Sin motivo aparente En Los jóvenes muertos, Leandro Listorti -crítico y programador del BAFICI- reconstruye a partir de una propuesta hiper-rigurosa -largos planos fijos, sin personajes en cámara (sólo algunos aislados testimonios en off que no “explican” demasiado)- la trágica historia de Las Heras, ciudad santacruceña signada por la industria petrolera en la que durante la última década y media se ha producido el suicidio -sin motivo aparente- de casi 30 adolescentes y jóvenes ¿Desesperanza? ¿Depresión? ¿Falta de oportunidades? ¿Extraños rituales? Se trata de un film de fantasmas y ausencias (que se plantea cómo filmar la muerte sin caer en la obscenidad y la explicitud), de climas y detalles (tanto de imagen como de sonido), de sutiles e inspiradas observaciones que eluden cualquier atisbo de sociologismo o la bajada de línea moralizadora. Con una puesta en escena exigente, pero llena de hallazgos, Listorti se suma a la lista de directores a seguir.
La ciudad de los niños perdidos Pareciera que en General Las Heras, un pueblo santacruceño a 1500 kilómetros de la Capital Federal, la presencia de la muerte es algo constante y lucha como el viento que sopla obcecadamente contra el olvido y le hace frente a las pequeñas manifestaciones de vida, que pese al aire contaminado por la cenizas que el volcán Hudson esparció hace 10 años; pese al agua contaminada por el petróleo y a los desechos que pueblan los rincones, persisten. En la mugre que rodea el suelo; en las cabezas despellejadas de las vacas que se faenan en un matadero rústico y en el misterioso suicidio de 30 jóvenes, la muerte dice presente. André Bazin decía que tanto el amor como la muerte no se podían filmar sin caer en la representación cinematográfica. Quizás esa sentencia dio vueltas por la cabeza del realizador Leandro Listorti cuando decidió salir con su cámara a buscar la presencia de la ausencia de estos jóvenes, que se adelantaron al curso de la vida porque tarde o temprano irremediablemente la muerte nos llegará a todos. A partir de esa confusa pero sugestiva situación, que marcó sistemáticamente la desaparición de esas 30 vidas entre 1997 y el 2007, se construye desde un extremo fuera de campo el rastro de lo que quedó de aquellas existencias a partir de un montaje meticuloso y dialéctico que yuxtapone planos fijos (quizá algunos de duración excesiva, es justo decirlo) que evocan el recuerdo de alguno de los suicidas reforzando la lucha silenciosa contra el olvido. Esos planos se multiplican en aulas vacías, una cancha de básquet sin gente, una pileta de natación también vacía de gente y el nombre tallado en los troncos de los árboles que aún no murieron de pie. Estructurado en separadores o placas que dan cuenta de los nombres y las fechas de su deceso, Listorti apela a la economía de recursos narrativos al punto de introducir apenas un par de voces en off sin identificación para sembrar retazos de información sobre alguno de los personajes espectrales como el boxeador o la joven que anunció en el colegio que a la semana próxima se iría al reino de su padre. Sin intentar responderse las causas pero siempre atento a las conjeturas o hipótesis para explicar lo inexplicable, Los jóvenes muertos adopta la incerteza como energía vital para ir más allá de lo material hacia lo metafísico; desde las huellas de un viaje por un pueblo contaminado de tristeza y rodeado de una quietud que, pese al murmullo de las máquinas que extraen petróleo, al desvencijado andar de una calesita vacía o al llanto silencioso de los que recuerdan sin consuelo, se erige rabiosa ante la indiferencia del tiempo.
La gacetilla de prensa de Los jóvenes muertos dice que Leandro Listorti se anotició de los treinta jóvenes suicidados durante la última década y media en Las Heras, un pueblo de diez mil habitantes ubicado al noreste de Santa Cruz, cuando leyó un artículo periodístico en el diario hace poco menos de diez años. Interesado desde chico en el tema de la muerte, el tiempo y la investigación desplazaron el eje de atención hacia su legado. “El atractivo mayor radicaba ahora en preguntarme qué es lo que queda de nosotros luego de morir. Y eso me llevó a otras preguntas: ¿cómo filmar la muerte? ¿Cómo mostrar lo que ya no está? El resultado de esa búsqueda es Los jóvenes muertos, un intento por acercarse a algunas vidas breves y misteriosas. Luchando contra el olvido, y contra el mundo que gira como si nada hubiera sucedido”, reza la explicación que, nos aseguran, él mismo escribió. Menudo objetivo entonces el que se propuso este crítico y periodista devenido cineasta, a quien se le podrán achacar defectos y glorificar virtudes, pero resultará imposible cuestionarle tamaña ambición -cualidad positiva o negativa, según la ética y gusto de cada lector-que exhibe en poco más de hora y cuarto de metraje. ¿Cómo aproximarse artísticamente a esa dimensión inconmensurable que es la muerte?¿Es posible aprehenderla y amoldarla a la pequeñez de un fotograma?¿Qué nos lega?¿De qué forma se retrata el vacío de quienes la sobreviven? Todo eso y mucho más es Los jóvenes muertos. Listorti no pretende buscar respuestas concretas al hecho fáctico que dispara el film; no bucea en las causas sino en las consecuencias de la sucesión de suicidios que hasta hace algunos meses atosigó a los diez mil habitantes del pequeño pueblo patagónico. Como pocas veces en el cine, donde la evaluación se acentúa con el correr del tiempo, ya la idea de evadir la tentación de ensayar infinitos abordajes sociales, económicos y/o políticos que desembrollen la enredada trama policial resulta meritoria: si aquellos hubieran procurado reconstruir la cadena de sucesos basándose en testimonios de allegados a los casos en cuestión, Listorti enhebra el relato como una variopinta galería de planos fijos que abarcan desde ramas caladas con los nombres de quienes presumimos son los jóvenes muertos, hasta los inhóspitos paisajes patagónicos, siempre tan ralos, eternos y monocromáticos, intercalados con intertextos con el nombre de las víctimas. Tuve la oportunidad de hacerle una entrevista al director (la pueden leer acá) donde él dice que la primera impresión que causan esas imágenes se vincula con la ausencia. Pero además recuperó, aun en la tragedia de una treintena de muertes, el acto lúdico del cine para construir en Las Heras una ciudad distópica, vacía, solitaria, puramente maquinal y oxidada. “También está el hecho que las máquinas siguieran funcionando a pesar de que la gente no estuviera, como si toda la estructura sobreviviera a los pobladores como su único legado”, dijo. Aquí no hay protagonistas cárnicos, no hay un presentador o narrador omnipresente que timoneé el relato, sino que la atención está en la cotidianeidad de lo irredimible, en el inicialmente hipnótico y más tarde desesperante vaivén de los extractores de petróleo, combustible de la economía regional, y en la omnipresencia de un viento apenas matizado por las escasas voces en off que contextualizan el relato. No es casual la utilización del verbo contextualizar: todo el film se puede pensar como una extensa contextualización de otra película, una introducción que flanquea a los suicidios, carne de cañón para la segunda parte del imaginario díptico. Documental que inquiere y no esclarece, Los jóvenes muertos es aquello que el espectador y su bagaje construyen, más aún cuando la trama pivotea con un asunto usualmente incómodo, por abstracto e infinitas connotaciones moralistas, como la muerte. Por eso estamos ante una película fascinante, sí, pero que parece quedarle chica al dispositivo cinematográfico. Y ese es el único (y mínimo) error ostensible de Los jóvenes muertos, defecto quizá más relacionado con temores metafísicos y el tema que trata antes que con una razón estrictamente cinematográfica. Ya sobre el final del metraje, la interpretación de planos resulta insuficiente, la justeza temporal de éstos es incuantificable, el orden en que se suceden es indistinto porque da la sensación que toda forma plástica resulta insuficiente ante la desmesura de un legado inaprensible que no cabe en una pantalla de cine. No queda otra que esperar nuestra hora para saber qué hay después.
Desde tu ausencia ¿Cómo contar la historia de los más de treinta suicidios que se manifestaron en el pueblo de Las Heras sin caer en el lugar común? La respuesta sería contarla desde la ausencia de los que ya no están; y eso es lo que logra el novel cineasta Leandro Listorti con Los jóvenes muertos (2009), documental de su autoría con una impronta tan personal que lo vuelve único. En la provincia argentina de Santa Cruz existe un pueblo, tan inmoto como desconocido, llamado Las Heras. Ese pueblo tiene un record que ningún otro quisiera tener: más de 30 suicidios, cuyas víctimas fueron adolescentes, provocados en los últimos diez años. Evitando el periodismo de investigación y las causas que podrían llevar a tal determinación, la cámara de Listorti actúa reflejando como es ese terruño sin los que ya no están. Planos fijos de una geografía desierta, lugares de pertenencia que ya no le conciernen a nadie, junto a una tristeza implícita que se transmite en imágenes y que no muchos directores pueden llegar a lograr, resultan ser el mayor hallazgo en una película descriptiva en donde la narrativa está tan ausente como los mismos protagonistas. Sólo las palabras justas actúan sobre los silencios necesarios para evocar la ausencia definitiva. Fundidos negros son utilizados como separadores sobre los que se imprimen el nombre y la fecha de defunción de cada uno de “esos jóvenes muertos”. El encierro de las imágenes en el centro de la pantalla provocará un estado claustrofóbico y de impotencia ante el hecho que se describe y la imposibilidad de no poder hacer nada al respeto. Los jóvenes muertos no pretende desenmarañar la trama buscando una verdad y sus consecuencias, simplemente a través del más puro e inocente de los minimalismos indaga sobre la ausencia de los que ya no están y ese vacío que nunca más volverá a llenarse.