Sangre y amor en Bogotá Segundo film colombiano estrenado en Argentina luego de Los viajes del viento (2009), de Ciro Guerra, La sangre y la lluvia (2009) propone un recorrido por una Bogotá poco apegada al folletín turístico, una ciudad repleta de seres solitarios perseguidos por la violencia casi endémica de aquel país. La ópera prima de Jorge Navas cuenta la historia de Ángela (Gloria Montoya) y Jorge (Quique Mendoza). Ella es drogadicta y adepta a desvestirse frente a ilustres desconocidos a cambio de dinero. Él, un hierático taxista por obligación. Ella se sube a su auto en pleno diluvio. El vacila, tiene otras prioridades. Finalmente acepta, menos por lujuria que por compasión. Ambos emprenden un viaje hacia la sordidez bogotana. La sangre y la lluvia es sintomática de la catarsis artística de la industria colombiana. Desde Pantaleón y las visitadoras hasta la catódica Sin tetas no hay paraíso, tira seminal de las narconovelas, pasando por Rosario Tijeras (2005), hay una búsqueda de exteriozar los pesares cotidianos en la pantalla. Para eso Navas opta por una puesta apegada al realismo, donde no falta la droga y el sexo. Pero en esa búsqueda el realismo choca con lo gratuito e innecesario, dotando al film de una innecesaria crudeza. El cine es también el arte de la sugestión, de despertar la imaginación del espectador para que complemente una imagen. Pero Navas no sabe de sutilezas y muestra sin concesiones, orientando varias escenas hacia el impacto y golpe bajo antes que a la construcción de un relato o personaje. La sangre y la lluvia llega de un destino poco común para alumbrar una realidad que el cine no siempre elige mostrar. Un film imperfecto, irregular, duro y necesario.
Una postal bien opresiva Drama colombiano que transcurre en Bogotá. Por su título y sus fuertes secuencias iniciales, La sangre y la lluvia , opera prima de Jorge Navas, parece un thriller puro y duro. Pero no: el que busque una buena película de género saldrá del cine frustrado. La trama policial de este filme es elemental y, llegado el caso de evaluarla, endeble. En defensa (parcial) de Navas hay que aclarar que su intención fue hacer un fresco urbano de Colombia, con tempo y estilo que no se parecen, que no debían parecerse, a los de Hollywood. Sus elementos: una noche tormentosa, las violentas y semidesiertas calles de Bogotá, la marginalidad, el desamparo de dos personajes que comparten horas de realismo pesadillesco. Y algo así como una pasión efímera, sin destino. En el comienzo de este después de hora desesperado, Jorge, taxista apocado, hermano de un hombre asesinado dos semanas antes, es apaleado bajo la lluvia, sobre el asfalto. A la misma hora de la madrugada, Angela se droga en una discoteca y termina en su cama con un desconocido. La escena de sexo es densa y realista: los personajes, desbocados por la cocaína, se masturban en soledad, ajenos el uno al otro: idos, sin rastros siquiera de deseo mutuo. Ella y Jorge se conocerán, por azar, un rato después: irán a parar, por accidente, a una sala de hospital. Hasta acá, La sangre...ensaya un registro documental y promete tensión -y el reflejo de un estado de cosas- casi en tiempo real. Pero, con el correr de los minutos, los logros iniciales se van empañando, como los vidrios del taxi. Algunas conductas inverosímiles de los protagonistas y sobre todo la construcción de ciertos personajes secundarios -ampulosos, cercanos a la caricatura trillada- vulneran la eficacia y la originalidad del filme. En definitiva, a pesar de sus buenas intenciones, y de haber obtenido una postal descarnada y ominosa de la sociedad en la que vive, Navas no hizo ni Pizza, birra, faso ni Por tu culpa , dos grandes filmes -muy distintos entre sí-, con los que La sangre...mantiene vínculos desgraciadamente lejanos.
Romanticismo negro y urbano La sangre y la lluvia redondea un contundente debut del realizador colombiano Jorge Navas La lluvia cae intermitentemente sobre Bogotá. Pocos son los transeúntes que circulan por esas calles violentas, tétricas y silenciosas, y sólo Jorge, conduciendo su taxímetro, se atreve a trabajar, y poco tarda en recoger a una bella pasajera. Ella es Angela, una prostituta que reconoce a ese hombre como alguien solitario que carga sobre sus hombros un pesado problema. Ambos ya se han acostumbrado a los barrios más peligrosos de esa ciudad, pero no están preparados para los horrores que vendrán en las seis horas siguientes a ese casual encuentro. Poco tarda la pareja en relatarse sus angustias cotidianas. El sufre por la violenta muerte de su hermano, mientras ella confiesa su soledad sólo reparada por los circunstanciales hombres que pagan por su compañía. De pronto, un grupo de individuos castigan ferozmente a Jorge, quien, acompañado por Angela, se hace atender en un hospital y, casi con un dejo de lástima, la mujer lo invita a su casa. Historia sin duda fuerte y dramática es la que el director Jorge Navas presenta a través de estos dos seres a los que el destino los une para luego convertirlos en víctimas de sus propios destinos. Narrado con ritmo casi policíaco y de suspenso, el film va destapando en menos de seis horas (lo que dura una noche), los dolores y las soledades de los protagonistas. El realizador no escatimó esfuerzos, a veces con mano tan dura como con visión pesimista, para seguir el recorrido de ese hombre y de esa mujer inmersos en el infierno de la noche bogotana. Por momentos el relato cae en un melodrama excesivamente abrumador, pero ello no perjudica demasiado esta historia, que posee un romanticismo negro del que surge la violencia por la que deben transitar los dos protagonistas. Los trabajos de Gloria Montoya y de Quique Mendoza apoyaron con notable fuerza esta anécdota que presenta una cinematografía como la colombiana, tan poco difundida en las pantallas comerciales. Los rubros técnicos son otros elementos válidos para que La sangre y la lluvia se transforme en una cruel radiografía de dos seres marcados por la violencia y por la crueldad que los arrincona en un camino sin salida.
La noche colombiana La idea era un tanto extrema: encerrar al espectador con su pareja de protagonistas en una serie de lugares chiquitos (un taxi, una sala de emergencias de hospital, la oficina de un mafioso) durante el trascurso de una noche de lluvia en Botogá. Era una apuesta fuerte y salió mal. Un taxista (que queda enredado con el crimen organizado cuando intenta averiguar cómo fue asesinado su hermano hace quince días) se cruza en un momento con una mujer que parece querer estar siempre de fiesta (o por lo menos, no volver nunca sola a su casa). Una serie (bastante inconexa) de situaciones (entre las cuales más de una vez aparece la necesidad de esta mujer de no quedarse sola) hace que sigan juntos toda la noche, la cual finalmente termina mal. Son varias las razones que hacen de este deambular algo aburrido: desde los personajes mal delineados (el taxista parece pasarse de bueno, la mujer se deshace de lo deshilvanada que está), las situaciones poco interesantes, los diálogos que no fluyen, los planos pegados a la cara, la música "cargada de sentido", los momentos estático/poéticos (que a lo mejor emocionarían si estuviéramos enganchados pero resultan simplemente molestos), las escenas sórdidas (como la escena sexual del principio, un poco pegajosa y completamente injustificada, que quiere delinear con un trazo muy grueso a su protagonista), lo inverosímil de la cadena de situaciones que termina llevando a los protagonistas a un secuestro sin sentido. Se quiere esparcir una idea de desprotección sobre todo esto, casi como de testimonio, de abandono existencial que viene a compensar esta improbable historia de amor. Por eso la sordidez, por eso los personajes no se cansan de decir "Esta zona es peligrosa". Por eso tenemos la escena (totalmente gratuita) en la sala de emergencias del hospital, en la que vemos a una mujer entrar con su novio completamente ensangrentado: ella se queda afuera, esperando, la protagonista se acerca para acariciarle el pelo (para demostrar con ese gesto canino toda la compasión de la que ella es capaz), después el chico se muere y la novia desconsolada se pierde en la noche. "Ah, qué terrible es la vida", parecen querernos decir. Todo es oscuro, mojado, intrincado, azaroso, absurdo, triste. El que quiera sentirse existencial con el recuerdo de lo fea que era la vida podrá encontrarle sentido a La sangra y la lluvia. El que no, comprenderá que lo único feo es esta película.
Paseo por una sucursal del infierno Aquello que podría haberse convertido en una colección de lugares comunes es, sin embargo, un melancólico retrato de dos desesperados que atraviesan la larga noche bogotana. Para ello, Navas se apoya en el buen trabajo de Gloria Montoya y Quique Mendoza. Un taxi anda en medio de la ciudad, la noche y la lluvia; en su camino se cruzan el sexo y, sobre todo, la violencia. Posible síntesis argumental de Taxi Driver, ésa podría ser también la de La sangre y la lluvia, ópera prima del colombiano Jorge Navas, con antecedentes en documentales, comerciales de televisión y videoclips. Pero Travis Bickle andaba en busca de problemas, y en el caso de Jorge (Quique Mendoza) los problemas andan en su busca. Alguien acaba de asesinar a su hermano, en un episodio de violencia callejera del que Jorge –tal vez demasiado frágil, para un entorno en el que la vida vale menos que un gramo de cocaína– no logra reponerse. Con los asesinos detrás de él, consigue una pistola. En medio de su recorrido –siempre nocturno, como el de Bickle– se cruza con Angela (Gloria Montoya), chica de discoteca, a quien termina subiendo a su auto. Algo así como una Jodie Foster en versión adulta, Angela practica el sexo casual, sin importarle demasiado género o número. En baños y pasillos consume, en grandes cantidades, el principal producto de exportación de su país (uno que no es café ni esmeraldas). Eso no le permite calzar del todo bien en el prototipo de princesa desvalida. Además, tampoco es que el taxista se fantasee como caballero andante, como lo hacía su antecesor neoyorquino. Antes que el rescate heroico, la relación entre ambos pasa entonces por alguna forma de identificación mutua. Identificación tal vez fundada en que ella –que parece tan fiestera– carga también una pesada mochila personal. Si algo se lee en los rostros de Jorge y Angela es desprotección. Sobre todo en el de ella, a quien la morocha Gloria Montoya, de gran presencia cinematográfica, logra hacer sexy y vulnerable. No por nada en una de las paredes de su departamento cuelga un afiche de Marilyn. Oscuro y desolado descenso a los infiernos, La sangre y la lluvia observa un paisaje de corrosión social a través de un tamiz criminal. Fotografiada en clave bajísima, Bogotá es aquí un mundo del revés, en el que los criminales más despiadados –así como los peores drogones– resultan ser los policías. Con la ley del otro lado, los taxistas terminarán cumpliendo el papel de Séptimo de Caballería. Es posible que algunas circunstancias de La sangre y la lluvia luzcan algo forzadas (que Angela no se le despegue a Jorge en toda la noche, por ejemplo) y otras, inverosímilmente estiradas (lo que podría resolverse con un par de balazos se convierte en secuestro injustificado). Así como el nombre de la chica y el de un amigo, apodado Diablo, subrayan en exceso la visión de Bogotá como sucursal del infierno. Pero Navas (Cali, 1973) sabe hacer algo que en la región no es moneda corriente: narrar con armas cinematográficas. La cámara está siempre bien ubicada; el montaje es fluido; la duración de los planos, precisa. No acude a primeros planos, profundidades de campo y algún ralenti por puro manierismo, sino por necesidades expresivas. Lo mismo podría decirse de varios fundidos encadenados y un par de intrusiones musicales que avisan que, a pesar de las apariencias, el sentimiento de fondo no es aquí el furor, sino una forma herida de la melancolía.
Esforzado thriller Ángela es una mujer hastiada de todo, la noche, la cocaína y el sexo tan veloz como olvidable no alcanzan para sostenerla en una realidad que la agobia. A su vez Jorge, es un taxista que no alcanza a comprender el asesinato de su hermano, del que carga no solo el dolor, por esa pérdida, sino también las causas que la produjeron, negocios oscuros con quién no se debe. Ambos se encontraran, en una noche de lluvia, en la nada acogedora nocturna Bogota y su encuentro estará signado por la violencia que en pocas ciudades como la capital colombiana pueda alcanzar paroxismo semejante. La sangre y la lluvia es un thriller, que sé sostiene a lo largo de la narración con lo que se pueden presumir buenas actuaciones. Lo de puede presumirse es que son tantas las deficiencias de sonido e iluminación, que el film se convierte en una compleja prueba de paciencia para el espectador, ya que hay extensos pasajes de la película que son imposibles comprender lo que se habla, ya no solo por las deficiencias de sonido, sino por lo cerrado del argot que manejan los personajes. Quizás hubiera sido importante intentar un subtitulado, como recientemente se probó con éxito en la exhibición de La vendedora de rosas (Víctor Gaviria), también colombiana.
Navas oscila entre logros y falencias en esta ópera prima que permite guardar esperanzas para el futuro. Jorge maneja su taxi en una noche lluviosa de Bogotá. Noche en la que parece llover como si fuera a hacerlo para siempre. En una calle perdida, alguien se le cruza para ofrecerle una cita con “El teniente”. Por algo se resiste con violencia y tras unos cuantos golpes Jorge queda abandonado sobre el asfalto mojado. Ángela es una compulsiva consumidora de alcohol, cocaína y sexo exasperado. Buscando un taxi en la lluvia, se cruzará con Jorge, a quien terminará llevando al hospital y acompañará en un extraño viaje al centro de la violencia mafiosa de la ciudad. Jorge Navas, realizador de La sangre y la lluvia, construye una trama que es hija obediente de la tradición del policial negro. Personajes amorales; un par de sujetos ajenos al mundo de la delincuencia, involucrados con intereses de grupos mafiosos; una trama secreta que se devela al espectador al mismo tiempo que a los protagonistas; nocturnidad, erotismo y alcohol hermanados, y un camino que no puede desentenderse del destino trágico de los sujetos comunes y corrientes. Lo cierto es que, aplicando con rigor reglas de un género, Navas tiene aciertos y desaciertos en esta, su primera película. Por el lado de los aciertos, cabe destacar la presencia de la ciudad, la lluvia y la noche como espacio dramático. Las actuaciones, especialmente de la pareja protagonista, y la simpleza informativa de los diálogos, que son pocos y precisos (aun cuando al final, tal vez la función explicativa de los mismos, también propia de la tradición del género, los convierta en una serie larga de confusiones y reiteraciones). El uso de la cámara, que está cerca de los personajes, al tiempo que informa con austeridad del contexto, es también un elemento positivo a destacar. El problema en el trabajo de Navas está centrado en cierta pobreza en la construcción de los personajes (especialmente Jorge, quien parece abandonado de todo pasado, cuando está en el lugar menos indicado por una serie de hechos que lo obligan a asumir ese rol). Las relaciones oscuras, son tal vez algo más oscuras de lo que debieran, y cierto esquematismo en los personajes, poco dados a las sutilezas, son puntos débiles de la narración. Lo mismo puede decirse de la forzada relación entre Jorge y Ángela. La poca calidad del sonido y la imagen (que no podemos discernir si se trata de problema de origen, copia presentada o sala de exhibición), coadyuva a que la película pierda potencia, decaiga el interés a lo largo del metraje. Si Navas profundiza su trabajo sobre lo narrativo, y explota el género desde la impronta urbana que propone Bogotá, probablemente tenga un interesante futuro. Si en cambio, insiste con cierto rictus melodramático y novelesco, con personajes algo pobres, entonces el futuro lo hará un realizador olvidable. Por el momento con La sangre y la furia ha mostrado valores y debilidades casi en partes iguales.
Ya sabemos que la globalización no descansa. La sangre y la lluvia es un policial colombiano que resulta no ser del todo colombiano, y menos todavía un policial, sino un destilado de imágenes más bien impersonales, un espectáculo levemente anónimo de cuya obligada frialdad parece predicarse su estatuto de objeto apto para la circulación a escala mundial. Es que a pesar de que en la película abunden, aquí y allá, los simpáticos modismos locales (así, unos tipos son “unos manes” y una chica es “una pelada”, por ejemplo), La sangre y la lluvia está atravesada de punta a punta por una especie de anemia, una languidez esencial que podría funcionar a modo de postulado sobre el mundo moderno y su carácter particularmente opaco e intransferible. Con la ayuda de un trabajo de fotografía deslumbrante, el director Jorge Navas filma una ciudad nocturna, violenta y desesperanzada, y el hecho de que su protagonista sea un taxista le proporciona en los primeros minutos de película la coartada para observar la vida en derredor con ojos que parecen mirar a través de una pantalla en la que personas, objetos y paisaje en general se encuentran inmersos en un movimiento continuo. Si el espectador piensa por un momento en Taxi Driver, el director ya lo pensó antes que él: las calles sucias, las luces de neón, el semáforo titilante, las fugaces escenas de violencia que pasan como un parpadeo delante del parabrisas remiten al escenario, pleno de un decandentismo muy años setentas, de la película de Scorsese. Navas invoca un repertorio codificado en el que la errancia, la soledad y el precario deslizamiento sobre las cosas del mundo se constituyen en signos de una neurosis urbana universal. Igual que lo que ocurre con sus personajes principales, La sangre y la lluvia no se deja aprehender con facilidad y exhibe permanentemente la incomodidad del desarraigo. El amague de policial que la película esboza (alguien mató en un pasado reciente al hermano del taxista, éste rumia su ira mientras espera cruzarse alguna vez con el responsable y, al mismo tiempo, es acosado por una banda de mafiosos que lo consideran cómplice en el asesinato de un jefe local) queda abolido e irresuelto en pos de la materialidad intercambiable de los sujetos que la recorren. Eso es lo que en verdad importa acá: los cuerpos que deambulan. No tiene ningún interés qué cosa los motiva a hacerlo. Ya se lo olvidaron o quizá nunca lo supieron cabalmente. Son solo cuerpos sin nombre y sin historia, que arrastran un dolor igual de nebuloso e incierto. Cuando otra golpeada criatura nocturna viene al encuentro del taxista, la película termina de establecer el tono general de su fábula: Ángela es un ángel de la noche a la que antes de toparse con el protagonista vemos bailar sola en un boliche, esnifar cocaína y masturbarse de espaldas a un compañero ocasional, que también se masturba mientras la mira. La película es un catálogo de la soledad que transcurre en Colombia pero que podría hacerlo en Marte. ¿Es ahí en donde reside, entonces, el modesto encanto que cada tanto asoma en la película? Esa falta perturbadora de raigambre, de conexión con alguna identidad reconocible, parecería ser el motivo central de La sangre y la lluvia. El mundo se transformó en un lugar ilegible, justamente por ser siempre igual en todos lados, en la ciudad de Bogotá o en la de Helsinki. Como exponente global de un cine sin particularismos, que obtiene con cierta comodidad financiación internacional y que se recibe bien en festivales, la película de Navas parece operar como síntoma de la perplejidad indecible que la habita.