Tras su paso por el IDFA 2020, el BAFICI 2021 y el reciente FestiFreak, llega al MALBA esta mixtura entre el documental político y la home movie, el found footage y el diario íntimo a través de las historias de vida de distintas mujeres de una misma familia a lo largo de varias décadas. Todo comienza a fines de los '80, con las imágenes en video que filma de manera compulsiva Haydée Alberto, la esposa de Juan Gabriel Labaké, un dirigente peronista de derecha que acompañó a Isabelita primero (fue diputado nacional y luego su abogado) y a Carlos Menem después (como embajador y asesor presidencial). En esas imágenes se combinan los actos con la típica liturgia justicialista y la dinámica familiar, que incluye desde tertulias donde ya se advierten los ejes de la era menemista hasta viajes a resorts caribeños. Pero lo que convierte a La vida dormida en una película valiosa es, en principio, el montaje (o sea, el recorte y la reinterpretación) que la directora hace de esos materiales de su abuela con el énfasis puesto en el lugar absolutamente superfluo, decorativo, concesivo y sumiso de las mujeres en un micromundo machista y patriarcal como el de la política (más aún en un ámbito conservador como el del menemismo). Pero no es solo eso: Natalia Labaké se acerca tres décadas después a varias mujeres de la familia (desde su hermana Agustina hasta su tía Bibiana) que pasan de ser meros personajes secundarios a protagonistas del relato con su carga de angustia, frustración y resentimiento frente a la opresión acumulada durante tanto tiempo. Así, esa vida dormida a la que alude el título se resignifica en una película recobrada en estos tiempos de necesario empoderamiento femenino. Una mirada al desgastado espejo del pasado para reflejar una nueva y superadora imagen.
Documental que se nutre de archivo, pero también de grabaciones actuales para analizar vínculos familiares, la política atravesando legados, y el mandato patriarcal sobre aquello que las mujeres podían o no hacer y decir. Al avanzar en la potente construcción de algunas personas, devenidas en personaje, el relato se potencia.
En las páginas del libro “Feminismo y Arte Latinoamericano” de Andrea Giunta se hace referencia a “las artistas que emanciparon el cuerpo”, una frase que funciona como disparador para hablar sobre La vida dormida, opera prima de Natalia Labaké, quien se atreve desde el cuerpo a rever su historia familiar a través del lenguaje cinematográfico para cuestionar el discurso androcéntrico dominante, el cual se vió, aún más, reflejado durante la frivolidad del período menemista. A partir de las filmaciones caseras realizadas por su abuela Haydée, quien registró diversos momentos de la carrera política de su esposo Juan Gabriel Labaké durante la campaña de Memen en 1989, el documental presenta al abuelo de la realizadora, un peronista de derecha, defensor legal de Isabel Perón, y que mantenía su hogar bajo el yugo machista. A través del registro de sus actividades junto a las escenas familiares, la mirada se orienta hacia los roles de los hombres y las mujeres de esa familia. Aquellos registros, se intercalan y contrastan con las imágenes actuales de esas mujeres y niñas, ya mayores, inmersas en las costumbres y los hábitos impuestos que sembraron desigualdad y silencio. Ese paso del tiempo que une el pasado y el presente intenta dar luz a las consecuencias provocadas por tanta invisibilidad y sumisión. La pregunta que subyace a lo largo de la película es ¿Cómo se puede intervenir en la realidad escapando de ciertas estructuras y patrones socioculturales que unidireccionan la mirada y delimitan el accionar de las mujeres?. ¿Cómo inciden estos condicionamientos en la sociedad? Teniendo en cuenta que el material de archivo filmado por su abuela claramente retroalimenta el discurso dominante y se contrapone a un registro actual que se orienta a desnaturalizar la imagen y el concepto machista. Un concepto que la directora subraya en las consecuencias emocionales que sufrieron su hermana Agustina y su tía Bibiana Labaké, sobre las cuales no profundiza ni explica demasiado. En La vida dormida, la observación y la ausencia de voces femeninas parecen mostrarse como denominadores comunes de las mujeres en general, ya sea en virtud de sus comportamientos como de una gestualidad contenida frente a cámara que resulta difícil de disimular. Ellas observan, están, pero “no hacen ni dicen” en el sentido del activismo y compromiso político sino más bien juegan un rol pasivo, de acompañantes. “Hablar, tener que decir, dar una opinión, es algo que valoramos por encima de muchas otras formas de intervención en nuestra cultura”, expresa la realizadora. “Nosotras, las mujeres de esta familia, hablamos poco. Un poco por educación, otro poco por miedo o comodidad. Y cuando lo hacemos, dudamos. (…) Me pregunto cómo hablar cuando la realidad está hecha por varones, efusivos y bienpensantes, de derecha y no tanto, ocupando el centro de la escena.” Partir de lo biográfico para reflejar lo colectivo pone en tensión desde dónde se muestra la realidad teniendo en cuenta la carga afectiva que pesa sobre el relato. Entre la subjetividad y el distanciamiento, la propuesta del documental busca romper con ciertos paradigmas frente a una sociedad adormecida, tal vez con demasiado uso de la sutileza en el decir como en el revelar discreto de sus imágenes. LA VIDA DORMIDA La vida dormida. Argentina, 2020. Dirección: Natalia Labaké. Guion: Natalia Labaké y Paulina Bettendorff. Intérpretes:Juan Gabriel Labaké, Haydée Alberto, Bibiana Labaké, Agustina Labaké, Virginia Loussinian.Fotografía: Haydée Alberto y Natalia Labaké. Montaje: Anita Remón. Diseño sonoro: Sofía Straface. Duración: 74 minutos.
Una familia argentina Es una película triste La vida dormida. Muy triste. Triste por los protagonistas, por su mediocridad y sus enfermedades mentales, por su extravíos y hallazgos (al final, la que descubre todo, la que filma todo esto, la que tiene todo claro, es miembro de la familia), y triste porque todo eso tiene que ver con la Argentina, fue permitido por la Argentina, es finalmente la Argentina la que se pasa la vida dormida, soñando con cosas que no son. La que filma es Natalia Labaké, nieta de Juan Gabriel Labaké, abogado y político peronista, que en los 80 pasó de ser representante de Isabelita a candidato de Menem, y que si algo tuvo de coherente durante su vida política fue su fidelidad (¿o algo más?) a la Santa Madre Iglesia. De allí el discurso, que “dicta” en voz alta a partir de lo que escribió en casa, luego de estrujarse el mate, uno de esos discursos hiperarmados, en el que traza la infancia de un niño criado en la localidad de Lobos a comienzos del siglo XX y otro, “Dios”, nacido en Nazaret veinte siglo atrás. Perón y Jesús, Jesús y Perón, ramas del mismo árbol son. Labaké no es muy coherente. En una época defiende a Isabel, en otra dice que su manipulador espiritual López Rega era de la CIA y que Perón lo sabía. Supuestamente habría dicho El Viejo, con ese aire campechano con el que comunicaba las verdades más terribles, que prefería tener al lado a un agente de la CIA al que reconociera como tal, que a uno del que no supiera. ¿Habrá dicho Perón eso alguna vez? ¿Estaba Lopecito efectivamente al servicio de la CIA? ¿No le bastaba con haber creado las Tres A? ¿O creó las Tres A por encargo de la CIA? A propósito de Isabel, también se exhibe en el XXII Bafici (¿feliz coincidencia?) Una casa sin cortinas, que a pesar de que su título no permite adivinarlo tiene a María Estela Martínez de Perón por protagonista y coronel Kurtz. Me explico: el documental de Julián Troksberg intenta penetrar la esfinge de rodete, peinado batido y mucho spray, mediante el método tradicional: entrevistando a Juan Manuel Abal Medina (“it’s alive!”), a los Carlos (Corach y Ruckauf, le faltó un Carlos que en el momento de la filmación todavía vivía), a Juan Carlos Dante Gullo (ese ex dirigente de la JP que nunca dio la impresión de haber sido dirigente de la JP). Desde ya que esa esfinge es impenetrable, de modo que todos los entrevistados -incluyendo algún cardiólogo de guardia que compartió la intimidad de los últimos momentos del General y su esposa, así como Haydée Padilla, La Chona, que conoció a Isabelita a los veintipocos, cuando daba sus primeros pasitos de baile- coinciden en que no debió haber estado allí donde estuvo (el ojo del huracán setentista, en el momento en que se pone bizco), que no tenía la más mínima capacidad política para hacerlo. Pero ojo: todos le reconocen dos cosas, que no son moco de pavo. Una es haberse sacado de encima a su mentor espiritual, el que según Tomás Eloy Martínez le hacía pases de magia (“siempre le tuvo terror al espiritismo”, dice asombrosamente de ella María Eva Gatica, hija del Mono), cuando la CGT y el Loro Miguel la emplazaron a que era él o ellos, y eligió a ellos. La otra es haberse bancado casi cinco años de cárcel de la dictadura calladita, sin haber pedido ningún cuidado especial y sin haber renegado de ser quien en definitiva había sido, porque su marido así lo quiso: la Presidenta de la Nación. Ésa es La casa sin cortinas que tiene a Isabel por protagonista. La otra es la que quiere que pensemos que en una de esas estos muchachos que la filman lograron romper un silencio de toda la vida (Isabel no abre la boca ni para canta la marchita a su regreso en 1984, con Ubaldini de un lado y Triaca del otro, y cuando un periodista le pregunta si vino para quedarse le echa flit con sonrisa pícara y acento madrileño) y hacerla hablar, a los 88 años y en su recoleto retiro en un barrio privado de las afueras de Madrid. Todos los testimoniantes se ríen ante esa ilusión, nosotros también nos reímos, y finalmente ocurre lo que todos sabemos: La casa sin cortinas es una Apocalypse Now! sin coronel Kurtz. Ni Willard, ni………., ni nada. Aunque sí podría ser un Apocalypse Then!, protagonizada por un elenco entero de secundarios (la heroína incluida), que tras la muerte del God-Father se masacran entre sí, hasta que lleguen las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de Argentina, a masacrarlos mejor. A ellos, a sus familias, a sus conocidos y al país entero, para fundar una nueva Saigón, frente a la que Willard pueda murmurar “… Saigon… shit…” Ex abogado de la Señora, Juan Gabriel Labaké es el puente entre La casa sin cortinas y La vida dormida. Un Labaké post-ACV en la primera de ellas, con el ojo izquierdo caído y semicerrado, y un Labaké de los últimos 40 años en el documental de su nieta. Pero Natalia Labaké rompe los puentes, porque el suyo no es un documental más o menos convencional sobre una figura a pie de página, sino un documental en primera persona (del singular y del plural) sobre una familia argentina que empieza gozando las mieles de la política (teta ubérrima, que parecería tener leche para Rómulo, Remo, Caín y Abel) y del uno a uno de Menem a cavallo de la “modernidad argentina”, para de allí en más decaer lenta pero indefectiblemente, junto con el país. La vida dormida pudo haberse llamado Una familia argentina, pero por supuesto que La vida dormida es un título mucho mejor, porque la metonimia es más indirecta y la familia tiene, en efecto, una integrante que se queda dormida “porque la cámara le da sueño”. Se trata de la tía Bibi, hermana del abuelo Juan Gabriel, que en las filmaciones de los 80 parece un poco ida, y en las más recientes está totalmente ida. Pocas veces se ha visto en el cine ha alguien más “ido” que la tía Bibi, que empieza una frase, se queda en suspenso, como flotando entre las nubes de adentro, cuando ya parece haber elegido el adentro vuelve a salir para seguir con la frase, se vuelve a ir y así, hasta que después de cuatro o cinco intentos la frase queda congelada para siempre y la tía Bibi se hunde en el sueño que da toda la impresión de elegir, como modo de huir. Huir de los Labaké, huir de ese hombre “que no la supo querer”, cuya mano por encima del hombro se ve en una fiesta familiar, para luego desaparecer, huir del mundo y de todo. “¿Cuándo se va a terminar?”, le pregunta a su sobrina nieta Agustina, hermana de Natalia, y cuando Agustina le pregunta qué es lo que se va a terminar se queda callada, porque ella y todos sabemos bien a qué se refiere cuando habla de terminar. Terminar con los Labaké, con las analogías místicas-berretas del abuelo Juan Gabriel, los videos caseros grabados por su esposa en un resort caribeño (“mírenlo ahí, en su trono”, magnifica hablando del marido, y al marido se lo ve tirado durmiendo la siesta, en una hamaca de bambú), los años del deme dos, el padre que pregunta si en una dependencia oficial son “más macristas o más kirchneristas”, la hermana Agustina presa de la angustia y presa de la casa familiar, delirando con constelaciones familiares en las que se aparece Cupido, y la mamá de Natalia dándose cuenta de que nunca fue nada, porque el marido nunca le hizo lugar, y el abuelo Juan-Gabriel cayendo siempre del lado del que hay que caer, como un panqueque, hablando pestes de Isabel y Lopecito cuando Isabel y Lopecito se convirtieron en innombrables. Y La Marchita, que siempre se canta y siempre se canta igual, como para suturar todas las heridas, las traiciones, las ilusiones, las panquequeadas, los crímenes, los mártires, las avivadas, las buenas intenciones y los acomodos. Que se canta, tan protocolar, tan desafinada y tan robóticamente como el Happy Birthday, con todo el mundo actuando para el festejo, para la cámara y para el país. En medio de La Marchita alguien, fuera de cuadro, hace saber su condición de “zurda, bien zurda”, cuestión de incomodar al abuelo y, tal vez, a la familia entera. ¿Será esa la verdadera disidencia, o será acaso la que encarna Natalia, esculpiendo a la familia a golpes de dolor, de tristeza y de video?
CUANDO LO PERSONAL ES POLÍTICO La opera prima de la realizadora argentina Natalia Labaké, La vida dormida (2020), se mueve entre el documental político y la película casera para brindar un retrato de una familia patriarcal; focalizando en particular el lugar de las mujeres en esta familia. La directora es la nieta de Juan Gabriel Labaké, ferviente militante peronista de derecha que fue representante legal de Isabel Perón y asesor de campaña del ex-presidente Carlos Menem. En un primer tiempo, la película recupera filmaciones caseras realizadas por su abuela Haydeé, esposa de Juan Labaké. De este material, el comienzo ya marca el tono de lo que se irá desplegando en las distintas escenas. Haydeé se filma a sí misma en el marco de un espejo y luego en el marco de una puerta, arreglándose para acompañar a su esposo a un evento político. De esta manera, se recorta el lugar de la mujer en esta familia, encerrada en un rol fijo e inamovible: la esposa que entrega su vida a la consagración laboral de su marido, la madre abnegada en la crianza de los hijos, es decir, el decorado necesario para crear la imagen marketinera de familia tradicional, siempre funcional a las aspiraciones políticas. Haydeé está coagulada en los espejismos de una vida de apariencias, encandilada en las ilusiones de la vida acomodada que brindan las mieles de la política. En lo que sigue del material, es Haydeé la que filma la vida política de su esposo. Esta posición detrás de cámara también da cuenta de su lugar marginal, accesorio, mientras que el protagonismo es de Juan, recostado en una hamaca paraguaya como “el rey de la isla” o filmado como un “playboy” que se rodea de jovencitas en las playas del caribe. El patriarca con su voz de mando, y a veces solamente con sus gestos, ejerce el lugar de la censura que marca el cuerpo de Haydeé: borra fragmentos de filmaciones donde es Haydée la que habla, hace el gesto con la mano para que corte la filmación (cuando se llega a asuntos picantes en la conversación), o coloca la mano en señal de espera para que no lo interrumpa en sus serias e importantes conversaciones y negocios con la política. Tanto en los mitines políticos como en las tertulias de familia, el protagonismo es claramente de los hombres que alzan su voz en largos y acalorados debates, en anécdotas o en enardecidos discursos cargados de mística y redención. Las mujeres mientras tanto permanecen apartadas, a un costado, escuchando en silencio. La cofradía de “los muchachos peronistas”, como reza la conocida marcha (que nunca puede faltar en estas ocasiones), segrega, menosprecia e invisibiliza a sus mujeres; reducidas a mero empaque bello y a su solitaria función procreadora. Como mucho, acaso puedan aspirar a comunicarse sus pesares entre ellas, a través de susurros (no sea cosa de importunar a los amos con nimiedades). O quizás, como le ocurre a Haydeé después de años de sacrificio, puedan recibir una vana placa que las mencione con la nefasta idea de que detrás o al lado de un gran hombre (pero quietita, sonriente y calladita), hay una gran mujer: “el ángel de la fuerza de la recuperación peronista”. En este evento político al que me refiero, contrasta el homenaje como mero gesto para la militancia con la imagen de Evita, colgada en la pared detrás del palco, devenida ahora en mudo emblema simbólico pero que supo ser una de las pocas mujeres de la causa peronista en tener un verdadero papel activo y transformador. Frente a este material fílmico familiar la directora, como también lo hizo Natalia Garayalde en Esquirlas, se para con una apuesta ética que no consiste solamente en recuperar el pasado, sino también en interrogarlo y reinterpretarlo desde el presente. Ahora ella como nieta, como mujer, continua detrás de cámara, pero para volcar su mirada ya no hacia los hombres de la familia sino hacia las mujeres, siguiendo especialmente a su tía Bibiana y a su hermana Agustina. El poder patriarcal marca los cuerpos de las mujeres y esto no ocurre sin consecuencias. El paso del tiempo revela ahora lo que no se veía o no se escuchaba, muestra los estragos de años de silencio. Bibiana, que antes fuera tan bella, tan llena de sueños, se encuentra ahora internada en un Centro de Rehabilitación; su semblante denota un profundo dolor y se mueve con movimientos aletargados. Agustina, antes una bebé muy tranquila que posaba para la cámara de la abuela, inmovilizada con ojos vidriosos en el cochecito en lugar de estar correteando y jugando, hoy se presenta como una joven angustiada, que intenta exorcizar sus demonios con constelaciones familiares. Pero estas mujeres de la familia, ante la cámara, hoy pueden comenzar a despertar y a ejercer el acto de tomar la palabra. Bibiana puede expresar su enojo con ese hombre de su vida que no la entendió, incluso sus deseos de que llegase la muerte como fin a su calvario. Agustina puede interpelar a su madre sobre su obnulamiento ante las ilusiones que la cegaban frente a las tenebrosas oscuridades de una familia inmersa en la política. En este punto es donde el auto-retrato de familia hace pasar lo personal hacia el plano político, porque la película no solo es un espejo donde muchas mujeres pueden verse reflejadas en ese manto de silencio que pesa sobre ellas y que se transmite de generación en generación, sino que también las insta a perder el miedo, a no dormirse ya nunca más ante la imperativa voz del patriarcado y poder entonces enunciar y sostener con vehemencia las suyas.
"La vida dormida": una película de espectros La nieta de Juan Gabriel Labaké, apoderado de Isabelita y ferviente dirigente menemista, reconstruye la historia de su familia a partir de reveladores videos caseros. En la placa negra que da inicio a La vida dormida se lee una frase atribuida a Isabelita Perón que atribuye a “la mujer, en su característica de madre, la sagrada misión de forjar la esencia de la nacionalidad”. ¿Qué puede tener que ver esta frase con un documental sobre Juan Gabriel Labaké, más allá de que haya sido representante político de Isabelita durante los ’80? Su carrera continuó como defensor a ultranza del menemismo durante los 90 y, desde la explosión de ese modelo con la crisis de 2001, un referente del ala más derechosa del peronismo, aquella que aún mantiene una cosmovisión con la espada y la cruz como guías. Vista en el apartado Noches especiales del último Bafici, La vida dormida se toma unos buenos minutos para entregar una respuesta. Su primer tercio está integrado por registros caseros tomados con distintas cámaras hogareñas por el propio Labaké y su esposa, una mujer muy contenta con el rol de acompañante y adoradora de las actitudes y actividades de su marido durante la década de 1980 y la primera parte de la de 1990. Años de plata dulce, de viajes intercontinentales en avión en Primera clase y de vacaciones en hoteles de lujo, y también de una reubicación política de Labaké, en tanto Isabelita empezaba a ser una palabra maldita en el amplio espectro peronista. Labaké habla en un acto partidario. Labaké discute en un programa político. Labaké organiza una fiesta a todo trapo en su casa. Labaké como objeto de adoración, un tótem de sí mismo. “Miralo ahí en su trono”, dice su mujer, mientras el hombre reposa en una hamaca con vista al mar. Podría pensarse que a la directora –nieta de Juan– le interesa hurgar en los pliegues de su abuelo, una de las figuras que orbitaba Una casa sin cortinas, el incomodísimo documental sobre Isabelita también estrenado en el último Bafici, con el que La vida dormida forma un involuntario doble programa. Pero si fuera un documental sobre esa figura que, como todo peronista, se mantiene en pie a puro pragmatismo ideológico, hay algo que hace ruido: si las películas de archivos familiares tienden a "desnudar" a sus protagonistas, aquí lo muestra emperifollado, con una intimidad parapetada detrás de cócteles, resorts y atardeceres al aire libre. Lo que le interesa a Natalia Labaké es cómo dialoga todo eso con el presente. Más precisamente, con el de esas mujeres que en aquellos videos aparecen como personajes secundarios, figuritas decorativas del universo del patriarca. Y lo que encuentra la realizadora al correr a Juan Gabriel del centro de la escena es tristísimo, conformando un registro sobre el olvido, la invisibilidad y la desatención, sobre la capacidad de la decadencia de esconderse detrás de capas y más capas de maquillaje y ropa cara. Allí está la tía Bibi –hermana de Juan–, que en los videos se paseaba como ensimismada, enfrascada su propio mundo, y que ahora está totalmente ajena a todo y es incapaz de terminar una frase sin dormirse o sumirse en el silencio angustiante –que la directora muestra sin cortes edición, generando partes iguales de patetismo y piedad– de quien está presa de sus pensamientos. Labaké nunca la quiso, nunca la cuidó, y ahora balbucea que no ve la hora de que termine. No hay que ser un genio para imaginar qué espera que termine esa mujer muerta en vida. Por ahí también la hermana de la directora, Agustina, víctima de una angustia existencial que intenta purgar indagando en constelaciones familiares, como si la causa de sus males fuera un fenómeno kármico y no la consecuencia del menosprecio generalizado de quienes tienen su misma sangre. Y la madre de ellas, nuera de Labaké, recordando su fascinación juvenil para con esa familia –esos hombres, porque las mujeres solo hablaban para alabar– que tenía discusiones sobre política y el estado del mundo en las sobremesas, para después reconocer que lo suyo fue siempre el espacio detrás de las bambalinas, un acompañamiento servil que se contradice con aquel discurso en el que, joven, se la ve arengando a las mujeres peronistas. La vida dormida, entonces, como una película de espectros, de fantasmas hechos de carne y hueso.
LA FAMILIA La película de Natalia Labaké trabaja sobre ciertas premisas recurrentes en muchos documentales de la actualidad argentina: la incertidumbre y la terapia. Se trata de un territorio fragmentado que alterna registros de videos familiares con retazos de un presente en el que dos mujeres son las protagonistas: la tía y la hermana de la realizadora. En ambos casos parece descansar el peso de una historia marcada por el poder, la política y la frivolidad. Claro está, ese pasado quema como una brasa. Se trata de Juan Labaké (su abuelo) abogado de Isabel Martínez de Perón y asesor de Carlos Saúl Menem, entre otros roles. Si bien la película nunca subraya discursivamente su posición (y en este sentido evidencia una confusión enunciativa que se desprende desde su misma organización formal), se adivinan algunas intenciones. Una de ellas es reivindicar la presencia femenina a través de generaciones. Fundamentalmente la de aquellas que estuvieron marcadas por el silencio y la imposibilidad de manifestarse en una estructura netamente machista y peligrosa. Se lee en el epígrafe inicial una declaración al respecto: “La mujer en su característica de madre tiene la sagrada misión de forjar la esencia de la nacionalidad”. No obstante, como ocurre con el documental mismo, nunca se sabe a ciencia cierta si se trata de una ironía o de una confirmación. En efecto, a medida que desfilan los materiales de archivo registrados principalmente por la esposa de Labaké, solo queda en la voluntad de los espectadores el cuestionamiento, el rechazo de lo que se ve, y estimo que en varios casos el arrepentimiento por haber votado una de las peores caras del neoliberalismo en la Argentina (basta ver esa escena de la fiesta menemista en algún lugar paradisiaco donde el caudillo riojano llega desde el mar como un mesías). Todo lo anterior, que ocupa una buena porción, es abruptamente contrastado con la primera imagen del presente, donde se advierten cuerpos gastados, con cirugías en los rostros, y empiezan a aparecer nuevas caras, entre ellas la de Agustina, la joven que intenta cortar con la tradición desde un marco espiritual e interpelar a su madre (la mujer del hijo de Labaké) por su pasado. También es quien acompaña a Vivi, la tía, un personaje cuyos inconvenientes con la memoria (lo cual podría extrapolarse al país entero) se muestra vulnerable. Hay una oscuridad latente que permanece fuera de campo. También, raptos de alegría y una idea de familia impostada que las imágenes de los archivos pretenden escenificar. Y el presente es una pálida continuación de sentencias políticas, de revisionismos subjetivos y sospechosos, de un circo que intenta sostenerse con los últimos hilos. La otra historia es las mujeres que estuvieron al margen o nacieron en otra época y cargan con un karma insoportable. El movimiento, las fiestas, los signos de una realidad empaquetada contrastan fuertemente con el letargo y las sombras de la actualidad, con el descanso y el reposo entre penumbras, ya sea en un hogar para ancianos como en la casa de las jóvenes hermanas. Sin embargo, la puntada que da el título, da para pensar que en ambos casos se duerme: unos se anestesian con el poder y la frivolidad y otros con el olvido; algunos reposan en lo netamente terrenal y otros intentan despertar con la militancia o la espiritualidad (léase el posicionamiento de las hermanas, atrás y delante de cámara). Tal vez, en cierta indecisión discursiva se advierta el mayor inconveniente de la película, de estructura deshilachada, de retazos recortados un tanto arbitrariamente, sin definir cuáles son las intenciones acerca de la mirada y la decisión de incluir esos registros. Sacarlos de la intimidad y exponerlos al público no constituye un gesto menor que, estimo, puede haber tenido complicaciones (que no se ven en la película). A fin de cuentas, lo que amaga en convertirse en un fuerte alegato político cede el paso a otro exponente de cine terapéutico.
Documental de Natalia Labaké sobre los años menemistas Documental de montaje que muestra el ascenso político del patriarca de la familia, mientras las mujeres funcionan como el decorado perfecto de una escenografía kistch. La vida dormida (2020), documental de Natalia Labaké que tuvo su estreno mundial en la sección Luminous del International Documentary Filmfestival Amsterdam (IDFA), es una obra construida a partir de imágenes caseras, algunas registradas durante finales de los años 80 y principio de los 90, y otras cercanas a la actualidad, que dialogan entre sí para ejercer una mirada crítica sobre el patriarcado político y el rol de la mujer. Siguiendo la línea estética de obras como El silencio es un cuerpo que cae (2018), Silvia (2019) o Esquirlas (2020) de ahondar en el pasado familiar a través de las imágenes que sus propios integrantes capturaron para desde lo personal interpelar lo colectivo, Labaké, a diferencia de los anteriores trabajos, no funciona como una protagonista presente, sino que deja que sea el propio registro audiovisual, a través de un hábil montaje alternado, el que provoque la interpelación y genere las preguntas. Juan Gabriel Labaké, padre de la realizadora, es un abogado, nacido en Córdoba, pero radicado en Buenos Aires, que tuvo como clientes a Isabel Martínez de Perón y a Zulema Yoma, ex esposa de Carlos Menem a quien asesoró y con quien compartió boleta electoral. Está casado con Haydee, también militante peronista, que registró con su cámara, a modo de recuerdo familiar, y sin proponérselo, el ascenso de su marido y una época signada por la pizza y el champán. Años más tarde Natalia, nieta del matrimonio, es la que filma, no a su abuelo, sino a las mujeres de la familia, centrando su mirada en su hermana Agustina y su tía Bibiana, una con trastornos de ansiedad, y la otra internada en un geriátrico, actrices, cómo Haydee, muy de reparto en los videos familiares de antaño y protagonistas en la nueva historia. Pasado y presente se interpelan en este documental donde las imágenes se cruzan, chocan y confluyen para mostrar a través de las mujeres de esta familia, por lo general fuera del campo visual, por un lado, la visión machista y patriarcal de la clase política, en donde éstas funcionan como acompañantes y no como figuras centrales, mientras que por otro funciona como testigo de una época, dorada para algunos pocos, y obscura para muchos otros.
“La vida dormida” de Natalia Labaké. Crítica. Mujeres marcadas por la tensión del poder político en el ceno familiar. La opera prima de Natalia Labaké narra mediante grabaciones caseras, momentos de su vida, como así también, la de sus padres y abuelos. Una radiografía intima de una familia ligada a la política, más precisamente al peronismo, en donde los hombres discuten ideas y las mujeres de la familia acompañan. Corren los años `90 y el boom de las cámaras filmadoras para uso domestico está en auge. La abuela de Natalia filma todo lo que pasa a su alrededor, su cámara es su “chiche nuevo”. De esta manera registra y acompaña el ascenso en la carrera política de su marido, Juan Gabriel Labaké. Quien respaldó la campaña del ex presidente Carlos Saúl Menem y ofició de abogado de Isabel Perón y Zulema Yoma. Imágenes fílmicas de un lejano pasado se alternan con grabaciones más recientes, que la realizadora ensambla con un montaje hábil, sin necesidad de puntualizar a qué momento pertenecen. Con solo notar la calidad en la imagen, el espectador concibe y viaja en el tiempo, del pasado al presente y viceversa durante todo el film. Un documental que centra el relato, en el progreso de Juan Labaké, la figura política de la familia, para sin embargo recaer y destacar el desempeño de las mujeres que lo rodean: tres generaciones en el rol de escoltas y testigos silenciosas de los hechos, en un mundo y en una época donde el poder parece ser solo de hombres. Por lo tanto, una película cargada de recuerdos, que se transforman en un espejo del presente, ese reflejo invertido, que cuestiona el rol de las mujeres y los hombres, en las sociedades patriarcales. Para considerar después de muchos años y en una coyuntura actual, el aumento del cupo femenino en cargos políticos.
La vida en torno a un hombre público. Las películas de jóvenes realizadores sobre sus padres, madres o abuelos son ya casi un subgénero. Ha habido casos comprometidos y emotivos, como Algo quema (2018, documental con el que el joven boliviano Mauricio Ovando se enfrenta dolorosamente a la historia de su abuelo militar) y reflexiones valiosas como las de Albertina Carri, Nicolás Prividera y otros realizadores argentinos, así como también producciones en las que se eluden las dudas o cuestionamientos (como las citas de Luis Ortega en algunos de sus films a su padre cantautor, productor, director de cine y político). En este sentido, La vida dormida es un film curioso, oscilante entre cierta timidez o indefinición y un interés sincero por descorrer velos en torno a una de las tantas familias ligadas al universo público de la convulsionada Argentina de los años ’70 en adelante. Tras un texto sobreimpreso casi esotérico con palabras de Isabel Perón, el film de Natalia Labaké comienza a desplegar registros realizados con una cámara de video en los que se ve a su abuelo Juan Gabriel (abogado y dirigente peronista, que pasó de sus contactos con la última mujer de Perón a una participación activa durante el menemismo) y, sobre todo, a su abuela Haydeé, espontánea videasta y fiel compañera de su marido sin abandonar nunca su sonrisa y enormes lentes. Yendo un poco a los saltos de una época a otra y sin explicar demasiado, se va revelando quiénes son esas personas que aparecen en las imágenes. Cuando en determinado momento surge Carlos Menem, a quien Juan Labaké compara con Dios (“salvando las distancias”, aclara), queda claro que estamos ante los pliegues del grupo familiar de un dirigente “histórico” del peronismo, capaz de defender a Isabel como “una dulce joven” que necesitaba “un hombre maduro en el exilio”, de discutir con buenos modales en un programa televisivo y de asistir a misa así como a playas, fiestas y reuniones familiares diversas. Aunque no se trata de una ficción, algunas secuencias con los Labaké y amigos divagando en el sopor de una siesta bajo un quincho o en los alrededores de una piscina trae el recuerdo de La ciénaga (2001, Lucrecia Martel). Hacia la segunda mitad, empieza a advertirse la intención de prestar atención a las mujeres de la familia: la abuela casi indiscutida, una tía medio perdida, la madre que parece tomar conciencia del relegamiento en el escenario familiar, la hermana angustiada. En medio de todo ello, quienes se supone son el centro de las políticas del peronismo, apenas asoman: mozos, empleados de hotel, limpiavidrios. Como puede sugerirlo su título, el film de Natalia Labake funciona como un sueño, en el que instancias de disfrute, discusiones y contradicciones son como retazos de las vidas de integrantes de una familia, que –como de alguna manera ocurría en Papirosen (2014, Gastón Selnicki)– son expuestas con ánimo de provechoso catarsis.
Las mujeres de la familia. Enredada entre retazos del pasado e imágenes del presente, La vida dormida propone presentar un audiovisual en donde se contempla el ascenso político en la carrera de Juan Labaké, mientras que en el trasfondo se comienza a formar una posición con respecto al rol de la mujer en el patriarcado político. Dirigida por Natalia Labaké, este documental se construye a partir de la utilización de imágenes de archivo que los propios integrantes de la familia capturaron en determinado momento de sus vidas. En ellos observamos como personaje principal a Juan Gabriel Labaké, un abogado reconocido por tener de clientes a Isabel Martínez de Perón y a Zulema Yoma, ex esposa de Carlos Menem, a quien justamente asesoró y con quien también compartió boleta electoral por el partido justicialista. El cambio de rumbo se presenta cuando la película trae a colisión la primer imagen del presente, en donde no solo se advierten cuerpos envejecidos sino que también, comienza a mostrar hacia donde la película tiene intenciones de dirigirse. Aquí es donde se nos presenta una nueva mirada, la cual busca hacer foco en las mujeres de la familia, sobre todo en Agustina (hermana de la realizadora) quien sufre trastornos de ansiedad, y en Bibiana (tía de la realizadora) una mujer mayor que tiene problemas de memoria y anhela el final de sus días. A partir de ese momento, la película hará un quiebre entre pasado y presente al cruzar y hacer chocar las imágenes que poco tienen que ver la una con la otra. Y poco tardaremos, nosotros los espectadores, en notar que en el aire fluye una indecisión discursiva que trasparenta una estructura deshilachada y una narrativa perezosa. En ningún momento se nos da a conocer algún que otro posible desenlace para los problemas que esta cinta expone, que por cierto se encuentran más ligado a lo terapéutico que a lo político. Es así como La vida dormida se conforma con mantener una línea estética similar a obras como Silvia (de María Silvia Esteve) o El silencio es un cuerpo que cae (de Agustina Comedi), pero que poco logra hilvanar en las ideas que esta se propone.
Intervenir el pasado para cuestionar al patriarcado La serie de videos caseros que hacen al documental sorprenden por su alto grado de contraste con la Argentina de los últimos años, que abrazó las victorias del feminismo. En este marco de derechos adquiridos, es interesante el abordaje de la ópera prima de Natalia Labaké, sobre las mujeres de una familia durante los '90. La vida dormida, ópera prima de Natalia Labaké, no es un simple documental sobre los '90 sino un detallista estudio sobre los micromachismos de una familia de clase media, endulzada por el menemismo, que se permite dialogar con el presente y con las victorias que tuvo el feminismo en Argentina, a través de un interesante abordaje que traza un puente entre ambas etapas y pone a las mujeres en primer plano. Corre el año 1989 en la Argentina. Haydée registra en video la carrera política de su esposo Juan Gabriel Labaké. Juan es un peronista de centro derecha -defensor legal de Isabel Perón- que hace campaña para presidente del partido justicialista junto a Carlos Menem. Entre actos de campaña y viajes de negocios se cuela la vida familiar en Buenos Aires con tertulias multitudinarias y fuertes discusiones políticas entre los hombres de la familia. Pasan los años y la cinta vira hacía el presente, retomando las vidas e historias de los personajes ignorados por las cintas de video. La directora y nieta del matrimonio, retoma la posta de su abuela aunque ahora dándole un nuevo sentido; la cámara se vuelca hacia las mujeres de la familia, especialmente a su hermana Agustina y a su tía Bibiana, quienes solo aparecen en papeles secundarios en las películas caseras de su abuela en la década de los '90. Bibi pasa sus días en un instituto de rehabilitación, mientras Agustina, que sufre de ansiedad, aún vive en la casa de sus padres. Ambas buscan con hastío y misticismo respuestas a su desasosiego mientras el patriarca de la familia conserva la ilusión de volver a ver a la gran nación toda unida sobre las bases de un peronismo de verdad, un peronismo de Perón. Por momentos, la película se siente como una fantasmagoría que confía en el archivo para sacar a la luz una serie de verdades incómodas que habitan en su sistema familiar, otrora gobernado por hombres de derecha. El rico archivo y el habilidoso trabajo de montaje hacen de La vida dormida un material valioso de transitar y analizar. Una película digna de ser experimentada en un cine.
“Antes era feliz, ahora estoy enojada”, se escucha decir a una de las resonantes voces femeninas de La vida dormida, el documental de Natalia Labaké que fue gestado a través de imágenes caseras que tomó su abuela Haydée a fines de los 80 y del registro del presente en el que la realizadora se detiene en la dinámica familiar sin la necesidad de llenar los silencios. Por el contrario, el gran fuerte de su trabajo es la yuxtaposición entre un pasado en el que la política era el centro por el rol de su abuelo, Juan Gabriel Labaké, y un presente en el que los debates sobre la realidad del país persisten pero, al mismo tiempo, quedan un segundo plano cuando son otras huellas las que calan más hondo. En este aspecto, la cineasta encuentra en las mujeres de su familia a las protagonistas indiscutidas de ese recorrido a través de las décadas donde las marcas de lo vivido se reflejan en el rostro. Del mismo modo en que la realizadora toma la cámara en una actualidad en el que las voces se explayan sobre la coyuntura siempre apuntaladas por las que las precedieron, su abuela hizo lo propio cuando acompañó a su esposo desde los márgenes, como una hábil observadora que plasmaba sus impresiones a través del lente. Ese pase de batuta conmueve y despliega no solo nuevos interrogantes sobre cuánto se ha avanzado en contextos patriarcales sino también otros más íntimos, como los que enuncia Bibiana Labaké, quien mientras acomoda un ramo de flores secas se pregunta sobre el tiempo y cuánto más podrá aprehenderlo. Esos pasajes personales, de lenguaje más poético, se destacan en un documental que cuenta con un extraordinario trabajo de montaje de Anita Remón.
La presente es una película que tiene como protagonistas a las mujeres de una familia. Pensamos en el silencio femenino generalizado por aquellos años. La historia recrea falencias atávicas consensuadas y avaladas por un contexto patriarcal, de generación en generación. El árbol genealógico restituye la estructura familiar al servicio de la construcción política de un líder. La nieta de Juan Gabriel Labaké (defensor legal de Isabel Perón y luego vinculado a Carlos Menem en el partido justicialista) es quien fusiona un tránsito de vida a través de las últimas tres décadas de vida política del país. El dispositivo cinematográfico proyecta aquel registro de video, mientras la mirada feminista pretende ampliar perspectivas antes cercenadas. Capta la realizadora un síntoma de cierto estado de sonambulismo en esas mujeres consignadas a roles de reparto carentes de acción. En parte, se trata de un retrato de aislamiento, y en el pronunciamiento del conflicto existe también un manifiesto colectivo sobre cierto deseo de reescribir ciertos patrones. Sale a la luz material de archivo filmado acerca del ascenso político de Labaké, durante la década del noventa, coyuntura social que, vista hoy retrospectiva, continúa dividiendo las aguas sin término medio alguno. La huella del material fímico dialoga con el registro presente. El archivo audiovisual excede la esfera política, alcanzando la vida familiar. Finalmente, la autora pretende que “La Vida Dormida” se convierta en un díptico que trabaje confundiendo los límites de la realidad y la ficción. Objeto de estudio y soporte utilizado. Es un pasaje de mando generacional, también uno idéntico en cuanto al punto de vista desde quien observa tras la lente. Haydée, la abuela de Natalia, registró la vida desde los márgenes, espió a través de la mirilla aquel paradigma de poder masculinizado. Natalia toma papel protagónico, más de treinta años después, completando el trayecto. Valoramos la posibilidad de un cine interpelándonos directamente, en la distancia accesible del tiempo cinematográfico, que no es el real. Allí donde se esfuma la brecha, entre lo inasible de un recuerdo a la memoria y en aquel registro que no permite borrarlo jamás. Desafiante labor desde lo íntimo y personal para la autora.