Luis Ortega (Buenos Aires, 1980), el director de cine de los bordes, alcanza un lugar consolidado en el cine argentino con su sexto largometraje, precedido por <strong>Caja negra</strong>, <strong>Monobloc</strong>, <strong>Los santos sucios</strong>, <strong>Verano maldito</strong> y <strong>Dromómanos</strong>. Actuaciones muy potentes del trío Ailín Salas, Nahuel Biscayart y Daniel Melingo, diálogos distintos y bien trabajados, un tratamiento de imagen de una estética cuidada y de sello propio, hacen de Lulú una película bella, con algo terrible pero sin golpe bajo, oscura también, que tal vez venga a provocar algún cimbronazo en un cine argentino narrativo y de construcción clásica que se parece mucho a sí mismo y a cine de factorías escolares. Una Buenos Aires muy bien recorrida y derivada (el 80% de la película son exteriores, o da esa sensación, resumida en la zona del Palais de Glace, Recoleta y Lugano), para contar la vida de una pareja arrojada a su propia inercia, <em>border </em>pero no marginal desde el sentido folklórico del cine social latinoamericano, con un uso de la música, el sonido a disparos y el exceso controlado en todos los sentidos, donde el maravilloso homenaje a Glauber Rocha (único en el cine argentino, me parece), fortalece la imagen de bandidos surrealistas que tiene la pareja protagonista, estirando el límite que nunca se rompe, el agujero que nunca se llena, el desencanto encantador, activo, que se resuelve todos los días en el espacio urbano de una ciudad increible. En suma, para no dejarla pasar. Critica originalmente publicada en el Festival BAFICI abril 2015.
En Lulú, Luis Ortega una vez más muestra personajes marginales tal como ya hiciera en Dromómanos; en este caso se enfoca en Ludmila (Ailín Salas) y Lucas (Nahuel Perez Biscayart), una joven pareja que vive en una pequeña casucha en de Parque Thays (Recoleta). Ambos, dentro de sus pequeños universos urbanos, viven y sobreviven como pueden: él recoge desechos y huesos de las carnicerías de la cuidad en un camión conducido por Daniel Melingo -quien también es el responsable de la música del film-, y ella recorre calles y avenidas en una vieja silla de ruedas que supo necesitar en algún momento, pero que ahora utiliza como elemento lúdico, o bien como herramienta para pedir monedas en semáforos. Él carga siempre un arma con balines, que de vez en cuando utiliza para robar, amenazar, o simplemente para divertirse y hacer tiros al aire, mientras baila en distintos lugares de la cuidad. Él habla bastante, dice, niega, ríe y afirma, mientras que ella es más silente y misteriosa, pero a cuenta gotas va dando información sobre como llegó allí, y que dejó atrás. Así Ortega elije expresar una manera peculiar para narrar primero el nacimiento, y luego el agotamiento de un amor que supo ser vertiginoso -como Lucas- pero ahora apenas es la sombra agotadora de ese recuerdo que poco a poco comienza a oxidarse, cual metal de silla de ruedas. Sin embargo, lo que comienza como una gran propuesta, marginal, roquera y sin sentido, lentamente va perdiendo fuerza en el relato, sobre todo hacia la segunda mitad del film, cuando los propios personajes comienzan a evidenciar una carencia de estructura o de identidad que lo lleva a realizar acciones que nada tienen que ver con el planteo inicial que el realizador presentaba. En definitiva, esta película nos habla de libertad, de fragilidad y del dualismo sano/enfermo en un universo pensado como relegado por un director que está bastante lejos de esa realidad, y que en su intento por plasmarlo en la gran pantalla, hace notoria esa falta de naturalidad, (que si se evidenciaba en films de Leonardo Favio, claro inspirador de Lulú) que aquí se aborda de forma torpe.
Luego de seis películas alejadas tanto del canon industrial como de los moldes independientes, el año pasado el star system le abrió las puertas a Luis Ortega para dirigir la exitosa serie Historia de un clan. Acaso este reconocimiento tardío (pese a que aun es muy joven) sea la causa de que Lulú, su último opus, cobre mayor visibilidad en una filmografía que, salvo para unos pocos seguidores, casi no tuvo difusión en la cartelera comercial.
Hermosos perdedores Antes del éxito televisivo con Historia de un clan, el director de Caja negra y Dromómanos rodó este intenso film sobre una historia de amor fou con Ailín Salaas y Nahuel Pérez Biscayart. Lulú (o Lu-Lu, según uno quiera llamarla, es casi a elección) es la sexta película de Luis Ortega, el precoz, talentoso, dispar y creativo realizador argentino que, pese a tan “larga” carrera recién anda por los 35 años. Con un debut promisorio y explosivo como Caja negra, fue experimentando en películas más grandes (Monobloc), más chicas (Dromómanos), de curiosa ciencia ficción (Los santos sucios) y hasta extraños modos de adaptación literaria (Verano maldito, basado en Yukio Mishima). Tengo la sensación de que en Dromómanos (2012) se fue reencontrando con el universo con el que más se identifica: el de los márgenes, el retrato de personajes que están al borde del precipicio, viviendo fuera de las reglas sociales “convencionales” y que coquetean con el peligro, la locura, la enfermedad y la curiosa libertad que todo eso trae aparejado. Lulú es, en ese sentido, una continuidad de esas temáticas pero, a la vez, una apertura a unas formas más accesibles, libres y relajadas desde lo narrativo. Es la película más clara, limpia y efectiva de su carrera en lo que respecta a lo formal. Si bien los temas permanecen casi inalterables y su cine no ha perdido nada de su libertad creativa, hay en ella un respeto a formas más tradicionales de la narración cinematográfica que, es de esperar, le acerquen su cine a más público. Lulú (o Lu-Lu) son Ludmila y Lucas, una pareja de jóvenes que vive en una casucha escondida ahí donde Recoleta se topa con Avenida del Libertador, Figueroa Alcorta y frente al Parque Thays, donde el verde de la zona, los árboles gigantescos y el “célebre” monumento de Botero suele impactar –para bien o para mal– a los que se lo topan a su paso. Lucas (Nahuel Pérez Biscayart) anda con un revolver en la mano, aparentemente cargado con balines, que usa para dispararle al monumento, al aire o a lo que se le ocurra. Es una especie de “alma libre” que hace algo parecido a trabajar recogiendo huesos de animales con una camioneta (conducida por Daniel Melingo) por las carnicerías de la zona. Pero su verdadera pasión está en deambular por la ciudad en plan anárquico: puede robar una farmacia, seguir una chica en la calle, emborracharse con desconocidos en un bar o payasear en el subte. Lo suyo –en la mejor escuela Dennis Lavant/Léos Carax– es vivir el momento sin pensar demasiado en el futuro. Disfrutar de esa cruza de vagabundo y flaneur que lo caracteriza. Ludmila (Ailín Salas), un poco más perturbada y callada más allá de algunos momentos en los que “le sigue el tren” a su novio, anda en una silla de ruedas porque sí. O bien, da la impresión que en algún momento la necesitó (tiene una bala incrustada en el pecho, según una radiografía que muestra a un médico) y que ya la usa bien por diversión o bien para pedir dinero circulando en medio de las congestionadas avenidas. De la familia de Lucas se sabe poco y nada, pero la de Ludmila trae un bajage importante que no vamos a revelar acá. Solo basta decir que tiene un hermano pequeño al que ve y a otros miembros de su familia con los que está alejada. Lulú seguirá las desventuras casi “godardianas” de esta pareja. Hay en este electrizante vagar por la ciudad algo que caracterizaba a los personajes de las primeras películas de Jean-Luc Godard, de Sin aliento a Pierrot el loco, pero especialmente Asalto frustrado /Bande à part: una sensación de recuperación y conquista de los espacios públicos, un dominar las calles por pura efervescencia juvenil. Aquí las cosas se volverán un poco más complicadas con el correr de la narración (la referencia a Los amantes de Pont-Neuf en una versión pequeña y punk es inevitable), pero nunca se perderá de vista ese romance intenso pero frío a la vez –en el que conviven mucha complicidad y afecto, pero también muchos momentos de fastidio mutuo– que une a los protagonistas, dos sobrevivientes dispuestos a no dejarse llevar por las circunstancias. Eso es lo que hace a Lulú una película inusual dentro de un subgénero o un registro temático recorrido. El film se escapa del realismo estricto y del miserabilismo “festivalero” gracias a un espíritu festivo (Biscayart cada vez que puede baila o corre o salta o molesta a los que se le cruzan) y los momentos entre lúdicos y absurdos que viven los protagonistas. Aún las situaciones potencialmente más densas que les suceden tienden a resolverse con menos gravedad que lo esperado, algo que solo se pierde en la última parte de la película, donde acaso las apuestas y posibles pérdidas son más altas. A mitad de camino entre la fantasía adolescente rockera (el cine argentino de los ’60 y ’70 aparecen como referencia, especialmente en el uso de espacios de la ciudad no siempre considerados como “cinematográficos” por las nuevas generaciones), algunos momentos del Favio de Crónica de un niño solo y la película sobre las vidas “al costado del camino”, Lulú parece poder, a la vez, celebrar y cuestionar esa forma de vida, dando a entender que en ella conviven los placeres y los peligros, la libertad y la invisibilidad, el disfrute y el sufrimiento. En medio de autos que los pasan, veloces, de largo, y un torso humano extraño y sin cabeza que los mira desde el otro lado de la avenida, Ludmila y Lucas tratan de mantener su pequeño espacio de contención, su modesta familia sustituta. No les será sencillo, claro, pero en el camino vivirán algunas inquietantes aventuras.
Los alborotadores inocentes. En su sexto opus, Lulu (2014), el director Luis Ortega dialoga intertextualmente con el cine argentino y sus modos de representación para contar una historia marginal y trágica, donde no se ocupa de juzgar a sus personajes, sino de retratarlos desde la carne, la sensibilidad y hasta los huesos.
Zona de riesgo Desde su debut en Caja negra (2002) que Luis Ortega no para de sorprender en cada una de sus películas. No solo por las historias que elige, lo diferente de cada una de ellas, sino también por los mecanismos que utiliza para ponerlas en escena. Y con Lulu (2014), sin ninguna duda, llegó a la cúspide de la consagración como uno de los cineastas más arriesgados, intensos y viscerales de su generación. Lulu (juego de letras que hace referencia a sus dos protagonistas) narra el derrotero que sufre una pareja de jóvenes marginales. Lucas (una impresionante actuación de Nahuel Pérez Biscayart) y Ludmila (Ailín Salas) habitan en una casilla abandonada en la zona de Recoleta (contraposición de la riqueza con la miseria). Ella, aunque puede caminar perfectamente, no se desprende de la silla de ruedas que tuvo que utilizar producto de un disparo recibido en el pecho. Él, que anda siempre con un arma tirando tiros al espacio, recoge huesos de las carnicerías en un camión conducido por Daniel Melingo. Lulu está poblada de personajes extraños para el cine argentino pero de esos que vemos deambular por la ciudad sin sorprendernos, seres en estado de marginalidad pura, habitantes de las calles, que pareciera pese a todo que no han perdido la alegría. Cantan, bailan, juegan. Para ellos la vida es eso. Da la sensación de que a su modo son felices o al menos lo aparentan. Y la virtud es que los retrata sin regodearse en sus miserias. El cine de Luis Ortega es indescriptible. Está plagado de sensaciones por las que hay que dejarse llevar. No hay explicaciones lógicas en las formas de actuar de sus personajes pero tampoco deben cuestionarse. Hay cierto "surrealimo realista" en la forma elegida para contar las historias. Lulu tiene referencias a Los cuatrocientos golpes ((Les quatre cents coups, 1959) y a Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), pero también al cine de Leonardo Favio en Crónica de un niño solo (1964). Y es justamente de las formas de ese gran director que Ortega se alimenta. La construcción de cada plano es memorable y no solo por la concepción artística sino también por lo simbólico. De una belleza plástica increíble, con una fuerte carga ideológica, Lulu tiene la mejor escena que el cine argentino haya dado en mucho tiempo. Un policía rescata a un bebe robado y con total naturalidad le da su arma para que juegue mientras lo llevan a su casa. Metáfora cruda sobre el nacimiento de la violencia. Si eso no es tomar riesgos en cuanto a formas y contenidos entonces hablemos de otra cosa.
En Lulú hay pequeñas rebeliones cargadas de osadía La libertad, en un mundo que no suele facilitar las cosas para ejercerla, es el gran tema de Lulú. La libertad y también el amor que sus dos jóvenes protagonistas se profesan a su manera, sin medir oportunidad ni consecuencias. Lucas (Nahuel Pérez Biscayart, con el temperamento y el look ideal para interpretar al clochard porteño atrevido y ciclotímico cuyas desventuras ocupan buena parte de la historia) trabaja como ayudante de un camionero (Daniel Melingo) que recolecta sebo de distintas carnicerías de la ciudad, maneja a una velocidad inapropiada para el vehículo que conduce y hasta toca el clarinete en pleno viaje. Su compañera, Ludmila, vive como okupa en una pequeña cueva vecina a una gran avenida en una de las zonas más caras de la ciudad, se suele mover en una silla de ruedas que en realidad no necesita y sufre en silencio la enfermedad terminal de su padre. Las búsquedas No hay grandes sucesos en Lulú, sino más bien una trama tan anárquica como sus personajes que va hilvanando una serie de pequeños eventos (el asalto a una farmacia para llevarse una bolsa con medicamentos, un rato de dispersión de Ludmila y su hermanito en un velódromo, un inusual escarceo amoroso de Lucas con una mamá joven y bien dispuesta) que revelan el interés de sus protagonistas por despegarse de la abulia y la violencia de una realidad que parece no estar hecha para cobijarlos. Sus pequeñas rebeliones, cargadas a veces de osadía pero generalmente de una tierna ingenuidad, lucen como gestos de impotencia frente a la enorme decepción que siempre implica tomar conciencia del fin de las ilusiones que trae aparejado el ingreso a la adultez. Las provocaciones a las que Lucas es aficionado son claros síntomas de su resistencia a integrarse a la perversa lógica que lo rodea. Igual que el inolvidableFerdinand de Pierrot le fou (la magnífica película que Jean-Luc Godard estrenó en 1965) encarnado por Belmondo, busca denodadamente "el alboroto", como él mismo explicita en un momento de esta película sin ataduras ni apego a las fórmulas. Sus actitudes no encajan en ninguna lógica, salvo la de sus deseos. Pero el mundo es un lugar hostil y el costo de no ajustarse a sus reglas suele conducir a la tragedia.
Una salvaje y sórdida película de amor. El realismo sucio del cineasta, lejos de la pornomiseria social de otras miradas, acompaña en las buenas y en las malas a Ludmila y Lucas, protagonistas de una historia en la que los celos y la violencia se hacen evidentes desde la primera escena. Ya desde su título Lulú (o Lu-Lu) se presta a la posibilidad de múltiples lecturas. Porque Lulú es la forma cariñosa en que llaman a Ludmila, la protagonista, en su familia y entre sus amigos. Porque Ludmila vive con Lucas, el otro protagonista, y las dos primeras sílabas de sus nombres forman la segunda versión del título. Que Lucas a veces también llame Lucrecia a Ludmila y que Ortega, el director, se llame Luis, agregan otros dos Lu adicionales para sumarle espesor al título. Ese perfil múltiple e irresoluble del nombre de la película es la primera manifestación una característica que se extiende sobre la totalidad del relato mismo que, como muchos de los trabajos anteriores del director, tiene su epicentro en el corazón a la vez abierto y palpitante del lumpen (otro Lu). Alguna vez, durante un homenaje a Leonardo Favio, Graciela Borges fue consultada, acerca de cuál de los directores locales de la actualidad mantenía vivo el espíritu y la llama cinematográfica del más grande cineasta argentino, el más representativo de una identidad propia del cine local (si es que tal cosa existiera). En aquella oportunidad, la Borges, que algo de cine argentino parece conocer, señaló de inmediato y sin dudar que ese director-heredero era Luis Ortega. En una mirada superficial es posible vincular rápidamente las filmografías de Favio y Ortega, en tanto comparten un empeño en el que se combinan la necesidad y la pasión por indagar en las historias populares, en recorrer y registrar los ámbitos sociales erigidos sobre la difusa triple frontera de la pobreza, la miseria y la sordidez. Pero lejos de la pornomiseria social de otras miradas, en las películas de estos dos directores hay una prerrogativa fuerte de amplificar lo silenciado, de iluminar lo oculto, de abrazar lo estigmatizado. Porque, superada la cáscara de lo formal, lo que mueve tanto al cine de Favio como al de Ortega es el amor. Un amor que se comprueba y se consuma en la forma en que ambos directores cuidan a sus personajes, habitualmente sumergidos en realidades complicadas, quedándose con ellos hasta el final, en las buenas y en las malas. Eso es lo que ocurre en Lulú. Por eso no es casual que diferentes variantes del amor (a veces en las formas menos ortodoxas) sean recurrentes dentro de los trabajos de Ortega. Y Lulú es una película salvaje, marginal, sórdida, pero de amor al fin. Como la historia que compartían Pedrito y Camila, la pareja de enanos que protagonizaban Dromómanos, film anterior de Ortega, en la que no faltaban los celos y la violencia, dos elementos que también están presentes en el vínculo entre Ludmila y Lucas desde el comienzo mismo del relato. En la primera escena, Ludmila en silla de ruedas habla con un médico que le dice que lo mejor es dejarle adentro una bala que tiene alojada cerca de la columna, porque la operación para sacarla pondría en serio riesgo su vida. La bala en cuestión se la disparó Lucas, su novio, un joven al que le encanta dispararle con su pistola desde el otro lado de la avenida Libertador al Torso Masculino Desnudo, la escultura de Fernando Botero emplazada en el Parque Thays de Recoleta. Aunque lo que en realidad le gusta es simplemente disparar: a las estatuas, al aire, a Ludmila. A cualquier cosa. Esa bala en el cuerpo de Ludmila –especie de versión extrema del romántico “te llevo dentro de mí”– vincula a Lulú con Dos disparos, última película de Martín Rejtman, que también tiene un punto de partida dramático similar. Pero mientras en el film de Rejtman esas balas en el cuerpo eran autoinfligidas, producto de una represión que pugna por perder el control, en el de Ortega son una forma de comunicación entre los protagonistas, símbolo perfecto de su desborde. Detalles que hablan de los espacios en los que se mueven las obras de uno y otro, pero también del tono que cada uno elige para narrar: la ironía humorística sobre la que suele apoyarse Rejtman para Ortega representa un lujo que pocas veces puede darse. Otro elemento compartido entre Lulú y algunas películas de Rejtman son las escenas de baile. Dos disparos comienza con una en la que el protagonista, que luego se revelará parco, baila desaforado algún ritmo electrónico en una discoteca. Los personajes expansivos de Ortega en cambio bailan rocanrol en la calle, descalzos y tirándole tiros al cielo nocturno, con los relámpagos de una tormenta inminente en lugar de las luces estroboscópicas de la disco. Disimulada entre los pliegues de su realismo sucio, Ortega contrabandea una delicada inclinación por lo extraño, lo onírico y hasta lo místico, tres formas de no perder la esperanza cuando ya se ha perdido todo lo demás.
Los protagonistas son jóvenes vagabundos que viven en una pequeña construcción, en una plaza del barrio de Recoleta (este es todo un símbolo), sin nada, tienen luz porque la obtienen de ahí, un televisor blanco y negro, cerca de ellos en un árbol vive otro ser marginal como ellos “El muerto”. Rodeados de quienes pasan por allí, un paisaje de ese lugar, monumentos y autos que pasan al ritmo de una avenida. Lucas tiene un revolver y durante el día trabaja en un camión colmado de huesos de animales que va recolectando de las carnicerías junto con “El Hueso” (Daniel Melingo), que maneja el vehículo y además es músico. Todo tiene un sentido hasta la música algo rabiosa, como la vida de cada uno de los personajes, abordando la muerte, la enfermedad, la maternidad, el amor, el desengaño y la miseria, entre otros puntos.
Cómo ser un linyera cool La nueva película de Luis Ortega retrata la vida de una pareja callejera que usurpa una casucha en un parque de Recoleta. Luis Ortega es conocido desde el 2015 por la miniserie Historia de un Clan, pero antes de su desembarco en televisión, cosechó una filmografía tan extraña como digna de atención: Caja negra (2002), Monobloc (2005), Dromómanos (2012), entre las más destacadas. Películas reacias a un público masivo por su excedente de experimentalismo o demencia. Sin embargo, este patrón se quiebra con Lulú, una obra bisagra, el intercambio de narrativas herméticas por otras más asequibles y formales, cercanas a la de Historia de un Clan. Aquellos que fueron capturados por la poesía tétrica de esta miniserie, por esos instantes inmortales, como Tristán cantando el feliz cumpleaños con un globo rojo, Cecilia Roth dejando que una aspiradora se lleve el humo de su cigarrillo, o Verónica Llinás interpretando en piano a Satie, no deben perderse bajo ningún punto de vista este filme que retoma los mismos estados festivos y macabros. Contamos aquí, además, con una propuesta actoral descomunal a cargo de la siempre misteriosa Ailín Salas, y especialmente de Nahuel Pérez Biscayart, ese cuerpo delgado y hosco de ojos extraterrestres que aquí encarna a un personaje similar al de La Sangre Brota (2008), de Pablo Frendrik, pero reformulado por el humor perverso de Ortega. Lulú retrata la vida de una pareja callejera que usurpa una casucha en un parque de Recoleta. El contexto ya es bizarro: son marginales de zona norte, vagabundos hípsters que harán del delito un snobismo, que bailarán sin motivos y usarán las armas para dispararle al vacío. El éxtasis del filme recae en la capacidad de Ortega para generar bifurcaciones que nos conduzcan a atmosferas caprichosas y esquizoides, planos compuestos con exquisitez aunque de contenido incómodo o directamente incomprensible. Esta ambigüedad empuja la película hacia un clima de glamour podrido, una exploración estética del mal bastante plácida. Tal como sucedía con la familia Puccio, viviendo su fantasía de clase media en ascenso a costas del crimen, aquí los protagonistas de Lulú eligen el purgatorio de una libertad descerebrada. El interés de Ortega será calcular cuánto tiempo estos jóvenes pueden deambular por el laberinto que ellos mismos se crearon.
Excepto por Historia de un Clan, Luis Ortega es un director ultraindependiente del cine argentino. Autor de verdaderas rarezas como Monobloc o Los santos sucios, con un particular interés por los submundos y los bordes más outsiders de la sociedad. Ahí encuentra sus historias y sus personajes, como esta pareja formada por Ludmila –Ailín Salas- y Lucas –Nahuel Pérez Biscayart-, que vive en una casucha bajo una avenida y deambula por la ciudad. Él va armado, no está claro si con balas de verdad, pero armado baila, o asusta, o juega. Entre Jules et Jim, Godard y una versión porteña de Los amantes del Pont–Neuf, Ortega sigue y quiere a sus personajes y logra -aún con su regodeo en la fealdad que se siente excesivo y recargado- instalar a estos raros clochards voluntarios en la iconografía del cine argentino.
La nueva incursión cinematográfica de Luis Ortega “LuLú” (Argentina, 2015) es una historia de amor irrefrenable, explosiva, única entre dos seres solitarios, marginales que sólo buscan el ser contenidos por el otro muy a pesar de aquello que realmente les sucede alrededor. Ella, Ludmila (Ailin Salas) y él, Lucas (Nahuel Pérez Bizcayart), son dos jóvenes que deambulan por la ciudad buscando la manera de sobrevivir sin siquiera tener como meta u objetivo el poder encontrar un espacio que los tranquilice y satisfaga sus verdaderas intenciones. Mientras él sale bien temprano a buscar en un corroído camión restos de carne y hueso con un jefe (Daniel Melingo) bastante particular, ella se sube a su silla de ruedas en la que mendiga, muchas veces con él. De espíritu libre y a la vez atado el uno al otro, “LuLú” nos habla de la soledad ante la existencia repleta de carencias y que ineludiblemente lleva a lugares límites en los que a partir del consumo de drogas y alcohol, las características de él se potencian y las de ella se mantienen aún más alerta. La lograda interpretación de la pareja protagónica, más la minuciosa descripción que el guión y las imágenes hacen de ambos, hacen que la empatía con ellos sea inmediata e inevitable. Al entrar en el universo que Ortega les brinda, tan sólo algunas secuencias exageradas desentonan con la mirada realista, que a pesar de no querer hacerlo, termina teniendo todo el filme. Una narración digresiva, con algunos disparadores de tensión y climax (ay la escena en la que Lucas se relaciona con la joven embarazada que conoce en la calle) potencian “LuLú” hacia un lugar que el director siempre lleva sus propuestas. Así, si en sus filmes anteriores la mirada del universo tenía como parámetro siempre la capacidad de poder abarcar los personajes con un dejo de lástima o conmoción, aquí la pasión que emanan por vivir cada uno de los protagonistas, termina por hacer superar la compasión por un sentimiento mucho más ligado a la euforia, la misma que Lucas mantiene durante todo el metraje. Como si Ortega tamizara la obra de Leonardo Favio y se quedara con los destellos localistas, pero también con el amor por los personajes que éstos contienen, “LuLú” es una película urbana que rechaza la clasificación y a partir de silencios y pocas palabras se termina por configurar una obra vibrante que emociona todo el tiempo. Tal vez algunas decisiones de Lu y Lu pueden llegar a hacer pensar al espectador que la narración es forzada hacia espacios border, pero cuando uno termina por ver la obra en su totalidad, finalmente termina por comprender el porqué de cada decisión que el guión enumera. “LuLú” habla de la soledad, del dolor, del tener que crecer de golpe, de la amistad, y principalmente de la urbe como gigantesca amenaza ante seres pequeños, los que, sin la contemplación de alguien que los rescate, pueden llegar, no en este caso, a perecer sin más ambición que despertar al otro día junto al ser amado.
El amor, los huesos y una bala Ailín Salas y Nahuel Pérez Biscayart encarnan a dos jóvenes marginales que viven en una casilla al borde de una avenida de Buenos Aires, ciudad en la que comparten amores y temores, en una película imprevista y encantadora. Filmar al borde y desde el borde. Así de límite es el cine de Luis Ortega, y de modo puntual en Lulú. Dupla protagónica, de amores y temores replicados: Ludmila (Ailín Salas) y Lucas (Nahuel Pérez Biscayart) viven al margen pero en el medio de todos. Cultivan amistades que están escondidas, si bien a la vista. El cariño que se profesan, turbio, anida como una bala en el corazón. Literalmente. No hace falta estar explicando quiénes son, de dónde vienen y demás. Ellos están juntos, o más o menos. Lucas gusta de disparar su arma, imprevistamente, sin muertes; ella mira por televisión una película de cangaceiros. La caseta que habitan es un cubículo a la vera de una avenida concurrida de Buenos Aires. Cuando Ludmila sale a pedir monedas con el "Muerto" (Miguel Angel Castillo) y se cruza entre los automóviles, varios la asisten. Esos momentos son extraordinarios, porque Ortega captura la espontaneidad, la vuelve parte del film. Es más, pareciera estar a la pesca de tales eventualidades, para que el esfuerzo, por fin, cumpla su cometido: despertar un costado ciudadano aletargado, dormido en su habitualidad, sorprendido por el bebé abandonado en una esquina. A propósito: cuando el policía le dé al bebé su arma como juguete, Lulú exhibe un desparpajo demencial, sólo alcanzado por Curly durante uno de los episodios de Los tres chiflados. La diferencia, si es tal, es que este policía quita las balas por seguridad, y delante del mismo bebito. Ludmila, por su parte, continúa en la silla de ruedas, aunque ya no la necesita. Tiene que andar con cuidado, la bala que tiene adentro podría desplazarse. Es con ella con quien un capítulo se abre hacia atrás. Que explica algo para, finalmente, decidir por el después. En todo caso, Ludmila se debate sobre volver a casa y revestirse de esas capas de las que supo librarse, hasta tocar el blanco del hueso: el que se ve en la radiografía del inicio, con la bala; el que asoma en los restos de las carnicerías por los que se pasea el camionero (interpretado por Daniel Melingo) amigo de Lucas. También el que queda tras la comilona en plena plaza, con los niños, cortesía de esta otra niña grande, Ludmila, que sueña con ser madre. Imprevista y encantadora, Lulú (o Lu-Lu) lleva de la nariz al espectador, lo arroja entre la poca carne y le tritura con los restos de huesos. Lo llena de "alboroto", de "bochinche"; tal el diálogo entre Melingo y Biscayart. Con el hedor --para el caso, hay un pañal sucio que golpea-- de una fuerza poética confiada en su intuición. Una imprevisibilidad que se disfruta, que se celebra, en un cineasta que filma lo que siente.