El inquieto e inclasificable director cordobés sorprende con un acercamiento austero y preciso al mundo de las tradiciones folclóricas que llega a la Sala Leopoldo Lugones y al MALBA tras su paso por la Berlinale y el BAFICI. Hacer una película de ficción con una impronta documental ambientada en el mundo del malambo profesional (es decir, clases, ensayos, competencias) tenía no pocos riesgos: caer en el costumbrismo o el pintoresquismo folclórico, en el patetismo o bien en una mirada cínica con una ironía sobradora. Nada de eso hay, por suerte, en este film que puede ser en principio un poco desconcertante, pero termina siendo en varios pasajes fascinante. Ese prolífico y multifacético artista que es Loza adopta una postura curiosa y respetuosa a la vez: desde el uso de su voz en off en plan ensayístico el film es un acercamiento a una historia de vida (parte real, parte ficcionada) de un bailarín de malambo que intenta regresar a los primeros planos de la mano de un maestro más experimentado y muy riguroso. El realizador de Extraño, Los labios y La Paz y sus dos directores de fotografía (y habituales colaboradores) Iván Fund y Eduardo Crespo apuestan a un austero blanco y negro para narrar la historia de Gaspar Jofré, un hombre que lucha contra sus problemas físicos (una persistente y dolorosa hernia) con todo tipo de consultas médicas, tratamientos y natación. Mientras se gana la vida con unos shows para turistas en cruceros y dando clases a niños y jóvenes (la transmisión de la tradición del zapateo de una generación a otra es uno de los ejes del film), este hombre oriundo de la ciudad de Lobos está dispuesto a dar lo que le queda para volver a los duelos en esa meca de la especialidad que son las competencias en Laborde. Película sobre la relación maestro-alumno y las contradicciones entre la gran ciudad y el interior, Malambo: El hombre bueno tiene, más allá de la (re)construcción de un universo propio, algunos hallazgos como la relación del protagonista con un querible amigo y roomate obeso o los tenues coqueteos (más de ella que de él) con una masajista del centro donde intenta rehabilitarse. También por allí hay una abuela enferma o aparecen los rivales de turno. El resto son coreografías de zapateo, bombo y guitarra. Tan autóctono para algunos, tan lejano y extraño para otros. El rescate de la tradición gauchesca en estos tiempos efímeros y tecnológicos.
El malambo no solamente es un baile folklórico. Quienes lo practican saben de sus sacrificios. Hay dolores difíciles de tolerar. Físicos, y hasta si se quiere psíquicos. La presión por ser los mejores es alta, llegado a cierto nivel de talento. Por ejemplo, para quienes desean triunfar en el Festival de Laborde. Ganar allí implica no poder volver a concursar. Es que ganar significa no bailar más. Ser derrotado es casi una afrenta. Sólo se puede preparar, ayudar a otros bailarines para llegar a esa competencia. Gaspar (Gaspar Jofre), el protagonista de esta película rodada en luminoso y a veces hasta ominoso blanco y negro por Santiago Loza, quien en cine se destacó entre muchos títulos por Extraño y Los labios, se debate entre dolores terribles y el ansia por superarse. Tiene a su abuela enferma, la visita en el hospital y hasta le baila malambo. Va a un médico, quien le advierte que debería pasar por un quirófano. Pero él sabe que no puede hacerlo. Debe perfeccionarse. Gaspar conoce en esas camas de calor que le recomiendan a una especialista, una joven con la que traba mejor conversación que con un compañero de cuarto. Tanto, que parece enamorarse. Malambo, el hombre bueno, lidia con los temores y la fortaleza del protagonista. ¿Es un hombre solitario? Como muchos. Loza lo muestra antes que lo cuestiona, pero permite que desde la platea nos preguntemos por lo que lleva a Gaspar a, más que desear, ser un profesional en lo suyo. Exitoso dramaturgo, Loza suele presentar a sus personajes con una sola pincelada. Vean, si no, la manera en que presenta a Gaspar en su primera escena. Malambo es el seguimiento de un personaje, y la manifestación y comprobación de un baile, una profesión, como modelo de vida. Con sus sinsabores, sí, pero también con esa sensación única de sentir que, al salir al escenario, se puede devorar al mundo.
Santiago Loza, un creador muy activo, realiza una ficción con lenguaje de documental sobre Gaspar Jofre, con datos reales y otros creados que se mete en el mundo de las competencias de los que practican el malambo. Con sus reglas, sus pasos, sus códigos. El protagonista decide regresar a una competencia que perdió, y aunque tiene problemas físicos, y debe ganarse la vida como maestro o con shows para turistas, intenta con la terquedad de los obsesivos, lograr su objetivo. Pero el film se interna en la relación con sus exigentes profesores, en sus cavilaciones, con su relación con la ciudad y sus orígenes, con sus propios miedos y odios, con sus intentos de conquista amorosa, o con sus confesiones con su entrañable compañero de habitación. Con momentos de gran lirismo, y con una mirada lejos de cualquier tópico tradicionalista.
Regreso con gloria Santiago Loza retorna al cine con Malambo, el hombre bueno (2018), una película que transita la delgada línea entre el documental y la ficción para explorar la vuelta de Gaspar (Gaspar Jofre), un ex bailarín de folklore, a las tablas, ávido por conseguir revancha en un certamen nacional. Agobiado por un presente que lo tiene con dolores corporales que impiden su desenvolvimiento correcto en escena, y con rutinas laborales que no lo completan, Loza acompaña a Gaspar en su cotidianeidad, lo presenta, lo abraza, lo rodea, lo deja ser, lo evade, lo ubica en el centro de la escena para generar la empatía necesaria con el espectador. Por momentos Gaspar completa la pantalla, y en los momentos en los que sus dolores lo abruman, y las críticas de su maestro de danza son más que estallidos y enojo, Loza refleja al protagonista destilando su pasión por el malambo casi como un robot. Narrada en off por el propio director, y dividida en episodios que impregnan el relato de una épica casi de western, de duelo, de su revancha, el director apela a la construcción de Gaspar como personaje total para poder hablar de otras cuestiones relacionadas a su microuniverso. Y si bien la película comienza a transitar lugares comunes y reconocibles para profundizar cuestiones relacionadas al amateurismo, la pasión por el baile, y el esfuerzo para conseguir los objetivos, hay una intención desde la puesta por trascender la anécdota y descansar la mirada en el entorno del protagonista como generador de las propias carencias que posee. Pero Gaspar no está solo, en la ciudad cuenta con el apoyo constante de su roomate (Nubecita Vargas), quien apoya al bailarín en aquellos momentos en los que flaquear y abandonar parecen ser la única opción, generándole hasta la música con su propio cuerpo para que pueda seguir ensayando a pesar de todo. Narrada con un estricto y cuidado blanco y negro, para luego impregnar color en algunos detalles y recurrencias en las pesadillas del protagonista, Malambo, el hombre bueno es un estilizado ejercicio de exploración temática que termina por superar algunos subrayados innecesarios desde la narración. Loza, además de explorar el costado más “bueno” del personaje, el que da subtítulo al nombre del film, busca también analizar la doble moral que por momentos lo atraviesan. Desde el odio con su eterno rival Lugones (Pablo Lugones), su alivio al no tener que trabajar frente a un paro sorpresivo, o la búsqueda de placer con una mujer que apenas conoce durante su tratamiento para el dolor. Cada índice es ubicado estratégicamente en el relato, desde ese arranque con el maestro de Gaspar regresando a la ciudad, en contraste con la rutina de pueblo, que enmarcará un posible final reiterando el motivo, a la relación que el hombre entabla con cada uno de los alumnos a los que enseña el centenario baile, sus doctores, y aquellos rivales que irá encontrando en su camino. Malambo, el hombre bueno tiene momentos de una belleza única, y otros en los que la exploración de la forma superan su origen. Santiago Loza es un artesano de la imagen, pero también de la poesía y de la palabra, uno de los pocos realizadores que entienden el soporte, sabiendo que la clave de este relato se encuentra en las posibilidades expansivas de la épica de la revancha y la necesidad de triunfo que el protagonista busca desesperadamente.
Malambo, un hombre bueno de Santiago Loza Por Marcela Gamberini Un barco estancado en el medio del agua. Un rabioso blanco y negro. Una voz en off. Un hombre que baila malambo frente a un pequeño auditorio. El comienzo de la última película del prolífico Santiago Loza remarca las coordenadas que construyen la columna vertebral de su cine: la sencillez en la puesta, la poeticidad de lo narrado, los viajes como recorridos de los ciclos vitales, los cuerpos pensados como soporte y a la vez como transformación, la clase con aquello que contiene y es contenido. En el caso de Malambo…, Gaspar es ese hombre bueno que confronta sus debilidades con su deseo; que tensiona un cuerpo dolorido a fuerza de trabajo constante; un hombre que finalmente se reconcilia con él mismo en primer lugar y finalmente con el mundo. Gaspar, invadido por fantasmas (propios y ajenos) necesita volver al malambo; esa carrera que abandonó hace años en una competencia donde fue vencido por otro hombre que recurrentemente se le aparece en pesadillas. Esos sueños son las únicas imágenes que se tiñen de colores, colores apagados, colores contrastantes, como el color de los sueños. El cuerpo de Gaspar ya no es el mismo, su cabeza tampoco, parece ahora un Cristo popular, sin embargo su deseo renace y se torna en un desafío que vencerá a fuerza de entrenamiento duro, de esconder sus dolores y también de alterar sus ideas acerca de la vida en general y del baile en particular. Contada como un cuento ancestral donde el héroe supera las adversidades, la estructura narrativa se apoya en una voz en off, la del mismo Loza, que aporta la preciosa cuota tan íntima y personal de su cine: la poeticidad y ligada a ésta la ética que siempre Loza trabaja con delicadeza y a la vez con precisión. Esta estructura se plantea en forma de pequeños capítulos que titulan el esqueleto de la película. Nuestro héroe es un hombre común, que además pertenece a una clase donde se comparte habitación con otro joven, diferente, con otras expectativas; nuestro héroe es a la vez alumno y docente de malambo y esa reciprocidad lo hace más vulnerable, más sensible. En el trayecto que le lleva alcanzar su objetivo se encontrará con su contrincante, aquel que lo dejo afuera de la carrera en el pasado. Este hombre (también común, también bueno) lo ayudará a entrenar y además le hará entender que es necesario superar algunos traumas, algunas miserias; su abuela moribunda le dará su bendición; sus pequeños alumnos lo ven como un verdadero maestro. A partir de estos gestos Gaspar entiende que la redención es posible, que el enemigo suele ser casi siempre uno mismo y así, no sin dolor, allana un poco los ripios del camino hacia los propios sueños y hacia la construcción de su subjetividad. Ese cuerpo de Gaspar, doliente y doloroso; es también el cuerpo de una clase que no cede, que no traiciona su ética, que baila al compás de ese martilleo de tambores, de esa música que es interna y externa, de esos zapateos con los pies desnudos. Malambose ubica en un espacio de tensión entre la dureza del cuerpo y la sutileza de la poesía; entre el candor de los alumnos pequeños y el rigor de los hombres duros que bailan y practican; entre las marcas y heridas del propio yo y los dolores del físico; entre el deporte y el espectáculo que entraña el malambo. Malambo termina allí donde empieza, en el mismo lugar, en la soledad del mar, en el interior del barco: los hombres que repetimos cíclicamente la historia no sólo de nosotros mismos sino de la clase a la que pertenecemos. Nosotros, como Gaspar, somos los sobrevivientes de una época que deja marcas, huellas y dolores y eternamente las seguirá dejando. MALAMBO, UN HOMBRE BUENO Malambo: El hombre bueno. Argentina, 2018. Guión y dirección: Santiago Loza. Elenco: Gaspar Jofre, Fernando Muñoz, Nubecita Vargas, Pablo Lugones, Gabriela Pastor y Carlos Defeo. Fotografía: Iván Fund y Eduardo Crespo. Música: Zypce. Edición: Lorena Moriconi. Sonido: Nahuel Palenque y Guido Deniro. Diseño de producción: Adrián Suárez. Duración: 71 minutos.
Un documental interesante rodado en blanco y negro, con buenas coreografías, donde muestra a un bailarín como se prepara para una competencia, sus ensayos, su vida, su lucha contra una hernia de disco y el tratamiento que debe realizar. Por momentos sufre un fuerte dolor que le impide practicar para una competencia que se le avecina. Muestra como sobrelleva esa situación y el amor por la danza.
El movimiento que le gana a la palabra Estrenada en el último Festival de Berlín, la película sigue los (fuertes) pasos de Gaspar, un malambista en el ocaso que busca redimirse de una vieja derrota. “Un bailarín de malambo se prepara durante toda una vida para el campeonato. Si alcanza la victoria será su fin. El vencedor ya no puede competir y debe retirarse. Podrá entrenar a otros que intenten el mismo desafío. Esta es una ficción sobre la vivencia de algunos malambistas”, se lee en la placa de inicio de Malambo, el hombre bueno. La frase entrega un par de elementos fundamentales para lo que está por venir. El primero es que la regla sagrada de este baile folklórico –llegado a la Argentina desde Perú, según los expertos– impone a los ganadores de competencias la obligación de abandonar las pistas una vez coronados. De allí que los malambistas convivan con la certeza de la gloria no como el principio del fin, sino como la consumación definitiva de una carrera: el triunfo es un punto de no retorno donde el éxito y la aniquilación suceden en el mismo instante. La segunda es que el polifacético dramaturgo, guionista, director y escritor Santiago Loza convertirá esa ambivalencia en el motor invisible de un relato en el que, como acostumbra el responsable de Extraño, Los labios y La Paz, lo real y lo ficticio conviven en un mismo plano. Estrenado en el último Festival de Berlín y programado fuera de competencia en el último Bafici, Malambo podría leerse como una fábula de superación deportiva en clave ensayística. Una que va de los apuntes personales de Loza en voz en off a la clásica secuencia de montaje de entrenamiento no sin antes puntear las cuerdas del drama familiar y hasta la comedia romántica. Una en la que el protagonista, como suele ocurrir en estos casos, usa la pasión como combustible, pelea menos contra otros que contra sí mismo e intenta alcanzar un equilibrio entre sus deseos y las posibilidades concretas de materializarlos. El encargado de atravesar ese arco es Gaspar (el malambista Gaspar Jofre), a quien la película encuentra con un físico agotado incluso años después de haberse alejado del baile. Entre tratamientos y natación para combatir la hernia que lo aqueja se da un cruce casual con el rival que en su momento lo venció en una competencia. Esa es la señal que el hombre bueno del título necesita para desoír definitivamente los consejos médicos y regresar al arte del zapateo y la contorsión de las piernas con miras a una revancha en un torneo en Cosquín. No contra su némesis, claro, que ya no baila sino que, como todos los ex campeones, enseña. Si Gaspar tiene un profesor y también enseña es porque de enseñar habla Malambo. No, hablar no, puesto que aquí, al menos en lo referente a la transmisión de conocimientos, se habla poco y nada. Retratar es mejor y más acorde a un film que hace de la pedagogía un acto práctico y corporal, de puro movimiento y vértigo físico. Loza es de esos directores cultores del plano fijo que filma –en este caso en un ascético blanco y negro– a la distancia justa para invisiblizarse detrás de lo que muestra, permitiendo que la danza dialogue con el espacio ( la escena del galpón) y despliegue una belleza auténtica y poderosa. Una belleza tan real y magnética que por momentos absorbe las situaciones ficticias que la rodean. Hay, por ejemplo, una abuela moribunda y un posible interés amoroso encarnado en la masajista que funcionan muy bien para que el espectador comprenda un poco mejor a Gaspar y empatice con él, pero se diluyen a medida que se acerca el gran duelo final. Distinto es el caso del compañero de cuarto obeso, un personaje simpatiquísimo capaz de marcar el ritmo de la música golpeándose la panza, interpretado por el actor Nubecita Vargas. Un roommate que habla lo justo y necesario, lo mismo que una película que hace de la economía de palabras y el movimiento sus armas más nobles.
“No es bueno acostumbrarse al dolor” Malambo, un hombre bueno es un recorrido cíclico por la vida de Gaspar Jofre, un malambista que entrena sus pasos de la danza sureña. El protagonista comparte el tiempo con su excéntrico compañero de habitación, su terapeuta (a la que acude para apaciguar dolores corporales) y otros personajes que le añaden una sencillez valiosa a este proceso de formación en la rutina del artista. El documental está dividido por capítulos. Estos enmarcan la búsqueda del triunfo de Gaspar mientras despliegan un relato que parece de otra época (por la fotografía en blanco y negro, por una voz que emana nostalgia). Lo que termina haciendo esta voz es brindarle intimidad a la mirada de Gaspar. Así conocemos su silencio, su tranquilidad y su perseverancia más allá de los obstáculos del ego y del cuerpo. “Tengo un alma buena pero espinosa” Sabemos muy bien que no hay peor obstáculo que los que nos imponemos nosotros mismos. Podría ser un slogan de psicología barata, pero es algo comprobable a diario y que el documental aprovecha, manifestando el paso de la práctica a la enseñanza. Como expresa la película al comienzo, todo malambista pasa por un recorrido de exigencias y entrenamientos que definen su vida posterior al campeonato. Su futuro depende de un proceso exhaustivo de esfuerzo por mejorar los movimientos de su cuerpo, así como de acallar los dolores producidos por el baile. De a ratos esta danza parece un deporte y no un arte, cosa que también ocurre en otras disciplinas artísticas. El cuerpo debe entrenarse, y tanto Gaspar como Santiago Loza, el director, hacen hincapié en ello. Basta con recordar esa larga escena de entrenamiento y danza acompañada por la música de Zypce, que acentúa la tensión de lo que se avecina. “Soy sensible al dolor de los otros” En otros momentos, Malambo, un hombre bueno parece una leyenda que narra la pesadilla competitiva de Gaspar mientras lo vemos dormir. A Loza poco le importan los límites entre ficción y realidad; ambas interactúan. En otro documental, no habría cabida para un narrador tan poético, mucho menos para diálogos como los de Gaspar con la terapeuta. Pero dicho atrevimiento es lo que hace tan fascinante la búsqueda de Loza y Gaspar. Al final, el film da cuenta de cómo la experiencia con el dolor se convierte en un arte para domar las inquietudes del alma. Más que informar sobre el malambo, Loza hurga en el corazón cansado del malambista, señalando su verdadero triunfo artístico: crear con (y a pesar de) su cuerpo. La película, que participó en la sección Panoramas del reciente Festival de Berlín, puede ser vista en la sala Lugones y en el MALBA.
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Viajes y bailarines. Profesores y alumnos. Malambo, el hombre bueno nos lleva de una historia a la otra a través de la cadencia del zapateo, el rasgueo de la guitarra y el repiquetear del bombo. La música se ubica en un primer plano. Junto a ella, aparece Gaspar (Gaspar Jofre), el protagonista y personificación del sacrificio en el nuevo largometraje del director cordobés Santiago Loza.
El realizador de “La paz” combina documental y ficción para contar la historia de un bailarín que, pese a sus dolencias físicas, se prepara para competir en el principal certamen nacional de esta danza. Uno que, de ganarlo, lo obligaría a retirarse de las competencias. Desde el jueves 3 en la Sala Lugones y desde el sábado en el Malba. La nueva película de Santiago Loza hace eje en un bailarín de malambo, un profesional que se prepara para competir en el principal certamen nacional de esa especialidad de la danza, en Laborde. Lo curioso e intrigante de ese evento –y lo que le da a la película un aura misteriosa y grave– es que triunfar allí obliga al ganador a retirarse de las competencias. Es como si un futbolista, por ganar el Mundial de Fútbol, se viera obligado a no poder jugar más profesionalmente. Curioso, por lo menos. En MALAMBO, EL HOMBRE BUENO, Loza aborda este tema mediante una estructura que combina documental y ficción para mostrar el trabajo y los preparativos del tal Gaspar, para quien la tarea además no es nada sencilla ya que se está recuperando de una durísima lesión que lo obliga a distintas fisioterapias por las que no debería estar compitiendo. Pero la pasión es más importante y el hombre bueno del título sigue adelante, con su cuidadosa mística de trabajo. El filme no se estructura necesariamente con la lógica de la película deportiva ya que Loza prefiere desviarse por caminos paralelos que permiten conocer más y mejor al personaje y al mundo y a las personas que lo rodean. Un hombre apasionado por un arte en cierto modo extinto, entre olvidado y folclórico, pero que él trata como si fuera una religión a la que dedicarle la vida. Y en retratar a ese hombre está el secreto de la película que procede un poco como su protagonista, con calma pero a la vez decidida a llegar a su destino.