¿Qué rol cumple el ser humano en medio de la naturaleza? Éste podría ser el punto de partida de la película de Óscar Catacora. Y las respuestas no son fáciles. Cuenta las vicisitudes por las que pasan Wiilka (Antonio Catacora) y Phaxsi (Rosa Nina), una pareja de ancianos que vive en el nevado Allincapac, arraigados a sus costumbres y creencias a pesar del abandono de su hijo. Cuesta no tener en mente Tokyo Story (1953) de Yasujiro Ozu viendo Wiñaypacha, pre-seleccionada como la candidata de Perú para el Óscar 2019. No es solamente que el realizador opte por planos estáticos, como solía hacer el director japonés a medida que afinaba más su estilo. Tampoco que muchas escenas estén filmadas a la altura del tatami como también lo hacía Ozu. Aquí, concretamente, los conflictos que enfrenta la tradición representada por los padres se acentúan con resultados demoledores. Ni siquiera hay hijos que llamen a sus progenitores. Solo advertimos la referencia al hijo que quiso desentenderse de la cultura y, por momentos, la esperanza de que regrese a visitarlos. Apenas están los animales de la granja que, además, van desapareciendo a medida que transcurre la historia. Y finalmente la presencia de la naturaleza aquí es muchísimo más palpable e inhóspita. La obra de Catacora lleva al extremo el contraste entre tradición y modernidad. Aquí los personajes dependen de su propia fuerza y sus costumbres para sobrevivir. Mientras más se intenta retratar las costumbres de esta pareja de ancianos, más la naturaleza se encargará de doblegar su presencia en un paisaje salvaje. Y la impresión que dejan las circunstancias es mayor precisamente porque el director opta por una cámara observadora y quieta. Como si en la quietud de la mirada se escondiera también lo perturbable de la naturaleza profunda. Hay lluvias torrenciales, hay predadores, hay enfermedades. Y, en medio de todo, la fidelidad y compañía de la pareja que nunca es enternecida ni almibarada. Hay un compromiso en su dinámica que parece casi dado por sentado, pero es tan firme como los embates naturales sin importar que los de ellos son gestos más pequeños. Aquí la naturaleza tampoco es el motor benevolente y pacifista que tanto se nos vende. Son condiciones a las cuales hay que adaptarse, acomodarse dentro de lo posible, o perecer. Hay una sensación opresiva a lo largo de la película que se traduce en la presencia constante de montañas y picos, y en detalles que la pareja de ancianos toman como mensajes a los cuales deben estar atentos. El canto de un pájaro es el llanto de un dios que anuncia una tragedia. La caída de una escultura es el fin de una vida. Estos momentos dan cuenta de las creencias todavía presentes como certezas en medio de la naturaleza, como si hubiera que decodificarla, no para domarla, sino para incluirse en ella. Decodificar es resignarse a un lenguaje inabarcable. A fin de cuentas, estamos ante una tragedia donde son los elementos naturales los que ejercen el cambio en el destino de los protagonistas. Resulta significativo que solo una vez podamos ver de cerca los rostro de estos ancianos; ello ocurre mientras ingieren coca. El resto del tiempo los vemos en planos más amplios, como si se nos sugiriera que ellos pertenecen a un entorno y este compone su identidad más profunda, de la cual son indivisibles.
No es casualidad que la ópera prima del realizador peruano Óscar Catacora, Wiñaypacha (2017), llame la atención por multiplicidad de factores, algunos asociados a sus condiciones de producción (rodaje a 5 mil metros de altura), otros por ser la primera película hablada en lengua aimara, y finalmente por la naturalidad con la que refleja los vaivenes de dos ancianos (Vicente Catacora y Rosa Nina) en el medio de un remoto paraje con la potencia de las imágenes registradas. A la deriva, con los recursos que encuentran en la naturaleza, Willka y Pahxis sobreviven mientras esperan el regreso de su hijo. En las pesadillas que presagian malos augurios, la desesperación por la necesidad de que alguien los ayude, pero también por comprender qué es lo que el destino les deparará, la pareja comienza un raid de desgracias que sólo los une mucho más. Catacora hábilmente ubica la cámara encuadrando a los personajes en el centro de la escena, liberando en el espectador la posibilidad de detenerse en detalles que componen la misma y empatizando con la soledad y perseverancia con la que diariamente asumen cada una de sus tareas. Todo el tiempo estos ancianos están presentes en la pantalla, y excepto algún plano que muestra las montañas para enfatizar el agreste entorno, su perseverancia construye aquello que se desea relatar: la necesidad de conectarse con el otro y la lucha por mantener una posición sin traicionar convicciones. Para la pareja nunca es tarde para avanzar en el hilado, la huerta, la cosecha, el arreo de animales, el cuidado de los bienes , el tejido, tareas que el director refleja con una cierta poesía visual para que los actos cobren aún mayor fuerza. Si la lluvia y el mal clima acechan, algún canto ancestral o rito atraviesa sus acciones para contrarrestar cualquier inconveniente ocasionado. Catacora enfrenta a los protagonistas y les enviste características tanto positivas como negativas para generar algún conflicto y así avanzar hacia el acto final. La repetición como motivo y motor narrativo despliega seguridad a la hora de presentar viñetas, las que principalmente, se asocian a los de labor para una estructura que decide -y prefiere- unificar su dirección en un relato sobre la lucha por los ideales y el amor. En un momento el hombre le pregunta a la mujer "¿cuánto tiempo más sobreviviremos?" a lo que ella responde con balbuceos porque sabe que no hay una certeza y mucho menos, sobre cómo se han mantenido tanto tiempo en esas condiciones. Los diálogos simples y efectivos, el resonar de la lengua aimara casi como una construcción musical en la que no hay disonancia entre las palabras, la tristeza que se cuela en cada escena y la decisión de registrar como un documental a los personajes, hacen de Wiñaypacha una propuesta sólida que reivindica el amor y el vínculo como base para resistir y trascender la propia rutina.
Si bien desde hace ya varios años el nuevo cine peruano viene dando motivos de esperanza con películas como Días de Santiago, de Josué Méndez; Octubre, de los hermanos Vega; o Rosa Chumbe, de Jonatan Relayze Chiang, la ópera prima de Catacora fue una de las apariciones más sorprendentes y reveladoras de los últimos tiempos. Una película rodada en una zona recóndita de los Andes, hablada íntegramente en lengua aimara y protagonizada por dos ancianos (no actores) que alcanza un mínimo aunque bienvenido estreno comercial en el complejo BAMA. Desde que se estrenó en agosto de 2017 en el Festival de Lima, esta ópera prima de Oscar Catacora -un director treintañero y autodidacto de origen aimara- no paró de recibir reconocimientos. Es que se trata de un auténtico OVNI dentro de un cine peruano que suele provenir de las grandes ciudades y con apuestas narrativas más bien clásicas. Wiñaypacha está rodada a los pies del majestuoso Allincapac, a más de 5.000 metros de altura, en plenos Andes peruanos. Sus dos únicos protagonistas son intérpretes no profesionales que hablan en aimara, un idioma que está en vías de extinción, y el relato -bello, lírico- está construido a partir de 96 planos fijos. Willka (Vicente Catacora, abuelo materno del director) y Phaxsi (Rosa Nina), Sol y Luna en aimará, son dos octogenarios que viven solos en medio de la miseria y el frío. Su único sustento son las ovejas, una llama y lo que pueden recolectar de la pachamama en un lugar tan hermoso como inhóspito. Su hijo los ha abandonado y, aunque ellos sueñan a diario con su regreso, no parece que ello vaya a ocurrir. La película -que tiene algunos puntos de contacto con los primeros trabajos de Lisandro Alonso y, por qué no, con el Yasujiro Ozu de Historias de Tokio- describe con paciencia, sensibilidad y sin caer en pintoresquismos las desventura cotidianas del matrimonio, su religiosidad, sus usos y costumbres, sus tradiciones y leyendas y, si bien el film es tan respetuoso como pudoroso, en el trasfondo subyace una crítica al papel del Estado que abandona a los pueblos originarios y también a ciertos entornos familiares donde no se respeta ni se cuida a los mayores. Minimalista, intimista y contemplativa (lenta para ciertos estándares del cine contemporáneo más convencional), Wiñaypacha está muy lejos de ser aburrida o hueca. A medida que avanza, el relato va ganando en intensidad emocional y -hay que admitirlo- en tristeza, ante la situación de abandono y la acumulación de infortunios que sufren. El multifacético Catacora, guionista, realizador y también responsable de la excelente dirección de fotografía, logra de sus dos no-actores una presencia conmovedora y a las imágenes fascinantes se les suma un cuidadoso trabajo con las distintas capas de sonido. Una bienvenida sorpresa, una auténtica revelación del nuevo cine peruano.
A quienes hayan viajado por el noroeste argentino o las regiones andinas de Bolivia y Perú les habrá pasado: entre esas montañas, en el medio de la nada, de vez en cuando aparece alguna casita aislada que lleva a preguntarse cómo sobreviven sus moradores. Wiñaypacha, opera prima del peruano Oscar Catacora, pone el foco en uno de esos hogares de piedra y paja para darles a esas dudas algunas respuestas poco reconfortantes. Unas cuantas particularidades convierten a esta película en un espécimen único: fue filmada en 96 tomas de cámara fija, transcurre en un paraje ubicado a cinco mil metros de altura, está hablada en aymara y protagonizada por dos ancianos -el hombre es el abuelo del director- que jamás habían actuado (en el caso de la mujer, ni sabía lo que era el cine). Aunque por momentos se acerca a un cine antropológico, Catacora se cuidó de caer en el pintoresquismo y aborda una temática universal: el abandono de los viejos. Dueños de esos milenarios rostros indígenas que suelen enamorar a las cámaras de los turistas, Willka y Phaxsi mantienen sus costumbres ancestrales pese a su edad (indefinible, pero no menor a las ocho décadas). En completa soledad, alejados de cualquier vestigio de vida humana, cada vez les cuestan más las tareas agrícolas y ganaderas de subsistencia. Sólo se tienen el uno al otro y a sus animales: un perro, una llama, algunas ovejas. Casi como personajes de Beckett, su única esperanza es que los visite su hijo, Antuku, que los dejó para irse a vivir a la ciudad. El marco natural que los rodea tiene doble filo: es deslumbrante a la vez que subraya el desamparo de esos personajes de andar lento y encorvado. Esa inmensidad montañosa al principio maravilla y termina angustiando. Es una pulseada de la sabiduría y la fe contra el tiempo y las fuerzas naturales. Pero estos ancianos que sufren el olvido del mundo en medio del Altiplano también podrían padecerlo en un departamento de Balvanera.
Willka (Vicente Catacora, abuelo materno del director Óscar Catacora) y Phaxi (Rosa Nina), dos ancianos aimaras que viven en la inhóspita zona altoandina de Puno, sueñan con el regreso de un hijo que emigró a la ciudad. Ese ínfimo argumento es el funcional disparador de esta atípica película peruana que, con poco menos de un centenar de planos fijos, transmite con notable eficacia la hostilidad y el encanto mágico de un paisaje singular, revela la templanza necesaria para la supervivencia en ese lugar y valora el desafío de la conservación de la identidad como proyecto existencial. Wiñaypacha es un relato atravesado por el peso de la vejez, más acuciante cuando no hay quien colabore para paliarlo al menos un poco.
Una cosmovisión milenaria Fábula realista sobre un mundo en peligro de extinción, Wiñaypacha (que quiere decir "esperanza" en aimara), vuelve a plantear la vieja antinomia entre culturas originarias y la civilización blanca. Según declaraciones del director Óscar Catacora durante el estreno mundial de Wiñaypacha en el Festival de Lima, sus abuelos paternos estuvieron a cargo de su crianza en las alturas montañosas del distrito de Ácora, en el sur del Perú, durante un par de temporadas. Fue en ese momento que el idioma aimara (el único que se escucha en la película) le fue transmitido oralmente al futuro realizador, que abandona el estilo de sus anteriores esfuerzos, El sendero del chulo y La venganza del Súper Cholo -coqueteos con el cine de gangsters y el de superhéroes en plan conscientemente poco refinado-, para escribir y dirigir un largometraje que es deudor tanto de las enseñanzas del neorrealismo como de los tiempos y la estética de ciertos “cines periféricos” contemporáneos. Un film que, en parte por ello mismo, evidencia unas incontenibles ansias de participación en festivales internacionales. Wiñaypacha es también un proyecto familiar: un repaso por los títulos de cierre confirma el apellido Catacora en los más diversos roles, incluida la actuación central de Vicente Catacora, abuelo materno del director y actor debutante. Más allá de los elementos autobiográficos que la historia pueda o no contener y de la presencia de una pareja de ancianos como únicos protagonistas, lo cierto es que la historia de Wiñaypacha (traducido al español como “eternidad”) es tan universal como únicas sus particularidades geográficas, lingüísticas y culturales. Willka y Phaxsi viven en una tradicional casita de piedras y paja en un lugar aislado, en medio de las montañas. Su estilo de vida, marcado por la circularidad de una cosmovisión milenaria, escasamente contaminada por la modernidad, podría hacer pensar que la historia transcurre hace cincuenta, cien o doscientos años. Sólo la presencia de una caja de fósforos y el recuerdo constante de un hijo que se marchó a la gran ciudad -y que no los visita desde hace demasiado tiempo- traicionan esa sensación de atemporalidad. Willka y Phaxsi (Sol y Luna en aimara) llevan a pastar a las cabras, mastican coca para combatir el cansancio, celebran el legado de sus antepasados en una ceremonia, se pasan mutuamente un ovillo de lana que servirá para tejer un nuevo poncho, arreglan el techo que ha comenzado a dejar pasar el agua de la lluvia. Eso mismo que vienen haciendo desde hace décadas, desde pequeños -como lo hicieran también sus padres y abuelos-, sólo que ahora con algunos achaques lógicos de la edad. Durante los primeros minutos de proyección, al tiempo que la cámara registra acciones y objetos con un lente antropológico, resulta difícil no advertir cierto pintoresquismo, favorecido en parte por la belleza natural de los paisajes andinos y la cualidad fotográfica de los planos, fijos y usualmente extensos. Ese cuidado primoroso en los encuadres choca a veces con la tosquedad de las actuaciones y una tendencia a explicitar las emociones de los personajes a través de los diálogos. Es algo que, de a poco, va perdiendo fuerza frente a la lógica interna de la narración, que va construyéndose como una fábula realista. La idea de un mundo en peligro de extinción y la antinomia entre visiones diferentes, representadas por la pareja y su hijo “perdido” en la civilización, se entrelazan con las señales de los dioses y los malos augurios, transformados en golpes reales en la vida cotidiana de los protagonistas. Es allí cuando Catacora, como Phaxsi cuando le pide al viento que deje su flojera, parece invocar a los espíritus de la parábola para intentar detener el abandono y el deterioro de aquellos que están más cerca de la muerte: los ancianos y las culturas originarias.
La lengua Aymara como patrimonio Wiñaypacha (2018) es una película dirigida por Oscar Catacora, y protagonizada por Rosa Nina y Vicente Catacora. Eternidad, traducido al español, se filmó a los pies del imponente Allincapac en las sierras peruanas, a más de 5.000 metros sobre el nivel del mar. Hasta la fecha, en Perú, constituye el primer y único trabajo cinematográfico que se haya realizado enteramente en aymara. El largometraje narra la historia de Willka y Phaxsi, dos ancianos que habitan en un rincón de los Andes peruanos, esperando que un viento traiga de regreso a Antuku, su hijo emigrado. Es sabido que la lengua constituye el legado más importante de toda comunidad, básicamente, porque permite que los conocimientos y las costumbres pasen de generación en generación. Pero ¿qué sucede cuando esta se transforma en una marca de estigmatización, y quienes la hablan deciden no hacerlo por temor a convertirse en objetos de burla? Este film indaga en las relaciones que se establecen entre quienes se quedaron en la soledad de las sierras de Perú y aquellos otros que decidieron abandonar su tierra y su idioma en busca de crecimiento y mejores condiciones de vida. En esta propuesta, cada uno de los nombres resulta clave para articular la trama. En su traducción al castellano, el nombre WillKa significa sol; Phaxsi, luna y Antuku, estrella fugaz. Como podemos ver, se produce una identificación entre los elementos de la naturaleza y el hombre, revelando una atmósfera mítica que envuelve los diferentes sucesos. En este sentido, la lengua establece vínculos con otras prácticas andinas tales como la celebración de la Pachamama, esto es, el rito de darle de comer a la tierra para solicitar resguardo y prosperidad. En este film, la conservación del aymara y la recuperación de ciertas prácticas comunitarias articulan la historia hacia su interior. Toda práctica lingüística constituye el principal vehículo en la conformación de la identidad, ya que a través de ella se puede conocer profundamente toda una cultura. Sin embargo, como se dijo, el lenguaje no es algo que deba pensarse de manera aislada de otras prácticas cotidianas, por ejemplo, el tejido o el pastoreo. De hecho, los acontecimientos sitúan al espectador en escenarios naturales de gran belleza donde los protagonistas llevan adelante sus quehaceres diarios que incluyen la molienda de la quinua o la confección de ponchos y mantas con la lana que esquilan de sus propias ovejas. Este cotidiano se ve modificado por una serie de malos sucesos, todos ellos advertido a través de signos como el llanto de los pájaros, o bien, mediante presagios oníricos. La utilización de planos largos y fijos permitió reunir un total de 96 tomas que dan cuenta del paso del tiempo. En otras palabras, la cámara pareciera amoldarse y acompañar el tiempo acompasado y sigiloso de los personajes. Esa morosidad se ve acentuada por la elaboración de guión también pausado y lento que transforma la cinta en una suerte de oración o plegaria. En conclusión, la película del joven cineasta puneño pone en valor el aymara, transformándolo en objeto de reflexión. Para ello, revela cómo este idioma establece vínculos fuertes y vitales con diferentes prácticas cotidianas, muchas de ellas, vinculadas con los rituales andinos. Una lengua ancestral y una historia conmovedora articulan este bello poema visual que permite decir el abandono, la ausencia y el dolor.
El joven cineasta puneño Óscar Catacora, de 31 años, nos cuenta su historia en su primera película, la cual viene ganando prestigio: ganó en el Festival de Cine de Guadalajara (México) los premios al Mejor Director Joven, Mejor Ópera Prima y Mejor Fotografía. Su narración es autobiográfica porque estas personas representan la figura de los abuelos maternos del director, aunque la historia se encuentra ficcionada. Los protagonistas son Willka y Phaxsi, hablan en todo momento en aymara, tiene un contacto con la naturaleza, el clima, los animales, lo cotidiano y una forma de vida. Su desarrollo conmueve y llega al corazón, tiene el encanto de las prácticas ancestrales, esta pareja vive alejada de sus hijos, a unos 4.500 metros de altura, es sencillo, atractivo, ellos hablan todo el tiempo, tiene un buen movimiento de cámara, hay un gran manejo de la iluminación, una fotografía bellísima y con buenos planos y para contar no le hace falta música.
“Wiñaypacha”, de Oscar Catacora Por Mariana Zabaleta Contar historias hace que las lenguas perduren, un ejercicio complejo que Óscar Catacora emprende al momento de encontrar los “modos” de expresar y documentar por sobre lo sagrado. Lo complejo de la puesta esta tanto en las formas (Happy Hourextremadamente cuidadas), como en los sucesos que se muestran. No podemos evitar notar que el guion parece un hilo muy fino, casi nada del valor de esta puesta se suspende sobre dicho hilo. Son los precios que se pagan por ingresar en lo sagrado, velar lo vedado. Un mundo íntegramente orgánico (solo la presencia de fósforos marca un presente incluso lejano), el misterio del ritual brilla sobre lo cotidiano. Willka y Pahxis son el Sol y la Luna, sus cuerpos yacen juntos en un lecho pequeño, sus quehaceres se encuentran necesariamente ligados, la inmensidad de la cordillera Andina también parece una frágil bola de nieve. En ella los cuerpos componen escenas complejas, enmarcadas con gran esmero resaltando el ojo pictórico de Catacora. La voz en esta lengua ancestral no puede ser sometida a un guion, más bien recita, canta, hechiza, reza, ritualiza. Lanzados a la naturaleza inmutable pasajes poetas de tiempos remotos. Mitologías. Carnavales. El lamento resuena atemporal en el eco de la montaña. La escritura hace al hombre desmemoriado. Después de tantos años de distancia ante estos dichos Socráticos se sigue intentando documentar para engordar la memoria. Una memoria ya saturada de sujetos, todos inaugurando mundos complejos y vitales que forman perlas en el espiral de la eternidad. La música, la coreografía, los animales en escena, no pueden ser pensados como una mera “puesta”. Anida en ellos el pulso del instante, el gesto en escena. El enunciador se hace presente enmarcando los escenarios y a sus protagonistas. Estamos en compañía, alguien con respeto nos señala la vida y la muerte sobre las nubes. WIÑAYPACHA Wiñaypacha. Perú, 2017. Guión, fotografía y dirección: Oscar Catacora. Intérpretes: Vicente Catacora y Rosa Nina. Edición: Irene Caijas. Sonido: Edwin Riva y Rosa Oliart. Diseño de producción: Hilaria Catacora. Distribuidora: Zeta Films. Duración: 86 minutos. 1 marzo, 2019 Compartir Facebook Twitter Contar historias hace que las lenguas perduren, un ejercicio complejo que Óscar Catacora emprende al momento de encontrar los “modos” de expresar y documentar por sobre lo sagrado. Lo complejo de la puesta esta tanto en las formas (Happy Hourextremadamente cuidadas), como en los sucesos que se muestran. No podemos evitar notar que el guion parece un hilo muy fino, casi nada del valor de esta puesta se suspende sobre dicho hilo. Son los precios que se pagan por ingresar en lo sagrado, velar lo vedado. Un mundo íntegramente orgánico (solo la presencia de fósforos marca un presente incluso lejano), el misterio del ritual brilla sobre lo cotidiano. Willka y Pahxis son el Sol y la Luna, sus cuerpos yacen juntos en un lecho pequeño, sus quehaceres se encuentran necesariamente ligados, la inmensidad de la cordillera Andina también parece una frágil bola de nieve. En ella los cuerpos componen escenas complejas, enmarcadas con gran esmero resaltando el ojo pictórico de Catacora. La voz en esta lengua ancestral no puede ser sometida a un guion, más bien recita, canta, hechiza, reza, ritualiza. Lanzados a la naturaleza inmutable pasajes poetas de tiempos remotos. Mitologías. Carnavales. El lamento resuena atemporal en el eco de la montaña. La escritura hace al hombre desmemoriado. Después de tantos años de distancia ante estos dichos Socráticos se sigue intentando documentar para engordar la memoria. Una memoria ya saturada de sujetos, todos inaugurando mundos complejos y vitales que forman perlas en el espiral de la eternidad. La música, la coreografía, los animales en escena, no pueden ser pensados como una mera “puesta”. Anida en ellos el pulso del instante, el gesto en escena. El enunciador se hace presente enmarcando los escenarios y a sus protagonistas. Estamos en compañía, alguien con respeto nos señala la vida y la muerte sobre las nubes. WIÑAYPACHA Wiñaypacha. Perú, 2017. Guión, fotografía y dirección: Oscar Catacora. Intérpretes: Vicente Catacora y Rosa Nina. Edición: Irene Caijas. Sonido: Edwin Riva y Rosa Oliart. Diseño de producción: Hilaria Catacora. Distribuidora: Zeta Films. Duración: 86 minutos.
Pintura intimista a 5.000 metro de altura en los Andes peruanos A más de 5.000 metros de altura, en los Andes peruanos, vive este matrimonio integrado por Phaxsi (Rosa Nina) y Willka (Vicente Catacora). Sus edades son indefinidas. No cabe duda de que el paso del tiempo hizo lo suyo. Pero además el clima hostil, que es dañino para el ser humano, como así también las malas condiciones sanitarias y de confort, sumados a que están solos en ese valle, asilados de otras personas, los envejece mucho más. Ellos tienen un hijo que se fue a la gran ciudad hace mucho tiempo y no los visita. Sólo se tienen el uno para el otro. Presentados de esta manera se desarrolla una historia intimista y profunda de dos personas que viven y mantienen las costumbres de sus ancestros. Practican todos los rituales y ofrendas a sus Santos y a la Pachamama, siempre hablando en aymará, su lengua materna. El director Oscar Catacora creó una ficción para mostrarnos cómo se las arreglan los habitantes de las altas montañas, que tienen sus propias reglas y quieren permanecer así. A lo largo del film podemos apreciar, durante una sucesión de días, qué es lo que hacen allí. Sus quehaceres domésticos, tareas cotidianas tanto dentro como fuera de la casa de piedra y paja, donde se dedican a la crianza de ovejas y producción de alimentos para consumo propio, a partir de un pequeño cultivo. Todo lo hacen muy lentamente, tienen todo el tiempo del mundo, y la velocidad del relato coincide perfectamente con el modo de vida de los protagonistas. Pese a que los primeros minutos podría intuirse como si las imágenes fuesen de un documental, no es así porque todo se va convirtiendo lentamente en un drama. Cuando van a celebrar su año nuevo en el altar construido en una montaña, la suerte le será esquiva y todo lo que hasta aquí parecía estar en paz y armonía, una serie de infortunios les irá haciendo mella en sus cuerpos y almas. La película está narrada con muchos planos fijos, tanto en interiores como en exteriores, adecuándose a los movimientos de los intérpretes y a la rigurosidad del terreno. Cuenta con un muy buen sonido directo para que se escuchen perfectamente los cortos diálogos, con el viento de fondo, como única melodía. Con un guión bien armado, donde los puntos de giro son exactos y contundentes, logran crear intensidad y crudeza en la historia, como para poder observar cómodamente desde una butaca a los que nacieron en esos sitios, que saben perfectamente cómo vivir, sufrir, soportar el dolor, llorar y, a pesar de todo, seguir adelante con dignidad.
“Hablar el aymara es vergonzoso. Así dijo” Wiñaypacha (‘eternidad’), película peruana estrenada en 2018, autoría del director Oscar Catacora, es la primera del país hablada totalmente en aymara. Cuenta la historia de una pareja de ancianos Willka y Pahxsi, quienes viven en el altiplano, por ende un lugar aislado lo que dificulta el suministro de alimentos y objetos básicos, pero principalmente lo que aqueja a esta pareja es la ausencia de su hijo, el que ha migrado a la ciudad. La nostalgia una vez más nos acompaña en esta oportunidad. Pahxsi la mujer, es una madre que no pierde las esperanzas del retorno de su único hijo Antuku (estrella que no brilla), mientras que Willka prefiere ver la realidad y asumir que él jamás volverá. Este suceso provoca que Willka baje al pueblo más cercano en busca de suministros, esencialmente fósforos porque el fuego es vital para subsistir. Está travesía comienza el desenlace de ambos y los lamentables designios del destino. Wiñaypacha es un relato hermoso y conmovedor, que retrata la vida de muchos de los descendientes de pueblos originarios que persisten por mantener una identidad, a través de sus estilos de vida. La película nos enseña, en algunos instantes, ritos y ceremonias que sacralizan la vida y presentan una profunda cosmovisión que aún persiste. La desolación es una determinante y ante la imposibilidad de generar cambios en un proceso de abandono frente a estos pueblos, se hace evidente en la imagen del hijo ausente, pues éste es la sociedad y también lo somos todos aquellos que demostramos desinterés por culturas que forman parte del territorio donde vivimos actualmente. La colonización no ha terminado, es un legado que aún mantenemos y llevamos. La simpleza de la vida de esta pareja es mostrada de una manera magistral. Los planos y tiempos permiten la contemplación de la magnificencia del paisaje. Lo sublime, sin lugar a dudas, queda plasmado en cada una de las fotografías de este film. El sonido queda al servicio del registro de la imagen, lo que intensifica la esencia de la película ahondando en lo característico de encontrarse afectados por lo natural. Maravillarse con sus costumbres y el trato con todo aquello que los rodea, son aspectos que nos posibilita el visionado de este film. Animales como hijos, así como el viento y la montaña como espíritus que acompañan en su cotidiano generan una reflexión sobre nuestras propias formas de relacionarnos. El amor entre Willka y Phaxsi es realmente emocionante: aunque todo esté perdido no sucumbe ante un escenario desolador y no pierden las esperanzas continuando fieles a sus creencias. No por nada la película refiere a lo eterno, el simbolismo es utilizado de manera delicada y estéticamente muy acertada. Ante lo cual, no exagera ningún elemento retratando de manera fehaciente la cotidianeidad de la vida en el altiplano. La ausencia del fuego con su aparición sentenciadora, el ritual de Willka hacia el viento, los sueños de Phaxsi y los pilares de piedras que representan a ambos, son elementos que otorgan una lectura que invita a abordar estas realidades desde una cultura diferente y ancestral. Esta perspectiva toma mayor fuerza, porque ambos protagonistas no son actores, si no personas que conocen la vida bajo condiciones similares a las mostradas en el film. Como es costumbre, es necesario remitirse a una escena que reúna las características para el clímax de este largometraje. La cinta contiene muchas escenas simbólicas de incalculable belleza, ya sea para el deleite visual como para la trama de la historia. Sin embargo, el momento de mayor trascendencia y que calza justamente con la intención de este film, es la última escena cuando, tras la muerte de Willka, Phaxsi queda sola en la montaña. A su compañero se lo han llevado como presagiaban sus sueños, los hijos que le quedaban sus animales también se los han arrebatado y la casa ha quedado bajo las cenizas. Entonces Phaxsi emprende su viaje, la despedida de este mundo montaña arriba, hacia la eternidad.
El cineasta peruano Óscar Catacora presenta Wiñaypacha, la primera película hecha íntegramente en lengua aimara. Esta ópera prima cuenta la historia de dos ancianos y el abandono que los rodea. Wiñaypacha cuenta la historia de Willka (Vicente Catacora) y Phaxsi (Rosa Nina), una pareja de ancianos aimaras que viven a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar. Alejados de cualquier atisbo de sociedad, estos octogenarios conviven en una casa construida a base de piedras y paja. Acompañados de un perro (al cual llaman Wawa), unas cuentas ovejas y una llama, este matrimonio dedica su tiempo a tejer, labrar la tierra y cocinar. Willka y Phaxsi parecen tener un único anhelo: el regreso de su hijo Antuku (en idioma aimara significa “estrella que ya no brilla”), que un día se fue a la gran ciudad y nunca regresó. Ella sueña (literalmente hablando) con el regreso de este ¿joven? Con una angustia latente pregunta: “¿Qué hemos hecho para que nos abandone?”, a lo que su marido responde: “Tal vez no sepa que aún estamos vivos”. Una de las escenas más conmovedoras que enmarca este deseo por reencontrarse con su hijo es cuando ella, entre sueños, escucha el llanto de un bebé. La película parece hacer un quiebre entre lo real y lo onírico, hasta que el esposo la despierta de aquel mundo de fantasías (¿o pesadilla?) y ella instantáneamente toca lo que parece ser el feto disecado de un animal. En ese instante el llanto cesa por completo y todo vuelve a la normalidad. Wiñaypacha se enfoca, entre otras cuestiones, en el abandono de la tercera edad. Willka y Phaxsi están alejados de la sociedad. No tienen nada más que algunos animales, la infinita naturaleza y sus dioses (quienes para colmo parecen ignorar sus plegarias). Hasta la naturaleza parece empeñada en castigar a estos ancianos. Al fin y al cabo, parece que solamente se tienen ellos. La película no muestra sólo el abandono en la tercera edad, sino que también muestra la marginalidad hacia los pueblos originarios. La ópera prima de Óscar Catacora no cuenta con una banda sonora. El sonido ambiente es el que predomina en cada escena. Tampoco hay muchos diálogos. Los personajes hablan lo justo y necesario. La geografía parece ser suficiente para contextualizar las vivencias de este matrimonio. La fotografía por su parte es meticulosa. Wiñaypacha está hecha principalmente a base de planos generales. La inmensidad de la naturaleza frente a dos simples humanos que viven en el olvido.