Tras su paso por la Competencia Argentina del BAFICI, se estrena en el MALBA esta interesante propuesta sobre coreanos en nuestro país. Desde que aprendí a amar al extraordinario cine coreano me une un particular interés por ese país. De a poco uno se va vinculando no sólo con las películas sino también con otras expresiones artísticas (como el k-pop, no llego hasta las telenovelas), con sus costumbres, su gastronomía, su idiosincracia. Ya lo saben los expertos en marketing (pregúntenle si no a Hollywood): no hay mejor argumento de venta que los films. Ese preámbulo viene a cuento de esta película de Cecilia Kang, una muchacha coreano-argentina que filma un documental sobre una profesora de artes plásticas, pero también sobre las distintas generaciones de su familia (la abuela, la madre, su hermana) y sus amigas tanto argentinas como coreanas. Hay un viaje inicial a Corea y varias escenas rodadas en, por ejemplo, restaurantes porteños a los que concurren los vecinos de la comunidad local de ese origen. La película es sencilla y querible, los personajes son en su mayoría entrañables (aunque tampoco demasiado simpáticos o seductores) y esta mirada de y sobre mujeres se sigue con interés, aunque la (no) estructura, la sensación de deriva no siempre ayuda a sumergirse más de lleno, desde un lugar más emotivo, en las vivencias de los personajes retratados. Así, somos observadores a distancia de un mundo ajeno y por momentos fascinante.
Trozo de vida Mi último fracaso (2016) documenta la vida de la coreano-argentina Cecilia Kang y su entorno familiar, que posee un eje predominantemente femenino – la abuela, la madre, la hermana, las amigas, la profesora, etc. Es una película muy amena y placentera que parece haber sido hecha sin otra consigna que proveer un pantallazo desestructurado de vida. “Slice of life” se llama en inglés, del “tranche de vie” francés. Kang roza superficialmente un amplio campo semántico de temas – la dicotomía del inmigrante que vive simultáneamente entre dos culturas; la nostalgia, la tradición, el sectarismo. No ahonda particularmente en ninguno, no hay grandes revelaciones. Todo recibe un tratamiento poco más que mundano y algo distraído. Se provee un panorama, en el sentido más distante y dilatado de la palabra. Mi último fracaso es una película hecha de momentos. Momentos que no existen en función de un argumento. Hay momentos de emotividad en las entrevistas familiares. Hay momentos de choque cultural (una sesión fotográfica ante la lápida de un abuelo). Momentos de filosofía adolescente borracha en un karaoke. Momentos de filmar al perro, a la nona cocinando, etc. La película termina con un momento particularmente simpático (un brindis con aire festivo), concluyendo con un plano chistoso de todos los zapatos que se han acumulado dada la cantidad de comensales descalzos. Es una buena forma de salir de Mi último fracaso con un lindo recuerdo.
En cuanto a "Mi último fracaso", era un bolero de Alfredo Gil que cantaban Los Panchos, pero ahora es también el título de un amable conjunto de viñetas que su autora, la debutante Cecilia Kang, define como "melodrama documental". Se aprecian allí los retratos agridulces de una profesora, algunas amigas y la parte femenina de la familia, mujeres que se sienten coreanas en la Argentina, y argentinas en Corea. Película pequeña hecha con el corazón, nos descubre un mundo a la vuelta de casa.
Se sabe que hay relación entre las cultura de Argentina y de Corea el Sur. De hecho, este país cuenta con un buen número de ciudadanos de aquellos pagos, que a su vez dieron pie a gran cantidad de descendientes. Entre ellos, Cecilia Kang, directora de Mi Último Fracaso (2016) En este documental, Kang indaga en el choque cultural desde la óptica de mujeres de la colectividad coreana, desde Ran, su antigua profesora de pintura, hasta Catalina, su hermana, además de otros personajes que se van sumando. La cámara las registra en su quehacer cotidiano (dar clases, preparar la comida o salir de fiesta, según cada generación), y es a través de esas acciones y de las charlas que nos adentramos en las costumbres, los pensamientos y los sentimientos con respecto a su origen y a su relación con la impronta porteña. El registro del que se valió la directora, tan anclado en el ámbito familiar, no impide que funcione como paradigma, ya que al mismo tiempo logre plasmar la situación de otros clanes de coreanos en territorio argentino. Mi Último Fracaso es un material muy interesante a la hora de comprender cómo dos culturas pueden convivir y complementarse.
En una entrevista concedida el otoño pasado, Cecilia Kang utilizó la expresión 'melodrama documental' para definir su opera prima, que mañana sábado desembarcará en el Malba después de haberse proyectado en distintos festivales, incluidos el 18° BAFICI, el tercer Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires, la séptima entrega de CineMigrante (donde cosechó dos menciones especiales). “Todas las decisiones, dramáticas y estéticas, fueron dictadas primero por los sentimientos, luego por la sensatez de los amigos que me ayudaron a armarla” precisó la novel realizadora en aquella oportunidad.
Qué bueno que es este documental de Cecilia Kang que se estrena este sábado en el MALBA. Un retrato íntimo, por eso en gran parte observacional, de las mujeres importantes en la vida de esta joven argentina, de familia coreana que construye este mundo desde una pregunta por lo colectivo pero que parte de una pregunta por lo individual. De entrada, llama la atención que en Mi ultimo fracaso (el título viene a cuento por el bolero del trío Los Panchos: mi ultimo fracaso / no podré / querer a nadie mas,) no hay solitarios, hay mucha gente siempre. Comen, pintan, se reúnen, hablan dentro de un auto, bailan, se sacan fotos en un cementerio, forman parte de un mundo cotidiano, transplantado en otro pero de una cultura distinta. Hablan de sus amores, de la identidad, de los cruces raciales, del machismo, del matrimonio. Se trata de un retrato comunitario pero a la vez hay en Mi ultimo fracaso una latencia en torno a lo personal, un merodeo, algo de intensidad adolescente y de frescura espontánea. No hay preferencia por el plano fijo ni por la cámara movediza. Ambos recursos conviven sanamente para que estas mujeres coreanas que enfrentan la vida, algunas solas, otras en la comodidad del matrimonio, otras desde su visión crítica, sean narradas por Kang a través de historias que irrumpen, que no son despuntadas del todo y que apenas terminan de cerrar. Pero ahí está lo interesante para hablar de la diversidad por un lado y de lo inconcluso por el otro. La pregunta de lo inconcluso de la identidad que se rearma todo el tiempo. En 2005 se había estrenado en BAFICI una película Do U Cry 4 Me Argentina? que ficcionaba distintas historias de coreanos migrantes de principios de los años 90, que nunca llegó a sala comercial. Esta película de Kang egresada de la E.N.E.R.C y becada en el “Lab de Cine”, que estudió con Martín Rejtman y Andrés Di Tella, con Harun Farocki y Antje Ehman, y que tiene un corto especial que se llama Videojuegos que participó en más de treinta festivales alrededor del mundo, viene a sumarse a la importante lista de films sobre colectividades que el cine argentino viene produciendo desde hace por los menos 10 años. Estreno: 7 de enero
Un cuento coreano. Mi último fracaso es una película chiquita, personal, introspectiva. Es una historia sobre vínculos familiares, migraciones y estilos de vida. Cecilia Kang invita (a quien se anime) a ser espectador del día a día de un grupo de mujeres durante sus actividades cotidianas. En ese sentido, la producción presenta un enfoque interesante que no había visto tanto reflejado en el cine. La historia tiene varias partes de relativa autonomía, aunque todas atadas por el mismo leitmotiv, intentan descubrir las diferentes formas en las que un extranjero se sumerge en costumbres ajenas, de qué manera se aferra a sus orígenes, y cómo esa dualidad se mantiene en constante tensión durante toda la vida. Desde Corea hasta los barrios porteños: La película nos lleva primero a Corea, donde la directora acompaña a su profesora de arte en un viaje revelador y de autodescubrimiento. Luego regresa a Argentina, donde nos permite espiar la vida de su propia hermana (quien superó una dura enfermedad). Más tarde vemos a Cecilia y a sus amigos y familiares simplemente viviendo, existiendo. Siendo coreanos en Argentina, con todo lo que eso significa. Respecto a la necesidad de hacer este documental y sus motivaciones, Kang explica: Nací en el año 1985, en una Argentina en donde se comenzaba a vislumbrar una libertad institucional que Corea aún veía subyugada por un gobierno dictatorial. (…) En este lugar, nuestros padres fueron construyendo una colectividad basada en el trabajo como valor principal, para lograr el progreso (…) Socialmente me considero argentina, mis amigos o mi pareja dicen que soy una porteña de pura cepa. Sin embargo, entro al hogar familiar, y soy una hija coreana. Esa dualidad vivirá siempre en mí. Mi último fracaso: como cruzar un puente Es inevitable preguntarme por qué la directora eligió aquel extraño título. Ciertamente el documental no es un fracaso (ha estado recorriendo festivales a lo largo del año pasado, y lo seguirá haciendo por un tiempo). Desde lo técnico no destaca especialmente en ningún aspecto, pero no por eso puedo decir que esté mal filmado. Hay un buen trabajo de edición, una linda música que acompaña y algunos pequeños momentos bien logrados. Quizás se hace evidente el aire de amateur en la directora, pero su producción tiene valor y es rica en contenido. Por eso creo que el título se relaciona más con algo diferente: el último fracaso de la directora es, más bien, la aceptación de esa dualidad. A partir del recorrido que hizo en el documental, fracasó en poder decidirse entre ser 100% argentina o 100% coreana. El fracaso es, de alguna manera, una aceptación, es cruzar un puente, es encontrar el equilibrio justo con el que uno puede vivir y sentirse identificado. “Cruzar un puente” funciona como una metáfora en la película y es también un descubrimiento personal, es parte de la construcción de la identidad coreana-argentina que la directora busca. En ese sentido, es un documental bien enfocado y dirigido a un público muy particular, sin dejar afuera a cualquiera que desee conocer estas historias. Conclusión: Mi último fracaso expone que es posible sentir que un país nos es propio y ajeno al mismo tiempo. Lo hace a través de relatos sensibles, reflexivos, donde se desnuda la vida de diferentes mujeres en busca de su propia identidad. Es una historia que invita a la reflexión y al debate.
Mujeres en la cultura coreana. Mi último fracaso, de Kang, se mueve con soltura y plasticidad entre los dos mundos que representan lo oriental y lo occidental. Se vio en el último Bafici y hoy se estrena en el Malba. Mi último fracaso, un registro íntimo, que formalmente responde a un orden circular. Mi último fracaso, un registro íntimo, que formalmente responde a un orden circular. El que propone la directora Cecilia Kang en su ópera prima Mi último fracaso, es un registro íntimo de un universo femenino infrecuente no sólo dentro del cine argentino sino, de un modo más amplio, dentro de lo que se entiende por “ser argentino”. Se trata de un retrato acerca del rol de la mujer en su cultura de origen, la coreana, que se mueve con mucha soltura y plasticidad entre los dos mundos que representan lo oriental y lo occidental, y muy particularmente en la encrucijada entre lo coreano y lo argentino. No se puede decir sin embargo que lo oriental le sea ajeno al cine nacional, teniendo en cuenta que en los últimos diez años se han realizado una cantidad de películas que toman ese universo como centro para construir sus relatos. La lista es larga, incluso si se la restringe a las que abordan la cultura coreana en particular, como lo han hecho, por ejemplo, La chica del sur de José Luis García; Una canción coreana de Gustavo Tarrío y Yael Tujsnaider o La Salada, de Juan Martín Hsu, todas ellas presentadas en diversas ediciones y competencias de Bafici, festival que en su versión 2016 también incluyó al film de Kang. Mi último fracaso responde a un orden circular o, mejor aún, a un formato de múltiples círculos concéntricos que, como ocurre con las cebollas, los troncos de los árboles o la estructura geológica de la Tierra, se van cerrando en torno al núcleo para darle mayor cuerpo y espesor. La película comienza con la directora acompañando a Ran Kim, su maestra de arte, en un viaje a Corea en donde esta se encuentra con quien fuera su propia maestra y con sus hermanas. En ese ir y venir entre Seúl y Buenos Aires comienza a trazarse el primer círculo, en el que la directora consigue en un primer momento homogeneizar ambos paisajes, de modo tal que se vuelve dificultoso reconocer cuando se está en una u otra ciudad. El segundo círculo se abre en el momento del encuentro de Ran con su mentora, en el que todas las presentes ríen dando cuenta que se trata de una reunión de mujeres que no se han casado. Este comienzo retrata un universo femenino hermético, en dónde la presencia masculina queda por completo fuera de campo, detalle que llega al extremo cuando las tres hermanas visitan la tumba de su padre y se sacan fotos con él, in absentia, junto a la lápida. Dicho círculo se cierra sobre una figura aparentemente opuesta: la de la madre de la directora. Sobre el final de la película y al hablar de su hija mayor, Catalina –médica, también soltera y personaje central en esta historia–, ella afirma que a la primogénita sólo le falta una cosa para cumplir con el destino de toda mujer: casarse. En esa afirmación lo masculino vuelve a presionar desde su potente fuera de campo, dando cuenta del lugar al que tradicionalmente se relega a la mujer en la cultura coreana y contra el cual se revelan durante la película varias de las amigas de las hermanas Kang. El último de los círculos concéntricos que el film traza es el que va de su excusa formal al motivo real detrás de ella. Es decir, de ese retrato de lo femenino al carácter de declaración de amor que la directora le dedica a las mujeres de su vida: a su mentora, sus amigas, su madre y sobre todo a su hermana. Declaración que se hace explícita en un texto final que cumple una función emotiva, pero que a la vez representa un exceso cinematográfico, ya que la construcción que Kang consigue hacer a lo largo de su película deja bien claro el vinculo amoroso que la une con sus personajes. Un exceso tan innecesario como tolerable, como lo son todas las dedicatorias, que representan una intervención directa del autor por fuera de la obra. Aún así Kang tiene la inteligencia de colocarla al final, cuando ya los espectadores atentos habrán sabido percibir que era de eso de lo que se trataba Mi último fracaso. Tan evidente como que la productora montada por Kang para realizar su película lleva por nombre Misbelovedones; o en castellano literal: “mis amados”. Más claro, echale soju.
Directo al corazón. Desde el título alusivo a una canción de despedida amorosa, a ese despecho que los boleros nutren de poesía, la directora Cecilia Kang logra amalgamar, desde la mirada atenta y comprometida con su propia historia, por un lado los rasgos distintivos de una colectividad argentina-coreana de la que forma parte y por otro la búsqueda constante de la identidad a partir de una idea de reencuentro con los afectos familiares. Los destinos de este viaje personal en donde Cecilia Kang aparece tanto detrás como delante de cámara -el equipo que la acompaña también- representan para los afectos espacios sensibles como por ejemplo acompañar a uno de los personajes a Corea del Sur en plan de recomposición de lazos perdidos. Y a ese periplo agregarle la impronta personal donde entra a tallar muy fuerte la figura de Catalina Kang, hermana de la realizadora y en segundo plano la de su profesora de arte para dejar establecida la paleta de colores que pintará el cuadro de las identidades de las mujeres que se cruzan en este derrotero. El desarraigo, las diferencias culturales, las barreras de la tradición y un sinfín de inquietudes se van sumando a las charlas con familiares, amigos, y hacen de ese intercambio de miradas e historias el mayor reflejo de este documental. El arco emocional siempre se tensa -nunca al borde de romperse- en el punto justo para que la flecha se clave en el centro de la sensibilidad del espectador, y no se rompa en el trayecto aunque el aire pueda estar viciado de pequeños fracasos; aunque los vientos de la impotencia procuren desviar el recorrido, no es tanto el fracaso como idea conceptual lo que vale la pena sino la ilusión que acompaña el término último porque parece que de eso se trata aprender a vivir.
Los documentales familiares han explotado en los últimos años, en buena medida con motivo de la proliferación de cámaras digitales pequeñas, baratas y de buena calidad, lo mismo que equipos caseros de edición, etc. Este filme de Kang –de quien se vio un muy buen corto hace algunas ediciones de HISTORIAS BREVES— intenta hacer lo propio con su historia familiar, partiendo de la base de tratarse de una segunda generación de inmigrantes coreanos. Hay dos historias que se cuentan de manera cruzada y un poco confusa en el filme: por un lado un viaje de la directora a Corea con una profesora de arte suya y, por otro, un retrato de su hermana mayor, quien superó una difícil enfermedad años atrás, además de algunos romances complicados. Las historias en lo específico resultan entrañables pero no logran cobrar fuerza un poco por el propio montaje confuso del filme y otro tanto porque, por lo bajo, hay otro tema que parece más interesante y que no termina por explorarse lo suficiente y que tiene que ver con las vidas de estos jóvenes argentinos de origen coreano que ya casi perdieron el idioma de sus padres y están prácticamente asimilados a la vida local. Las escenas en las que eso sale a la luz son, sin dudas, las mejores del filme. Las otras, valiosas en cada caso y sin duda centrales a la vida de la realizadora, quedan un poco desdibujadas y recién sobre el final parecen cobrar un valor cinematográfico real y no solo uno personal/emocional. Los riesgos y los valores del diario personal/familiar llevado al cine están todos presentes en este breve, noble y desparejo filme.
SER COREANO EN ARGENTINA Esta ópera prima de Cecilia Kang, autora del exitoso corto Videojuegos, pretende contar a partir de la propia historia de su directora parte de la cotidianeidad de los coreanos en Argentina. En la historia que -literalmente- empieza en Corea y termina en Buenos Aires, lo más interesante es que el descubrimiento de lo desconocido (en especial de parte del espectador) se evela al mismo tiempo que la sensibilidad de su protagonista. En Mi último fracaso, lo universal se sobrepone a lo singular: tiene más peso específico el amor, el machismo y el sufrimiento que rodea a este linaje, su propia familia, sobre sus hábitos domésticos o los palitos que usan para almorzar. Con un minúsculo presupuesto, Kang entrega una película sencilla que aún así no escatima en poesía, risas y emoción. El uso de la cámara subjetiva y la irrupción del equipo técnico en algunas escenas le quita al film la solemnidad necesaria para que no sea tildado como otro documental cosmopolita. La directora a veces deja la cámara en una posición fija para interactuar con sus seres queridos, el lente con el que filma termina siendo, también, su espejo. Durante el 31º Festival Internacional de Cine en Mar del Plata esta película convivió en su programación con otra ópera prima más pretenciosa que estaba en Competencia Internacional muy parecida desde el tema a tratar: orientales que viven en Argentina. Lo que distinguió a la obra de Kang fue que tuvo mística y un mejor desarrollo. Sería imposible obviar la aparición estelar del trío Los Panchos que aportan la canción del final, romanticismo y como si fuera poco el título del film. Coreanos en Sudamérica y musicalizados por mexicanos, de esto se trataba la globalización. Vale la pena verla.
La cultura como identidad Cuando se habla del género documental, resulta difícil desligarlo socialmente de su esencia periodística, de esa finalidad informativa que supone la descripción de una realidad a través de la subjetividad de quién decida filmarla y de la misma interpretación personal que hace cada espectador sobre una misma obra. En estos casos resulta interesante cuando un director deja de ser un simple observador de su entorno y pasa convertirse en un objeto de estudio al servicio del público. Dirigido por Cecilia Kang – hija de padres coreanos y atravesada por el hermetismo de una cultura milenaria que recorre varias generaciones – Mi último fracaso se presenta como un documental sobre la comunidad coreana en Buenos Aires, exhibiendo las tradiciones y características singulares que hacen de este colectivo uno de los más arraigados en cuanto a la conservación de sus costumbres, en una ciudad que fácilmente combina el karaoke oriental con el fernet con cola. Sin embargo, es notable como Kang parte de este contexto principalmente para comprender su propia identidad como mujer argentina y coreana. Una identificación que se construye en la unión que comparte con sus mejores amigas (coreanas y argentinas), en la inspiración que le genera su profesora de artes plásticas y en la admiración profunda por las mujeres de su familia: Abuela, madre y hermana divididas en tres generaciones distintas y con visiones radicalmente diferentes de entender su linaje. Es así que el film se reparte constantemente entre Seúl y Buenos Aires, haciendo hincapié en los distintos conflictos de este grupo de mujeres marcadas por el rol femenino que ocupan en su cultura, como así también en la relación de sus tradiciones con el mundo occidental. Desde la eterna búsqueda del hombre ideal y el mandato familiar del casamiento hasta la incertidumbre en la recuperación de un cáncer terminal, cada historia narrada en primera persona funciona como una suerte de homenaje al universo femenino que rodea y enorgullece a la directora, al mismo tiempo que le ayuda a definirse a sí misma. Kang no solo logra que esta búsqueda personal nos involucre de una manera más que emotiva, sino que incluso transmite cada una de las vivencias y reflexiones de los personajes con la misma fascinación que ella tuvo cuando las descubrió por primera vez. Haciendo frente a cualquier choque cultural, lo que queda claro es que los afectos se sienten igual de intensos en cualquier parte del mundo.
DIARIO DE FAMILIA Cine dentro del cine. O registro documental sobre un grupo determinado. O el retrato personal de una directora en relación a sus orígenes, afectos, herencias, influencias, paisajes diferentes a su país natal. Mi último fracaso de Cecilia Kang invita a diseccionar ese no lugar de pertenencia de la cineasta asiática (coreana) en un contexto distinto, buscando la identidad desde la elección cultural antes que nada. Cecilia es el punto de vista pero desde su visión el abanico protagónico deja paso para que Ran y Catalina opinen sobre un mismo tema, en tanto la cámara de Kang va de acá para allá conformando un relato abierto a otras inquietudes. El disparador central de la historia, en los mejores momentos del film, se ubicará en un ambiente musical, exclusivamente con karaoke de por medio, en donde la directora elige el camino catártico para que Kang retrate zonas familiares festivas pero también tristes, autodesplazándose como personaje para cederle la posta a su hermana. La identidad o la búsqueda de ella, por lo tanto, se constituye en el leiv motiv de Mi último fracaso, un documental que puede parecer una ficción o una ficción con síntomas paridos por las raíces del documental. Ese ida y vuelta de un personaje a otro, estimulado por el (des)centramiento de un relato que elige un rostro y una opinión para luego inclinarse por otra voz y otra figura, actúa de manera curiosa y poco empática hacia el hipotético espectador. Allí Mi último fracaso elimina cualquier hálito de emoción para ubicarse en su coraza geométrica, perfecta e impecable, pero bastante reacia a la identificación y a la descarga emocional. MI ÚLTIMO FRACASO Mi último fracaso. Argentina, 2016. Dirección: Cecilia Kang. Guión: Cecilia Kang y Viriginia Roffo. Fotografía: Sebastián Agullo. Sonido: Francisco Pedemonte. Producción: C. Kang y V. Roffo. Intérpretes: Ran Kim, Catalina Kang, Cecilia Kang. Duración: 63 minutos.
En una clase de pintura, como a la que ella solía asistir en su infancia, Cecilia Kang le pregunta a las niñas que concurren allí qué quieren ser de grandes. Seguido a eso, distintas escenas se concatenan, todas con dos factores en común: lo femenino y la sangre coreana toman el protagonismo. Se observa a mujeres en un almuerzo hablando de la necesidad de mudarse para no sufrir; recorriendo un shopping y en un cementerio con comidas y bebidas a modo de ofrendas. Un taller donde se muestra a otra de ellas -de quien la directora fue discípula- frente a cámara, un restaurant coreano, un bar exclusivo para la colectividad donde los jóvenes conversan, se sacan selfies y hacen karaoke: todas estas postales que filma la Kang intentan buscar una mirada alejada que le permita observar sus raíces con cierto exotismo. A partir de hacerse preguntas sobre ciertas naturalizaciones, el documental plantea otro modo de ver una cultura, cuestionando los discursos machistas que la atraviesan y donde, por ejemplo, las niñas se convierte en mujeres creyendo que su profesión no puede influir en su rol familiar e impera el deseo de las madres de que sus hijas se casen con hombres de su colectividad.
“Yo soy argentina, pero soy mucho más coreana. Mis viejos son coreanos, mi cultura es coreana. entonces, en algún punto, va a haber un límite”, dice una chica de ojos rasgados y acento porteño. Son un grupo de mujeres como ella y el eje de la discusión gira en torno a una pregunta: ¿Te casarías con alguien que no sea coreano? En este documental, en la línea de Arribeños, que observaba a la comunidad del barrio chino porteño, la directora Cecilia Kang pregunta, escucha y acompaña a un grupo de inmigrantes coreanos, primeras y segundas generaciones de vecinos de Buenos Aires (o más bien vecinas, pues son en su mayoría mujeres las que se ven acá), tan capaces de mantener vivas sus costumbres como de participar activamente en la cada vez más diversa sociedad de la capital. El lenguaje, la escritura, el karaoke, las maravillosas comidas.
Sentadas a la mesa en un estudio de arte, cuatro adolescentes colorean y, son entrevistadas por la propia directora: Cecilia Kang. Ella les pregunta sobre que les gustaría ser cuándo sean grandes y que les parece la profesora, entre otros temas. Mientras las chicas responden, la cámara abandona el plano de sus rostros, iniciando una secuencia de planos detalle: manos, pinceles, paletas, dibujos. La directora introduce, de esta manera, el tema que abordara durante el filme, colocándose, momentáneamente, en la posición de entrevistadora, mientras otra persona registra la acción que se desarrolla. En un abrir y cerrar de ojos nos encontramos al otro lado del mundo. Ahora las personas no son adolescentes sino mujeres maduras y ancianas. Cecilia vuelve a tomar el control de la cámara. De aquí en adelante Corea es nuestro centro, exploramos esa cultura en el marco de las costumbres y orígenes familiares de la directora y hasta se atreve a mostrar la historia de su hermana cómo modelo de vida. Un paseo que realizan las mujeres. Una visita al cementerio. Un ritual de respeto y memoria. Fotografías junto a las tumbas de sus padres. Acciones que sin lugar a dudas producen un extrañamiento hacia el que desconoce esas costumbres, aunque inmediatamente se genera una sensación de entendimiento. El filme está correctamente realizado, el trabajo de fotografía es preciso tanto de día cómo de noche. Sin embargo, el espectador puede quedar algo desconcertado, ya que no se brindan referencia alguna al momento de cambiar de un país al otro. La directora sabe lo que quiere contar, pero no lo muestra de manera efectiva, siendo la única entendida en estos cambios. Esta situación obliga a revisar escenas para entender el parentesco que tienen entre si las mujeres que presenta en la película, su relación con la directora y, sobre todo, la línea continua del relato. Con un poco más de contextualización en las escenas, el filme se vería de otra manera. Igualmente queda bien expresada la crisis que Cecilia tiene por encontrar su identidad, el lugar al cual pertenecer, la lucha interna consigo misma. Cecilia Kang tiene en claro su relato, sabe lo que quiere decir, a lo que apunta, aunque no la desvele la cabal comprensión del potencial público. Por Mariana Ruiz @mariana_fruiz
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Cecilia Kang es una joven coreana argentina (nacida acá de padres coreanos), que decide hacer un documental. Sobre una maestra de artes plásticas, sobre sus amigas, sobre las mujeres de sus familias. El relato fluye de manera natural retratando a las mujeres de esa comunidad, que vinieron a Argentina buscando o escapando de algo (de convencionalismos, quizás, de ideas preconcebidas por otros). Expone así una mirada sobre la mujer desde su propio género. Temas como el amor, el dolor, el machismo, los lazos familiares, las pérdidas, pululan durante el metraje. Hablada a veces en español, a veces en coreana, rodada en Argentina, pero también en algún momento en Corea, Kang entrega una película chiquita (incluso en tamaño, dura apenas una hora) y sencilla, que no pretende más que desnudar a una comunidad desde un costado intimista y con un tono simpático y, por momentos, algo melancólico. A la larga, Mi último fracaso parece ser el resultado de una búsqueda personal, sin estructura, sin un plan pre armado, y por eso la narración del film fluye de manera natural pero también con cierta sensación de ir a la deriva, a donde lleve la marea. Si bien la idea de hacer un documental sobre uno mismo puede sonar ególatra, lo cierto es que Mi último fracaso no se siente para nada como el resultado de algo marcado por el ego. Insisto, es una búsqueda personal, de la identidad que un@ encuentra a medida que termina de conocerse a sí misma y de dónde proviene. Kang pone en foco a un grupo de mujeres que son tan argentinas como coreanas, superponiendo nacionalidades y así, costumbres. Un choque cultural al que pertenece. Un relato entretenido y simpático, sin grandes adornos y con un esquema fuera de las formas más convencionales, Mi último fracaso se revela como el retrato del mundo femenino que rodea a Kang, donde ha encontrado amigas, profesoras, inspiración, y al mismo tiempo expone la posibilidad de sentir que pertenece a dos lugares diferentes y lejanos que se conectan dentro de ella como uno solo. Ambas pueden convivir en armonía y complementarse la una a la otra.