Los tiempos muertos (o de cómo filmar la abulia) Ocio (2010) sigue el abúlico estilo narrativo de los anteriores films de Juan Villegas (Sábado, Los suicidas), aunque este no sea un trabajo en solitario sino que está codirigido junto al periodista Alejandro Lingenti. A pesar de la interesante construcción de los personajes, la versión cinematográfica del libro homónimo de Fabián Casas deja más dudas que certezas. En Ocio se sigue la pasiva vida de un muchacho (Nahuel Viale) tras la muerte de su madre y como éste hecho aleatorio va a ir provocando rupturas en su ámbito familiar, motivo que servirá para afianzar los lazos entre sus supuestos amigos. El relato cinematográfico se cimienta a partir de una historia común en la que van a suceder un sinfín de hechos, pero mostrados a través de tiempos muertos en los que pareciera que nada aconteciera. Todo esto se suma a una serie de situaciones no resueltas con claridad que apelan de manera errática a la ambigüedad interpretativa por parte del espectador, dejando varios cabos sin resolver dentro de la propia historia. Actoralmente todo el peso está puesto en Nahuel Viale (Glue, Antes, La Sangre Brota) que una vez más demuestra que es uno de los actores de la nueva camada con un futuro interesante y al que ya le llegó la hora del reconocimiento. Su trabajo demuestra, una vez más, que su sola presencia puede ser determinante para salvar una película insalvable y otorgarle algún mérito. Más allá de una notable forma para presentarnos personajes creíbles y bien determinados, y de la creación de climas en dónde a pesar de no suceder nada se logra tensión, Ocio nos presenta más de lo mismo. Un cine en dónde la abulia de los personajes se termina apoderando de la propia historia, haciendo que se termine por naufragar en un mar vacío de palabras y de bonitas imágenes.
Final de época Filme de atmósferas, basado en la novela de Fabián Casas. Fabián Casas, autor de la novela Ocio , “transmite” a sus padres de maneras muy distintas, casi antagónicas. Al padre suele exponerlo en las sobremesas entre amigos (el autor de esta crítica ha compartido algunas), como un personaje al borde de lo paródico, cargado de humor y antiheroísmo. En el caso de su madre, de la ausencia de su madre, opta por la palabra escrita; el íntimo lirismo desgarrado; la sobrevida en poesías bellamente melancólicas. Más allá del universo Casas -el barrio, el fútbol, el ejercicio de la amistad, la música, la literatura, la calle, el humo pensativo- aquellos dos seres constitutivos, ineludibles, tienen un peso muy fuerte en su obra. Alejandro Lingenti, amigo íntimo del escritor y debutante como director de cine, y Juan Villegas (realizador de Sábado y Los suicidas ) tomaron Ocio como punto de partida y construyeron un filme que guarda la esencia de la novela; no la literal sino la anímica. La película Ocio es exactamente eso: la transmisión, a través de imágenes y sonidos, de un estado de ánimo, en general vacío. Correspondiente a un muchacho joven (Casas en la realidad; Nahuel Viale en la ficción) que acaba de perder a su madre y parece estancado en un limbo triste y acogedor, en el que la infancia ya quedó en el camino y la adultez todavía no llegó, aunque está ahí, como una amenaza. Con destreza formal (en la que seguramente Villegas tuvo mucho que ver) y actuaciones acertadas, la película hace interactuar a dos atmósferas que se complementan y que, al mismo tiempo, funcionan como espejos, una de otra: la del mundo interno y la del mundo externo del protagonista. El primero está marcado por esa etapa de la vida en que la música (acá de Pescado Rabioso y Manal), un buen libro (acá de Camus), un cigarrillo y la mirada clavada en el techo de la habitación constituyen un cálido refugio que, uno lo sabe, tarde o temprano volará en pedazos. Después sólo quedará la realidad: inapelable, feroz, concreta. Este clima interno se completa con un padre subjetivamente ausente -que trabaja de payaso- y una madre objetivamente ausente. El afuera funciona en un no tiempo, en una Buenos Aires enrarecida, desolada, plagada de acechanzas: la obligación de entrar al mundo productivo -laboral o estudiantil-; el maltrato ajeno -representado por un grupo de recios motociclistas- y, como bálsamo, los amigos (varones). La literatura de Casas y la película de Lingenti-Villegas transmiten un mundo masculino. La única mujer gravitante, en el filme, funciona como un fantasma. Ocio también contiene -acaso a instancias de Lingenti- la banda de sonido de la vida de Casas , en la que se suceden desde el rock setentista hasta el actual. Por lo demás, no hay un relato creciente, hilvanado, sino una narrativa circular, acorde con la percepción del protagonista. Las irrupciones de ciertos personajes que monologan, y algunas secuencias demasiado despojadas, como una en una cancha de fútbol, parecen inacabadas. Sin descartar desaciertos, que los tiene, se puede decir que todo, en este filme, está un poco corrido de la realidad e inacabado como en un sueño. Ocio no procura divertir, ni generar humor o suspenso. Intenta crear atmósferas frías, distantes, abúlicas, que envuelvan a nuestro protagonista melancólico. Y lo logra, con sentido poético y visceral, ajeno al de otras películas contemplativas, que parecen hechas por jóvenes con gran conocimiento académico y poca garra, poco rock, poco núcleo, poca esencia.
Basada en una novela de Fabián Casas, otra película presentada en co producción por dos reconocidos críticos de El Amante (y tercer largo de Villegas además). Es la historia de una familia que debe superar la muerte de su madre. Tres hombres, un padre y dos hermanos. Andrés, el menor, no tiene trabajo, no tiene novia, no tiene motivación para vivir. Su vida es el ocio. O la búsqueda de un destino. Deambulará por el barrio, tratará de conseguir un departamento, un trabajo y le comprará una moto a unos choppers, junto a unos amigos, lo cuál le traerá más de un inconveniente. Oscura y deprimente, la película es la contemplación de la desazón en un periodo de transición de la vida del protagonista, que vive entre dos barrios de hinchadas de fútbol rivales (Boedo y Parque Patricios) en una época inestable (entre los ´80s y 90´s). Los directores no dan ninguna información. Dejan que todo se sobreentienda, lo cual sirve para escapar de los discursos, y los diálogos redundantes. El ambiente costumbrista no es un simple capricho. Los detalles de los decorados se relacionan con la nostalgia, con un dejo de melancolía que ayuda a construir el clima del relato. Austero, con buenas interpretaciones, se trata de otra película argentina de contemplación, con personajes tan cotidianos como estrafalarios, con un mundo que ahora resulta ajeno, pero a la vez se siente como muy familiar. Una película que respira tristeza por cada poro, pero que a pesar de todo, resulta atractiva y nunca llega a ser un relato lacrimógeno. Cada espectador la sentirá de forma diferente, se familiarizará más o menos con el barrio. Porque de eso se trata, de un homenaje a los viejos barrios, a las viejas costumbres sin llegar al absurdo o el patetismo. Tiene solvencia narrativa, no es pretenciosa. El final es un poco abrupto, aunque necesario porque la narración en la última media hora empieza a decaer un poco y tornarse algo repetitivo. Pero, a pesar de eso, es una película que da pie a la reflexión y deja calando algo más, que una simple moralina sobre el aburrimiento y la depresión.
Como otras producciones de El Pampero Cine, Ocio tambien transcurre en el barrio de Parque Patricios, esas calles de adoquines grises, tristes. Basada en la obra homónima de Fabián Casas, Andres es un adolescente que ha perdido a su madre, vive con su padre, un payaso que trabaja realizando shows. Resalta el ambiente rockero donde Andrés es una gema màs, sus juntadas con amigos a pasear por la ciudad, tomar unas cervezas o fumar en una terraza del barrio, observando a lo lejos las plateas del estadio Tomas A.Duco. Sin mucho razonamiento, los muchachos se meten en problemas fácilmente por un acto menor, la falta de pago de una moto adquirida a una pandilla de barrio. Es ahí donde éstos personajes resultan inverosímiles. La relación padre-hijo sobresale ante la angustia y acordes de bajo que fuertemente retumban, como para volver al clima aun mas hostil, la pandilla no deja pasar de largo las deudas y la violencia toma mayor parte en la vida del adolescente.
Pet Sounds. En el orgulloso diagrama de sus diálogos, la mayoría de las veces lacónicos y perfectos, en verdad casi sin parangón en la historia del cine argentino reciente, probablemente resida la secreta armonía de la película, así como es allí donde pareciera estremecerse el corazón de su silenciosa y genuina ambición: película con el oído en constante atención y alerta en más de un sentido, Ocio parece querer trabajar el sonido hasta extenuarlo, hasta volverlo la marca de una parte fundamental de su programa estético y, por lo tanto, el feliz subrayado con el que uno se siente invitado a recorrerla. Ocio no es una película sobre música pero en la que la música juega un papel preponderante. Aunque no es solo eso. Acá de lo que se trata casi siempre es de oír, desde las canciones que el protagonista escucha en la soledad de su cuarto (escenas que incluyen el detalle maravilloso de que esas canciones no suenen del todo bien, acorde con la precariedad del equipo en el que se reproducen) hasta los martillazos constantes que componen en parte el intrigante fondo sonoro de la casa. Son sonidos domésticos que se vuelven un canto ominoso, el tañido de un tiempo que ya no alcanza a contenernos y nos expulsa. Los repentinos ataques a pura guitarra eléctrica de Ariel Minimal desde la banda de sonido, primos hermanos de los loops elegíacos de Neil Young para Dead Man, de Jim Jarmusch, son disrupciones que le pelean al costumbrismo en su propio territorio. Con ritmo urgente y desengañado, Ocio se dedica a horadar el fondo inoxidable de su historia barrial para que el barrio se vuelva una superficie de tensiones irresueltas. Recurriendo a una paráfrasis de las bellas palabras del poeta Martín Armada: para que en el barrio llueva un mar de piedras y debajo se pueda ver, en vez de un Edén, una cosa muy distinta: un páramo iluminado con el súbito resplandor que emana de una conciencia lastimada y macerada a los tumbos. Son tres seres los que en la casa se arriman y se repelen, como animales arrojados a un mundo de interrogantes: el personaje principal, su hermano y el padre de ambos. Son figuras caídas que hacen lo que pueden con una desesperación que no se nombra, provisorios titanes bajados de su templo a fuerza de hondazos tras la desaparición física de la madre. En esa casa la vida late ahora a media asta, la evidencia de la pérdida se cuece sobre un fondo de monosílabos y de gestos que se arrastran: comer sin hablar una pizza que se enfría sobre la mesa (si es que no vino fría de antes, porque afuera es invierno y llueve); arrimarse padre e hijo en la misma cama, también en total silencio, sin el menor chistido que le otorgue una forma explícita al desamparo. Desde la confección del guión, Lingenti parece extractar la novela de Fabián Casas, recortar breves momentos que en la película lucen como punzones dispuestos a dar estocadas. Todo desplegado siempre en planos sobrios, austeros. En Ocio la frugalidad manifiesta de las imágenes es la expresión palpable de la ética del menos es más. Somos tres islas. Es lo que dice el narrador en el libro de Casas. En la película no hay narrador que diga nada. Es que en la pantalla, Ocio se desentiende de la voz de una primera persona omnisciente y abre el juego a una pena que ya no se enuncia desde un cuerpo con nombre propio sino que, en cambio, resulta el telón de fondo de un modo de estar en el mundo, levemente ausente pero con el nervio alerta, continuamente acicateado por el fantasma de la caducidad de las cosas. Por su insobornable urgencia. De golpe, la palabra se aligera hasta perderse, se vuelve espectro de sí misma hasta convertirse en la música finita –en verdad, un hilo– capaz todavía de expresarlo todo con el mínimo aliento: “No, ella no se encuentra”, dice uno de los hermanos por toda explicación cuando atiende el teléfono que suena en la casa en silencio. Imbuida de un desencanto rotundo, definitivo, la película de Lingenti y Villegas se permite, sin embargo, aligerar fugazmente el tono mediante breves segmentos de comicidad lunar, espacios vacíos en medio del dolor en los que el peso ontológico del mundo aparenta dimitir con su misterio a cuestas para dejarnos en su lugar otro de carácter no menos insondable. Y se respira: las disertaciones rapsódicas de Picasso (un sorprendente Santiago Barrionuevo, cantante del grupo de rock platense El mató a un policía motorizado) en el techo de la casa junto a sus amigos, el metegol en el que se dirime vagamente una deuda de dinero pero que más bien pretende establecer la supremacía entre bandas rivales de ocasión, le sirven a Ocio para interrumpir la circularidad inconsolable de su recorrido con la ayuda del enigma lejano de la risa. Pero también, porque aquí el realismo de ocasión y la gravedad se combaten con dosis parejas de verdad y justicia, el rock se planta en toda su dimensión liberadora: retazos de una cultura que sacude el estupor cotidiano, que inserta la idea de “lo otro”, lo que no soy yo y me llama. Como cuando uno no sabía inglés y repetía palabras sacadas de los discos de rock como si fueran un mantra. Las canciones, los libros, las películas; en definitiva, siempre la aventura. Como cuando, en uno de los momentos más hermosos del cine de este año, el personaje llamado Roli está contando una historieta que leyó y vemos cómo su lenguaje se transforma, su mundo se transforma. Su cara se transforma. Roli se pierde. Maravillosamente, ya no es él. Los directores sostienen su rostro durante minutos enteros en un plano fijo que es todo un recorrido ejemplar de la acción de eso que siempre se comenta: un poder enorme, capaz de trastocarnos desde la raíz. En general, llamémosle cultura. Decididos a habitar un mundo, Lingenti y Villegas despliegan una constelación de signos cuya contundencia está por lo menos a la altura de su casi infinita nobleza: llenar un territorio, plagarlo de ecos reconocibles. Es que no es meramente una pequeña porción de la vida de un individuo, el joven protagonista de la novela, de lo que se trata aquí. Por el contrario, los directores asumen una tarea de mayor alcance que la de reproducir parcialmente la letra de Casas, y no es difícil suponer que el background de Alejandro Lingenti como consumado cronista de rock y musicalizador exquisito tiene mucho que ver en ello. Ocio termina constituyéndose en un fragmento sin tiempo de la cultura del rock (“Un trozo de este siglo”, diría Javier Martínez), registrado con una precisión arrolladora, al tiempo que alcanza a erigirse como pudoroso e irrenunciable gesto de amor.
Un universo en tres dimensiones La habitación, la casa y el barrio: Ocio es una película de espacios. Esos tres ambientes conforman un único microcosmos habitado por un joven sin nombre, sobre quien giran una serie de satélites que varían de acuerdo a la órbita en la que se encuentre. En el territorio de la casa residen tres hombres que se relacionan a distancia, de a porciones. Mantienen un trato fraccionado, parecen islas que se miran desde lejos como fragmentos de algo que se rompió. El espacio vacío de ese hogar, acaso el núcleo vertebrador perdido entre quienes supieron integrar una familia y ahora son sólo restos, se materializa en una frase que el protagonista (que en el libro se llama Andrés, pero el relato de Fabián Casas es otra cosa) derrama cuando atiende el teléfono: “Ella no se encuentra”. En la geografía oxidada del barrio él se conecta con Roli y Picasso, amigos con los que oscila caminando al costado de las vías del tren, tomando cerveza del pico, jugando de manos o pateando en una cancha. Todas son instantáneas que parecen desentenderse del transcurso del tiempo, como suspendidas en un columpio desde el que se ven las horas pasar. Ellos se uniforman con chaquetas de cuero, tranquilamente podrían ser una de las pandillas de The Warriors, aquella historieta nocturna filmada por Walter Hill. “Somos como dioses”, dice Picasso con un tono de voz de una parsimonia titánica, en una escena que, hermosa como el atardecer que atestigua, encuadra a los tres amigos sentados en lo más alto de un edificio mientras contemplan un crepúsculo subrayado por una fila de departamentos perfectamente ordenados en forma ascendente. Desde ese lugar ellos pueden ver todo el territorio al que pertenecen y también un más allá representado por la torre del Parque de la ciudad. En cada cambio de escena y cada vez que irrumpe alguno de los personajes motorizados, se reiteran, insistentes, los estertores compuestos y ejecutados por Ariel Minimal, sonidos que por momentos se develan como una perfecta distorsión de western. Ocio es, como La ley de la calle (relato del que toma más de un signo), una película de bandos; existen dos grupos rivales que asumen el desafío de su deuda pendiente mediante un partido de metegol. Ese encuentro, que podemos linkear directamente al mano a mano de joystick entre Daniel Hendler y Walter Jakob en Los paranoicos, decreta vencedor al equipo de Picasso, suplente que termina siendo figura, que remata el partido luciéndose con una jugada letal: amasando la pelotita hacia un costado para luego dispararla contra el sonido seco del arco de plomo. Ocio es también una película de tríadas. Tres son los amigos y la cantidad de hombres que habitan la casa; el personaje del Rubio junto a sus laderos también son tres y, como se enumera más arriba, este relato se localiza en tres ambientes. El espacio de la habitación, la tercera dimensión (que además es sede de devoción a la trinidad fútbol, libros, música), nos hace sentir de cerca la esencia de Ocio. Entre sus paredes se abriga la puesta en escena de un espacio personal, de un mundo propio; el del periodista, crítico y ahora director Alejandro Lingenti. Un lugar habitado por amigos y colegas que actúan, lecturas que se disponen en fila y púas que detonan la más bella música. Inspiradas en imágenes escritas, las imágenes filmadas de Ocio componen un hábitat integrado por recortes fugados desde aquel lugar donde permanecen atesoradas las cosas que nos definen. El refugio proyectado de un pequeño universo donde existir.
La adaptación cinematográfica de un texto fundamental de la joven literatura (considerado de culto entre los nuevos públicos), el relato de Fabián Casas, Ocio, es una propuesta que no se siente a la altura de su punto de partida. Más allá de lo que haga con el libro de Casas, en sí misma carece de ritmo y no tiene una fotografía muy feliz, por nombrar dos elementos propios del lenguaje sobre el que busca sostenerse. Para comenzar, el guión no logra transmitir el mundo que propone el relato y muchas veces cuestiones tecnicas de la película no permiten ver demasiado lo que sucede entre los vínculos externos e internos de la vida del protaonista. Esto hace que la película sea otra cosa, todo bien con ello, más parecida a un cine de escuelas profusamente hecho. Ocio como película no logra convencer, y se acerca tanto a ciertos ejemplos del Nuevo Cine Argentino de hace más de una década que atrasa... Hay un contacto con lo cotidiano, con la realidad del protagonista literario de Ocio, con su mundo culturalmente rico, y desde allí interesantemente desencantado que la película no ahonda en lo más mínimo. Lo mejor que tiene es el barrio, sus imágenes, cuando logra asomarse y mostrar el mundo de los adolescentes de Boedo, el rescate de sus identidades locales: el club San Lorenzo de Almagro, la placita Butteler, el rock de los setenta, como auténticas pertenencias por encima de otras marcas. Para cerrar, destaquemos el hecho de que en el último BAFICI agoto sus localidades siendo un fenómeno de expectativa para fanáticos y público en general.
Tensión latente Los que digan que en Ocio (2010, Juan Villegas y Alejandro Lingenti) no pasa nada, están equivocados. Aparentemente no hay historia por contar, ni siquiera una simple anécdota que valga la pena. Lo cual, probablemente, obligaría a las “buenas costumbres audiovisuales” a dejar de ver la película en cuestión. En este caso eso no sucede. Todo lo contrario. Porque todo lo que pasa en Ocio, pasa menos en términos de acción que en términos de tensión. Una tensión latente que se genera sólo por el hecho de estar esperando el momento en que esa tensión se quiebre, y que nunca llega. Villegas y Lingenti deciden tirar de una soga que nunca va a romperse; sin dar información servida en bandeja y sin dar nada por sentado, escapándole a los lugares comunes. En fin, sin subestimarnos. Eligen mostrar los antes o los después de lo que tradicionalmente “debería” mostrarse; las causas o las consecuencias de los acontecimientos más que los acontecimientos en sí mismos; prefieren mirar más al que mira que lo que éste está mirando. Y todo esto les sale bien porque nunca pierden de vista desde dónde están contando su historia que, más que historia, parecen ser pantallazos casi arbitrarios –incluso algo desordenados– de la vida de Andrés (Nahuel Viale), organizados en una estructura dramática parecida solo a la de los recuerdos o a la de los sueños. Ocio poster 716x1024 Ocio: Tensión latente cine En 70 minutos de película podemos entender la pérdida de una madre, que nunca termina de sufrirse (o sí). Podemos entrever un negocio oscuro que nunca termina de concretarse (o sí). Podemos suponer la convivencia de Andrés con su hermano y su padre, y el vínculo con sus amigos. El barrio de Boedo, Spinetta, Manal, San Lorenzo y los años 80 (o no). El invierno, el resfrío, los tés, los baños de vapor. ¿Mujeres? Pocas. Las que hay: muertas o fuera de foco. Pero nada, ni la lluvia, despierta a Andrés. Recomiendo leer la novela homónima de Fabián Casas justo antes o después de ver la película, para entender y disfrutar lo que significa una buena adaptación literaria al cine, sin ser condescendiente ni exageradamente libre en la versión.