque no hay cosa que le pese más. En La vida de Emile Zola de William Dieterle (1938), film protagonizado por Paul Muni en el que el caso Dreyfus ocupa toda la segunda mitad, Picquart no sólo actúa de manera heroica y neorromántica, en consonancia con el estilo de la película, sino que, antes de desatarse el caso, es el único oficial del ejército que aprueba la literatura de Zola, a la que el resto de sus camaradas desprecia y pretende prohibir. Algo similar ocurre con Picquart en “I Accuse” (1958), de y con José Ferrer, y guión de Gore Vidal, aunque en este caso se trata de una película sólida, heroica pero sin una pizca de romanticismo, que hasta contiene una escena en la que Dreyfus manifiesta la pérdida absoluta de su fe en la república y se muestra deseoso de obtener el indulto, aunque se lo desaconsejen. Otra diferencia entre las tres versiones (son muchas) es la semblanza del verdadero traidor, Esterhazy, al que las dos primeras muestran como un villano refinado y culto (la versión Ferrer empieza con él y sus citas en la embajada alemana), mientras que Polanski apenas le reserva un papel secundario, el de borracho putañero. Con excepción del pionero Georges Méliès quien, en 1899, cuando el caso aún seguía su curso, realizó una serie de cortometrajes en los que expuso la inocencia de Dreyfus (Méliès, junto con Anatole France, Emile Zola y Georges Clemenceau, fue una de las pocas figuras públicas que se encolumnaron entre los “dreyfusards”, contra la enorme mayoría de los “antidreyfusards”), los cineastas franceses dejaron que Hollywood se ocupara antes del caso en los films mencionados. Nadie tenía prisa. Recién en 1975 Yves Boisset, con libro de Jorge Semprún, realizó su propio “J’accuse” con formato de telefilm, e incluyó algunos de los personajes omitidos por el cine, como el mencionado antisemita Drumont, con quien comienza la película. Aparentemente, el tema seguía siendo incómodo en un país que hasta en 2005 contaba con una sociedad literaria llamada “Los amigos de Édouard Drumont”. Finalmente, hay quienes sostienen que Roman Polanski (inclusive él mismo, de forma indirecta en un reportaje) rodó esta película como reflejo de su situación personal ante la justicia y en especial la opinión pública, esa fuerza que protestó violentamente durante la entrega de los César de hace dos años y lo obligó a ausentarse. Lo mismo ocurrió en el Festival de Venecia cuando la presidente del Jurado, Lucrecia Martel, manifestó que no quería ver esta película en la sala, y que sólo por obligación lo haría en algún lugar privado. Sin embargo, nada hay en el film que permita interpretar eso de manera manifiesta.
“J’accuse- El affaire Dreyfus” de Roman Polanski. Crítica. El complot antisemita que dividió a Francia. El nuevo film del cineasta franco-polaco, ganador del Gran Premio del Jurado del Festival de Venecia de 2019, segundo en importancia luego del León de Oro, se estrena el 19 de agosto. La película es una adaptación personal del llamado “Caso Dreyfus”. Hecho histórico que convulsionó a la sociedad francesa de finales del siglo XIX por el pésimo accionar de la justicia, que impulsada por intereses ideológicos, políticos y antisemitas condenó a cadena perpetua al capitán judío del ejército Alfred Dreyfus (Louis Garrel). En la Isla del Diablo, fortaleza penitenciaria situada a unos pocos kilómetros de la Guayana Francesa. Acusado con evidencia muy débil, de colaborar con los alemanes proporcionándoles documentos secretos. Roman Polanski narra los años que duró la investigación a través del coronel George Picquart (Jean Dujardin), quién asume en 1895 al mando del servicio de inteligencia francés y desde su posición inicia una lucha por desenmascarar las mentiras y dar luz a la verdad, impidiendo así que el caso quede en el olvido. Sumido en un camino de descubrimiento dentro de un juicio colmado de engaños y corrupción. Picquart comienza a relacionarse con distintas personalidades, que se comprometen en la lucha por la verdad. Como es el caso del novelista Émile Zola, quien elabora un alegato titulado “Yo acuso…!”, a favor del capitán Dreyfus, en forma de carta abierta y publicado por el diario L’Aurore en primera plana. En donde expresa su indignación y señala con nombre y apellido a los responsables del complot. De esta manera, el cineasta nos sumerge en las oscuras intrigas del ejército francés, con un excelente trabajo de ambientación y dirección de arte, desde los uniformes militares hasta la elaboración de los carruajes y viviendas, logrando una brillante recreación de época. Además, de un guion que adapta con gran fidelidad a los hechos, en ocasiones recurriendo al flashback para zambullir de lleno al espectador en la historia, sin dejar detalle librado al azar. El talento del realizador se ve reflejado en el desarrollo del relato, de poco más de dos horas, consiguiendo exponer de forma ágil, principalmente, después de la segunda parte del film, un hecho que se prolongo durante 12 años. Siendo un proceso complejo y muy dificultoso en términos de la construcción de un culpable y como las distintas instituciones tomaron una posición de indiferencia ocultando a los responsables. En definitiva, una película de gran producción y una efectiva construcción narrativa, que se destaca por su tratamiento detallista. Sin ubicarse dentro de las mejores obras de Polanski (El pianista, Barrio Chino, Repulsión, El bebé de Rosemary). Un film que dialoga con temas que siguen teniendo vigencia en el presente, como el antisemitismo, el incorrecto accionar de la justicia y los prejuicios sociales que impiden ver los hechos con claridad. Dirección Montaje Arte y Fotografia Música Actuación En 1894, el capitán francés Alfred Dreyfus, un joven oficial judío, es acusa
“J´accuse” de Roman Polanski. Crítica Causa y efecto de un entramado social elogiosamente recreado por el director de cine, Roman Polanski. El nuevo film del realizador de “El Pianista”, que estrena este jueves 19 de agosto en salas de cine, merece todos los elogios del cuidado permanente de su director y guionista, Roman Polanski. Con la mirada crítica del psicoanalista cinéfilo, Mario Betteo, esta nota pone a la luz dos elementos relevantes de un hecho histórico que conmocionó a Francia y al mundo entero. La intrincada y variada producción cinematográfica de Roman Polanski se empalmó, esta vez, con un hecho histórico que conmocionó a Francia y al mundo entero a propósito del juicio, encarcelamiento y liberación de Alfred Dreyfus. Se trató de la falsa acusación que el ejército francés hizo sobre uno de sus miembros, por haber pasado información secreta a los mandos alemanes. La inocencia -siempre sostenida por Dreyfus- se chocó con la obstinada y criminal acusación sin fundamentos aunque con pruebas de oídas, hacia un militar al que además se lo señalaba despreciativamente como judío. Su destino estuvo acompañado por el también obstinado interés del Coronel Picquart, un militar sin mucho brillo, que sin embargo considera que debe de seguir a la letra su función y no desentenderse de la justicia. Luego de una investigación plagada de obstáculos puestos en el camino por el Estado mayor del ejército y a posteriori por los tribunales civiles, con años de prisión para Dreyfus en una infecta isla, desemboca finalmente en su liberación (en el camino había caído Emile Zolá con su “J’accuse” publicado en el diario L’Aurore). El otro personaje, al que Polanski lo asciende a ser el protagonista principal del film, el Coronel Picquart, también acusado de difamador, tendrá finalmente el honor de recuperar su dignidad y será premiado con el ascenso a ministro de Guerra. Merece un permanente elogio el cuidado que Polanski hace de la puesta en escena, de la ambientación, el decorado, el vestuario, la música y la manera en que lleva de la mano a un amplio cuadro de actores, la mayoría pertenecientes a la Comedia Française, un Jean Dujardin impecable y la siempre sorpresiva y desopilante actuación de Mathieu Amalric, que en este film, personifica a un grafólogo que se las da de sabio.
La última película de Roman Polanski retoma el célebre caso del oficial Alfred Dreyfus condenado por un tribunal militar francés en 1895 por entregar información a la inteligencia alemana. Este proceso de doce años aún perdura en la memoria colectiva y la lectura de Polanski da cuenta de la vigencia que este caso, cargado de antisemitismo, tiene en la actualidad. “Todos los personajes y eventos evocados en este film son reales”. A través de esta afirmación, Polanski deja en claro que más allá de todo verosímil narrativo y de los juegos de género que viran entre la historia de época y el espionaje, la narración invita a una lectura desde el ámbito de la realidad. Dreyfus, un comandante de origen judío que se desempeñaba en la milicia francesa, es acusado por traición, destituido de su cargo y condenado a cadena perpetua en la remota Isla del Diablo en la Guayana Francesa. La sentencia sin duda pretendía ser ejemplar; dado que no existía ninguna prisión en aquella geografía, el aislamiento e incomunicación formaban parte de su condena. Uno de los episodios que se hizo célebre, alrededor de este caso, fue el titular del diario L`Aurore, “J`accuse”. Esta nota central, escrita por Emile Zola en 1898 –durante parte del cautiverio de Dreyfus-, lanzaba una fuerte acusación a todos los implicados en el proceso judicial, desde el gobierno, el ejército francés, los peritos intervinientes, etc. El artículo revelaba no solo las irregularidades judiciales que llevaron a condenar a un miembro del ejército por su origen semita sino las estrategias de la perpetuación del poder del nacionalismo de derecha en el marco de la III República. Esta nota, por la cual también Zola tuvo que responder judicialmente, manifestaba la brecha que se acrecentaba entre el régimen y las incipientes olas de izquierda contrarias a las políticas implementadas. Si bien la película de Polanski retoma la totalidad del caso e incluye la presencia de Emile Zola, se centra con preciso detalle en los años previos a esta publicación. Es decir, en la figura del Coronel Picart quien accede a un puesto estratégico en la oficina de inteligencia, lo que le permite ir deshilvanando el proceso que inculpó a Dreyfus en primer lugar. No es que Polanski no esté interesado en el clima de agitación política que este caso tuvo a fines del siglo XIX, sino que está más enfocado en construir una película que responda al género de espionaje con todo su despliegue de juegos de poder, encubrimientos y revelaciones sobre verdaderos culpables y traidores. La estética que elije es acorde a ese juego de máscaras que operan como capas que se tejen sobre aquello que no es visible. Una impecable dirección de fotografía, que apela permanentemente a una atmósfera brumosa cargada de colores desaturados, entre los cuales eventualmente solo resalta el tono rojizo, sumado a un montaje clásico pero implacable como un reloj suizo en contrapunto con una musicalización que da el tono justo, parecen consolidar el cóctel perfecto para esta película ganadora del Gran Premio del Festival de Venecia. Cuando J` accuse se exhibió en el marco del festival, por supuesto desató una vez más la discusión respecto de cómo juzgar las obras y si era lícito o no acercarnos a ellas en función de la historia de sus creadores. Cancelar la obra de artistas, cineastas, guionistas, escritores, filósofos es un gesto que está a la orden del día. El problema está en que desde el estructuralismo –sino desde el formalismo ruso de 1915- como teoría y método para pensar los textos, la idea de descartar obras por elementos exteriores a ella, trae un problema de índole reflexivo e interpretativo. Sin embargo, es evidente que se puede ejercer ambas posturas por fuera de un análisis estético o riguroso. Así lo hizo Lucrecia Martel cuando, como miembro del jurado; decidió no ver ni aplaudir la película en público, pero ese gesto no obliteró que pudiera verla en privado y que accediera a otorgar el premio en cuestión. Con lo cual, la afirmación de Catherine Deneuve, respecto de que no se iba a valorar la película por lo que representa, no se cumplió. Lo cierto es que J`accuse, o su impronta en la actualidad, no tiene nada que ver –en principio- con esta anécdota, ni con la condena por abusos y violaciones que a Polanski se le han imputado. Dicho esto, cabe hacer algunas observaciones finales. J’ accuse constata dos cuestiones que podrían considerarse fundamentales hoy. Por un lado, que ninguna revelación de una verdad –en este caso el incipiente antisemitismo y xenofobia- y su eventual resarcimiento, son suficientes para hacer desaparecer esa inclinación. De lo contrario, el Holocausto no habría tenido lugar, independientemente de la postura de Francia en la guerra. Tal vez, en parte, sea por el devenir histórico que el caso Dreyfus, como proceso judicial, sea aún tan recordado, a pesar de que ninguna persona viva en la actualidad pudo haber sido testigo del suceso y del impacto de su revelación. El caso tiene vigencia porque permite su resignificación como referente de lo que la historia exhibió después. Pero, por otro lado, la película se actualiza en el sentido de que la grieta política y social no es una semilla del siglo XX sino tal vez de la emergencia de la modernidad de fines del 1800 y que, eventualmente, germinó con la implosión de los procesos del imperialismo y luego con las políticas neoliberales posteriores. Hay algo más que muestra el film de Polanski y que está a tono con lo expresado. El final, que no vamos a develar por más conocido que sea el caso, es un tanto oscuro, tal vez incluso amargo. A la luz de otros acontecimientos históricos ahora también sabemos que el encubrimiento o la puesta en escena cuyo objetivo parece ser revelar lo real, no es un mecanismo exclusivo de la derecha sino tal vez una reconstrucción “necesaria” para la perpetuación del poder y el sostenimiento de ciertos ideales. Eso explica, parcialmente, la dinámica de la Gran Purga de Moscú llevada a cabo en la década del 30 del siglo XX. Los juicios en ciertos contextos no son la consecuencia de algo –traición- sino formadores de objetivos –el ser nacional-. Más allá de que en el caso de Dreyfus, parecía que la figura de espía tenía existencia –Esterhazy-, lo cierto es que el proceso fue funcional a una imagen de Nación y a una idea de enemigo. De igual manera, el sentido de los procesos de Moscú tenía más que ver con demostrar la fortaleza del régimen que con encontrar a los verdaderos enemigos internos. Podemos centrarnos en la polémica que va a suscitar cada película de Polanski, aunque con sus 85 años, tal vez sea la última, pero nos perderíamos lecturas importantes que las obras proponen. También podríamos ignorar todo lo referente a su vida privada y considerar a la película como una entidad que respira sola. O bien, podríamos hacer ambas cosas, como intentó hacer con éxito Lucrecia Martel, y ser testigos de la manera en que alguien presumiblemente culpable haga una película sobre un proceso judicial que toma -¿irónicamente?- el nombre del texto de Emile Zola, “J`accuse”. YO ACUSO J` accuse, 2019. Dirección: Roman Polanski. Guión: Roman Polanski, Robert Harris. Intérpretes: Jean Dujardin, Louis Garrel, Emmanuelle Seigner, Grégory Gadebois. Música: Alexandre Desplat. Montaje: Hervé De Luze. Dirección de fotografía: Pawel Ederlman. Duración: 131 minutos.
Hay dos directores de renombre y trayectoria sobre los que se ha vuelto particularmente problemático escribir desde la irrupción del movimiento #MeToo. Uno es Woody Allen, sobre quien pesan varias denuncias de su hija por abuso sexual y ahora es casi un paria para sus otrora fanáticos (basta con leer los comentarios en aquellas notas que reseñaron su autobiografía). El otro es Roman Polanski, condenado por una violación a una menor en 1977 y desde entonces exiliado fuera de Estados Unidos. Un delito que, sin embargo, no impidió que se alzara con una Palma de Oro y hasta con un Oscar a Mejor Director por El pianista, hace menos de veinte años. Boicoteada en su estreno en Francia y reconocida –no sin polémica- con el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Venecia, J'accuse debe su nombre a una famosa carta abierta escrita por el intelectual Émile Zola publicada en el periódico L'Aurore en 1898. Texto modélico de la argumentación escrita, allí denunciaba lo ocurrido con capitán Alfred Dreyfus, un militar de origen judío acusado de espionaje y condenado a prisión en una remota isla de la Guyana Francesa. Fue un hecho que conmocionó a la opinión pública de entonces pero que, con el correr de los años, cuando se comprobó que Dreyfus era inocente y todo se había tratado de una maniobra jurídico-política con una fuerte impronta antisemita, adquirió una significación opuesta. Que la última película de Polanski aborde uno de los hechos de manipulación más bochornos de la historia moderna de Francia, uno de los puntos más bajos de la Justicia gala, no hace más que habilitar un potencial paralelismo entre sus circunstancias personales y la del relato. Es, pues, un nuevo capítulo en la eterna discusión sobre si es posible separar la obra del artista. ¿Acaso Polanski encuentra en Dreyfus un alter ego histórico? ¿Es el director víctima de una persecución? La película, ambigua, atrapante, tensa e incómoda, no otorga respuestas definitivas. Lo cierto es que, lejos de las ínfulas teatrales de sus últimas películas, J'accuse opera como un alegato político con formato de thriller de espías narrado con un tono seco y distante. Es también una durísima toma de posición sobre el poder de los medios a la hora de moldear ese elemento inaprensible llamado opinión pública, además de sobre el creciente antisemitismo que sobrevuela Europa a raíz del surgimiento de varios movimientos nacionalistas. La acción comienza inmediatamente después de la condena a Dreyfus, cuando Georges Picquart (Jean Dujardin, de El artista) asume el liderazgo de la unidad de inteligencia que descubrió al espía. El problema es que con el capitán encarcelado el tráfico de información no se detuvo, abriendo sospechas que quizás la filtración no haya provenido de quien todos pensaban. El inicio de una investigación llevará a Picquart a descubrir que nadie está demasiado preocupado porque se conozca la verdad, que todos se contentan con que alguien esté pagando las culpas para tranquilizar a la sociedad. Polanski narra la toma de conciencia de Picquart y su lucha contra todo y todos con un pulso nervioso, evitando los regodeos visuales del cine de qualité de época y vaciando a sus personajes de cualquier atisbo de emocionalidad. Porque Picquart persigue la verdad no por altruismo sino porque es un tipo gris y burócrata que concibe la mentira como un elemento contrario al aceitado funcionamiento de la maquinaria. No le hubiera venido mal algo de más de espesura a este hombre atrapado por momentos entre la espada y la pared, un matiz ante la certeza de la manipulación de sus superiores, aunque también es cierto que esto atentaría contra un film que apunta más a la cabeza que al corazón.
El 13 de enero de 1898, el diario L’Aurore publicó en su portada una carta abierta al presidente de Francia titulada “J’Accuse” (”Yo acuso”), que con la firma de Emile Zola revelaba el escándalo que rodeaba al caso Dreyfus, con la destitución y el destierro de un capitán del ejército francés tras una acusación de espionaje que escondía una persecución por antisemitismo. Sin esta sucinta explicación, quienes desconozcan el acceso de la opinión pública a cómo el capitán Alfred Dreyfus fue injustamente despojado de su condición militar y encarcelado en la Isla del Diablo seguramente no podrán establecer en toda su dimensión la importancia que la denuncia de Zola tuvo para la historia de Occidente y para el futuro rol de la prensa. Porque J’Accuse la película, en la mirada del experimentado y polémico realizador Roman Polanski, no centra su objetivo en la figura de Zola, sino en la reconstrucción con fino detalle de todo el proceso judicial que, impregnado de corrupción, soportó el acusado entre 1894 y 1906. Es decir, Dreyfus como auténtico protagonista del caso, aunque no del film. Al rol encarnado por Louis Garrel como el militar caído en desgracia se le contrapone aquí el que delinea Jean Dujardin como el teniente coronel Georges Picquart, quien asume un reemplazo en el servicio secreto y descubre, junto a los vicios que exhibía esa oficina de inteligencia militar, un error de procedimiento que escondía otras intenciones. Aún frente a la excelencia con la cual Polanski acomete la realización de su ¿última? película debe advertirse que J’Accuse es una relato que necesita tiempo y cierta colaboración del espectador para que todo el entramado de la historia (ajustada al complejo caso real), sea plenamente abarcable a partir de la segunda mitad del film. Cuenta para ello con un equipo técnico donde se destaca una fotografía sólo disfrutable en la gran pantalla y un sólido elenco con los nombres más importantes del cine francés contemporáneo. La dirección de arte recrea al milímetro las tapas de Le Petit Journal que ilustraron el caso; y así la historia de J’Accuse (más allá de las analogías sobre el propio Polanski, como se sabe, con una condena judicial y terribles acusaciones sobre sus hombros), es abordada reflexivamente y sin emoción pero con precisión quirúrgica, demostrando que permanece inalterable y vigente en su alegato frente al deterioro institucional.
DRAMA ÉPICO "Relato colmado de dramatismo, que combina sucesos históricos y reflejan diversos temas sociales y culturales. Trazando fuertemente la discriminación y expresando con dedicación y compromiso, la desigualdad de las posturas religiosas. Dando espacio a enfrentaciones, corrupciones, mentiras y violencia." J´accuse - El AFFAIR DREYFUS 2019. El 5 de enero de 1895, el Capitán Alfred Dreyfus, un joven y prometedor oficial, es degradado por espiar para Alemania y condenado a cadena perpetua en la Isla del Diablo. Entre los testigos de su humillación está Georges Picquart, al que promocionan para dirigir la unidad militar de contra-inteligencia que lo investiga. Pero cuando Picquart descubre que los alemanes siguen recibiendo información secreta, se ve envuelto en un peligroso laberinto de engaño y corrupción que pone en peligro no solo su honor sino también su vida. En cuanto a lo técnico, la dirección de Roman Polanski es realmente exquisita. El ingenio del talentoso Director traza su marca, consiguiendo la identificación del espectador. Por otra parte, las interpretaciones están muy bien logradas y la ambientación es realmente fantástica, captando a la perfección las características y detalles estéticos de la época. La fotografía se mantiene en tonos oscuros y fríos, generando una atmósfera de suspenso y tensión que nunca abandona la intriga, creciendo conforme avanza el guion de Polanski coescrito con Robert Harris. También se aprecian combinaciones de planos alejados y centrados, diálogos intensos y cargados de silencios ubicados de manera atinada. NOTAS DEL DIRECTOR "Las grandes historias suelen convertirse en grandes películas, y el Caso Dreyfus es una historia excepcional. La historia de un hombre acusado injustamente siempre es fascinante, pero además es un tema muy actual si tenemos en cuenta el recrudecimiento del antisemitismo. Cuando era muy joven, vi la película norteamericana La vida de Émile Zola y la escena en la que degradan al Capitán Dreyfus me impactó muchísimo. Ya entonces me dije que algún día haría una película sobre esa aterradora historia". Roman Polanski "En conclusión, J'accuse es una película cargada de momentos tensos, escenas trascendentales con toques históricos y segmentada de suspenso, conformando un relato para reflexionar sobre la moral y la ética de lo correcto y despertando inquietudes y pensamientos diversos para bucear entre secretos y revelaciones difíciles de conllevar."
Siempre conviene rever el caso Dreyfus, aquel episodio sombrío de la Belle Epoque, cuando la Francia ultramontana se ensañó con un inocente falsamente acusado de espionaje, degradado y enviado a la Isla del Diablo, hasta que otra parte de Francia logró reivindicarlo. De un lado, el Estado Mayor del Ejército y los fanáticos xenófobos y antisemitas. Dreyfus era judío alsaciano, el chivo expiatorio perfecto. Del otro lado la familia, algunos hombres de letras como Emile Zola con su impactante “Yo acuso” publicado en primera plana, algunos políticos que con leyes de avanzada intentaban levantar la endeble Tercera República, y un militar digno de su uniforme, al que tampoco le gustaban los judíos, pero menos aun le gustaba la injusticia. Esa es la historia. Ya la contaron, entre otros, José Ferrer con el novelista Gore Vidal, e Yves Boisset con Jorge Semprún. Ahora la cuenta Roman Polanski, apoyado en la novela de Robert Harris “An Officer And A Spy”, apoyado a su vez en el libro del historiador Christian Vigoreaux “George Picquart, dreyfusard, proscrit, ministre”. Ahí está lo novedoso. El punto de vista de estos tres notables es, precisamente, el del coronel Georges Picquart, que se jugó su carrera, y hasta su vida, por la verdad, la justicia y el honor de las armas. Un verdadero ejemplo. Así, esta nueva obra de Polanski forma con “El pianista” un díptico sobre las humillaciones sufridas por los judíos, y sobre los militares justos que también existen. Picquart en un caso, y en otro el capitán Wilhelm Hosenfeld. Esos son los temas, y, para llegar más profundamente al interés, el sentimiento y el pensamiento de los espectadores, el director simplemente expone la historia en un estilo clásico, sin sentimentalismos, golpes bajos, discursos ni chisporroteos de moda, solo con mano firme, tensión creciente y mirada lúcida, manejando un elenco tan notable como numeroso, y una producción tan compleja que hubiera desanimado a cualquier otro director de su misma edad (86 al momento del rodaje, 88 al día de hoy). El resultado es notable, y acaso sea ésta, además, la película más completa que se haya hecho sobre el caso Dreyfus. Solo deja, para quien quiera hacerlo, la historia de otro héroe de aquel tiempo: el financista Jacques De Castro, que descubrió y a riesgo de su vida denunció al verdadero espía por cuyos delitos habían acusado a Dreyfus. Pero quizás a nadie le interese demasiado filmar la historia de un financista bueno.
La premiere de El oficial y el espía, como aquí se bautizó a J’accuse, tuvo sus repercusiones inmediatas. Fue en el Festival de Venecia, cuya presidenta en 2019 fue Lucrecia Martel, que se excusó de prestar presente en la gala oficial, pero sí vio el filme, debido a las acusaciones de abuso sexual sobre el director, Roman Polanski. El realizador ya por entonces manifestaba que no le era ajena la persecución que cuenta la película que, finalmente, obtendría el Gran Premio del Jurado hace dos años en la Mostra. Los temas que aborda El oficial y el espía, como la rectitud y el lugar de prestigio que ostentaba el Ejército y el antisemitismo en la Francia de 1895, tienen ahora con el filme de Polanski, una nueva mirada. Alfred Dreyfus (Louis Garrel, de Los soñadores, Amante fiel) fue un joven capitán, judío, al que ni bien arranca la proyección, vemos ser destituido de sus rangos en una humillante ceremonia militar, ante todos los soldados y condenado como espía, luego de que el consejo de guerra lo acusa de alta traición por difundir secretos a los enemigos. Enviado a la cárcel en cadena perpetua a la Isla del Diablo, muchos tenían dudas acerca de si era o no culpable. Polanski cuenta la historia desde el punto de vista de Georges Picquart (Jean Dujardin, Oscar al mejor actor por El artista), el teniente coronel que fue uno de los maestros de Dreyfus. Las vueltas de la vida hacen que lo nombren al frente de los Servicios Secretos. El secretario de su antecesor le niega como puede acceder a archivos secretos. Algo huele a podrido. Y Dreyfus sostiene que es inocente. Picquart debe tomar otro caso de espionaje, en el que Esterhazy estaría pasando información militar a un oficial italiano con el que tiene relaciones. Allí es cuando la película se vuelve un thriller de espionaje, con detectives y sirvientas siguiendo pistas y entregando cartas, vigilando movimientos, y es donde, si en algún momento del filme se encuentra el alma del mismo, es ahí. El otro momento, claro está, será cerca del final. Supongamos que el lector no está al tanto de las implicancias que tuvo el caso Dreyfus, ni los vaivenes de la historia que llevó a Émile Zola a escribir un alegato en forma de carta abierta al entonces presidente de Francia, Félix Faure, en favor de Dreyfus, y que el diario L’Aurore publicó en su primera plana. Si Dreyfus era inocente, y el culpable era Esterhazy, ¿no todo era fácil de resolver? No. Extrañamente para una película del director de Búsqueda frenética y Barrio Chino, la falta de suspenso y cierta lentitud por momentos asombran. Como si Polanski hubiese puesto piloto automático, confiando en que con contar la historia le alcanzara para promover inquietud en el espectador. No corrió riesgos desde lo formal y se reforzó en su habitual director de fotografía, Pawel Edelman, y con la música que compuso Alexandre Desplat, pero más aún apostó a su elenco. Garrel tiene el personaje más ambiguo, pero al centrarse en Picquart mucha de la atención está allí, sobre las espaldas y los bigotes de Dujardin, que se muestra seco, contenido, pero expresivo a la vez. La esposa de Polanski, Emmanuelle Seigner, es la amante de Picquart (en una ramificación que no aporta mucho al tronco) y Mathieu Amalric como el grafólogo que compara la caligrafía en las cartas de Dreyfus y Esterhazy está, sencillamente, estupendo.
Llega con retraso el film que fue un escándalo en Venecia, con su director repudiado y criticado, pero también premiado (Gran premio del jurado y del Fipresci). Lucrecia Martel presidenta del Jurado del ese festival, defendió la participación de la película en la muestra pero no fue a la gala del film para no ponerse de pie y aplaudir a quien Samantha Geimer acusó en l977 de violación cuando ella tenía 13 años y el realizador 43. Al margen, Polansky estuvo ausente del festival porque corría el riesgo de ser extraditado a EEUU. Y si bien la película trata uno de los casos más vergonzante de la justicia francesa, y del mundo, Polansky se dio el lujo con periodistas amigos de pretender compararse con el mecanismo de persecución del caso Dreyfus, un dislate. Dicho esto la película vale la pena por muchas razones. Primero porque está basada en la novela de Robert Harris, que escribió el guión con el director, toma el caso desde otro punto de vista a lo conocido. Aquí el protagonista es el coronel Georges Picquart, que asistió a la humillación pública de Dreyfus que gritaba su inocencia. Cuando es nombrado Jefe de los Servicios secretos del ejército hace un descubrimiento único. Investigando otro supuesto espía descubre una carta, que había sido piedra basal para acusar a Dreyfus y que en realidad culpaba a su investigado. Y a partir de allí comienza su minuciosa pesquisa, lo Sherlock Holmes, para demostrar la inocencia del militar judío, fácilmente inculpado por un profundo antisemitismo. El ejército no quiere admitir su error, se juegan conceptos como los de “obediencia debida” pero el famoso “yo acuso” de Emilio Sola cuenta con el respaldo de los datos de Picquart. Todo el film que tiene una fotografía excelente 8 Pawel Edelman), un reconstrucción de época bellísima, con el equipo habitual en los films de Polansky es largo y detallista, Pero también interesantísimo para quienes conocen el famoso caso o se quieren desayunar con el tema. Es un poco frio y distante, pero vale y mucho. Grandes actuaciones de Jean Dujardin, Louis Garrel , Emmanuelle Seigner y un elenco de excepción.
"J'accuse – El affaire Dreyfus", de Roman Polanski: razones de Estado Polanski narra el célebre caso de una manera clásica, elegante y fluida, en particular durante la primera mitad de la película, en la que el protagonista no es Alfred Dreyfus sino el coronel antisemita que lo despreciaba pero cuya investigación termina rehabilitando al acusado. 5 de enero de 1895. En el majestuoso patio de armas de la Escuela Militar, en París, con la Torre Eiffel de fondo, el capitán de artillería Alfred Dreyfus es degradado públicamente, no sólo delante de soldados y oficiales sino también frente a una masa ciega que lo insulta desde detrás de las rejas, como si fueran asistentes del circo romano sedientos de sangre. Condenado por un tribunal militar que lo encontró –“en nombre del pueblo francés”- culpable de alta traición, el hombre grita su inocencia, pero nadie lo escucha. Le arrancan todos los atributos de su uniforme, como si lo desnudaran. Un oficial sigue en detalle esa ceremonia de humillación con binoculares y les comenta fríamente a sus camaradas de armas: “Luce como un sastre judío llorando por el oro perdido”. El prólogo de la película más reciente de Roman Polanski –ganadora del Gran Premio del Jurado en la Mostra de Venecia 2019, en la misma edición que consagró al Joker protagonizado por Joaquin Phoenix- plantea sus temas de manera ejemplar, con gran síntesis y elocuencia. El terrible peso de las instituciones sobre un hombre empequeñecido e inerme se hace sentir en esos agobiantes planos generales. De la misma manera, queda en claro el prejuicio que lo arrastró a ese ritual de escarnio: el antisemitismo. A partir de allí, Polanski y su guionista Robert Harris toman una sabia decisión narrativa: Dreyfus (Louis Garrel), enviado ipso facto a la prisión de aislamiento de Isla del Diablo, para evitar que siga exclamando su verdad, pasa a ser apenas una sombra, en un perturbador fuera de campo. El protagonista en cambio será el coronel Picquart (Jean Dujardin), el mismo que hace ese odioso comentario racista y que –paradójicamente- será el encargado de reabrir y profundizar la investigación que terminará, escándalo político y social mediante, con la rehabilitación de Dreyfus, once años después. Polanski –con 88 años recién cumplidos- narra de una manera clásica, elegante y fluida, en particular durante la primera mitad de las más de dos horas de duración de la película. Con Picquart nombrado sorpresivamente, incluso para él mismo, a cargo del Servicio de Inteligencia militar, su investigación da pie a una sostenida intriga policial, donde el antihéroe va descubriendo paulatinamente –por un sentido de deber profesional antes que por su sed de justicia- la iniquidad cometida contra Dreyfus en nombre la razón de Estado. Todo a su paso expresa la putrefacción que anida en el cuerpo del Ejército, desde la sórdida dependencia donde se fraguó la injusticia y que ahora él ocupa, hasta las pústulas que corroen la piel de su antecesor en el cargo, corroído por la sífilis. Y en la sociedad, poco y nada hay de la despreocupación y galantería de la supuesta Belle Epoque, salvo la nostalgia de algún “Déjeuner sur l'herbe”, al modo idealizado de Claude Monet. Con una historia real plagada de juicios y apelaciones, era difícil sin embargo que J’accuse –aun evitando el proceso inicial- pudiera abstraerse de caer en el consabido drama legal, que a grandes rasgos ocupa una parte importante de la segunda mitad del film. Es allí cuando la investigación policial se vuelve intriga palaciega y donde el sólido clasicismo inicial -que remite al modelo de novela decimonónica que Polanski tan bien supo traducir en su versión de Tess (1979)- se vuelve un poco demasiado académico. Esto sucede, en parte, por los subrayados excesivos de la música de Alexandre Desplat y otro tanto por el despliegue de histrionismo de un elenco impecable, pero que asimismo carga con el peso de contar con ocho miembros “de la Comédie-Française”, como figuran mencionados en los créditos, a la manera del viejo “cinéma de qualité” francés que Polanski siempre defendió frente a la irrupción parricida de la “nouvelle vague”. En cuanto a la supuesta identificación del autor con su agonista Dreyfus, y su consiguiente victimización, no hay nada en J’accuse que pueda dar pie a esa interpretación, salvo quizás un difuso cuestionamiento a la opinión pública, que suele condenar antes de que lo haga la propia justicia, y que incluso la condiciona. Sí hay, en cambio, una clara vinculación de J’accuse con la obra previa de Polanski y está en la creciente paranoia que se va apoderando del coronel Picquart. Y en el hecho de que –como sucedía con las y los protagonistas de El bebé de Rosemary, Chinatown, Búsqueda frenética o El escritor oculto- los paranoicos suelen tener razón. Las conspiraciones existen.
Polanski y el Caso Dreyfus “J’acusse”, basada en el Caso Dreyfus de 1894 (un hito de la historia política-militar francesa), se estrenó en 2019 en el Festival de Venecia, donde obtuvo el Gran Premio del Jurado. No paró de recibir premios a pesar de la fuerte controversia que desató, no por sí misma, sino por la situación personal de Roman Polanski y los escándalos por abuso sexual. El título de la película en su idioma original debe su nombre a una famosa carta abierta del escritor Émile Zola publicada en el periódico L’Aurore sobre la condena al oficial Alfred Dreyfus (un irreconocible Louis Garrel), uno de los pocos miembros judíos del ejército francés, quien tras un irregular juicio fue apresado en la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa. El antisemitismo y los secretos de Estado estarán a la orden del día en el marco de la investigación del oficial Georges Picquart (Jean Dujardin de The Artist), que ve más allá de sus propios prejuicios para intentar mantener impoluta la reputación y el funcionamiento de las fuerzas armadas. Este tenso thriller político y espionaje está narrado con nervio, en un tono seco, directo y distante. Destaca por su precisa y envidiable reconstrucción de época y un reparto sólido, cuyos personajes no esbozan ni una pizca de emocionalidad. Dentro del elenco, cabe mencionar la labor de Dujardin, sobre quien recae este thriller histórico. Aquí, el cómico realiza una interpretación comedida, con emociones contenidas que apenas se atreven a agrietarse en las escenas junto a su interés romántico. En otra lectura, el último largometraje del director de “El bebé de Rosemary”, “Chinatown” y “El Pianista” también funciona como crítica directa a la prensa y la manipulación de la opinión pública, con condenas anticipadas que pueden enturbiar e influenciar un caso. Esta película marca la tercera vez que el guionista Robert Harris trabaja con Polanski, quienes ya lo habían hecho en “El escritor fantasma” y la frustrada “Pompeya”. Aquí recrean la historia de Dreyfus, que fue llevado a la pantalla en un puñado de oportunidades, como el prematuro corto de Georges Meliés L’affaire Dreyfus (1899), y cintas como La vida de Emilio Zola (1937), ¡Yo acuso! (1958) y Prisionero del honor (1991). Elaborada a conciencia y con precisión de relojero, Polanski hace la que quizás sea su mejor película desde “El Pianista”, y que destaca en la cotidianidad del cine contemporáneo, plagadas de producciones fabricadas a gran escala y con poca luz propia. Puntaje: 8,5/10 Por Federico Perez Vecchio
MAESTRO DE LA AMBIGÜEDAD A juzgar por el ruido (innecesario) que generó la última película de Roman Polanski, J’accuse (reflotando un viejo proyecto que el realizador polaco tenía), dentro de la maraña de argumentos tirados al viento, las únicas certezas, más allá de la película, son los gestos de cancelación y las tentaciones. Sobre lo primero no gasto una palabra. Sí en cambio me resulta interesante lo segundo, confirmado en varias reseñas que he leído, un movimiento bifurcado que propone asociar, por un lado, vida y obra, reduciendo lo que se ve en pantalla a cuestiones biográficas del director, o, por otro, cediendo al encanto de la cita de autoridad académica con conceptos provenientes de las ciencias sociales. Ambas son tentaciones irresistibles, sin embargo, parecen desechar que una ficción cinematográfica abre abismos insondables que pueden leerse más allá de su autor. En las películas de Polanski, el abordaje de ciertos temas está acompañado de un punto de vista que, si no se enriquece por su ambigüedad, al menos ofrece siempre más de una explicación. Y esta no es la excepción. El affair Dreyfus ha sido llevado al cine en varias oportunidades y es uno de los episodios vergonzosos de Francia, un caso de falsa acusación sostenida por móviles antisemitas. Allí están las fuentes bibliográficas para investigar los hechos. Lo que hace Polanski es tomar distancia del discurso histórico y enmarcar el asunto en un relato con marcas genéricas (thriller de espías) para enfatizar aspectos más ligados a nuestra naturaleza dual. La primera secuencia es magistral y da cuenta de la condición de espectáculo que disfraza cualquier acto político que se jacte de verdadero. Inicialmente irrumpe el escenario vacío y en cuestión de segundos, Dreyfus es despojado de su cargo y acusado de traidor ante una multitud. Polanski guarda distancia y coloca la cámara desde la perspectiva del pueblo, allí empieza todo, desde una mirada que se mezcla con la masa de gente enardecida, lo cual enriquece el punto de vista. En un momento determinado se escuchan las palabras “Judío, traidor, escoria”. A quienes les encanta ejercer el espionaje crítico y se escudan en los escándalos del director para refugiarse en conexiones biográficas rudimentarias o anular los méritos estéticos de la película, tal vez se les escape una clave: toda la filmografía de Polanski ha reescrito esas tres palabras a través de un juego de humillaciones, de relevos de poder, donde nunca nada es definitivo, y donde víctimas y victimarios pueden intercambiar los roles de la noche a la mañana. Ni siquiera El pianista (la máxima tentación para acudir a la lectura autobiográfica) se planta en una mirada uniforme con respecto al protagonista. El bien y el mal son conceptos totalmente permeables y metafísicos, sobre todo el mal. Es interesante reparar en lo anterior, la fantasía de un atormentado donde el arte cinematográfico es el dominio a través del cual exorcizar los horrores de la humillación, pero siempre con un gesto de elegante insidia, de perversidad solapada, de rica ambigüedad. En este sentido, el personaje de Picquart es más jugoso que el propio Dreyfus. Y hasta más humano. Allí donde todo el mundo esperaría una reivindicación del principal damnificado, Polanski focaliza el punto de vista en el comandante interpretado por Jean Dujardin, un verdugo aparente que forma parte de la máquina injusta de la Corte Marcial, pero conforme avance la historia tendrá motivos suficientes para develar una trama secreta cuyo móvil es la injusticia. Lo interesante es que sus acciones no están marcadas porque se arrepienta de ser antisemita (allí se ve un flashback en el que se lo aclara al propio Dreyfus cuando este le reclama una baja nota en la Escuela de Guerra). Lejos de ser el héroe que se inmole y pase a la gloria, es un tipo que busca la verdad y evita la injusticia aún si afecta a quienes no le simpatizan (una actitud similar al protagonista de La mula, de Clint Eastwood, quien dudará en decir nigger por corrección política, pero que en un segundo es capaz de ayudar a un negro varado en medio de la ruta con su auto). A fin de cuentas, la conducta y el derrotero de Picquart es mucho más interesante que la del propio Dreyfus, quien, más allá de la verdad, reclama que le devuelvan su cargo militar (en una pose arrogante maravillosamente encarnada por Louis Garrel). Punto aparte lo constituye la inclusión de Emmanuel Seigner en el rol de la amante de Picquart, con su mirada luciferina, pero asumiendo un papel activo en este teatro de máscaras, capaz de enfrentar a la extorsión propulsada por su ex marido. El ritmo es moroso, pero no perjudicial. La película se degusta como un buen vino, con la paciencia necesaria para que progresivamente esas aristas oscuras se cuelen en la luz de planos que demuestran oficio (y al que reniegue de esta palabra que Dios o el Diablo lo ayude, ya que estamos con el bien y el mal). Confirmando la tendencia a la circularidad, un rasgo predilecto del polaco, los dos encuentros significativos entre los personajes principales son pequeñas obras maestras (la forma en que se presentan y la información que aportan en uno y otro momento recuerdan a La muerte y la doncella), del mismo modo que la pictórica reconstrucción de ambientes engalana (siempre con un dejo de perversidad) la realidad trasplantada a la pantalla. De modo tal que la visión de Polanski es la de un cronista con una profunda visión humana. Y lo hace de un modo que muchos criticaron como académico, lo cual es una pavada. El estilo es más bien clásico, donde todo se vuelve nítido gracias a la transparencia, la puesta en escena invisible propia de un cineasta que no tiene nada que demostrar. J’accuse, más allá de su trasfondo histórico, habla de la inocencia traicionada en un mundo en el que la conducta humana está regida por los prejuicios. Pero es también un estudio sobre la casualidad (siempre está esa constante en la que un personaje aparece y cambia la vida de otro). En este sentido, posee elementos de la filosofía budista: las casualidades, la no permanencia, la rueda que gira, “todo es vanidad”. Todos los males de la vida son el resultado de las pequeñas pero trascendentes coincidencias que conforman nuestro destino.
Después de la poco lograda adaptación de la novela de Delphine de Vigan, Basada en hechos reales, Roman Polanski se vuelca a un thriller de época que justamente se basa en un conocido caso real: el de Alfred Dreyfus, un militar francés judío al que el ejército y gobierno de su propio país acusa de traidor y lo sentencia de por vida a causa de pruebas manipuladas. «Todos los eventos y personajes en esta película son reales», avisa una leyenda en pantalla ni bien empieza. Hay una reconstrucción histórica que pretende ser lo más precisa posible pero no por eso se deja de lado lo cinematográfico. La primera escena, la de la degradación de Dreyfus en el patio de armas, ya nos pone en tono. Sin embargo en esta película se opta por un foco diferente y el verdadero protagonista es el Coronel Picquart, interpretado por Jean Dujardin, que de repente se ve atrapado en el laberinto de abuso del poder y termina enfrentándose al sistema a causa de sus valores. De acusador antisemita a defensor de la inocencia cuando decide dejar de ser una herramienta manejada por otras manos. Seguiremos a este personaje y cómo se va transformando tanto la persona como la percepción de su entorno. Conspiraciones, paranoias, tentaciones. Polanski retrata un mundo y una época llena de ambigüedades y contradicciones. Y ahí está Dreyfus, en la piel de Louis Garrel, quien es sentenciado y encerrado, desposeído de sus rangos, sin posibilidades de un juicio justo, con menos minutos de pantalla pero la presencia a la que el actor nos tiene acostumbrados, aún aquí con un maquillaje que lo aleja por completo de su rol de seductor. Quizás se agradecería un poco más de interés y profundidad en este personaje pero, como dije, no es el verdadero protagonista, es quien lo mueve a él. Al verdadero villano lo interpreta Grégory Gadebois, el Teniente Coronel Henry, hombre oscuro e impiadoso. Después no podía faltar la incondicional Emmanuelle Seigner con el único personaje femenino de esta historia entre hombres. Una mujer seductora y confiable que parece fuera de época. Entre el drama histórico y el thriller judicial, J’accuse quizás se toma un poco de tiempo en desarrollar los movimientos de sus hilos pero se va solidificando hasta convertirse en una película tan prolija como potente. Su fuerza radica no sólo en esa recreación de época desde una perspectiva oscura sino en el manejo de la tensión que logra y que va in crescendo. Allí también hay que agradecer la fotografía de Pawel Edelman mayormente en tonos fríos, a un Desplat más funcional que otras veces y cuya música es utilizada a cuentagotas en precisos momentos, y a Robert Harris, que además de estar el film basado en su novela escribe él mismo el guion. No obstante, el título de esa novela sólo se utilizó para la película en Estados Unidos. Acá llega con su título original que fue el nombre del artículo que escribió Emile Zola y dejó en evidencia ante todo el país las fracturas de la Tercera República Francesa. ¿Es posible separar la obra del artista? Sí. ¿Resulta fácil? No siempre. Lucrecia Martel expresó su postura de manera clara cuando fue presidenta de un jurado que le terminó otorgando varios premios: la vio en privado para no tener que aplaudirla pero no evitó que se la premiara tras la decisión de sus compañeros de jurado. Lo cierto es que J’accuse es un thriller sólido y eficaz que demuestra que Polanski tiene cosas para decir y una gran capacidad para estas tramas oscuras y llenas de matices.
Emile Zola fue un escritor francés, a quien se lo considera el padre del naturalismo, vertiente literaria cuyo interés era interpretar los comportamientos humanos, a modo de comprender la vida de este como un animal social regido por leyes que explican sus actos y decisiones. Dicho enfoque es el que propulsó su participación en la revisión judicial sobre el proceso contra Alfred Dreyfus, vinculación que le costara el exilio de su país. Zola había firmado el artículo “Yo Acuso”, en 1898, revelando un escándalo que sacudiría los cimientos políticos de una Francia atravesando la época de la Tercera República, el régimen republicano en vigor por entonces. Estas coordenadas históricas, políticas y sociales son las que rescata el nuevo film de Roman Polanski, una precisa adaptación de época que descansa en la habilidad como narrador del realizador franco-polaco para atrapar al espectador, a través de una detallista reconstrucción de los hechos que nos muestran a una nación dividida, y a una sociedad en cuyo núcleo latía un profundo antisemitismo, convirtiendo al caso en un símbolo de la indefensión de un hombre inocente frente a la corrupta maquinaria del Estado, en donde todas sus instituciones en apariencia intocables y de gran tradición, desde los círculos policiales y el estrado judicial hasta la cúpula militar, se encontraban viciadas en consonancia con la nicotina que las bocanadas de humo de sus popes expelían. Monumentos republicanos al comando de hombres con la impunidad suficiente como para tergiversar pruebas judiciales y ocultar la auténtica verdad acerca de lo ocurrido. Son personajes realmente siniestros quienes controlan los hilos del poder. En una ampulosa ceremonia, el ejército despoja de su arma y atuendo al judío Alfred Dreyfus (Louis Garrell), acusado de espionaje y traición. Es enviado a la Isla del Diablo, un asentamiento penal de la Guyana francesa, inserto en una selva impenetrable, sin posibilidad alguna de escape y considerado el peor castigo en vida: las pésimas condiciones sanitarias que sufrían los prisioneros allí, desde criminales a presos políticos, le ganó semejante mote. A golpes de reloj, como latidos de corazón que puntúan la existencia de un hombre, el tiempo pasa y las esperanzas del joven parecen desvanecerse. Los dobleces morales de esta historia se nos presentan mediante flashbacks que preceden antiguas técnicas de fundido, en búsqueda de restituir fragmentos acerca de los eventos, desde el exclusivo punto de vista del teniente Georges Picquart (Jean Dujardin), líder del movimiento de contrainteligencia y encargado de sacar a la luz la verdad. El elemento del crimen es una carta manuscrita, supuestamente falseada. Colocando su ética y pundonor laboral al servicio de recuperar el honor quebrado de su defendido, el coronel cumplirá un rol fundamental. Se expondrá con valentía al interminable laberinto de mentiras que le sobrepasa, participando de los acontecimientos desde la sentencia judicial, en 1894, hasta la liberación del inocente culpable, doce años después. La obtención de premios y nominaciones en prestigiosos festivales internacionales, como el Festival de Venecia, los Premios César, los Premios del Cine Europeo, los Premios David di Donatello y los Premios Goya, hacía suponer que la película obtendría el beneplácito unánime de la crítica. Sin embargo, y por extrañas razones, parecía la historia repetirse y trazar una parábola con inmenso poder metafórico: ¿estábamos siendo testigos de un caso Dreyfus contemporáneo espejado en las turbulentas encrucijadas en las que se encontraban su director? Inseparable resulta el hombre del artista, y Roman Polanski supo, durante gran parte de su vida, ocupar el lugar de acusado. Meses antes del estreno, enfrentó nuevas acusaciones de abuso sexual en EE UU, un país que ha pedido su extradición desde la primera acusación que sufriera, y por la que fuera condenado, en 1977, antes de fugarse a Europa. Era esperado, el boicot a su flamante estreno no se hizo esperar, desapareciendo de la cartelera francesa con extraña rapidez. La polémica acababa por encenderse y las aguas volvían a dividirse entre detractores y defensores. Sin embargo, resulta interesante analizar la analogía que tejen con su historia de vida, las cruentas historias llevadas a la gran pantalla por el cineasta. No resulta en absoluto casual el lugar cronológico que determinadas obras ocupan en la dilatada carrera de Polanski, presentando puntos de inflexión notorios. Uno puede pensar que la violencia psicológica que habitaba en su brutal versión de “Macbeth” (1971), provenía de la atribulada mente de un director que había perdido a su compañera sentimental, la actriz Sharon Tate, víctima del culto satánico perpetrado por la secta de Charles Manson. No menos autorreferencial resulta la galardonada “El Pianista” (2002), a modo de exorcizar los fantasmas de un pasado que había atravesado los campos de concentración en Polonia, bajo el dominio nazi. Que tal pensar en los sentidos implícitos de “El Escritor Fantasma” (2010), en donde su protagonista era acusado de crímenes de guerra y enfrentaba un injusto proceso judicial que mancillaba su reputación: Polanski realizó el montaje de esa película desde una prisión en Suiza. Si un autor cinematográfico trasluce a través de sus films una mirada coherente del mundo, expresando sus más íntimas inquietudes y obsesiones, podríamos dimensionar la trayectoria artística del director bajo la lupa, a través de la instrumentación ideológica que esta propensa. Colocándose en la piel del vilipendiando Dreyfus, humillado por la propia nación a la que entregara su honesta condición, Polanski probablemente ejercite un último intento de no ser devorado por la moderna hoguera de las vanidades.
A lo largo de la historia, muchos largometrajes han sabido retratar esta pelea constante que surge entre un individuo y el tan dichoso sistema. El hecho de que una simple persona se enfrente hacia un organismo o hacia un conjunto de personas y salga victorioso de la situación suele ser una sinopsis recurrente. Sin embargo, este combate entre lo establecido y un ser humano va mucho más allá de eso. Ya que se trata de una lucha donde un sujeto se bate a duelo con su propia creación. Resulta hasta insólito oponerse a las normas y las reglas que ya están asentadas en la sociedad. Es bueno cuestionarse, no hay duda de esto, pero termina siendo insólito refutar un modelo ya instalado. Todo queda a merced de la moral, y es ahí donde entra ‘J’accuse’ (El acusado y el espía). La nueva película de Roman Polanski no es más que un drama de época, que cuenta una historia de humillación, traición y golpe a un sistema establecido. Sumado a eso, una subtrama de investigación y misterio será clave para desarrollar este filme cuya producción es enteramente francesa. Corren los años finales del Siglo XIX. Francia es una de las máximas potencias mundiales. Sus colonias a países asiáticos y africanos y sus grandes avances militares e industriales hacen de este país una figura a seguir en el panorama mundial. No obstante, sus días de paz cesarán debido a un fuerte escándalo dentro de sus fuerzas armadas. ‘J’accuse’ toma su título de un artículo publicado en 1898 donde se acusa fuertemente a diferentes personalidades pertenecientes al ejército francés de formar parte de una conspiración para deshacerse de un soldado judío. De un día para el otro, las fuerzas armadas francesas habían perdido todo su poder y equilibrio, y todo por la culpa de un solo hombre. ‘J’accuse’ cuenta la historia de Georges Picquart, un honorable miembro del ejército franco que asume como supervisor del departamento de investigaciones. Allí, descubrirá que toda la documentación perteneciente al caso Dreyfus fue manipulada por hombres de gran poder en el ejército. Automáticamente, aparece en Picquart la necesidad de hacer justicia. El caso Dreyfus es un reconocido suceso que tuvo lugar en Francia a finales del siglo XIX. El ejército franco condenó con cadena perpetua al capitán Alfred Dreyfus por una presunta alta traición. Se dice que dicho capitán informaba a los alemanes sobre los diferentes avances, cambios y decisiones en las fuerzas armadas francesas. Finalmente, y luego de muchos años encerrado, Dreyfus fue declarado como inocente y retomó su puesto en el ejército. Polanski construye a través de esta increíble historia, un relato de traición y humillación. Cuenta los más grandes secretos y verdades ocultas del ejército francés antiguo con una trama repleta de espionaje y conspiraciones. El director ofrece una propuesta interesante, que toma mucho de su contexto histórico para nutrir una historia rica en muchos aspectos. Su dirección se acomoda a los tiempos modernos para retratar tiempos muy anticuados y tradicionales. La cámara de Polanski muestra una dirección muy actual, llena de dinamismo y que permite seguir el relato a todo momento. El cineasta narra una trama de espionaje que puede resultar pesada, pero al fin y al cabo, su resultado es llevadero. La comprensión de todos los hechos está del lado del espectador, pero muchas veces, Polanski va a facilitar este entendimiento con la película. Eso, sumado con una excelente ambientación, permiten que ‘J’accuse’ se sitúe como un drama exquisito, que bebe de una narrativa de misterio e investigación. Posiblemente, de lo mejor del año.
La historia, el Me Too y un director en problemas Roman Polanski se transformó, junto a otros directores, actores y productores, en un nombre incómodo, especialmente luego del movimiento Me Too. A partir de su condena por abuso de una menor en Estados Unidos y su posterior huida a Francia para evitar la cárcel, disociar su trabajo de las denuncias lleva a la pregunta de si se puede separar al hombre de su obra. El interrogante, al mismo tiempo, se proyecta sobre la decisión de Polanski de rodar “J’accuse” (Yo acuso), basada en un hecho histórico que se transformó en un alegato contra la injusticia y las acusaciones falsas. El director Roman Polanski en el set de rodaje junto al actor Jean Dujardin. El director Roman Polanski en el set de rodaje junto al actor Jean Dujardin. El filme recrea el proceso contra Alfred Dreyfus (Louis Garrel), un militar al que en 1894 un tribunal lo culpó de haber entregado información confidencial a Alemania, lo juzgó, lo degradó y lo encarceló en la Isla del Diablo. Pero cuando Georges Picquart (Jean Dujardin), uno de sus superiores, es ascendido a jefe de Inteligencia del Ejército, comprueba que a pesar de que Dreyfus ya no estaba en París continuaba el flujo de información, tras lo cual investiga y comprueba que la condena había sido injusta. Mientras va tras el verdadero traidor, inicia un reclamo formal para que se reabra el caso Dreyfus, petición que es rechazada por todos los funcionarios y oficiales de alto rango del país. El caso llegó a oídos del periodista y escritor Emile Zola que se compromete, aún a pesar del riesgo personal que supone, publicar los hechos según las pruebas que aportó Picquart. Así lo hace en un extenso informe que lleva su firma y que publicó en el diario L’Aurore bajo el título “J’accuse...!” en la forma de una carta abierta al presidente francés. Allí denuncia con nombre y apellido a las grandes figuras de ese momento involucradas en la condena de Dreyfus y las falsedades en las que se incurrió durante todo el proceso. En el medio quedó una opinión pública que inicialmente humilló a Dreyfus por traidor y por su ascendencia judía, un antisemitismo que, según describe Polanski, también estaba ampliamente extendida entre los militares, y que luego quedó fascinada con el escándalo que salpicó a todos los niveles del poder. El caso Dreyfus se transformó con el tiempo en un episodio paradigmático de la lucha por la verdad y la recuperación del honor perdido. El filme llega a las salas argentinas luego de su estreno mundial en el Festival de Venecia en 2019, donde la directora argentina Lucrecia Martel, en ese momento presidenta del jurado, armó un revuelo en el mundo del cine cuando declaró que no participaría de la proyección oficial en apoyo a las víctimas de abusos sexuales. Pese a todo, “J’accuse” obtuvo cuatro galardones, entre ellos dos de los más importantes: el Gran Premio del Jurado y el Fipresci que otorga la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica. La carta abierta de Emile Zola al presidente de Francia fue publicada en el diario L La carta abierta de Emile Zola al presidente de Francia fue publicada en el diario L'Aurore el 13 de enero de 1898 en su primera plana. El autor de “El bebé de Rosemary”, “Repulsión” y las multipremiadas “El pianista”, “La Venus de las pieles” o “Un dios salvaje” ofrece una película a la altura de lo que se espera de una trayectoria en la que no evitó tocar casi ningún tema por polémico que fuese. En ese sentido, “J’accuse” es una producción extraordinaria que recrea de forma magistral la época y aborda un tema clásico sobre un caso que fue un llamado de atención sobre la forma de impartir justicia. Polanski, que además del caso de Estados Unidos, fue señalado por otras cuatro mujeres de haberlas violado cuando eran menores, a sus 88 años y poco antes del estreno mundial de “J’accuse”, declaró que personas que no conoce lo culpan por cosas que supuestamente ocurrieron hace medio siglo. Y “J’accuse” podría ser una forma de respuesta pública a esa historia turbia que lo persigue desde 1977, pero que sin embargo no le impidió ganar un Oscar en 2002, mucho antes del surgimiento del movimiento Me Too.
J´acusse (2019), traducido en algunos lugares de nuestro país como El oficial y el espía, del ya controversial y polémico Roman Polanski (El Pianista, Oliver Twist, El escritor oculto), se alzó con el Gran Premio del Jurado de la Mostra de Venecia durante el año de su lanzamiento. El filme gira en torno a la persecución ideológica, el odio racial, la condena mediática, el linchamiento público, en definitiva, la búsqueda de un chivo expiatorio dentro del Ejército en un contexto de una Francia nacionalista, antisemita y proto-fascista. EL CASO DREYFUS Alfred Dreyfus (Louis Garrel), judío y oficial de artillería, es acusado injustamente de alta traición por pasar información secreta a los altos mandos alemanes. No hay pruebas contundentes, apenas un papel hecho pedazos que será reconstruido como evidencia del caso. Dreyfus es sometido a la humillación pública de ser degradado en una ceremonia presenciada por 20.000 ciudadanos, las tropas, y el periodismo, en la que será despojado de las insignias y de su sable que será partido en dos. Georges Picquart (Jean Dujardin), antiguo profesor de Dreyfus y antisemita confeso, será ascendido a coronel y pasará a estar a cargo del Servicio Secreto Francés de Contraespionaje, reemplazando a su anterior jefe, el coronel Sandherr (Eric Ruf) apestado por sífilis, sinécdoque sutil del estado en el que se encuentra el cuerpo de oficiales de esa misma institución. Mientras agoniza Sandherr le encarga a Picquart, algo escalofriante, que disponga de una lista de opositores políticos que deben ser detenidos y arrestados para la purificación de la nación… EL CHIVO EXPIATORIO Antes de abordar el filme, sería oportuno comentar el contexto histórico social en el que se desarrollaría el ya legendario affaire Dreyfuss. En 1892 corrían aires antisemitas volcados en periódicos nacionalistas que advertían el peligro de que los judíos dentro del ejército llegaran a altos puestos de mando. Dreyfus, para su desgracia, siendo el único judío dentro del Ejército, tenía el perfil que los altos mandos estaban buscando. Era perteneciente a Alsacia, un territorio francés de habla germana que se disputaban las dos potencias. El sacrificio del chivo expiatorio pone fin a la crisis porque todos están de acuerdo con que esa persona sea sacrificada. A través del sacrificio del chivo, en este caso, la condena a Dreyfus, se canaliza la violencia y se la enfoca en un solo individuo considerado responsable del caos, del problema, de la crisis institucional. Se logran así dos objetivos, uno, descomprimir la tensión, evitando por ejemplo una guerra civil o una crisis institucional, y por otro, se cambia el foco de atención del verdadero problema. El 15 de octubre de 1894, el oficial Dreyfus asiste a una reunión en el Ministerio de Guerra. El general Du Paty, finge haberse herido la mano derecha con el fin de forzar a Dreyfus a que escriba una nota por él. Apenas redactada, la lee en voz alta, y de inmediato ordena su detención. La prueba en su contra resultaría ser la similitud de su caligrafía con la letra de un bordereau, una breve nota escrita en una hoja. Ese bordereau había sido rescatado de un cesto de papeles en la embajada alemana en Paris. La nota ofrecía enviar informes sobre la artillería francesa a la embajada germana. Esta nota se convertirá en la única prueba de cargo en contra de Dreyfus. EL PROCESO Lo verdaderamente fascinante del filme es la obcecada voluntad del Teniente Picquart de seguir adelante la minuciosa investigación aún a costa de su carrera y de su propia vida. Un año más tarde de la reclusión de Dreyfus en la Isla del Diablo, la Sección de Estadística interceptó una nota del embajador alemán dirigido al comandante de infantería Ferdinand Esterhazy. En un primero momento Picquart creyó que había otro espía. Pero al cotejar las notas con el manuscrito de Dreyfus, se dio cuenta de que el autor de todas las notas era Esterhazy. Cuando reveló la verdad, tuvo que soportar una campaña en su contra dentro del cuerpo del ejército que lo envió a luchar a Túnez, con la esperanza de que lo mataran en el campo de batalla. Sin embargo, cuando vuelve de África, el Coronel Picquard decide seguir adelante con la investigación del asunto Dreyfus, arriesgando su carrera, prestigio, y hasta su propia vida. Lo que pondrá de manifiesto, durante su larga pesquisa de doce años, es el entramado de complicidades entre los altos mandos para el encubrimiento de culpables como Esterhazy, el espía por cuyo crimen Dreyfus está purgando condena, y la voluntad de sepultar la verdad y fabricar documentos, incluso falsificarlos, valiéndose de declaraciones, falsos testimonios, que serán las pruebas para condenar a un inocente. La tensión del filme, a pesar de cierta morosidad, está dada por el riesgo creciente que corre Picquart a cada paso, en cada esquina, el mismo riesgo que corren todos aquellos que lo acompañan por las bellísimas callecitas parisinas, tan fielmente reconstruidas, como el vestuario que revive la atmósfera de la glamorosa Belle Epoque. El coronel Henry, que se atrevió a confesarle a Picquart que falsificó pruebas contra Dreyfus, aparecerá convenientemente suicidado en prisión. Correrá la misma suerte una de las piezas fundamentales para la defensa de Dreyfus, que será asesinado de un tiro por la espalda a pocos metros de los tribunales. J’ACCUSE En 1898, Emile Zola (Andre Marcon), publicará un alegato, una carta abierta al presidente Félix Faure, llamado J’accuse, que será publicado en el diario L’Aurore. Esa sola escena es de una contundencia fenomenal, el gran escritor Emile Zola interpela desde la letra escrita, cada columna es encabezada por el nombre del oficial a quien acusa, a todos y cada uno de los culpables, directa o indirectamente, de la condena a reclusión perpetua que sufrió injustamente Dreyfuss. El director se vale de un recurso extraordinario. Hace un primer plano de los funcionarios involucrados en el caso, mostrando el estupor, la ira y la indignación al ver sus nombres impresos en un diario que tuvo una tirada de 300.000 ejemplares, por única vez, debido al escándalo. Los oficiales quedaron así expuestos públicamente, envueltos en el escándalo, al ser acusados de la causa que ellos mismos contribuyeron a armar amparados por el ejército en contra de Dreyfus. Lo espectacular del caso, y la consternación que provocó en todas las capas de la sociedad francesa al conocerse la verdad, no sólo sacudió los cimientos de las instituciones en su totalidad, sino que provocó una grieta insalvable entre sus ciudadanos. A partir de entonces la sociedad se dividirá en dos bandos, el que estaba a favor de Dreyfus, y que sostenía los ideales de igualdad y justicia de la Revolución Francesa, entre los que se encontraba el escritor Emile Zola, y los del bando contrario, la Iglesia, el ejército y los nacionalistas que arengaban su odio al socialismo, y muy especialmente a los judíos. Todos ellos se aglutinaban en un solo partido de extrema derecha, la Acción Francesa que lideraba Charles Maurras, que años más tarde, al final de la Segunda Guerra Mundial, acusado de alta traición, al haber sido colaboracionista nazi en Vichy, y ante la caída del régimen fascista, gritará: “¡Esta es la venganza de Dreyfus!”
La más reciente película del controvertido director polaco es un repaso del célebre caso centrado en un militar francés judío acusado injustamente de espionaje. Jean Dujardin, Louis Garrel y Emmanuelle Seigner protagonizan esta bastante académica pero de todos modos personal película del realizador de «Barrio chino». Se ha vuelto complejo escribir sobre el cine de Roman Polanski a la luz de las distintas situaciones en las que se ha visto envuelto a lo largo de su vida, pero fundamentalmente en relación a su condena por violación a una menor en 1977. Si bien el caso lleva muchísimo tiempo, es relativamente reciente (desde el inicio del #MeToo) la sensación de que resulta casi imposible separar su cine de su vida y de condenarlo también por su tarea profesional. Parece raro recordarlo, pero el hombre que hoy es persona non grata en casi todos lados, en 2002 ganó el Oscar a mejor director y la Palma de Oro por EL PIANISTA. ¿A qué voy con esto? A que el delito sigue siendo el mismo: es la actitud social la que ha cambiado. Este no es el lugar para analizar esos asuntos en detalle, pero a la vez es imposible no poner la película en relación a todo lo sucedido, ya que el propio Polanski –hasta en las notas de producción de J’ACCUSE— remarca sus similitudes. Tampoco es aquí el lugar para discutir lo que sucedió en el Festival de Venecia con el director polaco, cuyo lugar en la competencia pasó de ser «cuestionado» por Lucrecia Martel (sus comentarios fueron, en realidad, más ambiguos y complicados de lo que la prensa internacional, mediante una pobre traducción al inglés, reportó desde allí) a irse con el Gran Premio del Jurado. De vuelta, de lo que se habló allí es algo que el propio film habilita: la relación entre la vida de un artista y su obra. Es que J’ACCUSE (es preferible el título original y más justo que el confuso y anodino AN OFFICER AND A SPY con el que se tradujo al inglés) va indirectamente sobre los temas que rondan a Polanski hace décadas. No necesariamente, como creen muchos, comparando su situación con la de Alfred Dreyfus, el militar francés que a fines del siglo XIX fue acusado injustamente de espiar para los alemanes, en buena medida por ser judío en una sociedad que ya entonces presentaba un generalizado grado de antisemitismo. Dreyfus era inocente mientras que el propio Polanski ha admitido cierto grado de culpabilidad en algunos de los delitos de los que se le acusa. La metáfora, si se quiere, es otra. Y tiene que ver con la idea del juicio mediático y el linchamiento popular. La película no se centra en Dreyfus sino en el Teniente Coronel Georges Picquart (Jean Dujardin, de EL ARTISTA) y arranca con Dreyfus ya condenado, siendo despojado de su uniforme militar ante el escarnio público. El propio Picquart es parte del circo y, por sus comentarios, nos damos cuenta que él es tan antisemita como el resto de sus colegas y la turba de personas que le gritan de todo. Dreyfus ha sido condenado a pasar el resto de su vida en una prisión en medio de una isla semi-abandonada en la Guyana francesa y el hombre sigue, de modo desafiante, gritando su inocencia. Pero es objeto de burla de parte de todo ese circo romano. Las cosas empiezan a cambiar cuando a Picquart lo ascienden a Coronel y pasa a reemplazar al anterior encargado de la versión decimonónica del Servicio Secreto francés, ocupando una oficina oscura en un edificio lúgubre y bastante abandonado. El primer tercio o más del film tiene poco y nada que ver con el Caso Dreyfus, pero será el que llevará a Picquart a revisarlo. Al investigar a otro posible espía, un tal Esterhazy, el hombre se topa con que los reportes que este hombre ha escrito a los alemanes acerca de secretos militares franceses tienen la misma letra que los que supuestamente pertenecían a Dreyfus, manuscritos que habían sido clave a la hora de condenarlo. Por una cuestión de estricto deber profesional, Picquart investiga y da cuenta de sus descubrimientos, pero pronto nota que ninguno de sus superiores quiere reabrir el caso Dreyfus. La Justicia Militar no funciona como debería funcionar la civil, digamos, y el hombre la tendrá muy complicada a la hora de intentar probar la inocencia del condenado. Y el resto de la película estará, sí, dedicado a sus largos años de esfuerzo en sacar la verdad a la luz, con las posibles consecuencias, personales y profesionales, que esa batalla contra las autoridades podría traerle. En una propuesta que es, formalmente, muy académica y –si se quiere– hasta anticuada, especialmente en el tono de sus deliberadamente impostadas actuaciones (hay mucho actor «de la Comédie–Française», digamos), Polanski logra de a poco ir insertando temas que son comunes a su obra, desde EL BEBE DE ROSEMARY a EL PIANISTA pasando por BARRIO CHINO, EL INQUILINO y tantos otros clásicos suyos. Fundamentalmente, la sensación del hombre solo y perseguido enfrentado a un sistema poderoso (los militares funcionan aquí casi como una «secta» o mafia) que le hace la vida imposible. Pero no solo a Dreyfus –que aquí es un personaje bastante secundario, por más que lo interprete un casi irreconocible Louis Garrel– sino, y fundamentalmente, al propio Picquart. A través de esa larga cadena de personajes conectados entre sí y guardando secretos y mentiras que los comprometen, y en cómo esa mentira es vendida a los políticos, a la prensa y, finalmente, a un público que la compra, Polanski intenta hablar de dos cosas que van en paralelo. Por un lado, como mencionábamos antes, la idea de la «cancelación», del juicio popular al que no le interesan evidencias, datos ni detalles sino sensaciones y fake news que confirmen sus prejuicios. Y, por otro, cómo todo esto se conecta con otro eje de la carrera de Polanski –quizás puesto en evidencia de manera más reciente en su cine– que es el antisemitismo que es integral a la sociedad francesa y que parece estar de regreso en las últimas décadas. Si se piensa J’ACCUSE en relación al caso por el que el director fue legalmente condenado (y a los muchos otros que se rumorean y denuncian) se puede llegar a conclusiones un tanto absurdas, por no decir peligrosas. Si uno como espectador piensa que Polanski usa el ángulo del antisemitismo para defenderse de esas acusaciones, evidentemente puede pensar que está ante la presencia de un monstruo sin escrúpulo alguno. Pero tengo la impresión –o prefiero pensar– que no es así, que si algo une la narración del caso Dreyfus con la experiencia personal del realizador tiene que ver con la sensación que él debe tener de estar siendo perseguido excesivamente –y de manera tanto política como mediática– por crímenes cuya condena ya cumplió. Pero más allá de esa discusión que, quizás sin quererlo, reabrió Martel con sus declaraciones como presidente del jurado de Venecia al decir que ella no separaba al autor de su obra (algo que es totalmente lógico para cualquiera que haga cine o escriba sobre él, aunque no en el sentido judicial sino «autoral»), J’ACCUSE es más que una película de auto-defensa. Es un relato sobre la idea de la verdad y sobre la lucha de un hombre que, aún siendo antisemita cuando la historia se inicia, toma conciencia de que esa sesgada mirada sobre la sociedad (suya, de sus superiores y de buena parte de la población) deforma o desestima cualquier evidencia. Es una película fría, sin casi emociones (la relación entre defensor y acusado es gélida y casi no se ven en todo el film) e incluye un affaire amoroso de parte de Picquart –su amante es interpretada por Emmanuelle Seigner, esposa de Polanski– que funciona como otro eje sobre el cual presionar a este excesivamente curioso y testarudo investigador. Basado en una novela de Robert Harris, coguionista del film con el director, J’ACCUSE anuncia de entrada que todo lo que se verá está estrictamente tomado del caso real, sin otra licencia poética que las obvias en estos casos. Lo que nunca funciona de manera objetiva, claro, es el punto de vista. Y para eso existe la película. Con sus dos horas y algo, se trata de un relato efectivo aunque un tanto moroso que recién cobra cierta intensidad en la segunda mitad, cuando el caso revive con todo y aparecen vinculados a él figuras políticas y públicas de entonces (su título viene de una famosa carta escrita por Emile Zola en el periódico «L’Aurore» defendiendo a Dreyfus y acusando a toda la clase política y militar de mentir deliberadamente) hasta llegar a los conocidos juicios que tuvieron lugar después. Si bien es un caso más que famoso, dejaré sin «spoilear» sus resultados. Lo que se puede decir es que, como suele suceder en buena parte de sus filmografía, Polanski nunca se permite un final optimista ni positivo. Cualquiera sea el resultado de los complicados asuntos que se cuentan en sus películas –hasta el hecho de que alguien sobreviva el Holocausto–, la sensación con la que el espectador se queda al final es de relativa amargura. Es el sistema el que está quebrado de raíz. Y no hay salvación individual posible en un mundo que funciona de ese modo.