En su primer largometraje “Los Besos” (Argentina, 2015) la realizadora cordobesa Jazmín Carballo impulsa desde su título la incertidumbre con la que acompañará a sus personajes en el deambular y el regreso a su lugar de origen. La cámara ubicada estratégicamente en lugares en los que no afecten el punto de vista y la narración, además, posibilitan un acercamiento profundo e íntimo con los protagonistas. Resulta curioso que estos aspectos puedan ser visibles en la ópera prima de esta novel realizadora, pero hay que aclarar que Carballo no es una improvisada, y hace tiempo que incursiona en el arte a través de diferentes tipos de expresiones. Será por eso que “Los Besos” posee una particular manera de encarar la acción dentro de lo simple del planteo que involucra a dos personajes: Jerónimo y Lisa, quienes en el pasado tuvieron “algo” y por la demora en el vuelo del primero, circunstancialmente se volverán a encontrar. En ese “volverse a ver” es en donde Carballo encuentra el material ideal para además prolongue su estadía en la ciudad donde está de visita. Allí se reencuentra con Lisa. Tiempo atrás fueron pareja y tras la inesperada decisión de Lisa de invitarlo a esperar el vuelo con ella esa estadía puede determinar o no el futuro de ambos. La narración, digresiva, avanza con indicios del pasado de la pareja, quienes no estarán solos, ya que Lisa, además de ofrecerle albergue también le brindará la posibilidad de reencontrarse con sus amigos. Los diálogos casuales, los abrazos furtivos, las recorridas de la naturaleza, vuelven a conectar al grupo, pero en cada uno, principalmente en Lisa y Jerónimo, quienes saben que donde hubo fuego cenizas quedan. Una cuidada fotografía otorga al filme, además, un aura especial que profundiza los sentimientos interpretados por los actores, y la naturalidad de las actuaciones generan un involucramiento inmediato con lo que la pantalla muestra. Hay algunas escenas de más, y otras con las que hubiésemos esperado mucho más metraje, porque en aquellas charlas de amigos, que entre música y alcohol se van mostrando, también está el punto más interesante de un filme minimalista que potencia los recursos con los que cuenta. Otro punto interesante es la sugerencia desde el título que hace Carballo, porque en “Los Besos” no hay óculos, al contrario, hay una tensión in crescendo sobre una expareja y los amigos, pero principalmente está la expectativa sobre esos besos que al menos en el transcurso de la película, nunca llegan. Un debut promisorio para una directora que sabe hacia dónde quiere ir y levar a sus personajes.
Mumblecore cordobés Los besos podría definirse como mumblecore cordobés. ¿Por qué mumblecore? Porque toma las enseñanzas de esa corriente del cine independiente estadounidense, con nombres clave como Andrew Bujalski y Joe Swanberg, que presenta relatos de bajo presupuesto basados en diálogos naturalistas, a veces farfullados con códigos internos, y grupos de actores en general conocidos entre sí y mayormente amateurs o que son, en conjunto, los responsables del guión que se va generando durante el rodaje. ¿Por qué hablamos de mumblecore cordobés? Por el origen de la película y de la directora Jazmín Carballo, pero además porque Los besos es ya el tercer mumblecore estrenado proveniente de la provincia mediterránea. El espacio entre los dos, de Nadir Medina, y El último verano, de Leandro Naranjo, se presentaron en distintas ediciones del Bafici, y Los besos, en la última edición del Festival de Cosquín. Las tres son películas sobre jóvenes que deambulan entre estudios, vocaciones, amores, músicas, en ese limbo entre la adolescencia y la madurez. La de mayor tensión argumental y concentración en pocos personajes es la de Naranjo, también la más ajustada en términos de diálogos. Los besos es otro relato de verano, y tiene como personajes principales a Jerónimo y Lisa (interpretada por la propia Carballo) -ex novios que se reencuentran por un vuelo demorado-, el joven fotógrafo y cineasta Dante y la cantante Lucila (de la banda Un Día Perfecto para el Pez Banana). La película tiene como mayor defecto su laxitud -es propia de este subgénero, pero aquí hace que la pintura endogámica de personajes por momentos se agote- y como mayores virtudes la naturalidad de cada actuación y cada diálogo, y lo diáfano de la combinación del paisaje, las miradas, las lindas canciones, los pequeños gestos de los ecos del amor que fue, y el blanco y negro. Película de una directora con evidentes recursos, Los besos es también un cine-limbo, entre el ejercicio de principiante que prueba sus armas y un futuro promisorio.
Esa nostalgia, gris Los besos (2015), como ópera prima cuenta con suficientes credenciales que la vuelven atractiva desde lo visual y aporta un discurso elaborado pero no forzado que retrata a una generación y su tiempo, con identidad propia y en el que el cine se maneja desde diferentes capas narrativas, así como los momentos en que la improvisación en los diálogos genera atmósferas y situaciones insospechadas. Pareciera que el gris es el mejor color -o no color- para acompañar desde la imagen ese concepto abstracto denominado nostalgia, algo que nos acerca pero a la vez nos aleja de un tiempo pasado, que sólo puede evocarse con un ejercicio de memoria, aunque sea de manera selectiva. Y ese es tal vez el motor de esta ópera prima de la cordobesa Jazmín Carballo, Los besos, cuyo título ambiguo llama a la reflexión desde el primer minuto y en consonancia con la propuesta en términos formales. Casi a modo de anécdota, la trama recupera accidentalmente el encuentro de ex novios: Lisa (Jazmín Carballo) y Jerónimo (Leandro Colja), paradójicamente en el hall de un aeropuerto. Lugar que para el cine representa un espacio de tránsito, otro no lugar que puede relacionarse desde lo simbólico con ese otro tránsito hacia la separación y el duelo que esta pareja debió atravesar cuando uno de los dos dijo basta a la relación. Un vuelo demorado hace que Jerónimo revele sin quererlo su estadía en su vieja ciudad, hace tiempo que vive en Nueva York y prefiere no remover viejas historias con sus amigos, y mucho menos con Lisa. La demora conlleva hacer de la espera una chance de recomponer el vínculo, pero ya desde otro lugar, el de la amistad y la camaradería, dado que Lisa ahora tiene novio. El resto de los amigos acompaña en un viaje sin tiempo y sin prisa, en el que la música y el arte como escape a ese ocio melancólico traspasan la pantalla y contagian la atmósfera del film. En términos formales, resulta muy interesante la puesta en escena empleada por la directora y su desdoblamiento a partir de encuadres en una dialéctica de planos, donde coexisten los primeros planos con una cámara que se pega a los personajes, en la inquieta pero siempre cambiante realidad, busca el detalle no sólo en los cuerpos, sino en todo aquello que rodea, mientras que a veces conserva la distancia y escapa del vértigo del videoclip para acompañar la intimidad, con resquicios de silencios que encuentran en la imagen y en el claroscuro expresionista sus mejores armas.
Lo que no alcanza a decirse con palabras La primera imagen luego de una simple placa en blanco sobre negro lleva a confusión: lo que simula ser un plano tomado desde algún acogedor sitio mientras afuera cae la lluvia se transforma en el interior de un auto, el vidrio en su parabrisas y el agua en el elemento necesario para quitar la suciedad. El resto del film no será tan engañoso; a pesar de ello, la ópera prima de la cordobesa Jazmín Carballo –lanzada hace algunos meses en el Ficic de Cosquín– dejará de lado enjundias y certezas evidentes para trabajar sobre los detalles y los resquicios del devenir cotidiano en la vida de un puñado de personajes jóvenes, en particular los de Jerónimo (Leandro Colja), quien acaba de quedar varado en el aeropuerto en camino hacia otro lado, y Lisa (la propia Carballo, actriz desde antes de su debut detrás de las cámaras). Historia de un reencuentro entre un chico y una chica que –todo parece indicarlo– “tuvieron algo” hace algún tiempo, Los besos apenas si incluye un par de arrumacos, al tiempo que poco y nada les debe a los romances cinematográficos, sea en su vertiente trágica o cómica.En estricto b&n y un aún más riguroso ajuste a los dogmas del minimalismo narrativo (el término mumblecore surge espontáneamente en la cabeza del cinéfilo), Carballo dedica extensos pasajes al encuentro con amigos y conocidos, un paseo por las afueras, una reunión con birra, faso y karaoke o el ensayo de una banda local (Un día perfecto para el pez banana), cuyos integrantes interpretan personajes secundarios relevantes. En esas instancias no enfáticas, en los silencios y las miradas, en lo que no llega a decirse con palabras, se desarrolla el pequeño drama de Los besos, drama de fin de época de unos chicos de veintipico que, tal vez, deban abandonar su estilo de vida mucho antes de lo que imaginan. O no. Lo cierto es que en la descripción de ese grupo de músicos, vestuaristas y directores de cine en potencia (algo “bohemios”, diría un anciano) la realizadora parece retratar un grupo de pertenencia, los hijos de una clase media de las grandes ciudades dedicados a desarrollar sus anhelos artísticos hasta donde les sea posible, en un momento decisivo de sus vidas. Y en donde, tibiamente, se cuela algo parecido a una ligera alienación, nunca explicitada.La naturalidad de los diálogos y las situaciones es apuntalada desde la imagen por encuadres de rostros, cuerpos y espacios muchas veces descentrados, y hay lugar incluso para algún que otro fuera de foco extendido en el tiempo, elementos de una búsqueda estética que sólo puede definirse como desprolijidad pulcra. Hay algo orgullosamente indie y ciertamente fresco en el retrato de Carballo, aunque en varios momentos su relato se interna en caminos que no tienen salida a la vista, en devaneos descriptivos algo irrelevantes, perdiendo parte de su fuerza. A pesar de ello, y como nuevo exponente del cine made in Córdoba –usina creativa nada desdeñable–, Los besos busca y encuentra más de una novedad en lo ya conocido y transitado.
Los Besos, el primer largometraje de la cordobesa Jazmín Carballo, tuvo su estreno mundial en el V Festival de Cine Independiente de Cosquín y retrata un “mientras tanto” en las vidas de un grupo de amigos, que también lo son en la vida real. Lisa (interpretada por la misma directora) se encuentra de casualidad en el aeropuerto con Jerónimo, un viejo amor. Y a partir de ese momento, la película que se había centrado en el ocio de verano de un grupo de amigos, comienza a retratar una gran lucha entre los sentimientos de ambos y sus acciones, donde lo no dicho adquiere un papel principal. La cámara sigue a Lisa y Jerónimo en una jornada de reencuentro en la que priman el silencio, las largas caminatas, la contemplación de paisajes, los juegos con agua y hasta un partido de básquet imaginario. Se trata de una mirada de mucha sensibilidad que busca la belleza en cada fotograma, incrementada por el uso del blanco y negro, con planos que a primera vista pueden parecer desprolijos pero que en verdad están marcados por una intención de retratar la amistad, el amor, el ocio de una manera muy realista y con mucho humor. El realismo se expresa, por ejemplo, en la no presencia de sonidos ni música extradiegéticos, más allá de los momentos de “clip” donde suena Un día perfecto para el pez banana, una banda cordobesa conformada por los mismos actores y cuyas canciones son ejecutadas dentro de la ficción. La canción que improvisan hacia el final funciona como elemento aglutinador de toda la película, su letra parece decir lo que Lisa no puede: “podemos pasear, podemos jugar, pero dame el beso” y este grupo de amigos lo sabe y sabe reírse de eso. El humor es introducido principalmente mediante una metareflexion acerca de las dificultades del cine independiente, representada en uno de los amigos que está filmando una película sobre un amor imposible entre un coreano y una chica occidental que interpretaría Lisa. Este tópico también lo encontramos en una frase de ella respondiendo al llamado de sus amigos: “Ahí va, no es el cine que empieza a horario”, haciendo referencia, quizá, al ritmo de la propia película de Carballo. Más allá del uso poético de la cámara, que se refleja en la búsqueda de imágenes bellas, hay a la vez una puesta en evidencia del dispositivo cinematográfico mediante los movimientos bruscos de cámara y los cambios de foco dentro de una misma secuencia, un recurso frecuente en el cine independiente pero no por eso agotado. Los Besos, siguiendo la camada de películas cordobesas que han salido a buscar su público en estos últimos años, es una gran ópera prima que retrata a sus personajes con mucha delicadeza, belleza y humor, en todas sus contradicciones.
Ya nada será igual La ópera prima de Jazmín Carballo es un fresco retrato generacional donde la actriz, directora y productora refleja el reencuentro de una ex pareja de novios durante un abúlico verano cordobés. La historia de Los besos (2015) es simple y de esas que el llamado Nuevo Cine Argentino mostró ya hace más de una década. Una ex pareja de veinteañeros se reencuentra por casualidad y se enfrenta a una realidad en donde ya nada es lo que era. Diálogos banales, canciones pop y una estética sucia le dan a la película la frescura que necesita. Jerónimo y Lisa fueron novios hace tiempo y un día volverán a verse. Jerónimo sufre la demora de un vuelo y Lisa, que de casualidad se lo cruza en el aeropuerto, lo invita a pasar ese tiempo muerto con ella. Pero la ruptura y el tiempo transcurrido hacen que en ese deambular, entre monótono y sin sentido, descubran que ya nada los une y que pese a no querer reconocerlo ninguno de los dos está cómodo con la compañía del otro. Los besos de antaño solo serán eso. Besos que ya nunca volverán. Filmada en blanco y negro, Carballo recurre a primeros planos, una cámara en continuo movimiento y diálogos simplistas que dan la sensación de cierta improvisación. Cómo si pusiera la cámara en una charla de amigos y la dejará correr hasta un final donde lo que empieza de una manera deviene en otra cosa y así sucesivamente. Esta manera de narrar desestructura cualquier situación forzada y hace que la historia mute como los mismos personajes. Tal vez el problema al que se enfrenta Los besos sea sin duda el de pertenecer a otra época. Por momentos uno siente que a este tipo de películas ya la vio una y otra vez a finales de los 90 o a principios del nuevo milenio. Pero más allá de eso, siempre son bienvenidas las obras narradas con cierta libertad y algo de ese desparpajo que se tiene cuando se filma sin ningún tipo de presión.
Lo que es y lo que puede ser Ensayo sobre los vínculos amorosos y amistosos, que suelen estar separados por líneas muy delgadas, Los besos es un film que se pliega a sus personajes y los ámbitos temporales y espaciales, encontrando allí sus mayores potencialidades pero también sus límites. Lo que cuenta es una anécdota mínima: Jerónimo debe prolongar su estadía en la ciudad en la que estaba de visita a partir de una demora en su vuelo. De casualidad se cruza en el aeropuerto con Lisa, quien hace un tiempo fue su pareja. Ella lo invita a su casa mientras espera a que se autorice el despegue de su avión y será ahí, en el medio de varios encuentros con otros amigos, donde irán saliendo a la luz lo que quedó de la anterior y la forma en que ambos lo irán asimilando. En el manejo de los tiempos muertos, de esas instancias de espera inundadas de diálogos variados y aparentemente triviales, pero que en verdad funcionan como síntesis de los vínculos entre los personajes, el planteo y el armado del relato de Los besos entabla obvios lazos con el cine de grandes realizadores como Eric Rohmer, Francois Truffaut y Richard Linklater, pero también con films de estas latitudes como Sábado, Whisky y 25 watts. Sin embargo, hace falta aclarar -frente a algunas comparaciones un tanto apresuradas- que en esos referentes se podía intuir un mayor espesor en el diseño de los personajes, sus motivaciones e indecisiones y los espacios-tiempos que habitaban, lo que llevaba a que tuvieran cualidades casi hipnóticas. Y aunque se nota, y mucho, que la directora Jazmín Carballo ha visto ese cine y que intenta asimilarlo en función de algo propio, no termina de concretarlo del todo: hay unos cuantos pasajes donde la narración queda a la deriva, girando en el vacío. Se podría decir que esto se da a partir de la propia deriva de los protagonistas, pero no siempre esa justificación es pertinente: la película reclamaba algo más, una mirada potente que sólo aparece a cuentagotas. Esto no significa que Los besos sea un film fallido, porque se puede intuir a una cineasta con un hábil manejo de sus recursos. Estamos ante una película donde el blanco y negro posee una cualidad estética profunda y compleja, con planos muy cercanos donde las tensiones corporales adquieren una expresividad que las convierte en un lenguaje más dentro de la trama y actuaciones sumamente naturales, repletas de espontaneidad. Precisamente por eso se le podía pedir más a esta obra y a su autora, porque el talento está y lo que aquí son sólo pinceladas está en verdad en condiciones de adquirir una forma definitiva. Esperemos que Carballo, luego de esta interesante opera prima, esté a las alturas de las expectativas y en el futuro termine de construir un universo propio.
La chica de flequillo En un gesto elocuente, Los besos recupera parte de un cine que parecía olvidado, la clase de cosa de naturaleza esquiva que supo alumbrar nuestras pantallas para prácticamente desvanecerse luego sin remedio, como una promesa trunca o un sueño perdido casi de antemano. La película luce como una digna representante de la familia del cine cordobés reciente, y parece probar con inesperada eficacia una suerte de tercera vía que la ubica entre la cinefilia potente de los directores de la capital de la provincia congregados alrededor del cineclubismo (que contiene por añadidura un acercamiento más o menos esmerado a los géneros cinematográficos: De caravana, Tres D, El último verano, por ejemplo) y sus hermanos menos organizados y estruendosos, como Atlántida y Miramar, provenientes de localidades alejadas y que traen ecos persistentes de lo que se dio en llamar Nuevo Cine Argentino. Un bello blanco y negro engalana la imagen de la película, menos como un ornamento, o un cierto arrebato de vanidad vintage, que como un marco en el que se avienen a flotar sutilmente los personajes: un poco indolentes, un poco solos, un poco engañados respecto de un presente que sus cuerpos atraviesan con soltura y determinación pero al que no alcanzan en realidad a aprehender del todo. La directora y actriz principal Jazmín Carballo ha filmado una película con personajes en un limbo de juventud por el que aciertan a deslizarse con una especie de elegancia edénica: parlanchines y decididos a pasarla bien –“hagamos algo”, es una frase que resuena a modo de contraseña entre ellos: no un mandato sino un conjuro; acaso un ruego–, a hacer uso del tiempo como quien apura un trago, deja todo para mañana, y se despreocupa a conciencia mientras gasta los restos escondidos de energía que parecen parpadear con las últimas luces que acompañan melancólicamente la vuelta a casa. La protagonista se llama Lisa; protagonista quizá a su pesar: uno puede imaginar sin dificultad que ha sido empujada hacia el centro de la escena: su sonrisa en el aire, interviniendo apenas para meter un bocadillo, como en ese momento magnífico de charla entre chicas filmada con toda la gracia y la delicadeza del mundo. Poseedora de un ligero aire a Scarlett Johansson, es la encargada de hallarse siempre en el medio de los encuentros y desencuentros de los demás, peripecias que terminan incluyéndola, y que hacen de Los besos una experiencia tan poco frecuente en el cine argentino que nos toca en suerte últimamente. En los primeros minutos, Lisa se prueba una ropa, escucha con disimulada altivez las máximas de vida de su compañero recostada inocentemente a su lado y juega luego con él tirándose agua con un regador. Después sabremos que el muchacho prepara una película y que ella es la protagonista haciendo una prueba de vestuario. Carballo (responsable también del guión y del montaje; una auténtica chica maravilla a la que habrá que seguir el rastro) organiza las escenas en esta primera parte como si fuesen esquirlas, fragmentos autónomos de una línea de tiempo inasible en la que el espectador afortunado se sumerge con un regocijo reservado, a la expectativa de la emoción o la desesperanza. El tópico de los jóvenes que están viendo de qué modo los recibe la vida, o que están a la espera de hacer algo –con sus trabajos, con el estudio, con sus sentimientos, con su futuro – hacía mucho que no lucía tan contundente, con tanta convicción y a la vez con una carga de misterio semejante. El encuadre apretuja a los actores, los rostros exhiben la gracia descarnada de los seres que deambulan en la noche sin prisa, sabiendo que hay que dilatar el instante: hablar hasta marearse, pasar el rato como si no se concibiera otro modo de estar en la vida que bajo el calor del momento. La directora no cede ni una sola vez a la tentación del plano/contraplano; las palabras flotan en el fuera de campo; las miradas se pierden soñadoras en un más allá que se intuye como la garantía última de un realismo que se fija a las imágenes para recordarnos que solo podemos acceder a fragmentos parciales de experiencia. Si los primeros tramos de la película parecían prepararnos para una forma dislocada de relato, una sucesión de momentos fotografiados con habilidad, sin demasiado lustre ni singularidad específica excepto la arrogancia con la que sus criaturas son empujadas dentro del plano, recortadas y un poco preservadas de lo que no sea la emoción del momento presente, sin desvíos ni artimañas que las aparten de un descorazonador “estar ahí”, a solas con sus almas, ahora algo de un tenor diferente ha tomado lugar: la calidez innegable de las canciones (interpretadas por Un buen día para el pez banana, banda con nombre de inmediata resonancia salingeriana sin relación alguna con la dramaturgia de la película pero simpático, cuyos integrantes aparecen como personajes), la veracidad de los diálogos de los que se ha expurgado todo énfasis dramático, el talante taciturno con el que, si miramos con atención, vemos evolucionar esos cuerpos en sombras, con sus sonrisas cansadas y su pasión por descifrar los signos de la sociabilidad de la manera más honesta posible. Lisa, esta chica linda de flequillo y risa que desborda como un torrente –la serie de miradas cómplices y deseo secreto que fluye en una escena entre las cervezas y el humo del porro con sus dos amigos está extraordinariamente lograda– tiene de pronto una sombra que le cruza la cara, como una advertencia o un golpe de conciencia. La película presenta personajes en un estado de temblor y expectativa ante el verano que se niega todavía a desaparecer, como si sus salidas, sus encuentros, sus breves aventuras compartidas, sus idas y vueltas en el terreno sentimental, fueran un modo de perseverar en la insolencia distinguida de los jóvenes para no dejarse arrastrar hacia el callejón negro de la incertidumbre que parece aguardarlos de un momento a otro. Con un orgullo sutil y un sentimiento de empatía genuina acerca del carácter inapresable del tiempo que les toca a los personajes, Los besos constituye un caso de “película de jóvenes” en el que la fragilidad del instante se percibe con una fuerza y una belleza insospechadas.