El peso de un padre Entre el diario íntimo y el ensayo sobre el tiempo, esta película se acerca de forma descarnada a la figura del padre del director, el todopoderoso Héctor Olivera. Si bien dirigió dignos films como El visitante y Mika, mi guerra de España, Javier Olivera siempre fue -para el mundillo del cine- “el hijo de”; en este caso, de Héctor Olivera, probablemente la figura más poderosa de la producción argentina de los años ’60, ’70 y ’80: El tycoon de Aries, El padrino… Quizás por eso La sombra es un documental / ensayo / home-movie / diario íntimo que funciona sobre todo como forma de expurgar y de expiar ciertos sentimientos (dolor, culpa, temor) frente a una figura tan avasallante como la de su padre. El eje del film es la casa (la mansión) que Don Héctor construyó en San Isidro en sus épocas de esplendor y que fue derrumbada cuando la crisis familiar y económica hizo imposible sostenerla. Apelando a múltiples registros y formatos (desde viejos rollos de Súper 8 hasta el video), Javier va narrando las distintas etapas de la casona que fue sede de fastuosas fiestas con gente muy famosa y hasta locación de una película clase Z para Roger Corman, pero también los vaivenes la carrera del director de No habrá más penas ni olvido, del cine nacional y de la historia argentina en general (allí están, por ejemplo, las referencia a las amenazas de la Triple A tras La Patagonia rebelde). La película tiene un impecable trabajo de edición y de sonido que permiten acompañar la tradicional estructura de surgimiento, apogeo y caída, y -si bien la narración en off del propio Javier no es particularmente inspirada- se entiende que una propuesta de semejante nivel de intimidad sólo podía ser contada desde una primera persona siempre presente. Valiente, visceral y desgarradora, La sombra (un ensayo sobre el tiempo con algo de En construcción, de José Luis Guerín) se sobrepone a sus limitaciones y posibles cuestionamientos artísticos para convertirse en una valiosa reconstrucción de una épica familiar, y de las miserias y contradicciones de la clase media-alta argentina.
Armar/Desarmar La película de Javier Olivera es más un ensayo sobre el tiempo y el peso de los recuerdos que un documental “tradicional”. La sombra (2015) tiene como epicentro a la mansión familiar en pleno proceso de demolición. Verdadero Rey Midas del cine argentino durante tres décadas, Héctor Olivera se configura en el recuerdo de su hijo, Javier, como un auténtico self man made, un Citizen Kane que construyó materia y mito. Héctor Olivera fue un destacado productor cinematográfico, propietario de Aries; consagrado director de películas instaladas en el imaginario colectivo (tal vez La Patagonia Rebelde sea el ejemplo más cabal). La mansión en donde la familia Olivera vivió durante mucho tiempo primero se fue vaciando de habitantes, y finalmente se convirtió en la sombra de lo que supo ser. Fuera del tiempo de las fiestas, los cócteles, los encuentros entre el director, productores y actores, el presente la encuentra a punto de ser demolida. La cámara de Javier Olivera registra ese momento de desarme, mientras que las filmaciones que han quedado en 8 mm arman un mapa memorístico capaz de resignificar el derrumbe. La sombra se instala, entonces, en el tiempo de la ambivalencia; un tiempo intersticial, por momentos contradictorio, que funciona como una especie de ritual de identidad para el autor. Tal vez por eso, la voz en off del propio director está insertada para proponer una guía, un orden, lo suficientemente informativo para comprender qué implica ese derrumbe, aunque en varios pasajes se asoma a la redundancia. Sabremos que Héctor Olivera se hizo “desde abajo”, que la mujer que lo acompañó fue la que dotó de exotismo al inmueble, que por allí circularon tanto anarquistas como artistas de primer nivel, más algunos detalles “de color” (la filmación de una película producida por Roger Corman, por citar un caso). Mezcla de ensayo con documental de observación, La sombra tiene un destacado trabajo de montaje, además contar con una elaboración sonora sutil, con personalidad pero no por eso invasiva con el material visual. Sin caer en el collage, el director genera una dialéctica personal entre el pasado y el presente; el recorrido de una identidad que, desde los escombros, se erige frente al pasado que se resiste a desaparecer.
Demoliendo al Citizen Kane argentino “Como Kane, mi padre fue un huérfano devenido prócer, que construye su propio monumento”, señala Olivera hijo sobre esa Xanadú vernácula que fue la mansión familiar. Y munido de viejas películas caseras en Super8, va a la búsqueda de su propio Rosebud. No todos los días hay ocasión de filmar la demolición de la casa familiar. No cualquier vivienda proyecta la imponencia de la mansión que los Olivera poseyeron en las barrancas de San Isidro. Levantada por el patriarca en sus años de plenitud profesional y económica, y derribada años atrás para construir vaya a saber qué en el lugar en que estaba emplazada, no abundan moradas con el poder representativo de ésta. Tanto poder que, debiendo haberse llamado La casa, la película se llama La sombra. La sombra que el padre –el self-made man criollo Héctor Olivera– echó toda la vida sobre su hijo Javier, quien no tuvo mejor idea que dedicarse a la misma actividad que dio a aquél toda su fama, poder y dinero: el cine. Es mediante el cine que el hijo narra, ahora, la deconstrucción de esa sombra. O su demolición. El material con que cuenta Olivera (h) le permite narrar la historia de la familia, la de la casa y la del padre. Metros y metros de Super8 registrados por Fernando Ayala, amigo y socio de toda la vida de su padre, desde el momento mismo en que Héctor Olivera se pasea entre los bastidores de lo que será más tarde una mansión de magnate de Hollywood. Su Xanadú: desde el off, Javier Olivera no duda en ver en su padre una versión nativa del ciudadano Kane, antes que el equivalente de un John Ford, Howard Hawks o cualquier cineasta clásico. Dejando de lado La Patagonia rebelde y alguna otra, es posible que la figura de Héctor Olivera, que fundó tempranamente su propia compañía (la famosa Aries, que todavía existe) se haya correspondido más con la de un productor, un poderoso empresario cinematográfico, que con la de un director de cine. “Como Kane, mi padre fue un huérfano devenido prócer, que construye su propio monumento”, señala el hijo, y va a la búsqueda de su Rosebud. Olivera levanta su monumento precisamente en 1974, año de La Patagonia rebelde (haber trocado por rebeldía la tragedia del título de la novela habla de su olfato comercial). Antes de eso estuvieron la exitosa El jefe, la menos exitosa El candidato, y el hallazgo de la veta comercial con Hotel alojamiento, El profesor hippie y, sobre todo y desde el año anterior, las de Porcel y Olmedo, llaves del tesoro para Ayala y Olivera. El hijo narra el apogeo de la figura del padre mediante fragmentos de películas caseras, y su caída mostrando el vacío de la casa familiar primero, cuando todavía sobreviven muebles, cuadros, objetos artísticos y porcelanas, y su lisa y llana demolición seis años más tarde, cuando los albañiles arrasan con mazas, picos y grúas, hasta no dejar nada. La madre, gestora de esa decoración y sobreviviente durante veinte años a la partida del marido y los hijos, queda en un lugar colateral, desplazado. Así como en las grandes cenas Héctor ocupaba una cabecera, Ayala la otra y mamá se sentaba a un lado. La sombra es uno de esos documentales cuyo sentido no lo da el contenido, sino la forma. La voz en off del propio Javier Olivera, que narra en primera persona, es intermitente, está llena de pausas. Esas pausas ceden lugar a las imágenes, que hablan por sí solas: la casa llena de “famosos”, hacia fines de los 70, y vacía hoy. O cargada de escombros, vigas, listones de parquet recién levantados. Es particularmente notable el diseño sonoro, obra de quien firma Zypce, y que tanto puede dejar oír los fatales martillazos de fondo como remixarlos, armando con ellos un tema dance. O interrumpir bruscamente una canción de la serie de películas conocidas como “del amor”, que a fines de los 70 rellenaron las arcas del sello. “Destruye la imagen y quebrarás al enemigo”. La cita es de Operación Dragón y viene de la infancia. Javier Olivera la confronta con paredes familiares que caen y, junto a ellas, una imagen del padre. Antes, el hijo había dejado constancia de “la implacable sombra del monumento”, preguntándose cómo ser uno mismo frente a ella. Basta contraponer los fragmentos seleccionados de La Patagonia rebelde con la película que los contiene, para verificar que entre la modernidad estética de ésta y el clasicismo genérico de aquélla media el mismo vacío que deja una mansión demolida.
Tras algunas películas no del todo logradas como realizador de ficción –como El visitante y El camino, entre otras– y luego de una larga ausencia en la pantalla grande, Javier Olivera regresa con la que sin dudas es su mejor película: un documental honesto, personal, franco y sentido sobre su historia familiar, tomando como eje la tarea de un grupo de obreros que tiraron abajo la mansión que su familia tenía en la zona norte de la provincia de Buenos Aires en 2008. El realizador de 46 años es hijo de Héctor Olivera, el célebre director de películas como La Patagonia rebelde y La noche de los lápices, entre muchas otras, pero aún más reconocido como productor, mediante su empresa Aries, de títulos como Tiempo de revancha y Plata dulce, así como de varias comedias populares, y producciones Clase B de “espadas y brujerías” para el mítico productor estadounidense Roger Corman, varias de las cuales también dirigió. La “sombra” que da título al filme es, claro, la de su padre. Con una honestidad por momentos bastante brutal, mientras vemos escenas de la mansión familiar siendo destruida combinadas con momentos filmados en Super 8 (por Fernando Ayala, socio de su padre) en épocas de construcción de la casa y aparente armonía y felicidad familiar, Olivera va contando pedazos de su historia logrando a la vez ser personal y político. Es decir, hablar de algo íntimo como su historia de fracturas familiares (crisis económica, divorcios, etc.) que se vuelven universales porque implica también la caída en desgracia de una industria, de una forma tradicional de hacer cine en la Argentina y hasta de una cierta idea de país. La sombraOlivera tiene también la inteligencia de dejar que las imágenes hablen por sí solas, agregando comentarios solo de vez en cuando y permitiendo que los objetos y la arquitectura, la potencia de las máquinas tirando paredes abajo de manera brutal, cuenten esa historia familiar de esplendor, grandeza y decadencia, que atraviesa momentos claves y duros de la historia argentina, siempre desde una visión muy personal: la de un hijo literalmente tapado por la sombra larga de su padre, el productor más famoso de la Argentina durante más de un cuarto de siglo. A eso, Olivera le agrega un diseño musical y sonoro muy elaborado y creativo (aunque acaso excesivamente omnipresente) compuesto e interpretado por el artista Federico Zypce, y metáforas visuales o referencias al Xanadu de El ciudadano que deja en claro cuál es la metáfora central en la que se apoya el film: la idea de un hombre (su padre, en plan Charles Foster Kane) que se construyó a sí mismo, creó la mansión de sus sueños (en la que organizaba las fiestas más concurridas y buscadas de la farándula local en los años 60) y que, en el camino, perdió contacto con sus afectos, su historia, su personal Rosebud. La destrucción de esta suerte de Xanadú local es, claramente, la que marca el fin de esa época. Como la reciente Un importante preestreno, de Santiago Calori, o la aún inédita Tras la pantalla, sobre el distribuidor Pascual Condito, La sombra es una evocación de la desaparición de una manera de hacer y vivir el cine, aunque en el caso de la de Olivera –que filmó la mejor de las tres– la mirada es más crítica y ambigua que nostálgica y sentimental. (Crítica publicada originalmente en Los Inrockuptibles)
¿SÓLO UNA CASA? Según la leyenda, el poeta Simónides de Ceos celebró un banquete en su palacio en Tesalia. Durante el festejo salió un momento hacia la puerta y el techo se derrumbó sobre sus comensales. A pesar de que todos murieron aplastados, Simónides consiguió reconocerlos a partir de las ubicaciones de los invitados. De esta forma, el poeta desarrolló un método para reunir las concepciones de memoria y espacio. Más allá de ciertas reglas mnemotécnicas, es frecuente asociar lugares con recuerdos, sobre todo, si dichos sitios mantienen un lazo afectivo y personal importante. Una casa, por ejemplo, es uno de los espacios más personales y esa idea se refuerza si se trata del hogar de la niñez. Pero, a veces, la casa no es sólo una casa, sino la encarnación de otra cosa. ¿Cómo funcionan entonces los recuerdos? ¿De qué manera contribuyen las filmaciones caseras? ¿Cuál es el poder del registro? El director argentino Javier Olivera plasma dicha simbología en su última película La sombra a través del juego de las funciones de la imagen, de las elecciones en las anécdotas familiares, del breve uso de la voz en off, de la intervención de los sonidos de las herramientas de construcción (de demolición en este caso), del uso del silencio y desde el mismo título. Porque esa sombra no es otra cosa que su propia esencia, la metáfora que él mismo construyó en la niñez sobre la figura imponente de su padre, el director y productor Héctor Olivera. La imagen adquiere una serie de connotaciones a lo largo de la película que la convierten en el rasgo central. De hecho, el director intercala grabaciones caseras realizadas entre 1972 y 1981 con otras más actuales de la demolición de la casa. En un primer momento funciona como guía ya que es a través de las imágenes que el espectador conoce y recorre la inmensa casa. Incluso, no parece casual que primero se presente el jardín, ese lugar de libertad y descubrimiento, y luego la mayoría de las habitaciones. El living, el comedor y la cocina son los sitios por excelente que se repiten en diferentes ocasiones desde la plenitud al deterioro. En un segundo momento, las imágenes operan como el registro de una época de gloria y ostentación. Esto sucede tanto a través del estilo recargado y exótico de su madre a la hora de decorar como también por las fiestas y anécdotas con grandes personalidades del ambiente cinematográfico y cultural. Si bien en ambos casos, el rol de la imagen es esencial, acá en particular interactúa con la palabra. El tercer momento es el de la simbología propiamente dicha. Aquí, las imágenes de la casa dejan de operar como recuerdos colectivos o del espacio para encarnarse en algo mayor, en la memoria del director, en sus deseos y pensamientos más íntimos. Se puede considerar un quiebre cuando aparece una foto de Olivera bebé con su madre. Los planos detalles y recortes de ambos parecen homenajear a la figura reconocida de la virgen y el niño. Pero la apuesta del director es mayor cuando asemeja la figura de su padre con la de Charles Foster Kane (Orson Welles) en El Ciudadano. Según el director, ambos hombres salieron de la pobreza, se crearon a sí mismos y construyeron un imperio: la casa en San Isidro, por un lado, y la mansión Xanadu, por otro. En consecuencia, la figura de Olivera padre se reconoce como algo imponente y digno de adoración. Como la casa. Porque, mientras el documental refuerza la idea de un hogar impenetrable, como refugio y forma de ostentación, Olivera no hace más que encarnar la figura de dicho sitio con su concepción paternal. Entonces, el rol de esas imágenes se vuelve una metáfora muy fuerte, uno y otro son la misma cosa. Allí reside el máximo juego de las imágenes y su contenido, en esa imbricación entre padre y casa que, en definitiva, también es la combinación entre espacio y recuerdo que evoca la leyenda. Por tal motivo, las constantes comparaciones entre la figura paternal y el cine como un todo indisoluble quedan en un segundo plano. Incluso, a pesar de la inclusión de ciertos fragmentos de películas emblemáticas argentinas o de las anécdotas pues la encarnación entre casa y Olivera padre se torna no sólo un vínculo inquebrantable, sino también un eje inexplorado con anterioridad. De esta forma, la lógica del documental se vuelve previsible, sobre todo, en un final anticipado de martillos y máquina demoledora. Sin embargo, es interesante todo el trabajo del rol de la imagen y sentido metafórico; esos tres momentos bien podrían ser una versión libre de los momentos del espíritu desarrollados por el filósofo alemán Georg W. F. Hegel para alcanzar lo absoluto a través de un proceso dialéctico y superador. Ese juego de alternancia de roles y significados que habilita no sólo la propuesta del director, sino también su tratamiento. Como aquella sombra heredada, incluso sin quererlo, o la majestuosa casa/ imagen padre que amenaza con absorber todo a su alrededor; ese mismo enemigo que tantas veces repone el documental y que espera, inmutable, su final. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
Uno de los exponentes más finos y cinéfilos entre varios films recientes en el que se traslada a la pantalla una contienda psíquica y familair entre un hombre y su padre Si Javier Olivera, el director de La sombra, profesara el hinduismo, su deidad favorita sería Shiva, divinidad a la que se le asigna la destrucción. En su magnífica película, destruir significa paradójicamente empezar a vivir, acaso darse a luz en plena edad madura. Una demolición concreta y una muerte simbólica, he aquí las coordenadas narrativas del filme: la casa paterna se convertirá en cascotes y escombros; la figura del padre, una imagen, quedará sepultada. La casa es él y él es la casa. Así descripta, La sombra podría confundirse con un filme de un homicida, pero debe haber pocas películas recientes tan amorosas y sensibles como esta. Todo empieza con la venta de la mansión de la infancia del director del filme, donde Héctor Olivera, el gran empresario del cine y director de La Patagonia rebelde, vivió por mucho tiempo junto a su esposa y sus tres hijos, aunque no siempre estuvieron juntos. Por esa casa, cuya decoración glamorosa remitía a cada viaje del cineasta por los festivales del mundo, pasaron políticos, directores y estrellas de cine. Más que un hogar, la casa era el Xanadú del cineasta, como lo señala su hijo comparando a su padre con el ambicioso personaje de El ciudadano. El esplendor de esa época se constata en viejas filmaciones familiares en súper 8, registradas por Fernando Ayala, otro director de cine de suma importancia en ese tiempo, socio y gran amigo de Olivera. La memoria fílmica se contrapone dialécticamente con el presente de la demolición. Así, Olivera hijo registra paso a paso, a través de planos generales fijos, siempre geométricos y obsesivos, cómo varios obreros contratados por los nuevos dueños de la casa desmoronan una propiedad que ya no le pertenece, operación que además pulveriza inexorablemente el sustento físico de las memorias familiares. Duele, conmueve, pero es también la oportunidad perfecta para deshacerse de la “sombra”, el padre, es decir, conquistar definitivamente la propia autonomía. La sombra es la puesta en escena de un exorcismo peculiar. Entre las imágenes del pasado y las de este presente, Olivera hijo tiene una intuición de cinéfilo. En Operación dragón, Bruce Lee decía: “Destruye la imagen y quebramos al enemigo”. En efecto, parafraseando al gran Chris Marker, el director está preso en una imagen del pasado, y su inesperada astucia para desembarazarse de ella pasará por combatirla a través del sonido. En primer lugar, la voz en off de Oliveira hijo es aquí mucho más que un recurso estilístico: la voz es la oralidad no visible de su propia identidad, expresión íntima con la que busca separarse del padre. En segundo lugar, todos los sonidos (golpes de masa, fragmentos musicales intervenidos, extractos de bandas de sonido de películas) redoblan la apuesta para destituir la novela familiar, música concreta orquestada como si se tratara de una sinfonía inspirada en la furia que subvierte la lógica del relato paterno. La luz nacerá del sonido; la voz ordenará el pasado para afirmar una nueva historia. Pero no todo en La sombra recae en el conjuro personal. La historia argentina acompaña las memorias del hijo, y la película, casi sin proponérselo, también atraviesa épocas sombrías de la nación: el terror de la Triple A y su perfeccionamiento posterior por los dictadores de turno se infiltran lateralmente en el relato familiar. Por suerte, el exorcismo colectivo ya tuvo lugar y fue varias veces filmado. La misión de Javier Oliveira en esta ocasión era otra, aunque como buen cineasta sabe que su propia historia no está nunca disociada de la Historia.