Los excéntricos Solnicki En los últimos años arreciaron películas construídas total o parcialmente con videos familares, found-footage y otros materiales caseros. Surgió así -como bien apuntó el catálogo del BAFICI 2012- una suerte de moda bastante facilista (reeditar esas imágenes y, muchas veces con el agregado de una voz en off, darle algún sentido y coherencia narrativa). No era fácil, por lo tanto, para Gastón Solnicki -luego de su exitoso debut con Süden (que se reestrena en el CCGSM)- hacer algo superador. El director decidió arriesgarse aún más: nada de aditamentos, de refuerzos, de subrayados, de explicaciones, de informaciones. Sólo imágenes ¿Para qué más? Si los "excéntricos" Solnicki no requieren más que de un observador agudo, inteligente, atento, para descubrir la dinámica, las contradicciones, los momentos alegres, tristes y tragicómicos de la familia. El propio Solnicki (quien, salvo en un par de pasajes en que su madre lo alude, optó por mantenerse "invisible") filmó a sus familiares durante una década, siguiendo a los distintos personajes (desde el histriónico Víctor que lidera este verdadero clan hasta el nacimiento de su sobrino Mateo). Hay -según se lo analice- algo de impunidad, manipulación, impudicia, visceralidad y valentía en la exposición que Solnicki hace de la intimidad de sus seres queridos, a quienes muestra en sus facetas queribles, pero también en los pasajes más ridículos, casi patéticos, generando a veces una sensación de incomodidad en el espectador (voyeur). Si bien por momentos a Solnicki le cuesta encontrar un eje claro (no es fácil condensar la historia de una familia en apenas 74 minutos) y la narración se dispersa un poco entre viajes, reproches cruzados y (des)encuentros, Papirosen (una suerte de Tarnation local) regala momentos de gran intensidad y -a pesar de haber usado una camarita digital como todo equipamiento- también de gran cine. Ganadora de la Competencia Argentina del BAFICI 2012. Solnicki sobre el film: Un amigo me dijo que había hecho una película exorcista, que el cine puede despertar a los fantásmas y reavivar procesos vitales y que después de haber terminado Papirosen estaba listo para hacer una película normal. Realizarla fue quizas la experiencia más compleja de mi vida. Filmar a mi familia durante una década, vincularme con ellos a través de una cámara llegó a ser de a momentos bastante esquizofrénico y muy difícil tanto para ellos como para mí. Lo cierto es que hoy siento que todos pasamos por un buen momento en nuestras vidas personales y grupales, a pesar de los traumas, y de alguna manera no puedo evitar relacionar este pasar con la experiencia de Papirosen. Al igual que en Süden, mi película anterior, el proceso no comenzó con un guión o una idea clara preconcebida, sino que ambas fueron escritas en la mesa de montaje junto con mi querida colega Andrea Kleinman, indiscutiblemente coautora de ambos films. Si bien tienen mucho en común formalmente, Papirosen es más ambiciosa; un mosaico que se propone reflejar ciertas dinámicas familiares en cuatro generaciones, dialogando con una antigua tradición endogámica. Alrededor de 60 años de material condensados en 74 minutos de duración. Son películas muy díficiles de financiar porque ambas responden a un impulso, y cuando quiero salir a pedir ayuda ya suele ser tarde. Es común que cuando uno busca productores o agentes, te digan que aún está verde, que quieren ver más antes de involucrarse y luego la misma gente cuando te cruza más cerca del final te dice que es tarde. La financié yo, como pude. Practicamente el único costo real (salvo mis equipos y trabajo) fue la posproducción, el trabajo de mis colegas.
Familia para amar En Papirosen (2011) Gastón Solnicki propone a través del formato del home movie un recorrido visual por cuatro generaciones de su familia y de como fueron afectados por los cambios acaecidos durante casi un siglo de vida. Solnicki comenzó a filmar a su familia cuando nació su sobrino Mateo. Durante diez años recopiló imágenes de fiestas, vacaciones, comidas, encuentros y desencuentros entre su abuela, padres, hermanos y sobrinos. Son momentos congelados en un tiempo que sirven para dialogar sobre un pasado que comenzó con el holocausto judío y cuyo desenlace se encuentra en el presente de una familia que pudo mantenerse unida a pesar de las vicisitudes de la vida. Ganadora de la competencia argentina en la última edición del BAFICI, Papirosen es tal vez la mejor película sobre la familia, la tradición y el judaísmo que el cine argentino haya mostrado alguna vez. El también realizador de süden (2009) rompe con todos los prejuicios y filma en la intimidad absoluta de su núcleo familiar, para acercarnos una historia coral, fragmentada y sin ningún tipo de concesiones, tanto para los espectadores como para los integrantes del seno familiar. Papirosen no es un film convencional, su relato no sigue un hilo narrativo, ni siquiera una cohesión. Sus historias y personajes van y vienen en la trama como lo hacen en la vida. Son imágenes sueltas, algunas casuales, otras preconcebidas, sobre la vida misma de una familia judío argentina y todo lo eso representa. Alejado de todas las convenciones posibles, Gastón Solnicki apuesta a una historia radical para hacer catarsis familiar a través de una película única en su estilo y forma.
Gastón Solnicki hizo esta película utilizando más de 200 horas de material registrado con miembros de su familia, a lo largo de diez años. "Papirosen" (que en ruso significa ‘cigarrillos’; así se llama un tango idish sobre un niño huérfano que aparece en la cinta) es un registro potente, sobre algunas problemáticas que atraviesan ese universo particular. Desfilan cuatro generaciones de ese grupo y somos testigos de retratos vacacionales, reuniones familiares, discusiones, planteos y momentos que marcan puntos de inflexión en la trama familiar. La cinta de Solnicki es, indudablemente, festivalera, viene de ganar la Competencia Argentina de BAFICI 14 y está haciendo un interesante recorrido internacional. Sus valores son interesantes, hay un registro cuidado sobre algunas situaciones muy fuertes (la reconstrucción de la historia de los sobrevivientes del Holocausto, por ejemplo) y abundan las instantáneas que van mostrando como se abre el arbol de la familia. Aparecen conflictos en las parejas modernas, pero lo más rico es ver la manera de organizar el mundo de esta familia, judía y convencida de la importancia de sus valores. El documental posee bastantes tomas de algunos miembros en particular, carismáticos y que van marcando el ritmo de la narración. No tiene mucho misterio la manera de presentar las ideas: digamos que si, el ojo del director capta una idea y la organiza por capítulos, para mostrar todo lo que registra bajo ese ítem, con la idea de ordenar y presentar algunos núcleos temáticos de peso de los que ya les hemos hablado. Hay una puesta austera, natural, en la que abundan los silencios y que genera una rápida conexión con el espectador. En general, la sentí un poco larga, en el sentido de que algunas ideas se ven claramente, y aún así necesitan ser reafirmadas, por necesidad del ojo crítico de quien registra... Solnicki tiene mucho oficio, sin embargo y logra un relato prolijo apoyandose en personajes de su vida familiar. Ir advertidos entonces que van a ver un registro no ficcional, detallado y particular, sobre una familia judía (la del cineasta) y su historia, lo cual puede que no los convoque naturalmente. Pero si están dispuestos a adentrarse a observar detenidamente el cuadro, "Papirosen" tiene algo para ofrecerte, sin dudas.
Luces y sombras de la memoria familiar Durante once años, el director filmó a su familia judía en todas las situaciones posibles, reservándose el rol de puente entre uno y otro lado de la pantalla. Lo que resultó fue un cuadro único, irrepetible y a la vez universal, una suerte de “aleph cinematográfico”. Quizá porque toda familia es una caja de Pandora, o por la provechosísima tensión entre lo que quema en carne propia y la necesidad de poner distancia, Papirosen viene a confirmar que el documental familiar es, tal vez, un género infalible. Sobre todo cuando el que filma es, como aquí, parte del asunto. Para verificarlo bastaría trazar una línea que, partiendo de Extreme Private Eros (Kazuo Hara, 1974), pasara por El de-sencanto (J. Chavarri, 1976), Embracing (1992) y Tarachime (2006, ambas de Naomi Kawase), La TV y yo (A. Di Tella, 2002), Tarnation (J. Caouette, 2003), Irène (A. Cavalier, 2009) y Photographic Memory (R. McElwee, 2011). Como varias de ellas y confirmando a la familia como origen mismo de lo siniestro, Papirosen genera asombro, incomodidad, fascinación, emoción y rechazo, poniendo al espectador en el lugar de cómplice, testigo, convidado de piedra y hasta depositario de la memoria familiar de los Solnicki. Puente entre uno y otro lado de la pantalla, el realizador se ha reservado para sí un lugar tan naïf como perverso, en tanto funciona como incluido-excluido. Once años le llevó a Gastón Solnicki concretar su documental, consagrado Mejor Película de la Competencia Argentina del último Bafici y exhibido en los festivales más selectivos. Sospechando seguramente la importancia que la tradición judía reserva para el primogénito varón, Solnicki (Buenos Aires, 1978) prendió por primera vez la cámara el día que nació Mateo, hijo de su hermana mayor, Yanina. A partir de ese momento, y sin tener claro todavía a dónde quería llegar, Solnicki (cuyo documental previo, Süden, se repone en el Centro Cultural San Martín, exhibiéndose a dúo con éste) no paró de filmar a su familia en todas las situaciones posibles, sumando al material propio el abundante metraje de home movies que los miembros del clan imprimieron desde la última posguerra, cuando llegaron a Buenos Aires, provenientes de Polonia. En el curso del proceso, la historia de su familia más inmediata se vinculó –por vía de la abuela nonagenaria, sobreviviente de la Shoá– no sólo con las generaciones previas, sino con la del pueblo judío en general, desde el exterminio nazi en adelante e incluyendo la diáspora. En Miami, Víctor Solnicki (padre del realizador) se reencuentra con un tío radicado allí, así como más tarde parecerá buscar, en Praga, su propia infancia, materializada en unos viejos soldaditos de plomo. Si Víctor tiende a asumir un rol protagónico, se debe tanto a su carácter de sobreviviente como a su presencia e histrionismo (es la clase de persona de quien, según suele decirse, la cámara “se enamora”), su historia trágica (debió huir de Lodz junto a su madre, huyendo del antisemitismo soviético, y más tarde el padre se suicidó, escena que Víctor reconstruye con un detalle francamente despiadado) y, finalmente, su vinculación con Mateo. No por nada Papirosen empieza y termina con un viaje de abuelo y nieto, y no por nada el abuelo le canta al nieto una canción que a él le cantaba, a su vez, su padre. La línea paterna: ése es el eje que atraviesa Papirosen. De hecho, el momento en que el pequeño Mateo acusa a su padre de “mentiroso”, a pesar de la amenaza de castigo, denota un rasgo de carácter que no es difícil vincular con el durísimo Víctor, que por cargar sobre sí con todo el peso de la familia sufre de dolores de espaldas. Pero Papirosen es todo lo contrario de un film lineal. Gracias al admirable trabajo de montaje, hecho por el realizador junto a la editora Andrea Kleinman, la dinámica familiar se despliega en todas direcciones y en sus más mínimos detalles. Mamá Mirta, que es psicóloga, le ordena a Gastón que ayude con los bolsos, como si en vez del director de la película fuera un chepibe. Papá Víctor trata de “pelotuda” a la sufrida Yanina (que se separa del marido en el curso de la película) porque no acomoda un bolso como presuntamente debería. Harto de sentirse perseguido (la línea campo de concentración-hogar de los Solnicki daría para una investigación particular), el hermano del medio, Alan, anuncia que se va a distanciar de la familia. Yanina cree que fue un error no haberse casado con un tipo que fuera como su padre. La abuela Pola opina que Yanina se merece que el marido la haya dejado. En un memorable juego de culpogenias cruzadas, mamá Pola acusa a Víctor de querer verla muerta, y el hijo le retruca si lo que está buscando es que se clave en el pecho un cuchillo. Pero si hay un detalle tan terrible como inadvertido es que Lara, hermana menor de Mateo, aparece apenas de refilón y sólo en un par de escenas. Basta relacionarla con la desdichada Yanina para experimentar una suerte de temblor de género. Familia judía, familia universal, familia irrepetible. Todo eso puede decirse también de la propia película, “aleph cinematográfico” que no tiene centro ni periferia y cuya superficie parecería infinita.
Retrato de una familia para armar El director Gastón Solnicki armó un documental donde presenta la historia de sus padres y abuelos, abarcando el horror del exterminio nazi en la Segunda Guerra Mundial y más de 200 horas de filmaciones caseras. La voz en off de una anciana judía contando dolorosamente sus vivencias en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial sobre las imágenes de un paisaje blanco de un centro de esquí, y al final su hijo con su bisnieto en el mismo lugar, en una relación increíblemente afectuosa que permite al hombre contarle al niño que su padre se murió de tristeza, que sí, hay gente que se muere de tristeza. Y en el medio, cuatro generaciones retratadas con rigor, impudicia, humor, ferocidad y a la vez, mucho amor y comprensión. A partir de más de 200 horas de home-movies familiares, once años de una camarita encendida en cumpleaños, Bar Mitzvah, viajes a Miami, separaciones, visitas al médico, discusiones por plata, por vanalidades y por el pasado, Gastón Solnicki traza un retrato fantástico de su familia, un recorrido desde el exterminio nazi de muchos de sus integrantes a la situación acomodada en Argentina. La columna del relato se centra en la abuela del director, pero el planteo inicial se desbanda en una especie de caos cinematográfico controlado, donde la atención se concentra alternativamente en su propio padre, que parece sostener todos los conflictos familiares sobre sus hombros –en un momento se lo muestra encorvado y luego visitando a un traumatólogo–. La narración después se traslada a su hermana en pleno proceso de separación, salta a filmaciones caseras del clan en los bosques de Palermo hace varias décadas y continúa con una pelea sobre el valor de la palabra empeñada entre el miembro más chico de la familia y su padre. Así de impúdica es Papirosen, ganadora de la Competencia Argentina del BAFICI 2012, y así de valiente es la película de Solnicki, que tuvo que elegir en la mesa de edición qué contar y cómo. El resultado es un fresco extraordinario, visceral y honesto sobre la identidad, sobre su propia historia.
El tiempo recobrado Papirosen, la segunda película de Gastón Solnicki, nos llega en forma de home-movie, un documental que surge de una serie de registros familiares que el director va capturando a lo largo de diez años a partir de la noche del nacimiento de su primer sobrino, Mateo. El holocausto y las marcas traumáticas que dejó en las generaciones siguientes son el eje central del film. Una familia judeo argentina es a la que se mira y recuerda todo el tiempo. A través de sus viajes por el mundo, sus discusiones familiares, reencuentros, nacimientos, divorcios, enfermedades, una mezcla de situaciones y acontecimientos que por momentos son divertidos pero que a su vez nunca dejan de estar atravesadas por el dolor, sentimientos y culpas que padecen las cuatro generaciones de esta familia. El relato está construido a partir de los registros fílmicos que tomó el director. Los intercala reiteradas veces con el material archivado por su abuelo, Janek, del cual también se habla en la película, quien solía filmar a su familia durante los primeros años en los que llega al país junto a su hijo Víctor, padre del director, y su esposa Pola, la abuela y narradora principal del documental. A través de ella somos introducidos en la intimidad de la historia familiar. Solnicki en Papirosen -una canción tradicional en idish que escuchaba su padre de chico- se introduce en las claves de la búsqueda de su propia identidad que parecieran ser esa condensación apretada de momentos íntimos, como el relato del suicidio de su abuelo o el divorcio de su hermana. Toda situación de alegría, todo acontecimiento de tristeza son apropiados por el realizador de una manera casi obsesiva, al querer recuperar todo aquello que inevitablemente se pierde en el transcurso del tiempo con la muerte de los seres queridos.
Historia de una familia judía Con el auge de las filmaciones hogareñas o home movies, el cine fue encontrando un espacio de exploración dentro del amplio espectro del género documental para despojarse del valor intrínseco como testimonio familiar y encontrar las posibilidades narrativas para abarcar temáticas más universales. Una familia, sea del país o región que sea, no deja de ser una familia y eso es lo primero que se percibe en este segundo opus de Gastón Solnicki (Sudden fue su ópera prima), quien consigue ocupar el lugar privilegiado del observador para seguir en un meticuloso relato los pasos de su familia y reconstruir con archivos privados y registros de la actualidad estructurados en una sucesión de capítulos una historia de exilios y supervivencia a la Segunda Guerra Mundial para sumergirse en la tradición judía desde un lugar poco solemne pero con el respeto necesario hacia el pasado. Gastón Solnicki cuenta con el invalorable apoyo de sus padres, hermanos, sobrinos y abuela, quienes no ponen obstáculos al retrato más fiel de lo que son, cada uno con sus características, humores, personalidades, rivalidades, conflictos y contradicciones a flor de piel, compartiendo un objetivo común: la honestidad brutal ante un testigo que no es ajeno a la historia familiar; testigo que por momentos molesta con su presencia o con su silencio para dejar trascender esa otra cara de la moneda que muchas veces el cine oculta bajo una falsa idea de unión o lo que es más grave homogeneidad anquilosante. Papirosen es un excelente retrato de una familia judía con una rica experiencia de vida pero que no se circunscribe simplemente a la anécdota, sino que la trasciende con una mezcla de emoción, melancolía y sano humor.
El cómo puede ser que una realización rechazada de un Festival como el Bafici se presente al año siguiente con un corte diferente y gane el premio a la Mejor Película, es algo que a primera vista no cierra. Es que Papirosen no es un trabajo corriente y en sus 200 horas de filmación abre la posibilidad de explorar diferentes facetas, y dejar otras de lado, cuando en la edición hay que conservar apenas 74 minutos. Durante más de una década, Gastón Solnicki siguió a su familia con una cámara digital, construyendo una road movie privada con cuatro generaciones de parientes como protagonistas. Sin incluirse en las imágenes, aunque en ocasiones se refieran a su persona, adopta una postura atrevida -que mal se podría considerar perversa por la impunidad con que se maneja en su círculo-, y filma a los miembros del clan en los momentos más íntimos. Comparte su felicidad y su dolor, desde las vivencias de quien ha sobrevivido a la muerte hasta el lamento de quien ha perdido el amor, e indaga en el valor de la familia con un pasado que trae en forma permanente a la memoria. La falta de guión lleva a dudar del rumbo dentro de este proyecto a largo plazo, pero Solnicki conoce a sus personajes y sabe hacia qué terreno conducir la narración, algo que se manifestará con el muy buen trabajo producido en la sala de montaje. El uso de imágenes que su abuelo, a quien no conoció pero tiene un peso enorme en lo que se ve en pantalla, grabó más de 50 años atrás, sirven como ejemplo para comprender el cómo Papirosen busca sanar heridas que se traspasaron por generaciones y reconciliar a su familia –y a la de todos, por qué no- con su propio pasado. El trabajo dedicado por más de una década, el cariño por lo que se filma y el resultado final, que al igual que con la muy buena La Chica del Sur parece reflejar que desde el principio estuvo planeada así, elevan su naturaleza de película casera para ofrecer a la familia como obra de arte.
Un irregular álbum familiar
La ganadora como Mejor Película de la Competencia Argentina del BAFICI 2012 es un sencillo ejercicio intimista y un racconto de identidad que se limita a decir presente. Créanme que no es fácil reseñar un documental, empezando por el sencillo hecho de que no soy lo que se dice un asiduo espectador del género, salvo dos o tres excepciones. Pero si hay algo que le debo reconocer es que corre con la ventaja de que al no tener actores ni los artilugios estéticos que estamos acostumbrados a ver en el cine de ficción, su solidez, o la carencia de la misma, es determinada por dos nociones básicas de cine, que van más allá de si es ficción o no: ¿Qué historia se cuenta? y ¿Cómo se la cuenta? La imagen que abre Papirosen es la de un abuelo con su nieto, ambos sentados en una silla alta, en un paisaje nevado que me atrevo a intuir que se trata de Bariloche. Inicialmente y sin información alguna, esto pareciera ser una imagen sin sentido, pero a medida que avanza la película nos percatamos de lo que es ––o por lo menos una idea––: el fotograma que define de que se tratará la película: Un retrato generacional de una familia. Lo que responde la primera de las dos preguntas. La respuesta a la segunda pregunta, el cómo, es a través de material de archivo (en diversos formatos: Super 8, VHS, MiniDV, y el más potente HD) que abarca más de 4 décadas, y en vez de relatarlo cronológicamente, lo muestra fragmentado, sin ningún arco argumental; separado en diversos capítulos como un libro de relatos con personajes en común. Dicho concepto fue el norte al que apuntó el montaje; que consiste en la organización del material según el cuento en particular que cuenta cada capítulo. Todo documental tiene un tema, un criterio motor, cosa que esta película tarda mucho en dejar en claro. ¿Será posible que el realizador se cruzó con este material y decidió darle un sentido mientras lo encontraba o lo filmaba? Puede ser. ¿Estuvo gran parte de su vida planeando esta película? También. Pero una cosa queda clara: la película es una respuesta de 73 minutos a una pregunta que no se formula sino hasta la aparición de un primer plano de un recién nacido, que es el que cierra la película: ¿Quién es Gastón Solnicki? o ¿Quiénes son los Solnicki?. Se le puede aplaudir que haya tomado su propia historia y le haya encontrado una vuelta narrativa ingeniosa al material que tenía a su disposición. Pero aunque efectivo en su intención, y que a muchos otros espectadores en la sala les haya causado gracia y hasta hayan aplaudido, lamentablemente yo no me encuentro entre ellos. Que aquí hay y se está narrando una historia está claro, lo que está en discusión es que no ha calado hondo, por lo menos en mí. Cuenta lo que vino a contar y listo, nada más. Conclusión Un correcto ejercicio de narración partiendo de un universo íntimo, con un montaje de mano maestra; fundamental y orquestal en la estabilización del mecanismo narrativo elegido para contar la historia. Una historia que vino a decir presente y le deja al espectador la decisión de si ésta es o no recordable una vez que se apagó el proyector. Recomendable solo para los incondicionales de este tipo de cine.
Este documental de Gastón Solnicki, premiado en la edición anterior del BAFICI, está basado inicialmente en películas caseras, posiblemente de súper 8 y en videos analógicos. Tomando este material como disparador, Gastón Solnicki recorre una historia familiar marcada por la invasión alemana a Polonia y las distintas etapas del exilio, primero Praga como parada inicial, desde donde la familia de Gastón llegaría finalmente a Buenos Aires. Acompañando la investigación de uno de sus familiares para averiguar su verdadera fecha de nacimiento, visita a parientes en Miami e intenta encontrar en Praga la casa donde pasara sus primeros años. El material, fresco, inevitablemente intrusivo, es sin embargo respetuoso de la vida familiar, mostrando con finura las tensiones y conflictos de la intimidad. La entrega en la embajada de Polonia del pasaporte con los datos correctos cierran la peripecia. La búsqueda de la identidad y su relato se completan.
Publicada en la edición digital #243 de la revista.
Sin dudas, este film premiado en el último Bafici, segundo largometraje de Solnicki después de Süden (aquel retrato de Mauricio Kagel), es de los puntos altos del cine nacional en el año. Solnicki toma documentos familiares y filma a sus parientes durante una década, para reconstruir a partir de lo cotidiano una memoria al mismo tiempo colectiva y personal. La Historia contada a partir de las pequeñas historias, con un grado de emoción y crudeza -nada falta en este film transparente- notables.
La lejanía de lo cercano Tratado inteligente y a la vez poéticamente sentido acerca de la familia de clase media argentina, Papirosen es ante todo elogiable por su autorreferencialidad suspendida y su voyeurismo perplejo y de un humor escondido, que hace de los Solnicki una familia universal e inquietantemente “argentina”. Asimismo, el filme evita lo explícito o grotesco o forzosamente emotivo como los desplantes provocativos a lo Tarnation (la diferencia determinante entre ambos filmes está en que, como Germán Scelso en el reciente híbrido y también íntimo La sensibilidad, Gastón Solnicki aparece poco y nada frente a la cámara: Jonathan Caouette lo hace todo el tiempo). Lo que sí enlaza vagamente a Tarnation y Papirosen es su procedimiento: al igual que Caouette, Solnicki recurrió a viejos archivos fílmicos de su historia familiar y a registros más recientes que se cuentan desde la llegada de su sobrino al mundo para concebir el montaje: el resultado es un collage que intercala porosas imágenes VHS que recrean el casamiento de los padres de Gastón, almuerzos domingueros con abuelos incluidos y niños jugando en el pasto (Solnicki y sus hermanos), con escenas hiperrealistas de los últimos años, que versan sobre un viaje consumista a Miami, la separación de la hermana de Gastón o el cumpleaños de su sobrino. Sugestiva por todo aquello que no dice y que las imágenes evocan de soslayo, Papirosen es una cápsula artesanal y casi miniaturista que condensa de manera fragmentaria la elusiva idiosincrasia argentina y el vertiginoso paso de las décadas (y las costumbres) desde la acción de una cámara intrusa que no juzga, no obliga a lecturas, no denuncia: alarmantemente silenciosa, la mirada generacional de Solnicki insinúa que la verdad, si existe, está en los rompecabezas, en las paradojas, en el abandono hacia la realidad material (la escena del interior de un auto, cuando el niño Mateo le pregunta a su padre por qué éste le miente, hace de lo cotidiano un fluir intenso e hipnótico). La nostalgia, si aparece, es indirecta y “tecnológica”, una saudade audiovisual que apela a la memoria común, los registros de video casero como magdalenas retro de un tiempo trágicamente perdido. Las imágenes clínicas del presente, por su parte, aluden a un tiempo frío, monótono, pero también apacible. Cuando el padre de Gastón oye la canción judía Papirosen se emociona, pero el realizador prefiere evitar que se vean las lágrimas, y en esa discreción hay todo un gesto. Con el plano de esos teleféricos lejanos del inicio y el fin, Solnicki equipara la contemplación a la más lúcida de las cercanías.
Un valiente alegato del director de Süden, quien nos abre la puerta de su núcleo familiar Este interesante director, a quien ya habíamos apreciado en el 2008 con su ópera prima Süden, regresa ahora con un retrato crudo, ácido, festivo y sumamente nostálgico sobre su familia, en el que alterna imágenes recientes con extractos de filmaciones de sus abuelos paternos inmigrantes en nuestro país, el casamiento de sus padres, fiestas familiares, y la presencia permanente de una cámara en la convivencia diaria durante la cual se desgajan las pequeñas miserias de cada uno se sus integrantes. Hay un eje sumamente apreciable que se constituye a través de las consecuencias que el holocausto tiene en generaciones sucesivas de los sobrevivientes, y es allí donde la película se fortalece. Esa angustia que se va heredando y trasladando de generación en generación como la ?hagadá? que se lee en la noche de Pesaj en la que toda la familia está reunida. Otro aspecto es cómo, históricamente, la célula familiar, que supo albergar y anidar a todos sus hijos generando una monolítica base tiende a desmembrarse en el presente. Un valiente alegato de este talentoso cineasta, quien nos abre la puerta de su núcleo familiar, que nos remite un poco al nuestro.